—No tiene dientes, no tiene dinero, solo una panda de chicuelos —canturreaba Teresa, mientras aparecía y desaparecía tras la nube de vapor que se elevaba de la olla. Ahí era donde todo empezaba, en el hogar, en la cocina. En la olla hervían dos litros y medio de agua. Y debían hervir veinticinco minutos «pues así el veinte por ciento se va en vapor». Para la abuela, la limpieza de las entrañas era más importante que la del alma.
Como todos los rituales, la lavativa requería su liturgia, y a la abuela le gustaban las coincidencias cósmicas. «No hay lavativas en los días de viento», era su dogma. Con ayuda de su hija, Teresa vertía el agua depurada en un garrafón de cuello estrecho y oblicuo, de barriga ancha y redonda. En la jarra había una hoja de menta y otra de estragón.
Luego el trayecto. Loretta, seguida a dos pasos de distancia por su madre, con manos enguantadas de seda blanca, ni que fuera un general, sujetaba el alambique con el precioso líquido. Una vez en el dormitorio de la abuela —que en el día elegido siempre se lavaba de pies a cabeza, tenía sábanas limpias y la chimenea encendida—, Loretta debía depositar el alambique sobre la mesa, junto a la cama, y desaparecer. A solas con el ama, la paróna, Teresa elegía la lavativa: si había nieve y el sol resplandecía —el día ideal— era bolsa redonda y tentáculo largo; en cambio, si había humedad, era el turno de una bolsa cuadrada con tentáculo corto.
De la fase más delicada del ritual, el contrapunto de trasero y pitorro, nada se sabía. Para la ocasión, Teresa se ponía la cofia de encaje —blanca y renqueante sobre su moño—, y sobre ciertas cosas callaba.
Si la abuela quedaba satisfecha, Teresa recibía un premio, a veces en dinero, otras en horas de libertad. La cocinera prefería el primero, pues la libertad es una moneda más difícil de gastar.
En el almanaque de recuerdos familiares sobresalía «el grito de diciembre». Aquella vez, durante el ritual, la abuela lanzó un grito que perforó las paredes; la cocinera salió corriendo del dormitorio, pálida, y la abuela no le dirigió la palabra durante dos semanas. En la comida el abuelo ridiculizó a la abuela.
—No hay nada más trágico que un culo mal ensartado.
—Si tú no fueras el vago que eres, un buen enjuague de tripas te sentaría bien; todas las telarañas que tienes en la cabeza son fruto de tus entrañas infectadas.
Por norma, el abuelo no replicaba a su esposa y aceptaba de buen grado la superioridad intelectual de esta. Sin embargo, aquella vez le devolvió la pelota:
—Nancy, cuando hablas así me recuerdas a Orlando diciendo: «¡Reduciré la deuda del Estado!».
El abuelo mantenía con el mundo relaciones cordiales, pero no le perdonaba a «ese leguleyo de Orlando» que hubiera concedido a los combatientes una póliza de vida solo a partir del 1 de enero de 1918. «Así los chicos que han parado a Von Below y Boroevic, en el Grappa y en el Piave… no van a dejar a sus familias ni una bolsita de garbanzos… ¡y luego dicen que los italianos no tienen sentido del Estado! ¡Es el Estado el que no tiene sentido de los italianos!»
A las nueve la operación lavativa pudo considerarse terminada. Todo había salido a la perfección. El bolsillo de Teresa tintineaba y su moño se liberó de la cofia. La armonía reinaba en la Villa Spada. Pero a media mañana llegó la noticia de un nuevo decreto de Boroevic. A la intemperie no podían tenderse más de tres prendas a la vez. Al Feldmariscal le asustaba la inminente primavera.
«Y nosotros que creíamos que éramos los únicos que transmitíamos mensajes a los aviones de esa manera», fue el comentario de la tía.
Ese «tres a la vez» suponía rehacer el código, lo cual no era complicado para la abuela, quien, además, aquel día disfrutaba de una pureza de entrañas desacostumbrada. Ahora bien, ¿cómo conseguiríamos dar a Brian la clave del nuevo sistema cifrado?
La abuela Nancy mandó encender el fuego en el salón grande —los austríacos ya no venían con mucha frecuencia—, le dijo a Teresa que pusiera la mesa y anunció que en la cena tendríamos motivos para celebrar. Mantuvo la promesa. Por la noche descorchamos una botella delante de una bandeja de carne estofada no demasiado tiesa, habida cuenta de los mala tempora.
La familia al completo, una vez interrogadas las papilas gustativas y tras un breve intercambio de opiniones, dijo «gato».
Teresa dijo diambarne de l’ostia.
Y nosotros, al unísono, repetimos «gato», para conjurar la posibilidad de que la «g» fuese una «r» y la «o» una «a».
—Que yo no lo voy a decir, que no. Yo soy la cocinera y los cocineros no hablan, están con los pucheros.
Fin de la pesquisa.
Según la abuela, el nuevo código era tan simple como eficaz. No había prisa por entregarlo: se podía seguir con el sistema de los postigos, pues la administración militar no había llegado a sospechar de él. Sin embargo, empezaba de nuevo a embargarnos el aburrimiento, así que cogí la ocasión al vuelo y me ofrecí como voluntario para la misión. Para mi sorpresa, nadie se opuso. La tía hablaría con el guarda cuando termináramos de cenar.
Giulia me seguía evitando y puede que esta fuera mi oportunidad; su afán de aventuras la haría salir.
Hacia medianoche, la tía me buscó en el piso de arriba, donde estaba jugando a la brisca con el abuelo. Llamó y fue enseguida al grano:
—Parece que en Vidòr el inglés ha derribado un globo cautivo. Lo reventó con disparos de ametralladora y luego, como no podía esquivar el globo en llamas, lo atravesó, aun a riesgo de abrasarse. El austríaco que estaba en la cabina se salvó de puro milagro. Es la comidilla de todo el valle y Renato dice que tenemos que empezar a dar aviso de los camiones que transportan globos, no solo de las tropas que pasan por aquí.
Al día siguiente fui a buscar al guarda después del desayuno. Estaba sentado en el borde del pajar, con las piernas colgando, y descortezaba una rama con la navaja. La pipa, inmóvil, echaba humo. Le pregunté si tenía un plan.
—Partimos dentro de una hora, viene también tu abuelo.
—Nos hará ir más despacio.
—Lo dejaremos en la taberna de Solighetto, donde es como de casa, y nosotros seguiremos hacia Falzè. El amigo de tu abuela nos prestará su calesa.
—Venga… ¿te refieres al tercer novio? ¿Él viene también?
—No, él no, pero sí la señorita Giulia. Y una cosa, el tercer… bobo cree que todos vamos a Solighetto solo a tomar un vino y a comprar una damajuana.
—¿A qué hora?
—A las nueve y media, en la plaza.
Encontré al abuelo en las escaleras.
—¿Has oído que yo también voy? —Tenía cara de Pascua.
—Hasta Solighetto. —Mi aclaración lo irritó un poco, pero su sonrisa se impuso.
Giulia y el tercer novio estaban en el pescante. Era un tiro de dos caballos, un lujo. Pero cuando los dos caballos pararon, caí en la cuenta de que eran más huesos que carne. No había avena desde hacía semanas, solo forraje de desecho; el hambre llegaba también a los animales. El abuelo iba del brazo de Loretta, quien, en cuanto vio a Giulia, frunció el ceño.
Había odio en los ojos de la criada, y desafío en los de Giulia.
El tercer novio bajó de la calesa y ayudó al abuelo a subir al sillín de atrás. Hizo un par de gestos ridículos y, con Loretta al lado, se encaminó hacia la villa.
Me senté junto a Renato, que cogió las riendas; Giulia iba detrás, con el abuelo. La posada de la plaza estaba vacía. El posadero, echado en el banco de la puerta, se despidió de nosotros rogándonos que le lleváramos una damajuana de vino tinto.
—Estos zampaberzas… beben más que un buey en verano —dijo en dialecto.
Los dos rocines ya jadeaban. Renato los puso al paso.
—Menos mal que no vamos lejos —dijo el abuelo.
Una patrulla nos detuvo justo a la entrada de Solighetto. El oficial se dirigió directamente al abuelo en francés, como si Renato y yo no existiéramos. El abuelo se desabrochó el abrigo y extrajo del bolsillo un documento escrito en alemán, lleno de sellos y firmado por el barón Von Feilitzsch.
—Re-fron-tò-lo —dijo el oficial.
—Refròntolo —lo corrigió el abuelo.
Rieron a la vez, ruidosamente.
El oficial, con un gesto de la mano derecha, le ordenó a Renato que siguiera adelante.
Solighetto era un pueblo de fantasmas, pero la taberna —el abuelo había trabado amistad allí con los furrieles del almacén militar, un puñado de emboscados bosnios, según él— estaba siempre atestada.
—Yo me quedo aquí —dijo el abuelo, dando al guarda dos golpecitos en la espalda—. Los espero… hasta la noche. Si pasa algo…, no, no va a pasar nada. Márchense.
A la salida del pueblo encontramos a un grupo de campesinas; vendían huevos y alguna trataba incluso de venderse a sí misma, pero la mercancía era francamente poco atractiva. Los soldados iban y venían, las esclavinas desabotonadas, las casacas descolocadas, y los huevos acababan en sus barrigas directamente, pues les hacían un agujero y se los bebían crudos; pagaban con la moneda de ocupación, billetes sin valor que las mujeres no tenían más remedio que aceptar, pero cuando un muchacho de buen corazón les entregaba como pago media corona o su ración de pan negro, le correspondían con una sonrisa, negra como el pan, como los harapos que llevaban puestos.
—Es una pesadilla —dije.
Renato hizo restallar el látigo.
—Es la miseria… y la miseria, como la guerra, dura desde hace demasiado tiempo.
—Os gusta filosofar —dijo Giulia—. Se había acurrucado en un rincón del sillín, sumida en un aire ausente.
Nos dirigimos hacia Barbisano. Sin el peso del abuelo, los caballos andaban más ligeros. La nieve del camino estaba embarrada, negra; aquí y allá, en los prados blancos surgían islotes de tierra oscura. Y en los árboles deshojados, pájaros negros, inmóviles, nos miraban pasar. De vez en cuando su canto metálico alteraba el aire. Los cañones callaban, ya no había campanas, y en las colinas mudas —despojadas por el invierno y la furia de los ejércitos— aquellos cantos de hierro parecieron, a mis oídos, un presagio de exterminio.
A un tiro de escopeta de Barbisano, Renato sacó el carro del camino para pararlo bajo dos robles cuyos troncos medían casi un metro de ancho.
—Pasada la curva está el campamento de una compañía de Kaiserjäger. Espérenme en este sitio, con el carro. De aquí en adelante ya no van civiles.
—¿Y tú cómo vas a pasar?
—Eso es cosa mía, ustedes espérenme una hora y media, ni un minuto más. —Calló para darme tiempo a que sacara el reloj del bolsillo—. Si no me ven dentro de una hora y media, vuelvan a recoger al abuelo. No necesitan saber más. Si los ve alguien…, están aquí por un encuentro… clandestino. No les debería costar que les crean —dijo, y me apretó la rodilla con la mano. Ahogué un gemido y sonreí. Miré a Giulia, que se ensombreció.
Renato ató las riendas y bajó del pescante. Se alejó a paso rápido, sin despedirse. Los caballos doblaron el cuello para olfatear la tierra dura.
—Metámonos debajo de la calesa —dijo Giulia.
Nos tumbamos sobre la manta de piel que el abuelo usaba para abrigarse las piernas cuando viajaba en el pescante. Le pasé las manos por el pelo y ella me dejó hacer. Me miraba con un gesto de falso estupor que me intrigaba e irritaba. Le besé los labios, suavemente; me dejó hacer.
—Podrías echar a un lado la nariz…, aunque la tienes tan enorme…, parece el foque de un velero.
Me aparté, pero no podía reír.
—Déjame fumar tu pipa.
La saqué del bolsillo y se la tendí. Le pasé la petaca del tabaco.
—¿Te la cargo yo?
—No creo que haga falta un título universitario.
El frío de la tierra helada me llegaba a la espalda incluso a través de la manta y el gabán, pero allí, al lado de Giulia, experimentaba una sensación de embriaguez que me daba calor. Encendió la pipa. El humo trazó volutas contra el fondo de la calesa que nos servía de tejado.
—¿Qué piensas de Renato? —pregunté, haciendo esfuerzos para aparentar indiferencia.
Me miró, soplándome una nube a la cara, y se mofó de mí con una sonrisa.
—No te gusta cómo lo miro, ¿verdad?
—¿Por qué? ¿Cómo lo miras? —balbucí.
Puso cara seria, la bandada de pecas se congregó.
—Merece un castigo —dijo—, ese merece un castigo.