Cuando me desperté, la villa estaba revolucionada. Esperaban al embajador por la tarde. Desayuné con leche caliente y café en la cocina de la que Teresa y Loretta hacía poco se habían reapropiado. El desalojo, que había durado dos días, había enfurecido a la cocinera.
—Cucarachas escupidas del infierno…, me las van a pagar, lo juro, diambarne de l’ostia!, juro que esos zampaberzas del infierno me las van a pagar más saladas que un bacalao.
El abuelo entró con una chaqueta planchada y sin el gorro. Se había cortado el bigote.
—Así limpito, el amo me parece un jovenzuelo.
Nos miró a todos de hito en hito, parado en el umbral, y se sorbió la nariz.
—Café con leche, qué maravilla. —Se sentó frente a mí—. Sabes que en mi casa, cuando era poco más alto que una mesilla…, había un libro, el título no lo recuerdo, pero era así de gordo —el abuelo separó el pulgar del índice formando en el aire una C— y en el centro de la última página, completamente blanca, había una leyenda: «Edición revisada y corregida sin errores de imprenta». ¿Sabes, cèo, que viene a cenar un embajador? —dijo, y apuró la taza de café con leche de un trago—, a mí esa invitación me parece un gran error de imprinta —recalcó la ultima i con un énfasis muy especial—, el frente está a pocos kilómetros del pueblo, ¿y quién te cae en casa? El embajador de un país… neutral. —Se puso de pie y entrechocó los talones como un coronel—. ¡De neutral aquí no hay ni la sombra de un árbol! Suecia es amiga de esos… zampaberzas…, como los llama la cocinera. —Y una expresión plácida se extendió por sus pómulos.
—¿Tienes noticias de la batalla?
Volvió a sentarse.
—¿Queda café? —preguntó en dialecto.
Mientras Teresa le servía, el abuelo se acarició el bigote que ya no tenía.
—Los zampaberzas creían que nuestro río era otro Isonzo, otro Tagliamento, o quizá el Livenza o el Monticano. Ha sido una sorpresa… también para ellos.
—Pero ¿sabes algo concreto?
Echó la espalda hacia atrás, haciendo chirriar la mecedora, y con el índice y el pulgar volvió a acariciar el aire entre la nariz y el labio.
—Yo voy mucho a las tabernas…, y entre botellas se aprenden muchas cosas, el mundo pasa por las botellas…, el doce lo intentaron en Zensòn, donde el río forma ese gran meandro, al día siguiente en los guijarrales de Papadopoli y en Grisolera, y, hace pocos días, me parece que el dieciséis o el diecisiete, en Fagarè. Inmovilizados en los terraplenes, repelidos en todas partes. Tienen al menos el doble de cañones que nosotros… —levantó la taza hacia el techo y la dejó caer sobre la mesa de golpe—, pero los hemos parado, zampaberzas de mier… —El arrebato patriótico del abuelo me asombró, no era algo habitual en él, casi siempre tan burlón.
Tras un suspiro el abuelo siguió con su perorata, que amenazaba con tornarse arenga:
—Ahora toda la fuerza reside en el Grappa; si los soldados alpinos resisten hasta la nieve de Navidad, los hunos acabarán… —El abuelo miró a Teresa con una sonrisa desafiante.
—En el infierno, con el diambarne de l’ostia —dijeron al unísono, y para poner el punto de exclamación la cocinera resopló.
Golpes en la puerta. Con una corriente de aire frío entraron tres soldados con un semblante duro impreso en la cara. El más bajo, el de pelo rubio y patillas a lo Francisco José, llevaba un delantal de cuero que le llegaba hasta debajo de las rodillas.
—Yo cocinar —dijo—, ustedes salir. Raus! —Señaló con el índice el hogar—. Yo querrer esto.
El abuelo se levantó y salió dando un portazo, pero Teresa volvió a abrir la puerta enseguida para dejarnos pasar a su hija y a mí. Con el rabillo del ojo la vi dirigirse al cocinero alemán.
—Cocinero, tienes una cara que parece un profiterol cagado por un ratón. —Y acto seguido ella también salió dando un portazo. Me miró—: El cura no es el único que sabe usar bien las palabras.
La palabra «profiterol» le había llenado toda la boca, era un dulce que sabía hacer bien porque de niña había trabajado en una pastelería de Turin.
Korpium y doña Maria caminaban juntos. La tía hacía lo posible por que hubiera no menos de un palmo de distancia entre las mangas de sus abrigos, aunque creo que también se sentía un poco molesta por el frío que la obligaba a arroparse, mermando la elegancia de sus andares. Yo estaba sentado en el pajar, con las piernas colgando, y me apetecía fumar la pipa que no tenía. No pensaba en Giulia. Observaba a la tía y al capitán pasear por los extremos del parque. Observaba a los soldados espalar la nieve; dos de ellos, dirigidos por un cabo, estaban cortando la rama de un árbol que impedía el paso. Observaba a las mulas maneadas, con el morro hacia la baranda de hierro que daba al camino. Advertí que sentía hacia aquellas bestias la misma simpatía que la tía Maria sentía por los caballos; ni su fidelidad, ni su paciencia ni su fuerza eran estúpidas, en eso se parecían al soldado de las trincheras. Y sobre las trincheras había escuchado muchos relatos —terribles— de los soldados que volvían del Kolovrat, del Matajur, del Carso.
Además, yo también había aprendido algo de la guerra: mi cama ahora era un incómodo catre, punzante y ruidoso, mis zapatos tenían suelas y empellas desgastadas, la poca carne que comía era recia, el café lo bebía sin azúcar, y todo, lo que se dice todo, apestaba. En las calles olía a madera podrida, a sudor, a hombres, a mulas, a mierda, y había hedor a sangre seca en vendas, a carne rancia, a meado, a agua descompuesta. También en el jardín sentía olor a cigarrillos y brea, a nafta, a neumático quemado, a polvo. El polvo de la guerra era distinto al que conocía: se deslizaba debajo de la ropa, atravesaba las tiendas de campaña, las paredes, los prados, los bosques; hasta en invierno, con los caminos medio helados, los vehículos y las mulas levantaban polvo.
Con sorpresa, vi que el capitán y la tía venían hacia el pajar. Me habían visto. Bajé la escalerilla para cortarles el paso y mantenerlos alejados del lugar donde estaba instalado Renato. No sabía si seguía durmiendo.
A Korpium no le gustaba la calma, ni siquiera la atareada de la retaguardia; se le veía desazonado, hasta sus movimientos eran torpes; necesitaba la eficacia y concreción de la acción.
—Buenos días —dijo el capitán.
—Buenos días, capitán…, tía…
—Tiene usted ojeras, don Paolo, ¿duerme bien?
—No tan bien.
—Esa chica —dijo la tía, que había olido el peligro—, lo trae de cabeza.
Korpium sonrió. Tuve la impresión de que sospechaba algo. Traté de celar todo rastro de emoción, y enfoqué el azul de sus ojos.
—Las mujeres son difíciles —dijo extrayendo el monóculo del bolsillo—, pero se saldrá con la suya —encajó la lente en el ojo— si tiene constancia.
—¿Su caballo tiene nombre, capitán? —La tía vino en mi ayuda.
Korpium la miró y se enderezó el gorro sobre la frente.
—No —dijo con gesto perplejo.
—Pues debería.
El capitán tragó saliva y se quitó del ojo aquella absurda lente.
—¿Podría sugerirle uno, capitán?
—Se lo ruego, madame.
—Torrente, llámelo Torrente.
—Torente, torente —repitió Korpium mirándome sin verme.
—Torrente, con doble erre. Es un bonito nombre para un bayo tan vigoroso; y además bastante largo, una o, dos es y una doble erre. Contiene el murmullo que gusta a los caballos.
—Es usted una poeta, madame.
—No, no, nada de eso. Pero me gusta escuchar… con atención, eso es todo.
—Oh sí, claro.
La tía me lanzó una ojeada.
—Ahora… me temo que los asuntos de la villa requieren mi presencia, capitán.
Un choque de talones, una reverencia.
—Hasta la noche —dije, y seguí a la tía.
El embajador sueco iba en el automóvil de Von Below, el triunfador de Caporetto, comandante en jefe del XIV ejército austroalemán. Sobre el capó, el estandarte amarillo y azul de la monarquía báltica flanqueaba el blanco, rojo y negro del káiser. El cabo de fusileros que abrió la puerta se presentó en una posición de firmes férrea.
El generalísimo fue el primero en apearse. Llevaba la cabeza descubierta a despecho del frío, era canoso con profundas entradas, los ojos hundidos, firmes como sellos en un rostro sereno y abstraído. No tenía el aspecto de un César aclamado bajo el arco del triunfo, sino el de un hombre cansado, que tal vez ya intuía el resultado incierto de su victoria. El embajador, en cambio, era bastante gordo, y los rizos castaños que asomaban del ala del sombrero le daban un toque frívolo; tenía ojos celestes, y llevaba un largo gabán color camello que se hinchaba en un cuello de piel.
No vi ni un casco, solo gorros con la divisa del batallón. Korpium se cuadró delante de su general, que le correspondió llevándose a la frente dos dedos fugaces y acompañó el saludo con una sonrisa parca.
El abuelo lucía su levita oscura y la abuela un traje de seda color malva que le tapaba los tobillos, y al cuello llevaba un collar de perlas falsas. Doña Maria y yo no íbamos menos elegantes; el abuelo me había prestado una vistosa pajarita, y la tía iba en traje largo, azul, con una golondrina en el volante de un broche lacado, y debajo de la golondrina, que miraba hacia el azul del cielo, había prados verdes y un campanario, y en la hierba una inscripción: Je reviendrai. Von Below prodigó a las señoras un besamanos ponderado, mientras que el del embajador resultó resolutivo y artificioso; parecía tener prisa por meterse un manjar en la boca y huir del frío del jardín.
En el centro de la mesa de roble había dos candelabros de plata. El hogar, alto y profundo, irradiaba una agradable tibieza. Los candelabros no pertenecían a la familia, los había traído el general, y todos pensamos que debían de ser un botín de guerra —eran de estilo lombardo o veronés—, al igual que las largas velas. Ser invitado del enemigo en tu propia casa es quizá más amargo que bajar y subir escaleras ajenas.
La abuela había impuesto una negativa cortés, pero firme, a colaborar. La sed de informaciones, sin embargo, la hizo cambiar de estrategia. Aquello me emocionaba, me sentía orgulloso de participar en un plan mucho más grande que yo, cuyas ramificaciones ni vislumbraba.
La colocación de los comensales figuraba en tarjetas que, en letras estilizadas escritas con tinta sepia, contenían los nombres de los asistentes. «Capitain Korpium», «Monsieur Spada»; a las damas y a mí nos habían ahorrado el empacho del apellido, «Madame Nancy» y «Madame Maria», «Monsieur Paolo»; mientras que los peces gordos, que ocupaban cada una de las cabeceras de la mesa, eran «Monsieur l’Ambassadeur» y «Monsieur le Général». El francés era de rigor para la conversación. La abuela se sentó a la derecha de Von Below, y madame Maria a la derecha del embajador, mientras que el abuelo estaba a la izquierda del primero y monsieur le Capitain a la izquierda del segundo; yo me senté entre el abuelo y la tía, y no me molestaba romper la simetría de la mesa.
Las llamas de la chimenea ayudaban a iluminar el salón; la luz ascendía de detrás de los hombros del general, confiriéndole un halo luciferino. En la pared que había enfrente de mí, entre las dos ventanas, a la luz mecida por las velas, estaba el retrato de la bisabuela Caterina, que hacía más honor a su rostro perplejo de niña que a la mano del artífice. A la derecha del general, vestida de negro, con delantal y cofia de encaje blanco, erguida y granítica, se encontraba Teresa, mientras que Loretta, a quien la cofia daba el aspecto de una rana con ínfulas de reina, vigilaba el fortín opuesto, entre el sueco y la tía.
Tras los primeros pasos vacilantes, la conversación viró, diestramente llevada por doña Maria, hacia temas de guerra. El embajador bebía marzemino como agua fresca; Loretta ya había descorchado dos botellas. A monsieur le capitain se le escapó que dentro de poco la villa pasaría a manos austríacas.
—Los austríacos tienen un talento extraordinario —dijo entonces Von Below en un francés impecable— para arruinar un trabajo bien hecho. —Lo dijo con los labios doblados hacia abajo y los ojos fijos en un punto lejano, invisible. No dijo nada más durante casi toda la cena, al igual que su capitán, que se atrincheró tras el monóculo.
El abuelo se reía por debajo del bigote que no tenía y que no paraba de acariciar; le hacía gracia el sueco, al que el vino le había quitado más de una inhibición. Los rizos, que el caballero no hacía más que atusarse hacia atrás con la mano izquierda regordeta y nerviosa, le caían sobre la frente, bastante corta, y de esta pasaban a los ojos. Empezó a hablar de Suecia y de mariposas. Dijo que su país se asemejaba a un caballo ahito, dormido de pie en su box, que los caballerizos mantenían perfectamente limpio. A continuación dijo que de Italia le gustaban las mariposas del verano, mientras que detestaba las iglesias, pues eran excesivamente hermosas.
—Así, en cuanto sales, te sientes apresado en el torbellino de la barbarie. En la pintura italiana hay demasiados ángeles, demasiados ángeles y ni una sola mariposa. Ustedes los italianos son gente extraña; gente práctica a la que no le gusta la realidad.
El cerdo asado estaba exquisito, con salsa al huevo y guarnición de patatas. Había incluso postre, una tarta de manzana, que Teresa sirvió al jefe prusiano adornándola con un diambarne de l’ostia, aunque susurrado, al que siguió el latigazo de las miradas simultáneas de la abuela y de la tía. Pero el general no le prestó atención a la cocinera. Su amplia frente coronaba la elegancia de las facciones y la mirada triste; aquel meticuloso y audaz estratega era amable por vocación más que por costumbre. Aunque su talento y su olfato para la batalla eran leyenda, allí, delante de mí, yo solo veía a un hombre preocupado.
De pronto el embajador, haciendo caso omiso de la etiqueta, se dirigió al vencedor de Rumania en alemán. Habló hasta por los codos, en el silencio sorprendido de todos, durante un minuto largo. El general le respondió con pocas frases, bruscas; tenía el rostro severo y los ojos, de repente encendidos. El poco alemán que la familia chapurreaba bastó para comprender que hablaban acerca de un intercambio de acero y de carbón y de una compra masiva de pistolas ametralladoras que Suecia necesitaba para su defensa territorial. Ver la nueva arma de repetición en acción era, probablemente, el motivo de la presencia del embajador en el frente. En cualquier caso, nos asombró que no les importara que los entendiéramos; aunque no fueran informaciones relevantes para los destinos de la patria, ahí teníamos un dato interesante que transmitir por los postigos de la villa, lo cual nos alegró.
Entonces, tras una larga pausa, el sueco dijo algo que irritó al general. Otto von Below se puso de pie, con los ojos como platos, como ante un espectro. Hizo una bola con la servilleta. Los demás nos levantamos, como si obedeciéramos al gesto imperioso de un director de orquesta, solo el embajador vaciló.
Monsieur le général hizo una apresurada reverencia a la abuela, que estaba a su lado y lo miraba pasmada, luego rodeó la mesa y se llevó a los labios la mano de doña Maria, reteniéndola un poco más de lo indispensable. Fue a la puerta con paso nervioso, se volvió, entrechocó levemente los tacones:
—Mesdames, messieurs, je vous remercie —y, dándonos la espalda, añadió un adieu susurrado.
El capitán y el embajador lo siguieron sin siquiera despedirse de nosotros.
—Que el diambarne se los lleve… al infierno —masculló Teresa, mientras la abuela nos indicaba que nos sentáramos.
—Loretta, cierra la puerta —ordenó la tía.
—Nuevas pistolas ametralladoras… no es gran cosa, ¿verdad? —dijo el abuelo, acariciándose el labio superior—. Aunque al fin y al cabo, en este menester somos novatos.
La tía se levantó y sopló las velas que estaban más cerca.
—Tan pronto y ya tenemos que obedecer a los austríacos.
—Pero si Alemania se marcha —en la voz del abuelo había una alegría mal disimulada—, significa que en el frente… no todo se ha ido… ¡al infierno!
—Sea como fuere… encararemos las cosas según vengan —dijo la abuela, airada.