En el centro de la tela de seda blanca figuraba el monograma del rey de Hungría Ferenc Jósef, el huraño Francisco José, con su corona de san Esteban. Giulia y yo caminábamos muy juntos, nuestros codos se rozaban ligeramente y mis dedos buscaban con sigilo los suyos, esquivos. Rodeamos el pendón. El estandarte de los húngaros nos encantaba.
—Es imposible ganar —dijo Giulia a la vez que me cogía la mano— con una bandera tan bonita.
Al otro lado, en medio de lo blanco, figuraba el escudo del reino magiar sujeto por dos ángeles en vuelo, uno de perfil, mientras que el que estaba junto al asta nos miraba con el mismo empacho de tantas Vírgenes que no saben bien cómo sostener al niño Jesús. Los colores del escudo penetraban en coronas, torres, animales heráldicos, símbolos de los feudos de Dalmacia, Croacia, Eslavonia y del Gran Ducado de Transilvania; mientras que el dorado de la corona, resaltado por las incrustaciones rojas, verdes y azules, contrastaba con las siluetas de los ángeles, que querían confundirse con la nata del fondo, presagio de las brumas futuras.
—Este derroche de símbolos está reñido con la miseria del presente —dije.
—¿Ahora hablas como tu abuelo?
Me puse colorado. No sabía qué responder, así que salí corriendo y entré en el cobertizo, solo. Había mulas maneadas en medio de un tufo a meado vomitivo, y una docena de bicicletas pegadas a la pared. Esperé que los ojos se acostumbraran a la luz mortecina. Un soldado con una pipa entre los dientes acariciaba a un perro. Le susurraba en las orejas, como si fuese un perro que hubiera que tranquilizar. Salí. Miré alrededor. Giulia ya no estaba. Junto a la valla, dos suboficiales fumaban sus largas pipas.
Daba la impresión de que la guerra se había ido a otra parte. Sin embargo, al acercarme a la cocina oí ruido de platos rotos. En el pasillo, dos soldados con cartucheras y fusiles en bandolera hurgaban en el aparador, entre los manteles y las cazuelas. Me miraron sin interés, y no se apartaron para dejarme pasar. Me arrimé a la pared y entré en la cocina. Teresa bramaba:
—¡Marchaos al infierno! ¡Zampaberzas sin madre! ¡A vosotros no os espera la Virgen, sino el diambarne! —Una pirámide de cacerolas, calderos, ollas, espumaderas y cucharas de palo de todo tipo me impedían el paso entre el hogar y la mesa—. Pero ¿qué buscáis? ¡Zambabodigos!
Me acerqué.
—Menos mal que estos no te entienden.
Teresa me miró con mal disimulado desprecio.
—No sé qué quieren estos bestias…, ya llevan diez minutos revolviéndomelo todo, y ese con los bigotes de emperador ha dicho que si aquí no encuentra lo que busca meterá sus narices también arriba, ¡maldito bigotudo!
El sargento bigotudo se acercó y plantó su pecho a pocos centímetros del mío. Me sacaba medio palmo.
—Tú, largo.
Cuando me disponía a obedecer, entró el abuelo.
—¿Qué es todo este barullo, Teresa?
—Los he mandado a freír espárragos, pero ni se han dignado decirme qué buscan, ¡los muy perros!
—Yo saber —dijo el bigotudo, mirando directamente al abuelo con sus ojos celestes y grandes.
—Bigote a lo Francisco sin seso —murmuró el abuelo—. ¿Qué están buscando? En vez de ponerlo todo patas arriba…, mejor preguntar, ¿no?
—Tú, calla. Nosotros buscar arma —dijo, y puso el índice y el pulgar en ángulo recto—. Vosotros decir. —Y se atusó el bigote, mientras sus ojos celestes escrutaban el ceño del abuelo—. Nosotros saber aquí. —Y de nuevo apareció el revólver, encarnado en aquella infantil separación de dedos.
—No escondemos…, nosotros no tener armas —declaró el abuelo en tono dócil.
El sargento dejó de acariciarse el bigote, se le nubló el azul de los ojos, agarró al abuelo del cuello, y esta vez el abuelo se puso pálido. Nunca lo había visto así. Estaba más pasmado que asustado. Me acerqué, pero Teresa se me adelantó. Le dio un empujón al sargento y le apuntó con el dedo a la nariz, casi hasta tocársela. Y aquel, sorprendido, dio un paso hacia atrás.
—¡Maldito cobarde!
—¡Calma, calma! No ha pasado nada… Teresa. Ahora, tranquilidad, dejémoslos hacer, que busquen lo que quieran, no tenemos nada que ocultar. —El abuelo se colocó el cuello—. Aquí no hay armas, sargento.
El registro se reanudó, más rápido y violento. Ahora los soldados estrellaban las cazuelas contra el suelo con más rabia e ímpetu. Era su manera de hacernos entender quién mandaba. Después de la cocina fueron a los salones de la planta baja, sin pasar ninguno por alto. Saqué al abuelo al jardín y dimos un breve paseo.
—Defendido por una criada…, si ahora este es el mundo, no me molestaría irme al otro lado —dijo el abuelo, y luego calló.
A la media hora subimos al desván. El registro continuaba abajo, bullicioso y destructivo. La abuela y la tía habían ido juntas a protestar ante el barón, quien, encerrado en su despacho, se había negado a recibirlas.
Seguí al abuelo al Retiro. Nos sentamos a fumar, él un puro larguísimo, yo mi pipa. Entre nosotros, sobre el escritorio, descollaba la negra Belcebú, que rebajaba al pequeño Buda al papel de un dios menor. El abuelo tenía ganas de hablar, de explicarse. Precisamente él, que en una de sus mejores sentencias de la cena había dicho que los hombres no se explican, y si lo hacen es para ocultarse, no para descubrirse.
—He sido siempre un cautivo —hablaba en voz baja, pero clara, haciendo breves pausas tras cada palabra—, un cautivo, sí, has entendido bien. —No me veía, tenía la mirada fija al frente, fija en el humo del habano—. Nunca he sabido emprenderla a patadas con los zampaberzas de turno.
—¿Qué quieres decir, abuelo?
—Un hombre cabal aprende pronto a dar patadas…, a prescindir de la seguridad, de las comodidades… ¡hay que hacerlo pronto, muy pronto! —Hizo una voluta de humo—. He tenido miedo de la verdad…, cuando dices la verdad pierdes los amigos, lo pierdes todo. La verdad hace daño, pues nos ata al suelo. Y el suelo es precisamente el sitio que todo el mundo quiere evitar. —Seguía sin verme.
—En una palabra, realidad y no sueños.
Durante un instante, solo un instante, me vio.
—Defendido por una cocinera…, una criada —lanzó un suspiro, como si se liberara de un peso—, esa mujer, Teresa, vale más que yo, es más valiente que yo, es más útil en el mundo que yo.
—Su conejo no estaba mal… para ser tiempo de guerra.
—¿Sabes qué es lo malo, Paolo? Lo malo es que estamos dominados por los curas…, son ellos los que nos educan, los curas; y los curas son los que tienen menos fe que nadie. En la faltriquera de dios creen a pies juntillas, porque es útil…, pero por lo demás… Recubren de paños y de incienso su palabrería en torno a la nada. ¿Qué saben ellos del fuego que arde por dentro? Ven morir esposas e hijos… ¿Qué saben de las tinieblas? Las temen, las evitan, igual que nosotros, pero ¿qué saben? Creen en la Iglesia, desde luego, porque su Iglesia tiene muros y dinero, pero cuando se dirigen a dios… Siempre han quemado a los visionarios…, si un campesino ve a la Virgen lo procesan, no lo felicitan. Pero si después el pueblo empieza a ver Vírgenes donde el campesino enjuiciado había visto una, entonces dicen: «Sí, aquí ha aparecido la Virgen», y levantan una capilla, luego una catedral, un convento…, con ellos todo es así. Y se creen ángeles enviados entre lobos. Cuando los lobos son ellos. La verdad tiene más llamas que el infierno, la verdad es nuestro infierno. Hoy nuestra cocinera me ha demostrado que es más auténtica, que está más viva que yo. —Me miró y me vio.
—Es una mujer especial, yo también la quiero.
—Es una mujer con corazón.
«Corazón» era una palabra que el abuelo no decía jamás.
—Los italianos somos hijos de curas, odiamos la alegría. Nos asusta. Los forasteros dicen que somos gente alegre, pero se equivocan. A la alegría le cortamos las alas en cuanto despunta en los gritos de un niño, porque la alegría molesta. Sin embargo, al mundo hay que molestarlo, y mucho. —Me miró, de nuevo sin verme—. Estos barrotes que me cautivan los he fabricado poco a poco, día a día, a lo largo de los años. Están hechos de mi miedo de molestar al mundo. —Apagó el puro en el cenicero que tenía al lado de Belcebú. Entrecruzó los dedos detrás de la nuca y, presionando la espalda contra la mecedora chirriante, elevó los ojos hacia el techo. Algo que parecía una expresión serena se apoderó de su rostro, y una sonrisa asomó bajo el bigote que ya no tenía; otra vez era el abuelo de siempre, con la cara risueña, aunque estaba triste.
—Abuelo, ¿te acuerdas de cuando me enseñabas geografía?
Rió con todos sus dientes.
—No querías aprender la palabra «antípodas». —Con las manos materializó una esfera sobre Belcebú—. Italia y Nueva Zelanda. —Puso un índice contra el otro, manteniéndolos bien separados, para que me hiciera una idea del globo terráqueo—. Nueva Zelanda e Italia, te costaba entenderlo, hasta que en eso asentiste con la cabeza y dijiste: Nueva Zelanda es una bota invertida, abuelo, Italia es la que ha caído al otro lado de la bola. Fue un momento precioso…, me hiciste ver algo que había tenido siempre delante de los ojos. —Volvió a reír y añadió, con la voz grave de sus grandes anuncios—: La guerra también es como los niños…, un niño que de vez en cuando te enseña lo que tienes delante de los ojos y que no ves, por distracción o por cobardía —suspiró—, dos cosas que, al final, se parecen. —Puso entre nosotros un poco de silencio para pautar el cambio de registro—: ¿Y qué tal con Giulia?
—Bien. —Temí sonrojarme, pero no fue así; con él me sentía seguro.
—Cuando te hayas pegado una buena cabalgada, lo veré yo mismo…, tienes que despabilar…, ya te lo he dicho, ¡esa chica es un anca de caballo!