El general se marchó antes del amanecer con el embajador y la escolta.
Yo me levanté tarde, sobre las nueve. Las ametralladoras ya estaban colocadas sobre las mulas. De la cocina y el hospital de campaña no quedaba ni rastro. Cuando bajé a desayunar, Teresa tenía el aire de una clueca que ve a sus polluelos romper los cascarones. Los cazos, los cucharones de palo y las cazuelas habían vuelto a las manos expertas de su legítima soberana, que con unos cuantos y muy certeros diambarne de l’ostia se juraba a sí misma que nadie la volvería a destronar. La hija, en cambio, estaba nerviosa. En cuanto me vio me preguntó por Renato. Moví la cabeza.
—Habrá salido por algún encargo.
Loretta se tapó la cara con las manos.
Los abuelos bajaron hacia mediodía. Nevaba desde hacía poco más de una hora. El capitán acababa de terminar de pasar revista a los hombres formados. Las motocicletas salieron primero, seguidas por dos camiones y por la larga fila de mulas, una treintena. El segundo oficial se había situado cerca de los centinelas de la verja, y la nieve, paciente, formaba un muñeco de mirada de cristal, con la nariz rojo zanahoria. Me cerré el último botón del gabán. Korpiuni dio una vuelta por el jardín al trote. Fue hasta el cementerio, pasó delante de la capilla, luego a galope sostenido dio una vuelta entera al edificio principal y se acercó al paso hasta el pie de la ventana de doña Maria. Miré hacia arriba. Ella estaba erguida e inmóvil, detrás de los cristales, detrás de la nieve que caía. El capitán, elevándose sobre los estribos, se llevó la mano derecha a la visera.
Cuando el bayo del oficial cruzó la verja, los centinelas ya se habían ido. Korpium se volvió un instante y alzó la vista hacia la ventana de la tía. Tras los cristales no había nadie. Entonces, por un momento, me miró; yo andaba hacia la verja, y él me hizo un gesto de saludo. Me cuadré y sin pensarlo me llevé la mano, recta con una hoja de cuchillo, a la frente. Me pareció entrever una sonrisa en sus labios. Luego un ligero golpe de tacones puso el bayo al trote.
La villa era de nuevo nuestra. Pero me sentía herido, melancólico. Daba vueltas por los salones grandes y vacíos, pasaba los dedos por los pocos muebles que no habían sido robados y que se habían salvado de las estufas del invasor, por la mesa de roble en la que habíamos cenado la noche anterior. Los candelabros del general ya no estaban. En la amplia chimenea, los restos de dos troncos ennegrecidos todavía humeaban despacio. El olor a tela enmohecida, que desde siempre había predominado en la villa, se iba reapropiando lentamente de las habitaciones que, una tras otra, se sometían a su dominio, que le habían disputado tres semanas los olores de la guerra. Y pronto llegarían otros, con otras divisas, pero con ese mismo idioma de acento metálico.
Volvíamos a ser dueños y señores de nuestras cosas, solo que ahora nada olía a nuestro, a mío.
Aquella noche cenamos todos juntos. Había un ambiente festivo. Una sensación de libertad que habíamos olvidado. Comimos las sobras de la noche anterior: asado recalentado y rebanadas de polenta tostada sobre las brasas. Nos reíamos de todo. Loretta tuvo que descorchar las tres últimas botellas de marzemino, rescatadas de la sed de los hunos. Así, durante dos largas horas, en el salón donde habían cenado generales y embajadores, nos abandonamos al juego. Y nos sentimos locos, niños, ebrios, poetas.