La luz oblicua de la noche alargaba la sombra de Belcebú sobre todo el escritorio. Cogí la primera hoja del montón y al abuelo, que seguía cada uno de mis gestos palpando su largo puro, se le escapó una sonrisa. Yo era la primera persona en el mundo que leía una página del abuelo, la primera que era admitida en el Retiro. Instigados por la abuela, creíamos que lo de su libro era una patraña. No me quitaba los ojos de encima, aunque fingía estar entretenido con el puro, que no prendía, o con la cinta de Belcebú, que le ponía los dedos negros.
—Pero entonces tu libro… existe.
Estirando la mano derecha —con la izquierda partía el puro—, me arrancó la hoja de los dedos y la dejó encima de las otras, al lado de la máquina de escribir, y durante un buen rato miró el montón con el rostro ceñudo, luego lo guardó en el cajón, que cerró con delicadeza. Yo intentaba decir algo, pero no me salían las palabras. Necesitaba digerir la emoción del acontecimiento.
Me habría gustado decirle que su estilo era original, que lo quería, pero al final —a su manera sencilla y extravagante— me lo dijo él:
—La cena está lista —no había enfado en su voz—, no las hagamos esperar, ya conoces a las mujeres de la casa…, hablaremos en otra ocasión.
Levantó el trasero del silloncito de cerezo que lo aprisionaba.
—Dime, ¿qué tal besa la pelirroja?
Sentí que me salían los colores. Enfilé hacia las escaleras.
—Perdóname, cèo… nunca he aprendido a no entrometerme.
Teresa había puesto pasas en la polenta.
—Dicen que sientan bien.
Luego nos sirvió un guiso de sabor sospechoso.
—Conejo —dijo con firmeza, y no preguntamos nada.
Después de cenar fui a fumar al cuarto del guarda. Estaba con el sacerdote. Comían unas sobras del guiso sobre el banco, delante de la lumbre. Hablaban sin parar, con el plato sobre las rodillas.
—Buenas noches. —Al entrar dejé pasar el frío. Me senté en la piedra del hogar, dando la espalda a las llamas casi apagadas. Los dos tenían caras largas—. ¿Malas noticias?
Don Lorenzo se metió en la boca el tenedor con el último bocado. Alargó el plato para dejarlo sobre la piedra, a mi lado. Cogió el vaso que estaba en el suelo, debajo del banco, y dio un largo trago. Sentí el olor fuerte del vino.
—Van a llevarse todas las campanas que pesan más de cincuenta kilos —dijo Renato—, orden de Boroevic.
—Todas las campanas incautadas —don Lorenzo se había puesto a leer una hoja arrugada que había sacado de la sotana— serán después examinadas por expertos en la materia. —Leía deletreando, nunca le había oído ese tono de tristeza en la voz. Apartó la hoja de la cara para distinguir mejor las letras—: Las campanas cuya fabricación date de antes del año mil seiscientos serán consideradas en todo caso objetos valiosos; las campanas de fabricación más reciente, en cambio, solo tendrán dicha consideración si cuentan efectivamente con un valor histórico y artístico. —Se enjugó la frente, que no estaba sudada, con un pañuelo grisáceo—. Está prohibido proceder a la incautación durante el oficio divino, el domingo y en los días festivos.
—Pues si usted dijese una misa tras otra, sin parar nunca… —Callé, aquello no tenía gracia.
—La campana es la voz del pueblo, no solo la de la iglesia —dijo el sacerdote doblando la hoja.
—Por eso se la llevan. —Había un dejo de ira en el tono de Renato—. Quita al pueblo la voz que anuncia los lutos y las fiestas, que da las alarmas…, es como arrancarle el corazón.
Don Lorenzo se puso de pie.
—Sin campanas, solo queda la voz del cañón.
Llamaron a la puerta. Renato dijo «Adelante», y en una corriente de aire frío entró Loretta. Sujetaba un plato todavía humeante: un pedazo de tocino sobre tres dedos de polenta.
—Le traigo la cena…, un buen chico zampaberzas la ha apartado para mí. —Luego nos vio y se quedó mirándonos con ojos desorbitados—: También a ustedes… —Me observaba a mí, observaba al párroco.
Renato partió el tocino en tres con una daga que cogió de la pared. Saboreé el manjar con un trago de mosto. Loretta permanecía allí, cejijunta; el cura la observaba con un gesto de enojo que equivalía al diambarne de l’ostia de Teresa.
—Un tocino delicioso, a saber a quién se lo habrán robado —dije.
—Al alcalde. —El tono de Loretta contenía el veneno del rencor—. En el desván del alcalde había lo que se dice de todo…, y todo se lo había robado al zapatero, pobre hombre.
—Tocino…, hacía un siglo que no lo probaba —dijo el cura con la boca llena. Su talante hedonista repudiaba la abstracción. Su dios estaba en las cosas, aquel pedazo de tocino lo había hecho sonreír.
En cambio, Renato estaba alterado, en su cabeza había algo que nunca lo dejaba tranquilo. Pero el tocino actuó sobre él, y sobre mí, como el ungüento de un sanador. Y de buenas a primeras nos pusimos a canturrear «Dicen, dicen que está enferma / Por no comer, por no comer polenta», y a continuación, ahora con el cura sumado al coro y cantando a voz en cuello, seguimos con «Detrás del puente hay un cementerio / El cementerio de los soldados». Quién sabe de dónde sale la magia de unas canciones tan tristes, tan desconsoladas, me pregunté. Quizá en la oscuridad todos nos sentimos unidos al río, al bosque, a los animales. Quizá también nosotros estamos ahí, en la burra que olfatea la muerte y rechaza el bocado.