Don Lorenzo había regresado. A los padres de las chicas les dijo que estuvieran tranquilos, sus hijas se encontraban en lugar seguro. Renunció al rito necesario para volver a consagrar la iglesia —se contaba con la dispensa del obispo impuesta por la guerra— y reabrió de inmediato la escuela. Sentía debilidad por los niños, le gustaba enseñar.
Preparó el acontecimiento yendo de casa en casa. Al fin y al cabo él, el párroco, era la única autoridad italiana que quedaba en Refrontolo, y las clases —pensaba sobre todo en las de catecismo— debían reanudarse, la vida debía continuar. El maestro Bertaggia había huido, más ligero que la propia vanguardia del ejército, seguido poco después por el farmacéutico, por el médico del pueblo y por todo aquel que tuviera en el bolsillo dos chavos y un níspero. Los únicos alfabetos que habían quedado eran los abuelos, la tía, Giulia e, inscrito de oficio en el grupo, el tercer novio, si bien el abuelo decía: «Si ese sabe leer y escribir, yo soy Marco Aurelio». Nuestra cocinera y su hija también habían recibido un poco de instrucción; Loretta, sin embargo, no lo demostraba. Teresa, en cambio, se pirraba por Mastriani y De Amicis, y una vez la sorprendí con El placer de D Annunzio en la mano; fue la única vez que la vi ruborizarse.
Los niños fueron llegando, media hora antes del rosario del crepúsculo, en grupos pequeños. Dos novicias de Sernaglia hacían de perros pastor; correteaban por el atrio y empujaban a las ovejitas amontonadas hacia el redil. El portón estaba abierto de par en par, con el sacerdote erguido en el centro; la fama de su aliento pestilente infundía pánico a las criaturas que ascendían a empellones los escalones hasta el cepillo, que el abuelo llamaba «la faltriquera de dios».
El aliento no era lo único agrio que salía de la boca del párroco. A un soldado alpino culpable de haber pellizcado el trasero de su ama de llaves le dijo, delante de medio pueblo: «¡Ojalá que tu bayoneta se te clave en tu orificio y se vuelva erizo!». Y cuando confesaba a una mujer de su grey le imponía, puntual como la muerte, un tonel de avemarías. No sospechaba, el pobre, que alejarse de aquello que le salía de la boca constituía un premio, no una penitencia.
Las diligentes hermanas de Sernaglia tejían, con llamadas de atención y bofetadas, la red que apresaba a las últimas ovejitas muertas de frío, primeras en el deseo de irse por piernas.
Hasta que la iglesia las reunió a todas en su luz tenue. Las primeras filas, las de los pequeños renuentes, se llenaron deprisa. Yo asistía desde el último banco, con Giulia. El sacerdote temía que las novicias no fueran capaces de garantizar la compostura que exigía el lugar; no conocían a los niños del pueblo, y además con la guerra hacían falta buenos manotazos para ponerlos a raya. Las ovejitas sabían perfectamente qué lobos y qué fauces rondaban por las calles, los montes, los campos; todos tenían un par de hermanos uniformados, y casi todos ya habían visto enterrar a alguno.
La silueta de don Lorenzo descollaba delante del altar. Por puntero tenía un trozo de tiza. Sin siquiera saludar, prorrumpió en una descripción del infierno que erizó la piel de los cèi congregados. Habló de los ojos del diablo, fríos como las bayonetas, y de su azote de luego, que arranca a bocados la carne.
—¡Ay de vosotros como os pille mirando las… —sazonó la pausa con un gesto de las manos, que todos entendieron— las… de la panadera! ¡Es pecado, eso es pecado!
Luego trató de definir el pecado con términos que las ovejitas nunca habían oído: «materia grave» y «aceptación deliberada».
—El humo —le dije a Giulia al oído— hace pensar en el fuego.
La voz del sacerdote se hizo más clara y lenta; habló de las tentaciones del mundo:
—Porque un día el demonio se disfraza de mujer con la ropa rasgada y llama a tu puerta y otro día de hombre rico con un sombrero de copa, y una vez te promete los placeres de la carne y otra dinero y poder. Tenemos que estar alerta como un soldado de centinela, porque el enemigo es astuto, y estudia nuestros puntos débiles y huele nuestros cansancios. ¡Sabe cogernos con la guardia baja, sí, él sabe esperar, y sabe atacar! —Don Lorenzo suspiró y el atril vibró bajo sus pesadas manos—. Tú, Attilio…, sí, hablo contigo… —apuntó el trozo de tiza contra un niño sentado en la tercera fila—, tú que bostezas sin la mano delante de la boca… también por ti viene el demonio, por ti que bostezas y crees que él no piensa en ti. ¡Tonto! ¡Viene también por ti! —Se interrumpió de nuevo para señalarlo con la tiza—: Veo que has dejado de bostezar…, muy bien, así se hace, hay que estar atentos, como los soldados en el Piave, que no sueltan el fusil, si no la patria se hunde. Mantente despierto, Attilio, y el demonio no vendrá. —El párroco arrugó la frente—. ¿Lo habéis comprendido, cèi? El diablo es listo y llega de sopetón, como el ladrón en la noche… y si no estáis atentos, adiós bolsa de cequíes de oro…, adiós paraíso…, el único lugar donde no hay pecado.
—Menudo aburrimiento, este paraíso —murmuró Attilio en dialecto.
El párroco se puso a caminar de un lado a otro delante del altar, en silencio. De pronto se detuvo y nos miró a todos, hasta el último banco. Una vaca que rumia y contempla.
—Sin embargo, el mal público… —el cura elevó la tiza hacia el techo, antes de apuntarla contra nosotros—, el mal público —repitió— llama a la puerta de cada uno, hasta del más pequeño caserío escondido en el bosque. —Luego el sacerdote se lanzó en una invectiva contra la guerra, para llevar el agua a su molino—: El alcalde y el médico del pueblo han huido, todos han huido con ellos, incluso se han ido antes que el ejército, pero vuestro sacerdote sigue aquí, la Iglesia sigue aquí, porque la Iglesia es una roca en la corriente.
Se había marcado un punto a su favor. Ahora bien, a continuación se encalló en una de sus proverbiales demostraciones de la existencia de Dios, que el abuelo llamaba «hez de sacristía».
—¿Sabéis, cèi —dijo el sacerdote, señalando con la tiza los estucos estupefactos— cuánto dinero tiene en el bolsillo el joven que está al fondo de la iglesia?
Todos se volvieron hacia mí, también Attilio, que estaba bostezando otra vez. El sacerdote bajó la tiza.
—¿Lo sabes tú? —y señaló a un cèo de la primera fila—, ¿acaso lo sabes tú? —señaló a otro—, ¿acaso lo sabe el bostezador de Attilio…? ¡Pues no! —Y la tiza giró sobre su cabeza calva, trazando una aureola—. En cambio él lo sabe. —Y, señalando la bóveda de estucos, confirmó—: ¡Él lo sabe!
Pese a que la prueba de la existencia de un ser superior no había sido forjada en el metal de una lógica incontestable, los niños la apreciaron, pues cuando el sacerdote sacaba a relucir «el dinero», significaba que el sermón estaba a punto de concluir, y lo mencionaba un día sí y otro también, «todo viene de los bolsillos del diablo»; con la excepción, naturalmente, del que pasaba por la faltriquera de dios.
El crujido del gabán del diablo y el tintineo de sus monedas seguían todavía allí, delante de nosotros, cuando Attilio levantó la mano:
—Padre —dijo con una voz poco más que susurrada—, usted nos dice siempre que el diablo es más listo que una mujer vieja… entonces, ¿por qué no podría disfrazarse de don Lorenzo?
En tres saltos el cura pegó su cara a la nariz del niño, que retrocedió con una mueca.
—¿Qué has dicho, cèo?
—Que don Lorenzo también podría ser…
Una carcajada amenazó con encresparse bajó las bóvedas de la iglesia. Pero el cura enderezó la cabeza, su mirada levantó una muralla y la ola no reventó. La cara del sacerdote se pegó de nuevo a la nariz del niño, sus labios se abrieron hasta mostrar la fila de dientes, torcidos y amarillos. Cuando la corriente de su respiración acometió a aquel cèo de bostezo fácil, comprendí que Attilio había dado en el clavo: el aliento del sacerdote procedía del mismísimo infierno.
En la villa había trasiego. Junto a la verja, un automóvil de aspecto majestuoso brillaba con todos sus cromados: era un Daimler. Lo vigilaba un soldado con el fusil en bandolera y el uniforme planchado, que a pasos cortos, nerviosos, iba de un parachoques a otro. Quería acercarme para contemplar de cerca aquella maravilla de la mecánica, pero la tía me lo impidió agarrándome de un brazo.
—¿Has perdido el seso?
Todos los soldados llevaban las esclavinas abrochadas hasta el último botón, las hebillas relucientes, las cartucheras obedecían a una peculiar simetría y los zapatos parecían recién salidos del escaparate de una zapatería. Las ametralladoras, colocadas en lila bajo el soportal, estaban aceitadas y limpias, y si la luz de la noche hubiese sido más fuerte, los cuchillos habrían brillado como los acabados cromados del Daimler. Todos hablaban en voz baja, hasta los sargentos.
—Busco a Renato —dije al oído de la tía.
—Y yo al capitán.
Recorrí el jardín con un pastor alsaciano que todas las noches soltaba un sargento que no quería oírlo ladrar. Corría de un lado a otro haciéndome seguir por el perro que aullaba divertido y que, de vez en cuando, trataba de tirarme al suelo lanzándose sobre mi pecho o mi espalda con sus grandes patas negras. Así, entre el pasmo de furrieles y centinelas, atravesé el campamento, que se había reducido a una media docena de tiendas de campaña. Muchos se habían marchado por la tarde para reemplazar a una compañía de Schützen estacionada en Pieve. Vi al oficial médico, un hombre de unos cincuenta años, alto, flaco, con patillas imponentes, que, sentado en una pila de cajas de madera, pelaba una manzana con una navaja de barbero. De la ventana de la capilla salía una débil luz de velas encendidas. Me liberé del perro lanzándole un palo más allá de la acequia que delimitaba el lado norte del jardín, y entré.
Loretta y Teresa desgranaban el rosario, balbuceando sílabas latinas. Teresa me miró ceñuda. Loretta se fingió absorta, cerrándose el pañuelo oscuro sobre las mejillas, hasta taparse los pómulos. Me acerqué a la cocinera.
—Esta noche hay generales.
La miré a los ojos.
—¿Generales?
—¡Teresa lo dijo, Teresa lo sabe, esos lansquenetes no tienen madre!
—¿Cenan en el salón grande?
La cocinera asintió.
—Han encontrado el cochinillo, lo había escondido para el día de Navidad.
—¿Y dónde lo habías escondido?
—Bah… no lo quiera saber. Teresa sabía y ya no quiere saber.
Se encogió de hombros y se levantó. Dirigió la mirada al Cristo pintado en el minúsculo ábside y se persignó acompañando el gesto con el gruñido con que sazonaba sus enfados. Salió arrancándose el pañuelo de la cabeza, sin esperar a su hija.
Loretta se puso de pie y, tras santiguarse apresuradamente, la siguió.
Yo me quedé, y me senté. El que me observaba era un Cristo bizantino, manos bastante inexpertas debían de haberlo copiado de una fotografía de a saber qué icono famoso. Había algo torcido en su rostro, que le negaba el aura divina.
Oí chirriar la puerta detrás de mí.
——¿Renato?
—Von Below, Krafft von Dellmensingen, y Von Stein…, peces gordos… —el guarda tomó aliento— llegarán aquí a lo largo de la noche. Se hospedarán en la villa. Hay nueve divisiones entre Sernaglia y el Piave, están estudiando una ruptura en la zona de Vidòr, Moriàgo, Falzè, porque más al norte, entre Fener y Quero, la ofensiva se ha estancado.
Renato tenía los ojos irritados por la angustia. Hablamos unos minutos. Me contó que, con dejar solo un poco abierta la portezuela de la estufa, se podía oír desde el piso de arriba, desde la alcoba de la tía.
—Por desgracia, ninguno de nosotros sabe mucho alemán, ni siquiera madame Nancy. Pero Brian…, su madre es de Hamburgo. Doña Maria y su abuela lo han metido ahora donde don Guglielmo esconde el licor. ¿Es un refugio seguro?
—La única que lo conoce es Teresa, y nos podemos fiar de ella. Pero ¿cómo habéis conseguido introducirlo a escondidas?
—¿Eso qué más le da? Cuantas menos personas lo sepan, mejor. —Extrajo la pipa del bolsillo y la encendió.
—Estamos en una capilla —murmuré.
Renato apartó la pipa de los labios y miró al creador de todas las cosas visibles e invisibles, tabaco incluido. Guiñó el ojo derecho, no sé si a mí o a la pintura, y poniéndome la boquilla sobre el pecho, dijo con voz enérgica:
—Tengo otras cosas que hacerme perdonar. —Pero no se llevó de nuevo la pipa a los labios—. Ahora necesito su ayuda. Tiene que ir al comedor, procure dejar entornada la portezuela de la estufa, y dígale a la criada que no la cierre, aunque se lo manden.
Salió y se dirigió hacia el templete. No quería pasar por la verja. Las sombras de los árboles y de las casas empezaban a sumirse en la oscuridad.
Fui al momento a la cocina y llevé aparte a Teresa; pero no le dije más que lo necesario.
—Diambarne de l’ostia —dijo con gesto severo. Y no hizo comentarios.
—¿Quién está en el salón grande?
—Soldados relamidos y estirados.
—¿La estufa está encendida?
—Sí, ahora mando a la niña para que eche leña.
—No, iré yo.
—Pero parecerá raro.
—Debo hacerlo yo, y punto.
Salí al patio y hundí los zapatos en el barro, me pasé un puñado de tierra por las mejillas y la frente, luego manché las rodillas y la chaqueta, a la que le arranqué un trozo de la manga y dos botones. En el salón habían puesto la mesa de roble. El mantel era de encaje de Burano, a buen seguro un botín de guerra. Y los cubiertos eran de plata; me pregunté si los alemanes habían descubierto el escondite de la abuela. En cualquier caso, no habían podido, lo que me alegró, conseguir carburo para las lámparas, así que había velas por todas partes, tal vez robadas de la casa de un obispo, pues eran mucho más bonitas que las de nuestro cura. Los cuatro soldados que se afanaban con platos y vasos se desentendieron de mí; después uno, el único que tenía el cuello desabotonado, me observó con desprecio:
—Wallischen —farfulló.
Llegué a la estufa con unos pocos pasos decididos, cogí del rimero bien colocado dos leños pequeños y uno bastante grande, abrí la portezuela de arriba y, tras soplar sobre las brasas, la cerré. Acto seguido, sin vacilar, abrí la de abajo y con la escobeta eché la ceniza al cubo de estaño, que Loretta había dejado limpio y bien a la vista. Aunque había muy poca ceniza que quitar, tenía que simular que hacía algo. No estaba emocionado. En ningún momento miré hacia los soldados que seguían con su tarea. Al salir, vi que dos de ellos se habían encendido un cigarrillo y que, mirándome, reían, quizá porque, por una vez, se sentían superiores a alguien.
La vigilancia de la villa no había aumentado, en la verja estaban los habituales centinelas y en la parte de atrás había un solo fusilero que iba de un lado a otro, fumaba sin parar y jugaba con el pastor alsaciano.
El abuelo me recibió en la planta de arriba con un paño anudado al cuello y una alita de pollo entre los dientes. Tenía un aire satisfecho, daba vueltas alrededor de la mesa con su Gibbon abierto en la mano derecha y masticaba sin cesar. Los alemanes civilizaban su aspecto mientras que nosotros habíamos empezado a barbarizar el nuestro, pensé, pero eso era una tontería. Solo necesitaba calmarme y buscaba una simetría en la transformación del mundo.
Sin apartar la cara del libro ni los dientes del pollo, el abuelo me miró. Tragué saliva.
—Mira qué facha tienes. ¿Es que te has metido en el estercolero? Creía que era el único que le hacía ascos al agua —dijo, y se sentó. Dejó el Gibbon, y lo que quedaba de la alita acabó en el cesto con un vuelo en parábola. Señaló la ventana con el mentón—. ¿Has visto? Empieza a nevar.
—Pasará pronto… ¿Te has enterado de que vienen tres generales? El guarda dice que son peces gordos.
—Esos animales llevan todo el día alisándose las plumas, ni que esperaran a cenar al espectro del emperador Francisco José.
El abuelo se limpió los dedos de uno en uno con el paño.
La abuela entró sin llamar, tenía el pelo recogido, los ojos encendidos, y el volante azul Saboya del traje negro le daba luz al rostro. Una elegancia levemente manchada por un toque de maquillaje sobre los pómulos.
—¡Guglielmo, has entrado en mi cuarto de baño!
El viento golpeaba contra los cristales. De la cocina subía un aroma a cerdo asado.
—Sabes que nunca piso ese sitio, ese árbol tuyo de cosas me desagrada —replicó el abuelo.
Dos golpes de nudillo en la puerta impidieron a la abuela dar libre desahogo a su ira.
La puerta se entornó y Loretta, titubeante, introdujo la cabeza.
—El guarda ha dicho que querría ver al cèo Paolo —dijo en dialecto.
¡Cèo en la boca de Loretta! Me hice el tonto.
La abuela reparó entonces en mí.
—¡Vete! Y lávate un poco, que das pena.
Seguí a Loretta escaleras abajo. No me estaba esperando Renato, sino Teresa. Habló en voz baja:
—El loco del inglés está en el trastero del abuelo, y a usted lo está esperando Renato… pero lo que no sé es dónde.
Me puse el gabán y crucé el patio. Un soldado me apuntó el fusil al pecho. Me observó sin reconocerme y me dijo, con un gesto de la mano, que desapareciera. No hizo falta que me lo repitiera. Fui directamente al revividero, sin volverme, el cuello subido y las manos en los bolsillos.
Renato me hizo pasar de un tirón y corrió el cerrojo.
—Ya era hora.
—¿Qué hacemos?
—Esperar. Ahora le toca a Brian.
—¿Prevés problemas?
—No.
Nos sentamos en los cañizos, la espalda contra la pared con las marcas de humo del azufre. Ya no nevaba. De vez en cuando, en el cristal del ventanuco se encendía la luz de un faro.
—Eres del SI, ¿verdad?
—Sí… Paolo. ¿Te molesta que te llame por tu nombre?
Me sentía a la vez halagado y ofendido: había pasado a tutearme de buenas a primeras.
—Paolo está bien.
—Nuestro espionaje es tan negligente como el mando del ejército…, aunque a lo mejor exagero.
Había una profunda serenidad en la voz de Renato, y eso que debía de estar en ascuas por Brian.
El hedor a azufre que resudaba de las paredes del revividero, en desuso desde la llegada de los alemanes, se unía a la peste a nafta y gasolina que llegaba de fuera. Renato se quitó la bota con el tacón más alto y se rascó la planta del pie.
—¿Te duele?
—Me pica…, fue la poliomielitis. Tenía cinco, quizá seis años. Vivíamos encima de una cuadra, mi padre era veterinario. Cuando comencé a sentirme mejor nos trasladamos al centro de Livorno, a una casa con balcón, se veía el mar.
Prendió la pipa, y guardó silencio.
—¿Cómo te hiciste espía?
Rió con fuerza.
—¿Crees que un espía puede contar ciertas cosas?
—Al menos dime por qué me llevaste donde estaba Brian. Giulia sí te era útil, ¿pero yo?
—Si nos capturaban, tu presencia habría justificado la intercesión de tus abuelos y de tu tía a nuestro favor, y habríamos tenido una oportunidad, aunque fuera pequeña, de salvarnos. A nadie le gusta fusilar a los hijos de los señores… Si, como creo, estos ganan la guerra, de todos modos tendrán que gobernar estas tierras con la complicidad de alguien —echó el humo lejos—, ¿y con quién crees que lo intentarán, si no con quienes ya lo hacen?
—¿Quieres decir que no quieren granjearse demasiados enemigos?
—No es la cantidad de enemigos lo que preocupa, sino la calidad, la jerarquía. Los Habsburgo saben cómo se gobierna, o por lo menos lo sabían. En el imperio se hablan unas quince lenguas, y únicamente la fidelidad al emperador mantiene tapada esa caldera. Si el linaje cae, y te digo que caerá, las naciones que ahora gruñen en su panza se arrojarán unas contra otras, y se despedazarán. —Se interrumpió para mirarme a través de la penumbra. El humo me acometió, haciendo que me lagrimearan los ojos. Olía a corteza y aguardiente—. Verás, Paolo, desde hace unas décadas el reino de Hungría tiene demasiado peso. Viena ya no manda como antes. Es una monarquía doble, de nombre y de hecho. Por eso ya no es tan fuerte. Bueno…, no solo por eso…, sin embargo, aún tienen al Papa de su parte.
—Pero el Papa es italiano…, así que tú también piensas como el abuelo… crees que es un traidor.
—No conozco bien a tu abuelo. Es un… original. Me gusta, aunque yo no le caigo precisamente simpático.
—Es por la abuela, tiene celos.
—No tiene motivos.
—Háblame del Papa… ¿crees que está con ellos, con nuestros enemigos?
—No. No creo que sea tan sencillo. Pero Italia es laica, nace de una idea laica. ¡Nosotros o la Iglesia!
Se puso de nuevo a chupar la pipa, en silencio. Lo oía respirar.
—Esos curas zorros han sabido siempre que si la parte alta de la bota se unía con la baja, adiós Papa rey.
—No te sigo.
—Italia la hicieron los Saboya, la masonería, y la hicieron contra los curas…, pero detrás siempre estuvo Inglaterra, que quería clavar un puñal en la barriga de lo que queda del Sacro Imperio Romano; en el siglo que acaba de terminar, Francia y Prusia nos echaron una mano, desde luego, pero solo durante poco tiempo. Inglaterra, en cambio, siempre observa el futuro, mira hacia delante, y mira bien. ¿Te parece casualidad que Sonnino, el ministro de Asuntos Exteriores, sea de madre galesa y que él profese el catolicismo? ¿Alguna vez has oído hablar del Pacto de Londres?
—Es el que nos ha llevado a la Entente… ¿no es así? El abuelo me habló hace unos días…, los rusos lo acaban de publicar en un periódico, en francés. El abuelo dice que allí hay una revolución y que se están ensañando con su rey…
—Pactos secretos…, se dice. Pero la verdad es que en este mundo muy pocas cosas son secretas. Lo que se escribe en un papel sale siempre de más de una cabeza. Las cabezas generan rumores, y los rumores corren. El último… o, mejor dicho, el penúltimo artículo de ese documento declara…, ahora no recuerdo las palabras exactas… pero declara que Inglaterra y Francia se comprometen, una vez acabada la guerra, a ayudar a Italia a mantener al Papa fuera de la definición de los tratados de paz.
Se calló. Ruido de motores. Pasaron de largo.
—Sigue, por favor.
Me gustaba su forma de hablar, rápida y clara. También el olor de su pipa me gustaba, quitaba el olor a nafta, a azufre, a lodazal.
—¿Crees que los dos barcos de guerra ingleses que había en Marsala el día del desembarco de Garibaldi se encontraban allí por casualidad? ¿O para proteger los establecimientos de licor, como dijeron sus capitanes? Ese masón no habría ni desembarcado si no hubiesen estado los ingleses. Se situaron entre las cañoneras de los Borbones y la embarcación de nuestro… partidario de Mazzini. —Permaneció callado casi durante un minuto, inmóvil, ya no lo oía respirar—. Ya desde los tiempos de la armada española, desde la guerra entre Isabel y Felipe, los protestantes y los católicos no pierden ocasión de sacarse los ojos… ¡Y no creas que eso ha acabado! Nos quedan cosas por ver.
La oscuridad había aumentado. Ya no podía distinguir ni el perfil de Renato.
—Sigue.
Más motores y faros en el cristal; luego el estruendo de las motocicletas y de un automóvil.
—¡Estos son ellos!
—Confiemos en que Brian consiga oír algo útil. Cuando llegue el momento tendrás que ir tú a recogerlo. Por las escaleras de la casa no llamas la atención… ¡Eso sí, siempre que te cambies y te laves un poco! Luego me lo traes aquí. El resto es cosa mía.
—De acuerdo.
Nos incorporamos para mirar. Tenía las piernas entumecidas, y también frío. Entonces crucé los brazos y empecé a aporrearme los hombros con las manos y a brincar.
La guardia de honor aguardaba formada, en el hielo. Korpium caminaba de arriba abajo, tenía el uniforme planchado hasta el borde de las cañas, el arma al costado.
Y por fin llegaron, anunciados por el lento frenazo de un automóvil. Llegaron con los abrigos hasta la pantorrilla y las divisas que brillaban a la luz de los faros. La tramontana había limpiado el aire. Yo miraba, y no oía mi respiración. Me parecía imposible que aquellos hombres de facciones talladas pudieran ser crueles o groseros, o simplemente hombres corrientes a los que había tocado en suerte el uniforme. Eran guerreros marcados a fuego por la leyenda —la antigua, barbuda e infantil leyenda— del valor y el honor militar. Todo en mi interior, cada tendón, cada célula, decía que aquellos hombres legendarios eran los enemigos y que yo debía odiarlos. Sin embargo, en la tensión de esos momentos, la fuerza de su imagen mítica impuso una tregua, y en la oscuridad me abandoné a un sentimiento de admiración.