Filtrado por los árboles deshojados, el sol de la madrugada dibujaba un teclado sobre el camino nevado. Estaba sentado en la ventana, masticaba una rebanada de sobrasada cogida de la mesa de los alemanes y, como era robada, sabía mejor. Vi al tercer novio de la abuela subiendo por el camino. Andaba despacio. Desde el desván se distinguía la larga boquilla humeante que daba un aspecto femenino a su figura larguirucha. El abuelo estaba cerca de mí, tocado con su gorro y una taza de café en la mano.
—Lo ves, cèo, se nota que es un memo por la forma en que fuma y camina. Pero ¿qué hace en la calle a estas horas? —La voz del abuelo sonaba ronca y pastosa, aún poco dispuesta para los menesteres del día.
Observaba las motocicletas que salían del pueblo hacia el oeste, Inicia la guerra, y las que cogían —mucho más numerosas— el camino de Conegliano. Las huellas de las ruedas sobre la capa helada de nieve fresca deshacían el teclado trazado por el sol. El sueño me seguía pesando en los ojos.
—Los generales todavía no se han levantado —dijo el abuelo, quitándose el gorro y pegando el índice al cristal—, se toman su tiempo.
—¿Has estado en la guerra, abuelo?
—Por supuesto que no —respondió molesto—. ¡Pero sé de lo que hablo, cèo! Mira a esos hombres: ese saca brillo a los zapatos, ese se rasura, ese almohaza la bestia, ese escribe una carta, el otro come una manzana y mira las nubes, y aquel que está sentado sobre un cañón se peina como si tuviese a la novia esperándolo a la vuelta de la esquina. Pero en cada minuto de fuego hay mil de… de nada. Las balas cuestan.
En ese instante entró la abuela con su voz alegre.
—¿Qué estáis tramando vosotros dos?
Estaba embutida en un traje negro que enseñaba sus finos tobillos.
—¿Vas a una cita con Pagnini?
—Son cosas que no te incumben.
Siempre le respondía así cuando quería ser cariñosa. Pero el abuelo le buscaba las cosquillas.
—Ese tipo en vez de calamorra tiene un cántaro hueco, a lo mejor podrías utilizarlo como mensajero, ya que ahora juegas a hacer de espía.
La abuela sonrió. Estaba planeando algo. Bajó las escaleras haciendo sonar los tacones en cada escalón.
—¡Tú quédate aquí, Paolo! —dijo el abuelo, clavándome los ojos.
Me puso una mano alrededor del hombro y me llevó de nuevo a la ventana de la buhardilla.
La abuela estaba saliendo del parque, se había puesto el abrigo gris. Iba a la verja. Los centinelas la pararon cruzando los fusiles. Un sargento se le acercó con gestos expansivos, raros en un alemán uniformado. La abuela señaló al tercer novio, que estaba llegando. El sargento la dejó pasar con una reverencia, y entonces los centinelas se cuadraron.
El tercer novio le dio el brazo y, a pasos lentos, se encaminaron hacia la iglesia.
—¿A que esa mujer ha metido en esto también al patudo?
—Vuelvo a mi novela —dijo el abuelo, abriendo la puerta del Retiro, donde convivía con un escritorio, la Underwood y su pequeño Buda. En una ocasión la abuela le tomó el pelo diciendo que su máquina de escribir no tenía cinta. El abuelo replicó haciéndose enviar por correo, desde una tienda de Milán, dos docenas de cajitas de lata rojas y amarillas, con el águila azul y la marca USA. Las dejaba en todas partes, en todas las mesillas que había repartidas por los puntos estratégicos de la villa, como colillas que delataban al fumador empedernido.
La Underwood del abuelo era una criatura mítica. El día de su llegada, el alcalde y el farmacéutico fueron invitados a cenar para que la vieran. Fue colocada en el centro de la gran mesa de roble y tapada con un pañuelo de seda verde. A la hora del postre, que había costado una docena de huevos, un kilo de mantequilla, cinco tabletas de cacao y un número indefinido de diambarne de l’ostia, descubrieron a la criatura las manos de la abuela y de la tía, que presentaron así su regalo al dueño de la casa. El abuelo dio las gracias a los comensales poniéndose de pie a la vez que hacía una reverencia y, con una sonrisa socarrona, dijo: «Gracias a las niñas Spada, .i las que el próximo año recompensaré con una novela escrita con… con… ¡hemos de darle un nombre! —Y señaló a la criatura con los dos índices—. Venga, ayúdenme a ponerle un nombre».
El farmacéutico dijo «Babel».
El alcalde, «Alcionia».
Su mujer repitió «Alcionia».
La abuela dijo «Bidet».
La tía, «Nerina».
Yo dije «Boca gris», pero para mis adentros pensaba en Diambarne de l’ostia.
Teresa, desde su rincón, quieta y callada, se fijaba en todo. Y mientras Loretta comenzaba a pasar con la tarta de chocolate, el abuelo, otra vez sentado, dijo «Belcebú».
Antes de ponerla en uso, los hombres de la mesa sometieron a Belcebú a un detenido examen. Fue medida con una regla que me mandaron a buscar al piso de arriba. Medía treinta por veintisiete centímetros de base, veintiséis de altura. «Es casi un cubo», exclamó el alcalde, y la mujer, severa, asintió.
El farmacéutico estaba muy interesado en los engranajes, le gustaban las palancas, ya fueran lisas o dentadas, y acabó manchándose los dedos con el carrete de cinta entintada.
El abuelo, en cambio, estaba embrujado por las teclas. Las tocó de una en una. Cuatro filas escalonadas. Dentro de cada redondel blanco, ribeteado de plata, una letra negra, y figuraban además la Y, la J, la K y la W. El recinto de las teclas ya le hablaba. Le reían los ojos.
Tenía ganas de alcanzar a la abuela y al tercer novio; no sé por qué, me imaginaba que sabían algo del inglés. El abuelo me siguió, diciendo que su novela podía esperar a la tarde.
—Hoy no estoy inspirado, lo noto cuando Belcebú no me habla.
Bien arropados, con los cuellos subidos, entramos en la iglesia. Estaba a oscuras, pero no tanto como para ocultar el abandono en que se encontraban las cosas: las vidrieras se hallaban casi negras, los altares, opacos de polvo, y no estaban ni las velas del tabernáculo. Vi a la abuela arrodillada en el confesionario, con el encaje negro que le caía sobre los hombros rectos. Sabía que con la religión mantenía una relación esporádica y solo formal. Cuando vi salir al sacerdote de la sacristía, mi sospecha se convirtió en certidumbre: en el confesionario estaba el inglés. Nos sentamos en uno de los últimos bancos. Al ver al abuelo, don Lorenzo puso cara de quien encuentra un ratón en la sopa.
—¿Qué lo trae a la casa del Señor?
El abuelo carraspeó, pero hubiera querido espetarle un diambarne de l’ostia de Teresa. Permanecí callado, solo esperaba que el párroco no se me acercase. Hasta su sotana apestaba a perro mojado. La abuela se levantó; se santiguó, al tiempo que se guardaba en el bolso una hoja de papel. Pero antes de que pudiera cerrar el bolso, Renato, que salió de repente del lado opuesto del confesionario, le arrancó la hoja de la mano e hizo con ella una bola, que escondió en el puño. La abuela puso cara de indignación, pero no reaccionó. Se sentó en un banco, delante de nosotros. Renato se acercó al párroco, inclinándose un poco.
—Padre, quisiera encenderle una vela a la Virgen. —Lo dijo en voz bastante alta.
—Estos asquerosos me las han gastado todas, pero he rescatado algunas —dijo juntando las manos—. Vuelvo ahora mismo.
No tardó mucho. Cuando salió de la sacristía tenía tres velas. Las colocó debajo de la estatua que dormitaba en su sonrisa perpetua. Se arrodilló un instante. Al levantarse, le dijo a Renato:
—Está servido.
El guarda encendió la vela de en medio. Luego se persignó y susurró algo al oído del sacerdote, que se alejó con cara furiosa. Renato abrió el puño, leyó la hoja y la acercó a la llamita mientras el cura regresaba a la sacristía. Entonces el piloto salió del confesionario.
—Is it all clear? —preguntó la abuela.
—Crystal —contestó Brian, y siguió a Renato a la sacristía.
En ese preciso instante, en la puerta, a dos pasos de nosotros, apareció el capitán Korpium.
¿Había visto a Brian? Mi duda se despejó no bien el capitán, con su acento exquisito, se dirigió a la abuela:
—El viernes llegará a Refrontolo el embajador sueco. ¿Querrá acompañarnos en la cena? También su marido, su nieto y doña Maria serán bienvenidos. Su compañía alegraría a este soldado.
El capitán entrechocó los tacones y enderezó la espalda, luego dejó caer la frase mágica, reservada para el gran final:
—Hay cerdo asado.
—Creo que podría haber esperado a que saliéramos de este lugar para presentar su invitación, capitán —dijo la abuela Nancy—. De todos modos, gracias, también en nombre de doña Maria.
El abuelo se puso de pie, con el rostro ceñudo.
—Y de mi marido —añadió la abuela.
Korpium salió, un poco irritado.
El abuelo se rascó la barriga echando la cabeza un poco hacia atrás.
—A veces me sorprendo adorando tu acritud, querida.
La abuela se levantó. Mientras salía por la puerta a paso de marcha, el tercer novio —que había permanecido sentado aparte— la siguió con gesto desafiante.