25

Austríacos, húngaros, bosnios, checos, polacos o lo que fueran, todos se lanzaron sobre la polenta.

—Míralos bien —dijo Renato—, entre cuatro suman doscientos kilos.

El posadero, de pie, se pasaba la mano por el bigote y los contemplaba, absorto; hasta él había adelgazado. Seguimos por el camino, aflojando un poco el paso. Me pareció oír cómo sus mandíbulas trituraban la polenta seca.

—Lo ves, Paolo, las batallas las ganan y las pierden los ejércitos, pero la guerra es otra cosa; las guerras las libran los países, y eso significa bancos, industrias, vacas, gasolina. Cosas que se tarda tiempo en reunir, y que hay que hacer durar años, no semanas, ¿lo entiendes? Estos soldados no son más ni menos valientes o disciplinados que los nuestros, pero como Austria no les dé de comer…

—¿Falta mucho para la ofensiva?

El mayor Manca paró para vaciar la cazoleta de la pipa dándole un golpe contra el tronco de un árbol; a continuación siguió andando con la pipa vacía entre los dientes, y dijo en voz baja:

—Ayer vi once vagones en una vía muerta en la estación de Pieve. ¡Harina! Díselo a tu abuela, los aviones de reconocimiento no pueden verlos desde arriba porque los vagones están tapados con follaje. ¡Es preciso un bombardeo masivo, y de inmediato! Esa harina vale diez veces más que un almacén de municiones.

Nos separamos. Fui a llevar el mensaje a la abuela, que se puso a la tarea para codificarlo. No tardó mucho. La tía dijo que aquella debía ser la última vez.

—Es demasiado peligroso seguir con esto.

La abuela protestó.

—Muchos, lo sabemos todos, hacen esto de tender ropa interior…, pero lo de los postigos… —Hablaba con cierta jactancia, reflejo de ese carácter soberbio por cuya causa nos habíamos quedado en la orilla izquierda del río, y además el código era un invento suyo.

El abuelo, en cambio, estaba sereno.

—Sé que les cuesta poco colgar a los italianos, en la guerra no se recurre a los abogados, pero nuestro barón respeta los buenos modales, y de los buenos modales podemos fiarnos; penetran en la piel más que ciertas frivolidades, como el amor o la fe. —Con media sonrisa en los labios me lanzó una mirada de complicidad—. El mayor no pasará por las armas a nadie… la batalla no depende de lo que ocurra en la Villa Spada.

—Ojalá —dijo la tía, con los labios apretados.

Mayo es también el mes de la Virgen y de las primeras comuniones. Tuve que acudir a la iglesia por cumplir con los «deberes familiares». Las vidrieras habían sido sustituidas por cartón alquitranado, una bomba italiana las había hecho trizas. Los niños gritaban en primera fila, en sus vestiduras blancas, mientras que las madres, gordas mantis negras, rumiaban sus conjuros en segunda fila. El párroco había relegado a la tribu de los abuelos, que dormitaban, ahítos de aguardiente, a ambos lados del altar mayor. Por su parte, los padres estaban ausentes por la guerra, o por el agotamiento de la siega. Había también algún prisionero en traje de faena, y algún húngaro en uniforme de batalla. Toda mi familia se encontraba en el último banco, para no llamar la atención. La tía Maria estaba entre la abuela y el tercer novio, y también estaban Teresa y Loretta. A buen seguro, la ausencia del abuelo no asombró al sacerdote.

La misa avanzaba veloz. El sector de Sernaglia se hallaba en alerta y en cualquier momento la iglesia podía ser incautada y convertirse en un hospital militar. Sin embargo, la prealerta duraba desde hacía días y nadie, salvo don Lorenzo, se tomaba las cosas demasiado en serio. Después del Evangelio, el párroco se lanzó en una invectiva contra la humanidad en guerra. La sazonó con unos cuantos insultos a las tropas de ocupación, a las que acto seguido elogió porque eran «devotas de la Señora del Paraíso», y señaló a la sirvienta blanca y azul que no dejaba de sonreír a la luz trémula de las velas. Eso es estar bien con Dios y con el diablo, pensé, recordando una frase del abuelo: «Llevan dos mil años haciendo lo mismo: la guerra acaba con familias y naciones, pero la faltriquera de dios sigue ahí».

Concluido el tiempo de las injurias y de los elogios, el sacerdote elevó el índice hacia los estucos de la bóveda.

—Hermanos —don Lorenzo subió ligeramente la voz—, cuando una vaca tiene un ternero, toda la creación de Nuestro Señor se complace; las moscas tienen un nuevo lomo que les servirá de casa, el campesino tendrá leche y carne, el lobo espera pegarse atracones, nadie está triste…, de la tierra no se elevan lamentos. Pero cuando nace un hombre, la criatura más hermosa de la creación, no sabemos si estar contentos… o tristes…, pues Dios ha dado al hombre la libertad de hacer daño. La culebra que nos muerde, la comadreja que nos roba la gallina, la avispa que nos pica, no son criaturas malas, desempeñan su cometido, por fastidioso que sea. Pero Eva se comió la manzana porque le dio crédito a la serpiente, no a Dios. —El índice giró sobre la cabeza del padre, luego se irguió como un mástil que señaló el cielo pintado en la bóveda, encajonado en su probado sistema de símbolos—. Siempre he sabido que allá arriba —prosiguió el cura sin bajar el dedo ni flexionar el brazo incómodamente tenso— está el motor que mueve el sol y las otras estrellas, lo malo es que ese motor ocasiona desgracias que no entenderíamos ni que nos quedáramos aquí a pensar en ellas cien años; digo más, quien las piensa mucho las comprende todavía menos que quien se pasa el día poniendo medias suelas, palabra de don Lorenzo. —El índice cayó sobre el atril dando un ligero golpe. El sermón había terminado y la misa siguió a paso ligero, hasta que el monaguillo hizo sonar la campanilla que anunciaba la elevación. Fue entonces cuando se oyeron los cañones. De improviso y con fuerza. Lejanos y cercanos.

—Disparan desde el Montello —dijo la tía.

La tropa de mantis negras se estremeció.

—Como lancen petardazos más grandes, nos dan de lleno —dijo Teresa.

Puede que sus palabras despertaran a doña Mala Suerte, pues hubo un gran estruendo que levantó una nube de polvo blanco y de cal.

Don Lorenzo dejó el cáliz.

—¡Hermanos, calma! Esta es la casa de Dios…, salgamos todos… ¡Mucha calma! ¡Por aquí, deprisa, primero los niños! Ite, missa est. ¡Rápido! —E hizo ante la nube de polvo una rauda señal de la cruz.

El ruido que hacían los niños que corrían rivalizaba con el de los cañones. Madres, abuelos, prisioneros y soldados huían en todas direcciones. El ama del cura había abierto la puerta lateral y nos dispersamos por la calle de detrás del campanario. El ruido de los cañones se alejaba y pronto se extinguió. Todos tosían. Yo también tosía, y con la tía llevaba del brazo a la abuela; el tercer novio había desaparecido, ayudado por la dimensión de sus pies.

Aunque solo se había desplomado un metro de cornisa, al desmigajarse había blanqueado un buen trecho de calle. Todos estábamos cubiertos de polvo blanco hasta la punta del pelo, y con esas trazas cruzamos la verja.

El saludo de los centinelas —la culata del fusil golpeando contra el suelo— sonó involuntariamente cómico: soldados que saludaban a espectros.

Aquella noche la pasé con Giulia. Fui a su casa en cuanto me aseé un poco en la bañera del desván.

Los postigos del tercer novio estaban abiertos. Aún no se había lavado, estaba allí, arrellanado en un viejo sillón, blanco de cal y de miedo; puede que ni siquiera me viera, pues no sonrió ni saludó con la mano; contemplaba la ventana con ojos como platos y en la boca su larga boquilla, con un cigarrillo apagado. Subí los escalones de la galería de dos en dos y llamé a la puerta.

Giulia me abrió, y al verme se echó a reír.

—¿No hay que lavarse cuando uno visita a una dama?

—Pero si me he lav… —no pude terminar la frase. Sus labios me abrieron la boca y su lengua estaba dura y caliente. Sin apartarse, me arrimó al sofá, y se me echó encima. Nos desnudamos a toda prisa y lentamente nos amamos.

La única mujer con la que me había atrevido era una chica del Casino di Siora la Bella, una casa elegante en el centro de Treviso, a la que me había llevado el abuelo. Tenía catorce años cuando perdí a mis padres, y el abuelo, en cuanto cumplí los dieciséis, decidió que mi educación erótica era cosa suya. Todo ocurrió a espaldas de la abuela y de la tía, quienes, aunque intuyeron algo, se cuidaron bien de pronunciarse. Así, el 12 de agosto de 1916, el día de mi decimosexto cumpleaños, me encontré en una plaza de Treviso, que el curso de la guerra no había transformado aún en una ciudad fortaleza. Nos hospedamos en un hotel que tenía unas ventanas enormes, de forma vagamente gótica, y daba a un callejón poco más ancho que una calle de pueblo. Bebimos un licor fuerte en el bar, antes de ir a la casa. El abuelo me preparó con palabras menos sentenciosas de lo habitual, habló con rodeos, dijo que había cosas que un hombre debía aprender enseguida, y que hay mujeres que las saben enseñar, y concluyó con un consejo: «Recuerda que también a una puta hay que tratarla como a una dama, porque eso es lo que se espera de ti…, además, es lo que ella se merece».

Así, mi primer contacto con la epidermis femenina fue el gran pecho rosado de una rubita de ojos negros que me recibió diciendo: «Soy Graziella… ánimo, cariño, tú y yo nos vamos a divertir». Creo que les decía lo mismo a todos, sin excluir a los septuagenarios babosos; le gustaba cómo sonaba la frase. Pero lo que nunca le confesé al abuelo es que con Graziella me había echado atrás, por timidez, creo, o quizá porque aquella chica dócil y despabilada se había dado cuenta de que aún no había llegado mi momento, y cuando me llevó de vuelta al saloncito donde el abuelo Guglielmo esperaba, con una gaceta, un puro y un whisky, dijo que me había comportado como un hombre y un caballero, y lo dijo con voz enérgica, sin que se trasluciera nada.

Aquella noche Giulia me enseñó que también una mujer a la que se conquista tiene algo de Graziella, y que como si fuera Graziella has de tratarla, con vigor y pasión, pero reservándote algo. Conseguí así no decirle lo que sentía por ella. Tras vestirme me sentía orgulloso de seguir siendo yo, y por primera vez desde que la conocía, estaba seguro de que también ella había sentido algo por mí. Puede que me hubiera traicionado y humillado, pero parte de su intimidad, durante un tiempo incierto, había sido plenamente mía; y eso me bastó.

—Hay toque de queda, ¿adónde vas? Espera el amanecer para salir.

La contemplaba, echada en el sofá, frente al hogar donde la leña ardía. Me miraba con sus ojos raros, tenía el seno descubierto y los pezones todavía duros y rojos.

—Tengo que irme —dije, y salí. Oí retumbar mis pasos en el entarimado de la galería.

Los postigos del tercer novio seguían abiertos. Permanecía inmóvil, hundido en el sillón, con el cigarrillo apagado en el extremo de aquella larga y ridícula boquilla. Habían pasado dos horas y aún no se había aseado; estaba blanco desde la punta del pelo hasta las botas y no me vio siquiera pasar por delante de su ventana.

El abuelo nunca hablaba sin ton ni son cuando se ponía el gorro de dormir, ritual que ejecutaba con gracia de dama. El camisón era un poco corto, no le llegaba a las rodillas, y el gorro, ladeado, le daba un aire de triste alegría, como un payaso que se quita el maquillaje. Aquella noche, a oscuras, el abuelo y yo hablamos largamente. Hablamos de los soldados enemigos, que estaban más optimistas que sus oficiales, y nos dijimos que eso resultaba insólito.

—El eco de Caporetto está aún en el aire, esos canallas creen en la victoria.

Luego hablamos de Renato.

—Nunca me ha gustado ese hombre, es arrogante y prepotente. Fíjate, hasta te ha robado a tu chica.

—¡No… eso no es verdad!

—Oye, cèo, hay una sola cosa que una mujer no perdona: la vacilación. Sométela, no hay otra manera de contentarlas.

—Buenas noches, abuelo —dije y, encantado de estar a oscuras, sonreí en silencio.