El 8 de diciembre hubo trasiego: los alemanes de la división silesiana, reclamados en la patria, dispararon todas sus municiones. Después el mes pasó tranquilo hasta Navidad. En el Piave la guerra se iba apaciguando. Únicamente las explosiones que se oían en el Montello, en el Vidòr y en el Segusino suscitaban comentarios. Solo sobre las cumbres y en los valles que rodean el Grappa, hasta el monte Tomba y el desfiladero de Quero, la batalla aún arreciaba.
El abuelo era el más optimista de todos.
—Si no han pasado hasta ahora, ya no pasarán. En este momento arriba hay dos metros de nieve. Con la nieve tan alta no es fácil ni siquiera sobrevivir, no digamos librar una guerra.
El 4 de diciembre habían entrado en acción destacamentos ingleses y franceses, eso se decía al menos en la taberna a la que iba el abuelo, persuadido de que «los taberneros saben más que los generales». Nadie sabía entonces que el emperador Carlos había decidido, con una disposición «secreta», el final de la ofensiva el día 2. Si en las montañas se seguía disparando era solamente para mejorar las posiciones a la espera del deshielo.
Giulia y yo nos veíamos cada día, y cada día era aceptado en el deleite de sus besos, pero no se dejaba tocar mucho, lo cual empezaba a ponerme nervioso. Don Lorenzo me había atrapado en su red; yo era el recluta de las cuatro. Daba clases de historia a los cèi que quedaban en el pueblo, unos treinta, aunque nunca venían más de diez o doce. Los soldados estaban instalados en las casas abandonadas, alrededor de la plaza. Los contados oficiales alojados en la villa eran casi invisibles. «Son muy educados», decía la tía, con una pizca de admiración. Una vez el abuelo afirmó que si la tía hubiese visto a un verdugo pasar la soga con elegancia habría ensalzado sus modales exquisitos.
Doña Maria estaba intentando romper el hielo con el mayor Von Feilitzsch. Se lo habían pedido la abuela y Renato, pero ella puso su propio grano de arena: al barón también le gustaban los caballos, y en el establo ahora había cinco, uno por cada oficial, además de los de tiro. Desde los primeros días de diciembre la villa se había convertido en una cuadra y en el cobertizo había dos caballerizos fijos del ejército imperial. A las mulas de los destacamentos que pasaban por el pueblo las ponían bajo los soportales o en el patio de la posada, el único comercio del lugar.
Los invasores estaban sedientos de aguardiente y ávidos de polenta; cosas que la mujer del posadero —que se pasaba la vida clavada a su mostrador— compraba a las campesinas por unas bolsitas de sal y de harina blanca, fingiendo ignorar que después, entre las mulas, en el patio, a cada campesina le correspondían dos tragos de aguardiente y una rebanada de polenta si ofrecía un poco de diversión a los clientes.
Los billetes de los austríacos «solo servían para limpiarse el culo», según la voz popular. Así, en aquel diciembre de 1917 —tras veinte siglos de dinero contante y sonante—, se redescubrió el trueque, aunque lo que había quedado para trocar no era mucho: unos cuantos sacos de hortalizas, avena, huevos, gallinas, y un poco de amor. «La bolsa floja, afloja la entrepierna de la mujer —decía el abuelo—, aunque tampoco hay bolsa llena que blinde su entrepierna.» Y sobre los intercambios de amor y de polenta —que no se llevaban a cabo únicamente en el patio de la posada— había caído el dictamen del «yo no tengo ojos ni oídos». A don Lorenzo le sobraban motivos para desgañitarse en la iglesia; el ayuno podía más que el deshonor.
El caza inglés hizo un vuelo rasante. Los ojos de todos, también de los oficiales que fumaban junto a la ventana, estaban pegados al cielo. Cerca de los emblemas británicos vi, en medio del fuselaje, un pájaro azul dentro de un óvalo rojo. El segundo vuelo se produjo veinte minutos después, y esta vez el Spad iba en la dirección opuesta, hacia el Piave. A la tía apenas le había dado tiempo de colocar los postigos, pero en el tendedero no había nada; habría despertado sospechas que hubiera ropa tendida para que se congelase.
Al alejarse, el aeroplano balanceó las alas dos o tres veces. Cuando emprendían el regreso, los Spad solían hacer eso: expulsaremos al invasor, era lo que decía la despedida.
El abuelo y yo, que estirábamos las piernas recorriendo de un lado a otro los cien metros que separaban la capilla del establo, agitamos al unísono las manos para responder al saludo. El guarda venía hacia nosotros. Llevaba una pala y un rastrillo al hombro. Al pasar a nuestro lado, me guiñó un ojo y, con labios apretados, murmuró:
—El martín pescador azul…, nuestro amigo lo ha conseguido.
Mientras Renato se alejaba hacia la letrina, el oficial de guardia nos alcanzó por detrás y, poniéndose a nuestro lado, dijo en voz baja pero clara:
—N’oubliez pas Karfreit.
—Descuide, lo recordamos —repuso el abuelo en voz alta—, pero todavía no están echadas todas las cartas.
La mañana de la víspera de Navidad nos sorprendió con su tibieza, impropia de la estación. Fui con el abuelo a la taberna de Solighetto, mientras que la tía salía a caballo con el mayor. Por el camino nos topamos con varios prisioneros ajetreados en torno al morro descuartizado de un camión. Nos pidieron cigarrillos, el abuelo sacó una cajetilla —solo fumaba puros, los cigarrillos los usaba a modo de propina—, que fue desmembrada en una fracción de segundos. Le tocó también uno al desganado vigilante magiar, quien, feliz, nos enseñó los pocos dientes que le quedaban.
La taberna era una habitación oscura, de diez metros por cinco, revestida de madera hasta el techo. Tenía una sola ventana, con barrotes de hierro de dos dedos de grosor. Detrás de la barra, en una estantería de roble, había una hilera de botellas medio vacías que contenían, de ser cierto lo que rezaban sus etiquetas manuscritas, coñac, whisky y brandy; lo que más abundaba, con todo, era la grapa, pues no había menos de veinte o treinta botellas. Había además dos damajuanas, que despedían un olor a rancio que me producía náuseas. El suelo de tierra apisonada estaba impregnado de alcohol, a cinco pfennings la botella, y su hedor rivalizaba con el de los pocos clientes.
La dueña era baja, muy robusta. Un mechón de pelo canoso asomaba del pañuelo que llevaba anudado a la barbilla y que mostraba tras sus facciones la melancolía de unos ojos que tenían demasiados lutos que contar. Nos preguntó qué queríamos con voz educada, de alguien que lee. El marido se le acercó, setenta kilos de músculos por un metro cincuenta.
—¡Mujer, dales vino! —dijo en dialecto.
—Coñac —replicó el abuelo—, para dos, uno alargado con agua.
—¿Alargado con qué? El agua sirve, cuando hay, para lavarse. Y pudre la madera —contestó el tabernero, y se alejó con una mueca.
No me apetecía beber; miré al abuelo.
—No estamos aquí por diversión. —No tenía elección.
Pasamos la mañana entre aquel tufo a vino malo y a humanidad mugrienta. Estaba mareado y a punto de vomitar. Por suerte, hacia el mediodía, el abuelo creyó que ya tenía algo que transmitir por la trífora. Se esperaban tres batallones Honvéd en Sernaglia para principios de enero. No era la clase de dato que cambia el rumbo de una batalla, pero al menos era algo que comunicar al martín pescador.
Para honrar la fiesta, el barón había organizado un concierto justo antes de la misa de medianoche. Estábamos todos invitados, pero solo acudimos la tía y yo. Llegamos un poco tarde y no hubo tiempo para las presentaciones. El salón estaba iluminado por dos lámparas de carburo. Habían pegado la mesa de roble al lado opuesto de la chimenea, que crepitaba detrás del cuarteto.
La violonchelista era una dama de menos de treinta años, tenía el pelo negro como su vestido de seda, y el escote alumbrado por un collar de perlas de doble vuelta que retenía la tenue reverberación de las llamas. La lumbre daba a la silueta de los músicos un aspecto casi siniestro, que desentonaba con las notas de Mozart.
Con nosotros, sentados en semicírculo, estaban siete oficiales austríacos y tres húngaros, llegados de las comandancias cercanas. No conseguía apartar los ojos de la violonchelista, su rostro me hechizaba. Al final del concierto descubrimos que la mujer misteriosa era la esposa de Von Feilitzsch, a la que se le había permitido pasar con su marido el día de Navidad. Eso no había complacido al mayor, que habría preferido un permiso para verla en Viena, y no se lo había dicho a nadie, tal vez porque sabía que ella iba a marcharse al día siguiente. Madame Von Feilitzsch había reunido a sus amigos músicos —aficionados, pero estimados en muchos salones de la capital— y obtenido el salvoconducto gracias a la amistad de un coronel próximo al emperador.
Brindamos «por el final de la guerra» con un tinto del Tirol de sabor intenso. Los oficiales, por mostrarse corteses, se esforzaban en hablar francés, pero era evidente que no veían la hora de desembarazarse de nosotros para charlar entre ellos. Además, madame Von Feilitzsch no sabía bien italiano, pero estaba decidida a hablarlo, complicándonos las cosas a la tía y a mí, pues apenas comprendíamos lo que decía. Hasta que por fin, tras los cumplidos de rigor, nos despedimos con un suspiro de alivio.
—De otra nos hemos librado —dijo la tía—. Ahora vamos a la iglesia.
Acompañé a la tía hasta el atrio y me despedí de ella.
—¡Es Navidad! —dijo con tizones y chispas en los ojos. Pero yo tenía que verme con Giulia, y la amenaza del infierno ultraterreno podía poco frente a la promesa de un paraíso, aunque pequeño, al alcance de la mano.
La noche del 31 —un lunes gélido, que había pasado leyendo cerca de la lumbre— nos enclaustramos en la habitación de la tía para recapitular la situación. Una cena frugal. El abuelo ponía todo su empeño en mantenernos alegres, pero contara lo que contase y por muchas ocurrencias que se sacara de la chistera, no podíamos olvidar que éramos huéspedes en nuestra casa y que dependíamos de la generosidad de oficiales enemigos. Loretta atendía la mesa. Se la veía más segura de sí y tenía un aire satisfecho, como si le agradara vernos abatidos. Comíamos sobras, como muchas veces había tenido que hacer ella, nuestras camisas y nuestras sábanas estaban un poco menos blancas de lo habitual —incluso la lejía escaseaba— y ahora también nosotros teníamos un amo.
Teresa, en cambio, estaba triste por ella y por nosotros, se lo notaba en la cara; nuestra sensación de pérdida, de humillación, era también suya.