—Su Virgen tiene el pelo largo y suelto, como una actriz de medio pelo. —El abuelo estaba borracho y con todos los dedos trazaba en el aire lo que veía—. Y alrededor de la cabeza amarilla… hay doce estrellas, doce. Las he contado, y yo sé contar hasta doce. Y alrededor del cuerpo, casi hasta los pies, tiene rayos, todos de oro. Y con el pie la putilla aplasta la serpiente. Y en el revés de la bandera… porque la giran, ¿sabes…?, la giran para enseñártela por el otro lado… —El carro daba tumbos, pero su voz, no obstante su estado eufórico, se mantenía firme, sin titubeos—. En ese lado hay un águila de oro con las alas desplegadas, y en el pecho tiene el escudo de los Habsburgo, de Austria y Lorena. La garra derecha sostiene el cetro y la espada, la izquierda, la esfera con la cruz de los curas… —Tosió y escupió. El esputo fue a parar a la pista.
Giulia iba en el pescante, entre el guarda y la damajuana de vino, pretexto de la excursión.
—Lo que ustedes no saben es que en el escudo… hay blasones de los reinos y los feudos del imperio en ese escudo… Pues bien, digo que el segundo blasón de la izquierda…, no, el de la derecha… es el lombardo-véneto, a mí que no me vengan con cuentos. Los muy zampaberzas se quieren adueñar del viejo feudo, ¡que no me vengan con cuentos! ¿Y saben qué les dice este viejo que ha bebido? Pues que ellos tienen razón, por la burla de san Ciprés… En esa… taberna, solo he estado en una, tampoco he bebido tanto…, hay un tabernero que habla un francés que no está nada mal y eso que ha nacido en Bohemia, y me ha dicho que nuestro rey, que mide lo que un bastón de viejo, no vale ni un vaso de aguardiente…, si lo comparas con el suyo…, cómo lo llama… emperador, lo llama.
Renato se volvió.
—Creo que su tabernero pensaba en Francisco José, no en Carlos.
Giulia pasó la mano alrededor del brazo de Renato, que volvió a mirar hacia delante e hizo restallar el látigo. Yo estaba celoso, pero no lo habría reconocido ni bajo tortura. Miré al abuelo, sonreía y entornó los ojos, luego los elevó al cielo, acercó a mi oreja su boca, que apestaba a vino:
—C’est la vie, cèo.
El aire de la mañana era gélido.
—Ese barón… tiene algo infantil, y no me fío de la ingenuidad —la tía hablaba en voz baja—; hemos de tener cuidado. Ya han visto al inglés…, da siempre dos vueltas… y siempre con vuelos rasantes. Además, su martín pescador está en boca de todo el mundo, es el que ataca a los globos cautivos…, el mayor Von Feilitzsch no es tonto.
—El ahorcamiento es interesante —dijo el abuelo, que caminaba entre ella y yo—, morir pataleando sin hacer ruido; el fusilamiento es demasiado… demasiado ¡bum!, eso es. El nudo es lento, un chirrido ligero, discreto y letal.
—Deja de dártelas de poeta, abuelo.
—Baja la voz —dijo la tía, y señaló a los soldados que almohazaban a las mulas.
El abuelo nos cogió del brazo.
—Venga —dijo apretando el paso—, vamos a la posada, a esta hora sirven café hirviendo, y así nos enteraremos de lo que se cuece en el ambiente.
—Ojalá que el café no sea extracto de grappa —dijo la tía.
—Y que la leche no sea de cabra —añadí.
Entramos en el hedor a sudor y a alcohol. El posadero estaba amodorrado. Todos los suboficiales, de pie con grandes tazas humeantes, hablaban a gritos. El hombre era hijo de una napolitana y hacía muy bien el café. Nos indicó un velador. A la tía no pareció molestarle ser la única mujer del local y tuve la impresión de que, al sentarse con calculada gracia, se había subido la falda lo justo para que se viera la pantorrilla, complacida de suscitar en los hombres un ligero estremecimiento.
El posadero pasó su mugriento trapo por el velador.
—¿Qué les sirvo?
El abuelo, que sentado parecía más sensato, clavó la mirada en el hombrecillo sudoroso —se había dejado crecer el bigote a lo habsburgués—, con el aire de un ama de casa que ve una cucaracha en la almohada. La tía acudió en su ayuda.
—Tres cafés con leche caliente, pero no traiga grapa, por favor.
—Ama, aquí ya no tenemos grapa —dijo el posadero en dialecto, al tiempo que se atusaba el bigote con los diez dedos—: Estos desgraciados se lo trincan todo y pagan con monedas falsas.
Nos sirvió un café negro, humeante, delicioso, en tazas limpias. Al beberlo, por un momento pensé que ese era el sabor, ese y no el de la boca de Giulia, de la felicidad. El ladrido de un perro irrumpió como una exhalación: enseguida reconocí a Nomme. Acababan de reavivar el fuego, y el abuelo se levantó para acercar las manos a las llamas. Adriano entró detrás del perro y cayó despatarrado, entre las carcajadas de los hombretones bigotudos.
—Así que te has curado —dije, mientras lo levantaba por un brazo.
Estaba flaco, y sus ojos hablaban de hambre. Asintió con la cabeza, a la vez que buscaba a Nomme con las manos, que le temblaban ligeramente. Lo llevé a nuestro velador y la tía pidió leche caliente, polenta y sobrasada. Adriano se había puesto a Nomme sobre las rodillas. El pobre animal tenía el pelo lleno de costras de roña, y una oreja partida de un batacazo o a saber por qué otra burla del destino.
—¿Cómo está tu madre? —preguntó la tía.
El niño despegó la boca de la polenta.
—Murió hace dos días —contestó en dialecto.
No había emoción en su voz. Bebió un largo trago de leche y comió. Nomme también comía. Adriano se guardó en el bolsillo casi toda la sobrasada: «Es para mañana». El miedo al hambre era en él aún más fuerte que el hambre. Había algo ingenuo y cruel en su rostro macilento, un gruñido que brotaba de su interior. Mientras masticaba, observaba a la tía con gesto enamorado, y la tía le correspondía con ojos velados de dulzura.
—Adriano, así es como te llamas, ¿verdad? Ven a visitarnos a la villa cuando quieras; nuestra Teresa…
Se interrumpió, porque un sargento gigantesco nos estaba mirando fijamente. Se acercó, sin necesidad de abrirse paso a codazos, su pecho era la proa de un rompehielos. Agachó la cara, con bigote y patillas enormes, hasta la cabeza del niño. Apestaba como un marrano.
—¡Conocer a ti! —dijo casi a gritos—. ¡Tú ladrón! ¡Tú cogido mi puñal!
Adriano desapareció a la misma velocidad que su perro.
El sargento no intentó perseguirlo. Nos lanzó una mirada siniestra, que sazonó enseñándonos un rastrillo de dientes color tierra. Luego volvió a la barra, dejándonos su tufo.
—Cuando esta guerra termine, el mundo será de gente así —dijo la tía—. Nuestros marqueses, nuestros duques, los señores y todos sus Von… desechos a la deriva; no tienen ni tendrán más fuerzas con que batallar. —Hizo una pausa, miró al abuelo, luego me miró a mí, con una pizca de melancolía—: Ya no tenemos lágrimas ni sonrisas, solo queremos descansar. —Suspiró, y con los nudillos me acarició la mejilla—. Ellos, los sargentos, serán quienes administren toda esta miseria, que nuestros modales educados ofenden.
El abuelo bajó la mirada a la taza vacía.
—Sí, somos veleros entre buques a vapor, no nos engañemos. —Calló un momento—. Y, después de la hora de los sargentos, ya lo veréis, vendrá la de los cabos.
Un ruido de motores vació la posada. Nosotros también salimos, tras dejar sobre la mesa dos liras viejas.
Tres Fokker a baja altura perseguían a un Caproni saboyano. Habían pasado a menos de diez metros del tejado. En las alas tenían la cruz negra de los caballeros teutónicos. La cola de nuestro aeroplano echaba humo. Los Fokker lo ametrallaban por todos lados. El bombardero iba directamente hacia el río, en una huida desesperada. Alcancé a ver el ala superior; estaba partida por el medio, justo encima del piloto, mientras que la ametralladora estaba doblada hacia un lado, y ya no disparaba.
Agarré al abuelo de un brazo.
—¿Crees que lo conseguirá?
Hubo una llamarada, los cazas habían dado tal vez al depósito. El humo negro se elevaba por detrás de la colina, al oeste. El grupito de sargentos y cabos gritó al unísono «¡Hurra! ¡Hurra!», tras lo cual fue absorbido por la posada en su miasma, entre risotadas y palmadas en los hombros.
Regresamos a la villa con las miradas gachas.
Pensé en los dos hombres que habían ardido vivos, deseé que hubieran muerto al estrellarse. Vi alejarse los Fokker hacia Sciale; ahora volaban a gran altura, tres pequeñas cruces quietas en medio del cielo. No había ni una nube. El azul estaba pálido, solo lo teñía ligeramente, en la línea del horizonte, una bandada de las primeras aves migratorias.
Un avión que se quema, un ruiseñor muerto de un tiro, un caballo sacrificado: en la comida no se habló de otra cosa. La imagen de la muerte es más atroz si quien muere es noble y hermoso, algo que vuela, que canta, que corre. La tía nos contó que había discutido sobre eso con el barón. Nos dijo que los alemanes ven la muerte como un chico de ojos azules y piel tersa, que huele un poco a jabón. En cambio, nosotros nos la imaginamos mujer, joven y bien vestida.
—Porque para ellos es «der Tod», para nosotros, «la Muerte» —concluyó el abuelo, que se impacientaba cuando era otro el que se ponía a filosofar.
Teresa nos había preparado un asado sospechoso de ser —ocurría con creciente frecuencia— de carne de gato; a mí me pareció exquisito, pero la tía se levantó y le dijo a la cocinera:
—¡Ven conmigo!
Me puse de pie para acercarme a oír lo que le decía, pero la límela me lo impidió.
—Le dirá que nosotros no podemos rebajarnos a comer gato —dijo el abuelo—, pero dentro de poco nos lameremos el bigote por un asado así.
El salón humeaba. Hacía meses que no se deshollinaba el tiro de la chimenea. La derrota de Caporetto había acabado con numerosos oficios y su falta se notaba en muchas pequeñas cosas. La tía dio un golpe de tos, del que tanto el barón como el general Bolzano, quien entraba por primera vez en la villa, se dieron por enterados con una educada sonrisa.
El general era un hombre de buena planta, de ojos pálidos y voz clara. Estaba casi calvo, llevaba guantes grises de piel gamuzada. También en él había algo gris, algo que le salía de los ojos y que entristecía a quien lo miraba. Y sus ojos estaban en todas partes. Me deslumbró enseguida. A la tía y a mí nos dedicó una larga mirada; percibía nuestro empacho, comprendía cuán molesto era sentirse invitado en la casa de tus antepasados, y sabía —vaya si lo sabía— que ese ultraje no iba a durar. Cuando se llevó a los labios la mano de la tía, su cabeza no fue lo único que se inclinó.
—Madame, le ruego que crea que mi gratitud por su paciencia no está dictada solo por obligaciones de cortesía.
—Sus palabras, general, me conmueven sinceramente —respondió la tía, ante el asombro de todos—, porque también usted, como yo, vive en un mundo que ya no existe. —Retiró la mano y le prodigó una gran sonrisa.
El general dio un paso atrás, se enderezó y entrechocó los talones, y, mirándola a los ojos, asintió.
Nos sirvieron los ordenanzas del general y del mayor. Nuestros paladares estaban seducidos por el estofado de Teresa, que emocionaron hasta a las paredes y las sillas. A esas alturas ya no se veían en ninguna parte perros, gatos, conejos, e incluso las mulas, los caballos y los roedores escaseaban; el hecho ya no sorprendía a nadie.
Bolzano ensalzó las virtudes de la cocinera, diciendo que aquel plato le recordaba su infancia en Viena, en la casa de los abuelos.
—Tenían una cocinera friuliana, de Talmasouns, y su estofado era imbatible. —Sonrió con los ojos muy abiertos sobre el plato ya vacío—. Hasta hoy, por supuesto.
No había suficiente para repetir, pero nos consolamos con una segunda ronda de polenta, que fue aliñada, a falta de mantequilla, con aceite de Riva, obsequio del general.
El ordenanza del barón era un largo espárrago, más próximo, también en la expresión de la cara, a la hortaliza que al Homo sapiens; el del general, en cambio, tenía forma de pera, y en su mirada dócil había algo de la dulzura de esa fruta. La pareja se movía sincronizadamente, con una amabilidad exquisita: viola y violonchelo en un cuarteto de Mozart. Se anticipaban a los deseos de los oficiales y de doña Maria, sin descuidar los míos. El hombre-pera llenaba las copas. El espárrago flotaba sin hacer tintinear los cubiertos de los platos que nos retiraba. En sus gestos y en sus uniformes planchados se percibía el deseo de salvar al menos un recuerdo de la vieja vida cortesana del vendaval de fango y muerte que arrasaba naciones y familias.
—Si perdiéramos el respeto a los buenos modales, ¿qué nos diferenciaría de la conducta de los saqueadores? —dijo de sopetón el barón—. Ahí tienen a los caballeros del aire…, los pilotos matan con elegancia, el cielo los separa. —Con la mano trazó un ocho sobre el plato—: Águilas contra halcones, halcones contra gorriones, pero los hombres que cavan en el lodo viven en medio del hedor de los cadáveres…, ven los cuerpos despedazados de amigos y enemigos mezclarse con la grava y volverse tierra. ¿Cómo podemos, pues, los soldados seguir siendo hombres? —Miró a la tía y elevó su copa, el marzemino brilló a la luz de las velas—: Suerte que están las damas.
No sé por qué lo hice. Pero me sentía sacudido por dentro, y, como si el retrato de la bisabuela de niña, que estaba detrás de mí, hubiese cobrado vida para hablar por mi boca, me incorporé de golpe y dije con voz dura:
—Los enemigos siguen siendo enemigos aun sentados a la mesa. Por mucho que hagan gala de sus buenos modales, detrás de ustedes están las armas, armas que matan italianos, y eso no lo olvido.
Había en mí una rabia que ignoro de dónde salía. La tía me observaba inquieta, el general parecía de piedra. Entonces entrechoqué los tacones e hice un gesto con la cabeza hacia los oficiales.
—¡Siéntate, Paolo! —dijo la tía.
La tez me ardía. Salí corriendo y justo en la puerta me tropecé con el hombre-pera, que entraba con los cafés. La bandeja cayó con estruendo al suelo, donde se derramó todo.
Aspiré el aire frío. Había luna, un arco fino encima de los árboles. Hasta ese momento no había reparado en que la luna, en nuestro cielo, está siempre erguida, guerrera. Sin pensarlo, con la sangre latiéndome en las sienes, fui hacia el pajar, a la habitación de Renato. El cobertizo estaba alumbrado por una luz cálida y débil, y entre las mulas, sentados en un motor desmontado, tres soldados jugaban a los dados. Levantaron la cabeza. Los oí reír mientras pasaba a su lado. Luego vi salir a Loretta de la habitación del guarda, tapándose la cara con las manos.
Al día siguiente, al amanecer, los biplanos de la escuadrilla de Brian sobrevolaron los tejados del pueblo y una avalancha de octavillas tricolores atascó los canalones y los aleros de Refrontolo, obligando a una compañía de ulanos, que era esperada en Moriago, a romper la formación de marcha para hacer tareas de limpieza, con el fin de sustraer las mentes analfabetas de los campesinos de la propaganda de la Entente.
El tercer novio estaba invitado a comer y el abuelo parecía un búho irritado. Iba por la villa declamando, con la autobiografía de Garibaldi abierta en la mano izquierda y el índice derecho señalando los estucos del techo, donde macacos y tortugas exhibían su indiferencia por el padecimiento humano a la orilla de una charca verde clara.
—Fíjate en este general, toda una vida de aventuras —dijo cuando me vio—, una de esas vidas hechas adrede para ser contadas…, convertida, y por su propia pluma, en un aguachirle para monjas, mientras que yo —me miró a los ojos y bajó la voz—, que gozo de una sólida fama de vago, estoy escribiendo una historia de dinero, amor y venganza, en una palabra, las cosas…, pues sí, las cosas —bajó más la voz, hasta parecer un riachuelo casi seco— por las que merece la pena vivir la vida.
—¿Y por qué la lees si es un aguachirle para monjas?
—¡Cada día te vuelves más descarado! Verás, cèo, a diferencia de aquel tipo, Ganímedes o como se llame, que jamás en su vida ha abierto un libro…, yo leo porque me gusta y… cuando cae en mis manos un Garibaldi… ¡sufro! —Me pregunté adonde quería ir a parar—. Con su valentía y mi talento combinados, podríamos haber hecho algo de provecho. —Ya no hablaba conmigo, ni siquiera me veía. Le hablaba al aire, a los estucos, a las paredes.
Las alubias, salteadas con cebolla y guindilla, aterrizaban en nuestros platos con un chisporroteo que habrían erizado hasta el bigote de un general.
La abuela no perdía de vista a los dos rivales desde el principio de la comida, y era evidente que ya había evitado lo peor un par de veces con pataditas propinadas al tobillo de su consorte. El abuelo iba rumiando una caterva de insultos que en cualquier momento podía convertirse en alud. Y el alud entró en acción en cuanto a la tía, que estaba con cara larga por sus cosas, se le ocurrió pedirle al tercer novio su opinión sobre la arruinada economía del país en guerra.
—Cuando las arcas del rey están vacías…
El abuelo le quitó la palabra al rival cerrando la frase a su estilo:
—… los súbditos harían bien en coserse los bolsillos… o en llenárselos de cangrejos. Así que usted es contable…, el eslabón entre el tenedor de libros y el hombre.
El tercer novio tragó el bocado de alubias que desde hacía unos segundos trataba de despegar del paladar con la lengua. Cogió el pañuelo del bolsillo y, con desgaire, se secó la frente seca.
—Usted es, usted es… un Otelo. ¡Eso es lo que usted es!
—¡Y usted un gorrón a traición!
El abuelo —de haber estado en el lugar de Dante— hubiera puesto en las fauces de Lucifer a los inspectores de Hacienda, a los curas y a los contables.
—Pues siempre seré mejor que usted, que dice que escribe un libro que todos saben que no existe.
Tenía la voz quebrada por la emoción, el pobrecillo no estaba acostumbrado a las disputas.
—Esa coliflor que tiene usted por cerebro es lo que no existe, no mi libro. Y si no fuese por madame Nancy… lo habría colgado del palo de trinquete aquel día —exclamó, y agitó los puños delante de la cara del patudo.
El tercer novio se levantó y arrojó la servilleta al plato —brillante como si Teresa lo hubiera limpiado con su bayeta—, tras lo cual salió, no sin antes hacerle un breve gesto con la cabeza solamente a la abuela.
Me sentí obligado a echarle una mano al abuelo.
—Su agua de colonia huele a queso fresco.
El abuelo observaba a la abuela con una media sonrisa satisfecha. Se sirvió un dedo de coñac de su reserva, y miró la lumbre mientras doblaba la servilleta.
—Ahora me siento mejor.
—Es mi culpa —dijo la tía—. Y rompió a reír. Para mi sorpresa, también la abuela rompió a reír, hasta que también el abuelo y yo, e incluso Loretta, que ya recogía la mesa, nos unimos en una única carcajada.
Al tiempo que el abuelo apuraba el último sorbo de coñac, dije en voz baja:
—Pero en el fondo, abuelo, el tercer novio… no es malo.
—Eso es, ni que lo pongas boca abajo puedes esperar que le caiga una moneda —dijo la abuela—. Solo faltaría que no fuese bueno —concluyó en dialecto.