24

Con abril se había marchado la nieve y mayo comenzó a llevarse también a los oficiales. Cada vez pasaban más carros, bicicletas, mulas, motocicletas. Venían de Udine, Sacile, Codroipo, Pordenone. Unos muchachos huesudos —los uniformes les quedaban enormes— llegaban encorvados bajo los petates, bajo cascos demasiado grandes, pasaban por la mañana y por la noche, iban al Piave.

La villa había perdido importancia. Con el barón estaban instalados solo dos o tres oficiales de baja graduación, pero ninguno de ellos se quedaba mucho tiempo; unos se iban hacia el oeste, al frente, otros hacia el este, de permiso. «Parecen moscas en el culo de una vaca», decía Teresa. El barón, cuando salía de su despacho, una habitación en la planta baja, en el lado más apartado del camino, pasaba largos ratos con nosotros: con la tía —en el pueblo ya chismorreaban—, pero también con el abuelo y conmigo. Solo la abuela mantenía las distancias; seguía fiel a la idea de oponer al invasor su amable descortesía.

A esas alturas, el barón me parecía uno más de casa; me había acostumbrado a él igual que a la escasa comida, a pensar en Giulia, a la somnolencia del paisaje. Hacía meses que no se oían los cañones.

Una vez, era hacia finales de mayo y había un sol tibio, Von Feilitzsch me vio pasar delante de su ventana. Salió del despacho y me alcanzó:

—¿Le molesta que dé un paseo con usted?

Estuvimos juntos un par de horas, durante las cuales me habló de la vida en Hungría, donde había vivido unos años con su esposa, y de Viena, que guardaba en el corazón. Me habló de las pastelerías, de las chicas, de los conciertos, de los Strauss, de los bulevares atestados de gente en plena noche, de las tabernas color canela. Me habló de aquel mundo de educadas sonrisas, de sentimientos no exhibidos, de parterres ordenados y de salones azules, el mundo sin prisa en el que había crecido; Viena era una amiga desaparecida, y la echaba de menos.

—Verá, don Paolo, mi padre era un hombre que lo aseguraba todo, mi madre decía que el cliente era él…, el mayor alma de cántaro, como dicen ustedes, de los agentes de seguros; si hubiese podido, habría asegurado hasta a las gallinas.

—Mi abuelo dice que venimos de un mundo fundado en la ilusión que determina la razón, y nos encaminamos hacia otro totalmente carente de sentido.

El barón se detuvo y cerró los ojos durante un instante.

—Su abuelo me gusta.

Había una pizca de arrogancia en su voz y media sonrisa en sus labios. Le gustaba tomarnos un poco el pelo. Cuando tomaba té mantenía la taza suspendida a dos dedos de la cara, y se quedaba quieto así varios segundos. «Eso de hacer el amor con la taza… a mí me parece un lánguido, así que tenga cuidado, cèo», había dicho la cocinera. Y Teresa no tenía un pelo de tonta, pero se equivocaba. Ese mayor no era un hombre transparente, y el abuelo se había dado cuenta: «En él, el niño y el soldado se dan puñetazos y palos, pero ninguno de los dos consigue someter al otro».

—¿Podría usted transmitir un mensaje a su tía? Se trata de algo… importante.

Me sorprendió el tono del barón, de pronto hablaba con severidad, casi con antipatía.

—Por supuesto, barón…, no es nada… personal…, ¿verdad?

Se detuvo y su mirada se volvió intensa, hostil.

—¿Cómo? Soy un caballero…, señor.

—Yo no… no pretendía…

Reanudamos la marcha, despacio, porque había empezado la pendiente.

—Hay una escuadrilla de cazas ingleses…

Yo miraba hacia delante, al sendero vacío, a las matas inmóviles entre las piedras, a los árboles distantes.

—Son ingleses, Spad, biplanos monoplaza. Siempre es la misma escuadrilla que pasa de un lado a otro sobre los tejados de la villa, siempre la misma… ¿Le dice algo el martín pescador?

Apreté un poco el paso.

—El martín… ¿qué?

—Un pájaro. Es el emblema de ese piloto…, el que dirige la escuadrilla, un piloto excelente, pasó por en medio de un globo cautivo en llamas, le habrán dado una medalla…

Procuré mantenerme impasible.

—Dígale a doña Maria, por favor, y también a su abuelo, que transmitir informaciones al enemigo, de cualquier tipo y por cualquier medio, es un delito, y la ley de guerra castiga ese delito —bajó un poco la voz y se detuvo, para forzarme a mirarlo— con la muerte. Nosotros colgamos a los espías.

—Se ha despertado con malas pulgas —dijo el abuelo delante del café con leche.

No se equivocaba, Renato no estaba de humor. La advertencia del mayor nos había dejado de piedra. La abuela creía que debíamos dejar durante un tiempo de hacer lo que hacíamos; pero ¿cómo iba Brian a dejar de hacerlo? Y precisamente ahora, cuando debía de faltar muy poco para la ofensiva austríaca… La abuela dijo que tuviéramos cerrados todos los postigos de la trífora, «Nada que informar» y, con todas las tropas que estaban pasando, seguramente Brian comprendería.

—Pero no podemos echarnos atrás justo ahora —replicó el abuelo—. Ahora es cuando las informaciones resultan importantes…, justo por eso el barón nos ha advertido.

La abuela no temía por ella, sino por nosotros, por la villa, por mí. Yo no tenía miedo, me había vuelto fatalista y citaba continuamente un proverbio del abuelo: «Siempre hay que tener un poco de suerte para hacer algo provechoso en la vida».

—¿Dices que ese nos cuelga? —Tenía las piernas suspendidas y la paja me pinchaba el cuello.

Renato me pasó la petaca del tabaco.

—No sabe cómo transmitimos. Y no va a colgar a nadie. Además, las informaciones… Brian puede verlas solo, cuando sobrevuela la llanura. Los caminos están atascados por las columnas de carros y los campamentos se multiplican. Mi trabajo es otro.

—¿Cuál? —pregunté, y prendí la pipa.

—La organización ayuda…

—¿La fuga de los prisioneros? —Quería sorprenderlo.

—Venga…, quién va a huir…, nadie está dispuesto a regresar a las trincheras. Queremos a los desertores. Cruzar el río es cada vez más difícil…, los desertores… checos, eslovenos, bosnios… llevan informaciones recientes y precisas que pueden cambiar el rumbo de la batalla, no las que damos nosotros sobre el paso de tropas; para eso basta un avión de reconocimiento.

—¿Por qué me lo dices?

—Porque ahora tienes que saber qué transmiten realmente esos postigos: no lo que te hemos hecho creer, sino cuándo, dónde, cómo y quién va a cruzar el río.

—Pero ¿por qué no me lo habías dicho antes?

—Antes no era necesario, pero ahora… podrías serle útil a la organización… si me matan.

—Pues cuéntamelo todo. —Estaba más excitado que asustado.

Me sopló el humo a los ojos.

—Por ahora es suficiente, Paolo, el resto, cuando sea necesario. ¿Te apetece estirar un poco las piernas?

Dimos un paseo por el pueblo. No había nadie. Paramos a fumar con el posadero, en el banco que con la primavera había sacado a la puerta. También la posada estaba vacía.

—Todos se han ido a Sernaglia. El dinero está allí, y las chicas, las que valen, van donde el monedero suena, ¡pues a Sernaglia! Pero ya se pasó el tiempo de las vacas gordas —dijo el posadero en dialecto y se dio unas palmadas, la pipa apretada en la boca, en el bolsillo del delantal mugriento—. Y ahora es el tiempo de las vacas flacas.

A Renato le gustaba nuestro dialecto, que entendía bien, aunque no sabía hablarlo. En el pueblo lo llamaban quel toscàn de l’ostia, «ese maldito toscano», al que envidiaban porque xé an dà a star ben, «aquí vive muy bien». Sin embargo, al posadero le caía bien, y un goto di sgnappa, «una copita de aguardiente», caía siempre. Bebimos y permanecimos callados largo rato, fumando y mirando las copas de los árboles. Hasta que el posadero, enseñándonos todos los agujeros que tenía entre los dientes, llevó aparte a Renato y le dijo algo al oído. Se me pasó por la cabeza la idea de que también era del Servicio de Información.

Al regresar a la villa bordeamos la iglesia, solo por alargar el paseo y por hablar un poco de nada.

Hubo un cañonazo, muy distante, a continuación un segundo y un tercero. Las vidrieras vibraron encima de nuestras cabezas.

—Ponen a punto los telémetros, prueban las trayectorias, y de paso asustan un poco a los que acaban de llegar a las trincheras. Escucha, ahora responden los italianos.

Y un trueno ya se sobreponía a otro, y el ritmo pasaba de ser lento a martilleante. Las vidrieras no paraban de vibrar. Nos alejamos de la iglesia.

—Me extraña este fuego persistente. Creía que estaban escasos de proyectiles.

—¿Un ensayo general?

—Tal vez. En los últimos días el rancho ha mejorado un poco, se están esmerando para subir la moral de la tropa, pero dudo que puedan hacer mucho.

—¿Los ves tan mal?

—Fíjate qué uniformes, están hechos jirones, y les quedan enormes. Ven… te enseñaré una cosa.

A paso rápido me llevó cerca de la capilla. El hedor de las letrinas, en aquella primera tibieza, era intenso, y fruncí la nariz.

Renato se quitó la pipa, que se había apagado, de los labios. Con la boquilla abrió una rendija entre las hojas del tilo.

—¿Ves esas cuerdas?

—Ropa interior…, calzoncillos largos —dije.

—De los oficiales del emperador.

—¿Y bien?

—Trata de describirlos. Obsérvalos bien.

—Calzoncillos tendidos…, qué más…, un poco rotos.

—¿Un poco? Digamos que son agujeros colgados de retales de calzoncillos. —Me miró—. Si vencemos no será porque Diaz es mejor que Boroevic, todos los generales saben chulearse de los porrazos que dan otros…, nosotros venceremos… por esos calzoncillos rotos. No se vence con remiendos en el culo. ¿Te acuerdas de ese prisionero de Ancona, el que estuvo en el almacén hace dos semanas? Era de una de nuestras patrullas capturadas. El que se puso a hablar con el abuelo, ¿te acuerdas?

Asentí con la cabeza.

—Tenía un uniforme nuevo, con los botones bien puestos, y zapatos de piel, no de cartón. Si esta es la ropa interior de los oficiales, de los dioses del imperio danubiano, imagínate cómo será la de los soldados que tendrán que hundirse hasta la barbilla para cruzar el Piave. —Volvió a colocarse la pipa en la boca—. Si te cubres con harapos, eres un harapiento, y un ejército de harapientos jamás ha ganado una guerra. Nosotros venceremos porque Estados Unidos nos ha hecho un préstamo enorme. No creo que el reino de Italia pueda devolverlo nunca, pero la guerra la ganaremos nosotros. Y lo que vale para nosotros también vale para los franceses y los ingleses. En una batalla hace falta comida, agua, ropa, municiones, y todo eso se transporta y distribuye a los lugares y en los momentos necesarios. —Hablaba con vehemencia, ya sin mirarme a mí sino al aire—. Hace tiempo que esos tipos se comen las mulas, y aquí empiezan a escasear hasta las ratas —añadió moviendo la cabeza—. Sus calzoncillos son muy elocuentes.