EL abuelo y yo mirábamos a la abuela contar las esterlinas de oro. Eran sus pequeños ahorros, arrancados con astucia a la furia del saqueo. La abuela había mandado llamar a Renato. Cuando el guarda entró, el abuelo se volvió hacia la pared vacía y se puso a mirar el encalado. La abuela le entregó al guarda, que cojeaba más de lo habitual, dos esterlinas de oro puro.
—Usted sabe qué hacer…, ya no queda harina…, compre también un pedazo de carne seca.
Renato bajó los ojos hacia las monedas.
—Madame, no son suficientes…, los precios suben con el riesgo, a ese furriel de Sernaglia… lo fusilarán como lo descubran.
La abuela no lo miró a los ojos.
—Procure que a usted no lo fusilen, señor Manca —dijo en voz baja.
Renato me miró. No sabía que había visto lo ocurrido en el pajar. Me miró largamente, con ojos fríos, duros.
—En mi región, señora, degollamos al jabalí, no al cerdo, y para nosotros los halcones son pollos. Si hay que hacer algo, lo hacemos, si hay que decir algo, lo decimos. —Hizo bailotear las dos esterlinas en la mano, que una tercera paró.
—Me doy por enterada —dijo ella.
—Estaré de vuelta mañana a mediodía. —Renato volvió a mirar un instante las monedas—. Aquí figura la reina Victoria —dijo en voz baja.
—Viejos ahorros… pero el oro no envejece.
La abuela despidió al guarda con un gesto brusco, que moderó sazonándolo con una sonrisa, pero él ya había salido.
El abuelo protestó:
—Podía ir yo.
—La realidad es cosa mía.
El abuelo salió dando un portazo, y yo fui tras él.
La lluvia se había vuelto nieve, y nevaba cada vez con más fuerza. Llevé a Giulia al pajar. Había pocos soldados, y los pocos que había preferían estar recogidos, con las mulas, bebiendo el vino tinto robado a los campesinos. Subimos la escalerilla, me eché en la paja y la besé. Quería mostrarme fuerte, firme, poseerla de inmediato, pero ella me empujó lejos, con violencia, y me miró como se mira a un desconocido.
—Alguien llora… ¿no oyes?
No había oído nada.
Giulia se levantó. Ya no llevaba aquella absurda máscara antigás colgada del cinturón.
Entonces oí también, era una queja ahogada. Me levanté. Tenía paja por todas partes, también en el cuello de la camisa, y picaba.
Un sollozo. Trepamos juntos a la paja, a gatas. Al fondo del pajar había un espacio vacío, oscuro, repleto de barriles y barriletes. Los primeros en llegar, los esbirros de los Hohenzollern, habían descarnado una gallina; a los de los Habsburgo les había quedado un puñado de huesos. Había un olor acre, desagradable.
El quejido era como el maullido lejano de un gato atrapado. Giulia me pidió un fósforo. Le tendí la caja.
—¡Cuidado con la paja!
La llamita alumbró la maraña de bultos. Un segundo fósforo desveló el misterio: Loretta.
Se había escondido bajo un tablón, entre dos barriles rotos. Tenía la cara entre las rodillas. La falda dejaba entrever la pantorrilla, tenía una abrasión larga y negra. El vestido cerrado debajo del gabán desabotonado no estaba sucio ni rasgado, pero, sin necesidad de indagar, delataba lo que le había pasado en la paja.
—¿Han sido los soldados? —En la cara de Giulia había fuego. El fósforo se apagó.
—No es nada —dijo Loretta en la oscuridad.
Giulia me puso en la mano la caja de fósforos. Sentí sus labios en la oreja:
—Vete —susurró—, hay cosas que no se cuentan si hay un hombre.
Crucé la barrera de la paja. Bajé la escalerilla, me subí el cuello y eché a correr bajo la nieve que caía cada vez más densa.
Teresa, en la cocina, removía la polenta.
—¿Ha visto a mi hija?
Hice un gesto negativo con la cabeza. Pero Teresa me plantó los ojos en la cara; empuñaba la bayeta y el cucharón cual capa y espada.
—Esa mujer… le está comiendo a usted el magín…, y encima es vieja.
Balbuciendo, objeté que Giulia tenía veinticinco años.
—Es vieja para usted, cèo, y no digo más.
Salí. Me costaba replicar a una crítica de Teresa. Con la abuela y la tía sabía reaccionar, pero en Teresa había algo que asustaba; a mis ojos, ella era la guardiana de la verdad, y contra la verdad se puede muy poco. Por suerte, no insistió sobre Loretta, pues yo no valía para mentir.
Esa noche, la abuela —pasaba cada vez con más frecuencia— se quedó en su alcoba y el abuelo, que sin su mujer cerca se multiplicaba por cuatro, nos mantuvo alegres.
Cenábamos en el salón grande, bajo el retrato de la bisabuela, porque todos los oficiales austríacos se habían ido a Pieve di Soligo para una recepción de no sé quién. Teresa servía la mesa. De buenas a primeras doña Maria le preguntó por su hija y ella respondió que no se sentía bien y se había acostado.
—Tiene los tobillos raspados por detrás, pero más le vale estar mañana levantada —dijo, y en voz baja añadió—: que si no, le doy unos buenos azotes.
El abuelo contó que por la zona había una extraña fiebre. Lo había oído esa tarde en la taberna donde había estado escuchando el mundo que «tiene el vino delante y los pedos detrás», y dijo que en el hospital de Conegliano no había solo soldados heridos, sino además muchos enfermos, «no se sabe bien de qué…, pero los rumores dicen que de tifus».
—Te gusta asustarnos —dijo la tía.
—Querida mía, un poco de aire cortante despierta la sesera.
A la cocinera, que sostenía la bandeja con las albóndigas hechas a saber con qué, se le escapó un diambarne de l’ostia. Y doña Maria la reprendió con una mirada de las suyas.
El retrato de la bisabuela, colgado entre las dos ventanas, nos contemplaba. Había sido una muchacha muy hermosa, de grandes ojos color zafiro y frente ancha, y cuando el abuelo advirtió que estábamos mirando el cuadro, aclaró:
—Tenía el porte de una princesa del Báltico.
En coro, le preguntamos por qué «del Báltico», pero no respondió.
Después de cenar nos juntamos alrededor de la lumbre. Teresa nos trajo una manzanilla. El abuelo estuvo un rato sin tocar su taza, hasta que, furtivo, le añadió una «gotita de licor», pues «así mejora»; le repugnaba aquella agua amarilla, pero habría lamentado no beber en compañía. La tía le preguntó por su libro. Él dijo que avanzaba, que estaba tratando de definir la trama, pero aún no había enfocado bien a su protagonista.
—Entonces, ¿ni siquiera ha empezado?
—Sé muchísimas cosas sobre los personajes secundarios…, verás, Maria, es igual que en el ejército: los sargentos y los cabos son los que hacen todo el trabajo, la tropa hace bulto y los oficiales dan el pego, pero el trabajo es de los que están en medio. Dame un buen sargento y te monto un destacamento como es debido. —Se encendió un puro—. ¿Quieres saber de qué trata mi historia? Trata del mundo que se está yendo al carajo. —Y durante un instante desapareció detrás del humo.
Teresa, entretanto, comenzaba su ronda; había muchas velas que apagar.