Todo el mundo hablaba mucho de las chicas desaparecidas. Eran comentarios en voz baja, que llegaban a la cocina de Teresa. Pero cuando Loretta mentaba lo que había pasado en la iglesia, la madre le cerraba la boca con un golpe de la bayeta. En la posada hablaban del monasterio del monte, de los violadores perdonados, y el odio en las calles era espeso como la cal de las paredes. Rostros ceñudos, mudos, observaban a los soldados. La iglesia estaba cerrada. Los niños correteaban felices porque nadie los confesaba. Y es muy probable que la corriente fétida que salía de la boca del sacerdote —su aliento era legendario— tampoco la echaran de menos las beatas.
Pasaba todo el tiempo que podía con Renato. Me fascinaban su fuerza física, su forma de hablar escueta, clara, experta, y su acento toscano. Había advertido que en cuanto entraba en la cocina, Loretta lo buscaba con la mirada, y que sus dedos no perdían la ocasión de rozarle la chaqueta; pero él se apartaba enseguida.
También pasaba mucho rato con la tía. Tenía cierto sentimiento de culpa por haberla estado fisgando la otra noche, durante su charla con el capitán alemán. Un día, acompañándola al viejo molino, le pregunté por él.
—Ese capitán te intriga, ¿verdad?
Sin darse cuenta, la tía Maria apretó el paso. Sabía que el amor es un negocio desventajoso. Lo sabía porque ardía bajo la piel. La rigidez de sus modos no era sino una coraza; una coraza que la aproximaba, por simpatía, a los hábitos de los hombres forzados a una disciplina de muerte. La abuela decía que doña Maria tenía algo del coronel jubilado. Creo que se equivocaba, si acaso se asemejaba a un coronel en busca de medallas. Tenía la frente alta, las cejas y los pómulos abultados, los labios finos, la sonrisa melancólica. Prefería las plantas secas a las que estaban en flor: «Hacer reflorecer es cosa mía», decía, como si fuera una misión. Suspiraba por los placeres sencillos, por los libros, por un plato de arroz, por una charla aguda, por el algebraico rigor de la liturgia. Y le gustaban los gatos: «Un gato siempre es elegante, aunque se lama el rabo».
—¿De verdad pensabas convencer al capitán de que los fusilase?
—No, ni por un momento. Quería forzarlo a que presentara sus cartas. Con ellos, con esos alemanes, ahora tenemos que convivir. El futuro puede tornarse difícil, hemos de conocerlos a fondo para combatirlos mejor.
—Pero el ejército… ¿conseguirá detenerlos?
—¿No oyes los cañones? Disparan desde el Montello, desde el monte Tomba, combaten alrededor del desfiladero de Quero. Mientras los sigamos oyendo, significa que no pasarán.
Una urraca se elevó de la valla que delimitaba el bosque. La seguí con la mirada. Se posó en la punta del tejado de una casa derruida, protegida por un seto de carpes.
—¿Quién vive ahí?
Me miró con una leve sonrisa.
—Era de una familia inglesa, pero está vacía desde hace mucho tiempo; abandonada, fíjate en qué estado…
—¿Gente que conocías?
—Sí. Conocía a un muchacho. Hace unos años. Decía que era descendiente de un poeta famoso, se daba ínfulas. Eso sí, era simpático. Nos llevábamos bien. Era bajo y regordete, nada atractivo, pero tenía una mirada astuta y le gustaban los caballos.
—¿Cómo es que te gustan tanto los caballos?
—Son hermosos y valientes. —Carraspeó—. Arrastran los cañones, las municiones, los víveres, el aguardiente, los carros de los heridos; verlos sufrir, morir así…, me duele por dentro, eso es.
—Ellos te dan más pena que los soldados.
—Sí —dijo sin sonreír.
Cuando regresamos, el jardín parecía la plaza de una capital. Trajín de carros y de soldados. Todos sin casco ni abrigo, empuñando palas. Unos barrían el soportal, otros sacaban brillo a los pestillos de las puertas y otros empujaban carretillas con municiones. Los centinelas saludaron a doña Maria entrechocando los tacones. El capitán vino a nuestro encuentro. Caminaba despacio, para hacerse esperar. La tía aprovechó para fingir que no lo veía.
—Madame Spada. —Con un solo gesto el capitán saludó y se quitó el sombrero apretando la visera entre el índice y el pulgar.
—Capitán Korpium —dijo entonces la tía, deteniéndose.
Proseguí hacia la cocina, donde Renato desplumaba un pollo apoyado en una jamba, con el gabán cerrado hasta el cuello y la pipa echando humo como una chimenea. En el aire todavía claro había olor a tropa, a nafta, a animales y a corteza mojada. Me volví, la tía estaba muy cerca del capitán. Sus abrigos casi se rozaban, pero puede que mi perspectiva fuera engañosa, o abrigara la esperanza de percibir fisuras en la coraza de doña Maria.
Entre humo y plumas, masticando su pipa, el guarda me dijo:
—Después de cenar tengo que hablar con usted.
—De acuerdo —respondí, procurando ocultar la sorpresa.
—Finja que se va a la cama; nos vemos en la parte de atrás, delante del revividero donde se guardan los gusanos de seda, ¿qué hora tiene? —No me dio tiempo a sacar el reloj—. Da igual, lo espero después de cenar.
Sentí el hormigueo de la piel de gallina en los brazos. Crucé la cocina sin prestar mucha atención a los soldados alemanes, también concentrados en desplumar pollos. ¿Qué estaba pasando? Busqué a Teresa, nada. Tampoco Loretta estaba por allí. ¿Echadas de la cocina? El abuelo me esperaba en las escaleras, sentado en el último escalón de arriba; tenía en la mano un libro grueso y negro. Lo reconocí en el acto: era el Gibbon, su biblia, que solía citar de mil amores hasta abrumarnos, incluso sin venir a cuento, cuando quería hacerse notar.
—Aquí dentro hay cosas más disparatadas que en el «Bertoldo» de Giulio Cesare Croce —cerró el volumen y me lo agitó bajo el mentón—, pero también hay muchas verdades, y tengo en mucho precio la verdad, incluso cuando no estoy a la altura. —Golpeó los nudillos contra el lomo del libro—: No hay inglés más hermoso que este —dijo elevando un poco la voz—, the frontiers of that extensive monarchy were guarded by ancient renown and disciplined valour…, pues sí, fronteras defendidas por una fama antigua y por un disciplinado valor —me miró directamente a los ojos—, justo las cosas que nos hubieran servido en Caporetto… y en el desfiladero de Saga. —Su corpachón agachado seguía impidiéndome el paso—. Estos alemanes son los herederos de Roma…, no nos engañemos, la fama es suya y… en cuanto al disciplinado valor…, pues… todavía caben menos dudas. —Movió la cabeza y se levantó, crujiéndole ligeramente los huesos—. Ven, cèo, la abuela quiere hablar contigo.
La abuela tenía las piernas tapadas por un chal rojo que le envolvía también el busto, apoyado al cabecero de la cama; el vivo color del chal, combinado con la palidez del rostro, le daba una apariencia diabólica. El abuelo se sentó a su lado y estrechó con su mano izquierda la derecha de ella. En los lóbulos llevaba las piedrecillas color zafiro, y un carmín tenue le velaba los labios.
—Aproxímate —dijo.
Me acerqué.
—¿No se encuentra bien, abuela?
—Un ligero dolor de garganta, debo hablar poco, y en voz baja…, oye, Paolo, sé que no te faltan agallas, pero tener agallas no significa menospreciar el peligro, a estos les cuesta poco colgar a la gente.
—¿Por qué me dice esto, abuela?
—No finjas que no entiendes. Renato es de fiar… pero él tiene una misión que cumplir. En cambio, tu misión consiste en permanecer vivo. Italia necesita jóvenes vivos; ahora, para ser héroes, están los chicos del Piave y los del Grappa.
—¿Me está diciendo que me fíe del guarda, pero sin arriesgarme… demasiado?
En el rostro de la abuela se dibujó una sonrisa.
—Eso mismo, aún eres un cèo, Paolo, y te queremos. —Me apretó la mano y la estrechó entre las suyas; me miraba tratando de disimular la emoción.
El abuelo se levantó y, dándome una palmada en el hombro, me acompañó a la puerta.
—Procura comer algo caliente. Teresa ha apartado un poco de conejo. Estos hunos tienen más apetito que los lansquenetes.
La máscara le colgaba de la cintura y los ojos de cristal, aquellos grandes ojos de abejorro, rozaban la hierba. Renato caminaba rápido, tres o cuatro pasos por delante. De vez en cuando me volvía para ver las luces de la villa, pero pronto no se distinguieron ni siquiera las del pueblo, mortecinas porque el petróleo y el carburo escaseaban. Bordeamos el bosque por senderos de brozas. Dirección norte, noroeste. De pronto, me pareció vislumbrar a la derecha la silueta de la torre de Corbanese. Arriba, entre las campanas, vi un punto de luz que se encendía y luego prácticamente se apagaba. Alguien estaba fumando allí. Aquella lucecita sola en lo alto de la torre me tranquilizó; la serenidad con que esa luz subía y bajaba de intensidad, pequeña y nítida en la oscuridad, me llegaba al alma; no pensaba en un vigía enemigo, sino en el hombre que en compañía de un cigarrillo inventaba su paz.
—Ya casi hemos llegado —dijo de repente Giulia—. Ahora guío yo.
Renato se apartó para dejarla pasar. La luna estaba alta y casi llena. Un cohete aclaró el monte. Las manos de Renato nos tumbaron, las bocas en el suelo. Un segundo cohete se abrió en paraguas sobre el eje encendido de su trayectoria.
—¿Qué buscan?
—A un amigo mío —dijo Renato—. Es un piloto…, estas patrullas son de Mura, o de Cisone.
Otro cohete. Luego la luz menguó y se disolvió en la de la noche clara. Giulia se incorporó y, tras costear el bosque a lo largo de un kilómetro, dio una vuelta en U que nos llevó a la espesura. Era un bosque de hayas y de carpes, y las ramas bajas me fustigaban la cara; me protegía con las manos, y tenía las muñecas completamente arañadas. No respiraba. Hasta que, inesperadamente, apareció un claro.
—Hemos llegado —dijo Giulia, sin preocuparse de hablar en voz baja.
Delante de nosotros, a unos cincuenta metros, la silueta negra de un caserío. En el aire había olor a petróleo prendido. De pronto, un rectángulo de luz tenue, y en el centro, el perfil de un hombre. Su sombra se alargó en la oscuridad, casi hasta tocarnos. La cabeza del hombre rozaba el dintel, pese a que era bajo y ancho. Renato fue el primero que se acercó. Giulia y yo lo seguimos, más despacio.
—Brian —dijo Renato.
—There is special providence in the fall of a sparrow —dijo el hombre—. Come in, take a pew… siéntense —añadió, apartándose de la puerta para dejarnos pasar.
Después de una ráfaga de frases en inglés que hicieron reír a Renato, el hombre nos ofreció té. Una sola taza desportillada, que nos pasamos. Giulia no bebió.
—Té de Assam —dijo el inglés, llevándose la mano derecha a la cartuchera—. Nunca hacer nada sin té. —Hablaba un italiano rudimentario con un fuerte acento. Y miraba a Giulia con cara hambrienta.
—¿Dónde está el avión? —preguntó Renato, acercando las palmas de las manos a la cocinilla, de la que salía, intenso, el hedor a petróleo.
Brian señaló la ventana que estaba al lado de la lumbre.
—Pero si vienen cerca de la casa lo verán —dijo Giulia.
—Olvidada varita mágica campo de Montebelluna, bajo almohada.
Y Renato:
—Mañana los Fokker lo verán.
—Mañana a lo mejor nieve —replicó el inglés—. ¿Tabaco?
Renato extrajo de la chaqueta una bolsita de cuero y se puso la pipa entre los dientes, luego se la tendió al aviador, quien, al tiempo que la sopesaba, preguntó:
—News?
La pipa de Brian era corta y recta, no como la de Renato, que le caía bajo la barbilla con una cazoleta grande y maciza.
En el aire había un olor a trapos húmedos y a madera podrida tan fuerte que rivalizaba con el del petróleo.
Renato y yo estábamos sentados codo con codo, mientras que el inglés, de pie, tenía la mano izquierda sobre la repisa del hogar y miraba a Giulia, que parecía intrigada por aquella cazoleta de bolsillo, de veinte centímetros por diez.
—Mujeres Italia buenas para faenas —dijo, soplándome el humo sobre la cabeza. A continuación miró a Renato—: Bien, ¿decir, news from Florida?
—No he vuelto a ir por allí. Los Tampa no eran para mí, esos puros asquerosos me metieron arena en el estómago.
Un silencio pesado se apoderó de la habitación. Giulia y yo nos miramos; no sabíamos nada del pasado de Renato. Pero de una cosa estábamos casi seguros: trabajaba para el SI, el Servicio de Información del ejército.
—Ha sido aterrizaje suerte. —Brian se quitó la bufanda blanca y la arrojó sobre una silla, donde vi su casco de cuero y las gafas—. Hay providencia especial en caída ave.
—Deja ya… de hablar en versos —dijo Renato.
—No olvidar yo un Herrick, poeta de Cheapside.
—Sí, sé lo de tu antepasado. Nos ponías la cabeza así, en cada borrachera lo contabas… ¿Cómo dice el poema?
El inglés separó un poco las piernas y levantó el mentón, enderezando el cuello corto:
—Gather ye rosebuds while ye may, / Old Time is still a-flying; / And this same flower that smiles today, / Tomorrow will be dying —dijo, remarcando con la voz el ritmo de los versos.
—Y esta flor que hoy te sonríe —siguió Renato, remedando la voz del inglés—, ya mañana estará a punto de morir.
De repente, hubo un estallido de luz en los cristales.
—Cohetes —dijo Renato—. ¡Fuera! Rápido, rápido.
Salimos corriendo. Primero Giulia, luego el inglés y Renato, yo detrás. Dos disparos desde el borde del claro.
—Momento —dijo el piloto. Dio la vuelta a la casa a toda prisa. Vi la chispa del detonador y la llamarada que en un instante envolvió al avión. Había dejado el depósito abierto.
—Ningún regalo para enemigo.
Renato nos condujo entre los árboles. El inglés estaba a un paso de mí. Bajo, regordete, manos pequeñas y veloces: un carterista, más que un caballero del aire. Después, detrás de nosotros, la explosión.
El bosque se iluminó. No por el fuego que se elevaba del avión, sino por los cohetes de los alemanes que nos buscaban.
—Hunos saben hacer war.
Renato apretó el paso y nosotros detrás de él, hasta que nos adentramos en una garganta muy profunda.
La reverberación de los cohetes se mantenía entre las ramas y las paredes de roca. No entendía por qué Renato había querido llevarme con él. El caserío en el que se había refugiado Brian, lo supe al día siguiente, había sido de la madre de Giulia; ella estaba allí porque era la única que conocía bien el último trecho de camino, en el bosque, y porque quería estar. Pero yo sentía que estorbaba.
Avanzábamos despacio, siguiendo el torrente y procurando no hacer ruido. El agua corría debajo de la costra de hielo, un gorgotear sosegado, atenuado. De vez en cuando Renato mandaba hacer un alto en el camino y aguzaba el oído. Nada, aparte del crujir de la nieve que se desprendía de las ramas y las voces de las rapaces nocturnas. Sin embargo, nos buscaban. Un piloto es un león, no un lebrato; vienen a ser como cazadores de peso. Y la zona estaba vigilada por dos batallones Feldjäger.
De pronto me di cuenta de que estábamos cerca de Refrontolo, distinguí el perfil de la casa derruida que había visto con la tía, la del joven inglés con un antepasado poeta, y comprendí. Llegamos a la casa en ruinas en pocos minutos, trepando por los cercados negros que delimitaban las haciendas abandonadas. Paredes de roca desnuda, árboles sin hojas, las copas de las hayas rotas por los rayos. Pasábamos al lado de rediles y establos vacíos. El hambre de los vencidos y los vencedores, de los campesinos y los soldados, había hecho limpieza.
—Ergiebt Euch! Kommot mit!
Contuve la respiración, inmóvil. Si una brizna de hierba se hubiese doblado bajo el peso de un saltamontes, la habría oído. Oscuridad quieta. Me volví, Giulia pegó sus labios a los míos y susurró algo que no oí. Me sentí enrojecer hasta el pelo, pero estaba protegido por la oscuridad y me acometió una felicidad intensa que me llegaba de abajo, de dentro.
En eso oí, ahogada, la voz de Renato:
—En fila india, despacio, arrástrense detrás de mí hasta arriba. No nos han visto…, están fumando.
A gatas, levanté la cabeza un poco por encima del cercado. A diez pasos, dos cascos en forma de cacerola se recortaban sobre las luces de dos cigarrillos. Renato me contó después que se estaban burlando de nuestros soldados cuando, trabucando el alemán, los intimidaban a rendirse. No nos habían oído.
Brian pasó a mi lado, obligando a Giulia a apartarse. Por un momento lo odié, hasta que vi que su antebrazo terminaba en una hoja de veinte centímetros. Estaba a punto de saltar, pero Renato lo retuvo.
—No te muevas, they’re leaving.
Los dos cigarrillos se alejaron por el camino de herradura. Me volví hacia Giulia, ella se arrimó, sentí su cadera contra la mía, su hombro contra el mío. Pasamos bajo la estacada. Entramos en la casa, la puerta no chirrió. De una artesa, Renato sacó una lámpara de petróleo y la encendió con un fósforo que iluminó la habitación. La ventana estaba oscurecida con vigas forradas de tela de arpillera pegada. El guarda lo había preparado todo, hasta los detalles. Por eso se le veía poco en la villa.
—Brian… aquí nadie te buscará, pero no enciendas el fuego, te he puesto dos mantas… blankets.
Brian asintió con la cabeza. Mostraba su alegría en los ojos. La habitación estaba limpia, y alrededor del hogar largas manchas de humo marcaban el encalado de las paredes. Renato rozaba las vigas con la cabeza. El catre era ancho y grueso y Giulia se echó encima, y lo probó, haciendo crujir las hojas de panocha. Las pipas de Brian y Renato se prendieron a la vez. Me dieron ganas de tener una, no era lo mismo que prender un cigarrillo, aquel maniobrar con cazoletas humeantes tenía algo de sensual y de soldadesco; eran gestos afectuosos, a un tiempo tiernos y viriles. Renato me leyó el pensamiento.
—Tendría que fumarla usted también —dijo, mirándome directamente a los ojos.
—De nuevo en casa… it’s so nice to be at home.
De la artesa salió además un saco de yute.
—Aquí te he puesto un poco de galletas y un tarro de miel, hay también un pedazo de queso y una pequeña sorpresa, tendría que bastarte para unos días… después te llevaré a Falzè; en ese sitio siempre hay confusión, deberías conseguir pasar, la barca te espera allí. —Brian le respondió a Renato en un inglés cerrado y ambos se enfrascaron en un intercambio de frases demasiado privadas para ser comprendidas.
Me acerqué a Giulia, pero ella se incorporó de la yacija de un salto. Fue a la puerta y se volvió hacia el guarda.
—Tengo sueño y aquí ya no hay nada que hacer.
Renato la detuvo con la mirada.
—Nosotros también nos vamos, es mejor no dejarse sorprender por la luz —dijo casi susurrando—. Vuelvo mañana, Brian, cuando oscurezca… at dusk.
El piloto respondió con una sonrisa distendida. Salí con Giulia. Renato nos alcanzó enseguida y se puso a caminar rápido delante de nosotros. El amanecer aún estaba lejos. Llegamos a la villa en menos de veinte minutos.
—Vayamos por detrás de la iglesia —dijo Renato. No quería despertar a los centinelas dormidos contra los pilares de la verja, bajo la claridad vacilante de las antorchas.
Giulia entró por una calleja, sin un gesto de despedida. La seguí con la mirada.
—Las mujeres casi nunca valen lo que prometen —murmuró el guarda.
Ahora se pone a hablar como el abuelo, pensé.
Nos agachamos detrás de la capilla, luego, a gatas, pasamos junto al cementerio familiar con la nariz tapada —estaban perfeccionando el sumidero de la letrina— y después detrás de la cocina de campaña, donde dos soldados ya estaban de faena. Pasamos cerca de un sargento sentado en la hierba, con las piernas abiertas, la espalda contra el muro y la pipa en la boca; roncaba. Cuando Renato descorrió el cerrojo, me dije que aquel chirrido despertaría al campamento. Me dio una palmada en el hombro.
—Hasta mañana, Paolo. —Aquella confianza me sorprendió, y me halagó.
Subí los escalones de dos en dos, sin encender la luz. En el desván ya había claridad.
El abuelo dormía, apestaba a chucrut y alubias. Me desvestí y me metí debajo de la sábana. Y el sueño no tardó mucho en llegar.