Era un almacén del ejército, tomado por las tropas enemigas antes de que nuestra retaguardia le prendiese fuego. El lado sur distaba del bosque unos quince pasos y no estaba vigilado.
Susurrando, Renato le preguntó a la mujer por los caballos y las mulas.
—Detrás de la barraca. —Aquella mujer se las sabía todas—. Aquí los soldados están siempre borrachos, entran ahí y se hartan.
Seguí a Renato hasta la barraca. Cuatro guardias. Solo uno de pie, despierto, fumando.
—Espérame entre los carros. Conseguiré un caballo.
Bajé a la acequia. Esperé unos minutos. Nadie. Los carros eran chatarras amontonadas, pero dos estaban en buen estado. Revisé las ruedas y los ejes. Me tumbé debajo del que tenía un banco clavado a la plataforma, pensando en el tobillo de Brian.
Renato me alcanzó media hora después. Traía el caballo y a los demás. El inglés se desasió de la mujer, que lo sostenía a duras penas, para apoyarse en mí. Estaba empapado, exhausto. Puede que tuviera fiebre. Olía a paja y a podrido.
Las chicas subieron al carro mientras Renato ataba la bestia.
Tuvo también que ayudarme a subir a Brian, que se echó sobre la plataforma, con el pie dolorido encima de las rodillas de las chicas, que iban sentadas en el banco.
La mujer subió al pescante con Renato y conmigo, y le cogió a él las riendas.
—Sé qué hacer. ¿A Falzè?
—A Falzè.
El caballo era un bayo de tiro, con cuatro yunques en lugar de cascos. Se movió a una señal poco más que susurrada de la mujer, que se había cubierto la cabeza con un trozo de tela de saco.
—Esta conoce a los animales —me dijo Renato al oído, tenso pero complacido.
Nos pusimos en marcha, en la oscuridad. Tras casi media hora, la mujer detuvo el carro cerca de un pajar.
—Necesitamos paja. Pasado el montículo hay un puente y allí hay un piquete.
Renato la miró un instante. Se volvió hacia Brian. Dormía, puede que se hubiera desmayado.
—De acuerdo, movámonos.
Me apeé con él y con la muchacha mayor. En pocos minutos la plataforma estuvo repleta de paja. Todos nos metimos debajo. Menos Renato, que tras embadurnarse con tierra la cara y el pelo subió al pescante, al lado de la mujer.
—Será mejor que las coja yo, ahora soy su marido, no es normal ver a una mujer carretera. —La mujer le cedió las riendas sin rechistar.
Eran los primeros y lentos momentos de luz. Los cascos resonaban en el adoquinado, y la paja, que desbordaba, se hinchaba por los costados. Saqué la cabeza. No había nadie. A la izquierda, a cien metros, un campamento dormido. Vi una fogata encendida con tres soldados que se calentaban las manos. Uno de ellos, el único con el casco puesto, levantó la cabeza hacia nosotros, pero la bajó casi al momento para prender su pipa. Era una pipa grande y curva, podía distinguirla perfectamente incluso a esa distancia. La faena se reanudaba, pero el intenso frío volvía a los hombres perezosos, poco interesados en la carga de un carro.
El amanecer iba disolviendo los piquetes de los caminos. De trecho en trecho, alrededor de alguna carcasa mecánica que obstaculizaba la acequia, una patrulla trajinaba con llaves y martillos, y algún soldado alzaba la mirada hacia el carro. Renato lo observaba todo. Aquellos hombres tenían un aspecto satisfecho, el saqueo y los almacenes de los Saboya los seguían alimentando.
—Pero no durará —dijo en voz baja, hundiéndome la cara en la paja con una mano—, ahora tienen indigestión, pero la penuria llegará, y será larga y dura para todos.
En la tibieza de la paja punzante me quedé dormido. Soñé con la Villa Spada, con Giulia que se me entregaba, hasta que una sacudida me despertó. Oí la voz de Renato:
—Solo Schützen.
Me asomé; se estaba encendiendo la pipa, le hablaba a la mujer:
—Aquí no hay alemanes. —Se volvió—. ¡Y tú, Paolo, mete debajo esa cabezota!
—¿Qué tal?
—Better.
La mujer se arrimó a Renato. Y, viéndonos con un casco de paja en la cabeza, rió. Era la primera vez que reía. Tenía dientes sanos. Vida acomodada, comida buena, pensé.
—¿Cómo están mis niñas?
—Dormir.
El acento del piloto nos hizo reír a los tres.
—Esto me gusta de war —Brian también reía—, cuando reír… reír es mucho más bonito.
Un «¡Chist!» y Renato nos volvió a hundir la cabeza. Tapé la boca de una de las chicas con la mano por temor a que se despertase y Brian hizo lo propio con la otra. Ruido de motores. Al cabo de menos de un minuto, tras un recodo, el carro se hizo a un lado. Eran motores de camiones. Muchos. Una columna que subía el valle. Nuestro silencio nos oprimía. La chica a la que le tapaba la boca se despertó, pero no se movió, o casi. Le apreté los dedos contra los labios, procurando no hacerle daño. Y detrás de los camiones venían las mulas; todo un batallón, supe después, de infantería a lomo.
Los minutos no pasaban. Pero en un momento dado el carro se movió. Esperé un poco más y saqué la cabeza. Un campanario surgía detrás de un ribazo.
—¿Barbisano?
—Sí —dijo Renato—. Barbisano. —Después, bajando la voz—: Son Honvéd, venían de Falzè, Moriago o Mercatelli. Con los uniformes asquerosamente sucios.
Volví a meterme debajo de la paja y solté la boca de la muchacha, que primero me acarició la mano, luego la estrechó y ya no la soltó.
El caballo iba al trote, y de nuevo me quedé dormido, con el aliento de la chica en la cara.
Más o menos a la media hora saqué la cabeza.
—¿Cuánto falta?
—Poco —dijo la mujer.
En las acequias ya no había desechos. No se veía a nadie y avanzábamos rápido. Era como si la guerra se hubiese ido a otra parte. Ni tiendas de campaña ni cuerpos de guardia, y el cielo estaba despejado, el aire menos frío. No se oían los cañones, ni siquiera lejos, y no había olor a nafta, a cuero podrido, a orina. Había vuelto la paz.
De repente, fuerte, el rumor del Piave. Las dos chicas y el piloto asomaron la cabeza de la paja. Escupían briznas, como una trituradora, y miraban alrededor.
—¿Estamos en el río? —preguntó la menor.
—Falta poco —contestó la mujer, con inquieta ternura.
—Sí, poco —dijo Renato, y el látigo restalló sobre la oreja del rocín.
La noche vino en nuestra ayuda. Aquí y allá, las primeras estrellas. Y por fin Renato, que había parado el carro a un centenar de metros de la orilla y se había marchado con la mujer en busca de comida, volvió con un saco de yute del que sacó un montón de cosas: sobrasada y queso, además de pan negro y duro que el hambre derritió en la boca; también había una botella de vino, ácido pero rico. Aguardamos la oscuridad. El Piave estaba crecido y su rumor acallaba cualquier otro ruido. Renato estaba preocupado, Brian se impacientaba, mientras a la mayor de las chicas le costaba ahogar el llanto, y la otra dormía acurrucada sobre las rodillas de la mujer, que se había echado en la paja. El carro estaba parado detrás de una roca, a pocas decenas de metros del gredal. Las trincheras de los húngaros terminaban trescientos o cuatrocientos metros más al sur. Y a menos de medio kilómetro al norte había un fortín austríaco, donde los soldados daban saltos alrededor de dos grandes hogueras encendidas a pocos pasos de la orilla.
—La crecida nos favorece, no hay ni una barcaza vigilando —dijo Renato, pero yo notaba la tensión en su voz.
—Con esta corriente… ¿lo conseguirá la barca?
—Lo conseguirá —dijo, soltándome una palmada en el hombro.
Las dos grandes hogueras se veían perfectamente; bastaban para infundir miedo.
Brian se levantó tambaleándose, se nos acercó y le dio a Renato un leve puñetazo en el pecho.
—Somebody’s coming.
Alguien avanzaba por el gredal. Renato se agazapó y salió a su encuentro.
—¿Es usted el inglés? —preguntó una voz, una voz aguda, de chiquillo.
—Sí, somos nosotros —contestó Renato—, son cuatro los que tienen que pasar —añadió al momento.
Yo también me agaché y fui hasta ellos. El chiquillo tendría doce o trece años.
—Ahora mandan a los niños a las acciones de guerra —musité, y por primera vez me sentí un soldado.
—Hay sitio para dos —dijo el muchacho, poniendo voz de hombre.
—Tendrán que hacer sitio para cuatro…, hay dos niñas —el tono del mayor no admitía réplica.
Mientras ayudaba a Brian a subir a la barca —era larga y estrecha, una especie de piragua con el fondo plano—, Renato volvió con la mujer para echarle una mano.
En la popa había un chico de quince o dieciséis años, que sostenía la barca; el menor ayudó a la mujer a subir y le dijo que se ovillase sobre las panas. Las falcas medían poco más de treinta centímetros de alto y una media docena de sacos llenaban la proa. Brian cogió a las chicas en brazos. Estaba tan reconfortado que ya no le dolía el tobillo entablillado. Las panas estaban empapadas, sentí que un escalofrío me recorría la espalda.
Brian y la chica mayor se llevaron al unísono la mano derecha a la frente. La barca se desprendió del gredal.
—So long. —Y la corriente se la llevó.
—Buena suerte —murmuré.
Renato me miró fijamente.
—Nos queda un largo camino, hemos de estar en la villa antes del amanecer.
—¿Y el carro?
—Se queda aquí.
Partí un pedazo de sobrasada con los dientes y me guardé en el bolsillo el resto.
—¿Conoces el camino?
—El teniente Muller, el que te llevó hasta donde me encontraba, nos espera a dos kilómetros de aquí, pero vamos con retraso.
La luz nos sorprendió en los extremos del jardín. La villa aún dormía. La bordeamos y bajamos por el lado del templete. Nos separamos sin despedirnos. No sentía las piernas de puro cansancio, solo quería dormir.
El abuelo me oyó llegar. Me acarició la nuca mientras, sentado sobre el catre, me quitaba las botas de montaña embarradas.
—Bienvenido, cèo.
Me dejé caer de cara sobre la almohada. No tenía fuerzas para desvestirme. Las hojas de panocha me parecían plumas de ganso.