6

Los cortos dedos de Teresa planchaban los pliegues del mantel de encaje extendido sobre la mesilla.

—¿Aquí está bien, ama?

—Por supuesto, ahí está perfecta. Una pequeña mesa para una gran ocasión.

—Pobres niñas, ¿quién va a querer ahora a esas pobrecillas? —Teresa agitó las manos abiertas hacia el techo.

—Don Lorenzo las ha llevado a un monasterio, cerca de Feltre —dijo doña Maria—, pero aún nos esperan muchos lutos… y cuando aquellas pobrecillas vuelvan al pueblo habrá algo muy diferente que recordar, y que hacer.

—Pero esas medallitas en el cuello de un perro…

Doña Maria se había acercado a la ventana.

—Pon un poco más de leña, Teresa, empieza a hacer frío —acarició la lana espesa y áspera del chal que le caía sobre el seno todavía firme y hermoso—, pon la sopera de plata del alemán, también sus cubiertos…, los habrá robado en otra villa italiana…, esos canallas traen el pillaje… —bajó la voz—, necesitan la guerra…, menuda valentía.

—Habría que fusilarlos —bufó Teresa, y desapareció detrás de la puerta.

La tía recorrió todo el saloncito prendiendo velas. Me dijo que le pediría al capitán más petróleo para las lámparas. Con el fuelle reavivó la llama suspendida sobre los morillos de cerámica, que terminaban en dos caras de centuriones cubiertas con dos cascos, no muy diferentes de los prusianos. Se puso a hablar del águila de las legiones, de la de dos cabezas de los Habsburgo, y de la de los alemanes.

—Nadie tiene como emblema un caballo —dijo con una sonrisa—. Cuando es el animal más noble, el que todos los ejércitos explotan, hasta hacerlo reventar.

—Tía, hasta los estadounidenses tienen un águila.

La abuela Nancy entró sin llamar.

—Es por Roma —dijo—, todas esas naciones tienen el complejo de Escipión. —A la abuela le gustaba la historia y la política casi tanto como las matemáticas—. Si mandáramos las del sexo débil las guerras se harían por interés, o a lo mejor por celos —me clavó la mirada—, pero los hombres las hacéis para demostrar que sois fuertes. Os gusta matar, actuáis como niños con poco cerebro durante casi toda la vida, sobre todo cuando dejáis de jugar, que es la única cosa seria que sabéis hacer bien…, no tengas prisa por crecer, mi niño.

Las dos mujeres se miraron. La abuela tenía en el rostro los rasgos marcados de una estirpe codiciosa, acostumbrada al mando, orgullosa del pillaje; mientras que en los ojos cálidos de la tía, engastados entre cejas y pómulos decididos, perduraba una intensa soledad, aunque llevada con gracia.

—Si no te conociera, pensaría que tienes que seducir a alguien.

Doña Maria respondió con una sonrisa apagada:

—He invitado a cenar al capitán Korpium.

La abuela se puso tensa.

—Creía que había mandado el silencio.

—Quiero que esos soldados sean fusilados.

—No es asunto nuestro, ¿por qué te metes en eso?

Doña Maria se llevó los dedos a las mejillas.

—Tiene usted que entenderlo… he de hacerlo, al menos debo intentarlo.

La abuela conocía la tristeza íntima de la tía.

—Me gustaría que la próxima vez se me informe. —Se dio media vuelta y llegó hasta la puerta sin dignarse mirarme. El vestido de reflejos azulados crujió sobre el parquet. La luz de las velas temblaba ligeramente.

La luna ya estaba alta cuando Loretta anunció al alemán.

—Pase, capitán —dijo doña Maria, de pie, con una mano sobre la repisa de la chimenea, la otra sobre el alfiler de marfil que resaltaba contra el azul marino del traje largo, coronado por una cinta de encaje que le rozaba el mentón.

Korpium entrechocó los tacones en una posición de firmes prolongada, con la gorra apretada bajo la axila.

—Gracias por la invitación, madame —dijo, acompañando las palabras con una reverencia nerviosa.

—Por favor, capitán, tome asiento.

Se sentaron el uno frente al otro. Loretta se quedó de pie al lado del ama, Teresa al lado del capitán. Y el baile empezó.

Yo seguía la escena desde un escondite —lo llamábamos el «trastero del abuelo», porque allí guardaba sus reservas de coñac—, donde me había metido con la complicidad de Teresa; ni siquiera Loretta sabía nada. Teresa me tenía una gran simpatía, me mimaba haciéndome galletas y numerosos favores a los que yo correspondía con sonrisas y dedicándole unos minutos, entre Semana Santa y Navidad, a escuchar sus problemas. En el trastero del abuelo, la abuela y la tía habían amontonado viejas alfombras y retazos de telas, una docena de pantallas, una pequeña urna con tres dientes rotos —la placa de latón rezaba Reliquia del siglo XIII— y un sillón en el que me instalé. Desde allí veía la mesilla puesta; había un agujero en la pared, un nudo de la madera que se había abierto. El nudo medía un centímetro de ancho, no necesitaba ni pegar el ojo, y lo cubría la gasa amarillenta que colgaba del techo para tapar las grietas.

—Veo que lleva el uniforme de batalla. —Había una nota de rabia en el tono de la tía.

El capitán carraspeó en la mano enguantada.

—El uniforme de guerra es el orgullo del soldado, oficio que su gente no sabe desempeñar.

Doña Maria respondió con una sonrisa fugaz:

—Sería mejor que dejáramos a un lado los reproches, ¿no le parece, capitán?

El capitán encajó el monóculo entre el pómulo y la ceja.

Touché, madame.

—De todos modos, en el Piave han encontrado un poco de resistencia.

El capitán recogió el monóculo en la palma derecha.

—¿Probamos el marzemino, madame?

—De mil amores…, es más, le doy las gracias por no haber secuestrado nuestras damajuanas.

El capitán sirvió dos dedos en el vaso de doña Maria.

—¿Le tiene tanto cariño a su sombrero, capitán?

Korpium se dio cuenta de que seguía con el gorro pegado debajo de la axila y se lo tendió a Teresa.

—Estoy nervioso, castigar a los soldados…

—¿Que los castiga? ¿Y cómo lo va a hacer, si tiene la bondad de decírmelo?

El capitán se quitó los guantes, se los entregó a Teresa y, tras aclararse la voz, dijo en voz baja:

—Los mando al Grappa, los hombres dicen que allí se va pero no se regresa.

—Tendría que fusilarlos —dijo la tía con voz enérgica y clara—. Lo que hace falta es un escarmiento.

El capitán fingió no haber escuchado y se sirvió en el plato un cazo del arroz humeante que Loretta le ofrecía. Luego, imitando a la tía, comió un bocado y su rostro se relajó.

—Los he degradado y trasladado al peor lugar del frente. Llevaban conmigo un año.

—Esas medallitas al cuello de los perros…, una vileza.

—Ha sido una acción… indigna… de esos hombres. Los conocía a todos. Eran buenos. Los he conducido al asalto de las trincheras enemigas. ¡Tenían el mazo de hierro y el puñal, y también… como dicen ustedes…, narices! ¡Pues sí, tenían narices! Para mí ha sido doloroso castigarlos…, pero la disciplina es la disciplina. No esté apenada, madame…, el cura se las ha llevado de inmediato, y verá cómo el pueblo lo olvida rápido.

—Tendría que haberlos fusilado, Refrontolo se lo habría agradecido.

—No se fusila a un soldado por…, y no necesito la gratitud de este pueblo.

—No olvide, capitán, que soy mujer. Y hay cosas que una mujer no olvida.

—¡Han sido castigados!

Me pareció oír un gruñido de Teresa.

Me habría gustado coger una botella de coñac del abuelo budista, solo tenía que estirar un brazo, pero no lo hice por temor a que el simple roce de una mano pudiera oírse; la pared de madera era realmente fina. Procuraba respirar quedo.

El capitán se llevó el tenedor a la boca, viendo que también la tía se rendía al arroz.

Pillé de reojo un gesto de la tía. Teresa y su hija dejaron la habitación, Loretta arrastrando los pies.

—¡El Grappa es una montaña maldita! Aún ha de pasar tiempo para que la nieve pare las maniobras. En la guerra, un oficial ordena la muerte todos los días, y todos los días exige obediencia inmediata, total. Cuando no hay batalla, cuando los hombres están… descansando… he de ser magnánimo, pues al día siguiente puedo ordenar a esos chicos que crucen un río a nado, y eso aunque el río esté en crecida, aunque haya una luna de este porte. Ellos hacen lo que digo, aunque haya que morir.

No alcanzaba a ver la expresión de la tía, pero su voz se tornó más dulce:

—Los hombres como usted, que se tratan con la muerte, tienen un atractivo especial…, médicos, soldados…, asesinos…, toda mujer lo percibe. —Alcancé a oír un suspiro—. Guarda cierta relación con la espera. Un soldado que espera la batalla, o la mujer que espera el regreso de su hombre. La espera es terror. Estaba en los ojos de los heridos que los nuestros abandonaban en las acequias. Lo he visto en los ojos de los caballos cuando mueren. Y lo he sentido dentro de mí, capitán.

El capitán posó el tenedor y se colocó el monóculo. Me asaltó la sospecha de que usaba aquel utensilio como un escudo; puede que temiera ser delatado por su mirada, ser sorprendido con la guardia baja.

—Capitán, ¿usted cree que una mujer no sabe qué se experimenta agazapado en un agujero cuando las granadas te acosan? ¿Cree que no puedo imaginarme lo que es oír cada vez más cerca esos estallidos y estruendos? ¿O tener la cabeza o el brazo de un amigo en el regazo, una cabeza y un brazo despegados del cuerpo? Soy mujer, es cierto, pero he visto qué les pasa a los soldados. No son las palabras las que hablan, sino sus ojos, ojos que reclaman una explicación. ¿Por qué ahora, por qué aquí, por qué yo? Pero no hay explicación. Se muere porque sí. Una granada se lleva tus manos, tus piernas…, entonces nos corresponde a nosotras decir algo, a las madres, a las hermanas, a las novias…, a las rameras. Somos las mujeres, todas las mujeres, quienes damos respuestas. No las damos, capitán, con las palabras, sino con el vientre, la voz, los labios, el pelo; nosotras somos su voz y su ungüento. —La tía hablaba en voz baja, pero el tono era vibrante. La luz de la vela titilaba en el monóculo del alemán, que, inmóvil, callaba—. ¿Cuál es el combustible de la guerra? Los cínicos dicen que el alcohol, porque el ataque lo emprenden borrachos, ¿verdad? Pero creo que hay otra cosa.

El oficial se quitó el monóculo.

—Cuando uno está en el barro, listo para salir del hoyo, piensa en seguir vivo, y lucha con y por el hombre que tiene a su izquierda, por y con el hombre que tiene a su derecha. Porque son ellos, solamente ellos, quienes nos ayudan a mantenernos vivos, allí no hay patria ni emperador, sino un fusil a tu izquierda, otro a tu derecha, está tu fusil, están las bombas a mano y la bayoneta.

—Pero no es solo eso. Ustedes se baten además por descubrir hasta dónde pueden aguantar, para saber quiénes son…, pero puede que esté diciendo tonterías, quizá luchen solo porque no pueden hacer otra cosa…

—A los cobardes los fusilamos.

—Sí, también pasa eso, no soportan que puedan considerarlos cobardes…, de todos modos, ningún soldado se ha dejado matar jamás por la paga, ¿verdad, capitán?

Siguió un largo silencio. Vi las copas en los labios. Supuse que sus miradas se rehuían.

—He vivido tiempo en la Toscana, y he aprendido a conocer a los italianos, gente segura, apegada a la casa, al campo, a los hijos, al dinero, pero usted es diferente, es… ardiente, curiosa…, hay afán de abstracción en usted; es raro en una mujer, muy raro.

—Es que yo… conozco a los caballos. A veces me parece que conozco su tristeza, su miedo.

Un trueno sacudió los cristales.

—Perdone, madame.

El capitán se levantó para ir a la ventana.

—¡Artillería! —Se volvió y añadió—: Está nevando otra vez, con fuerza. Si nieva en los montes…

La tía Maria tocó la campanilla de latón que estaba junto a su vaso.

—¿La nieve puede detener a los cañones?

—Oh, sí, la nieve puede, sí, solo la nieve puede…, pero no ocurrirá. Lo que se ha empezado ha de terminarse. —El capitán se sentó.

Teresa entró seguida por su hija. Llevaba una bandeja, y en la bandeja había un pollo, o un pavo. Recordé entonces que por la tarde había visto al guarda dejar la villa con un saco vacío al hombro.

Otro trueno, más distante.

—Si en los montes el invierno detiene la guerra…

—Pero ¿no han ganado ya?

Una sombra cruzó el rostro del capitán, era la de Teresa, que le estaba sirviendo.

—¿Le gusta la pintada?

—No comía así desde hacía meses, madame. Desde hacía años, debería decir. Desde que…

—¿Desde que…?

—Dispénseme…, iba a… a aburrirla con asuntos personales. —La voz del capitán se quebró un poco.

—Usted no me aburre. Ha dicho que estuvo en la Toscana. ¿Allí es donde aprendió nuestro idioma? Se expresa usted con una propiedad extraordinaria, y no lo digo por adularlo, créame.

—Es usted muy amable. —Vi que volvía a ponerse el monóculo—. Sí, de niño pasé muchas de mis vacaciones en Piombino, allí un amigo mío, que se llamaba… Anselm, Anselm von Feuerbach, tenía una villa, verá…, su madre era de Grosetto.

—Grosseto.

—Sí, Groseto. Me acaba usted de hacer un cumplido, por eso he cometido un error.

—Le aseguro, capitán, que me encantaría hablar su idioma como usted habla el mío.

Loretta llenó las copas de vino. Me dio tos y me tapé la boca con un pañuelo. Solo oía el tintineo de tenedores y cuchillos, luego de nuevo la voz del capitán, que se había vuelto más lenta, casi más triste.

—Von Feuerbach, un gran amigo. Mi italiano se lo debo a él. Estábamos siempre juntos, todos los veranos, en el Tirreno. Entonces había placidez en mi vida. Leía a Horacio, entonces.

—¿A Horacio?

—Sí, leía a los latinos, aún había sitio para los libros en mi cabeza. Recuerdo los escollos, la resaca. Nos lanzábamos al mar de noche, Anselm y yo… solos, desnudos, para nadar…, recuerdo una luna inmensa.

—Oírlo hablar así…, ahora está usted lejos de la guerra.

Algo hizo que me volviera, me había parecido oír unas pisadas; ¡era un pájaro, un pájaro en el trastero del abuelo! Como no lo saque de aquí morirá de hambre, me dije. Daba saltitos sobre un viejo periódico comido por el polvo, doblado sobre una pantalla, y con decididos picotazos cavaba un pequeño cráter en aquella antigualla de la libertad de prensa.

—¿Sabe qué tiene de bueno la guerra? Que vuelve las cosas sencillas. Pone a los buenos a un lado y a los malos a otro. Sabes que a aquel tienes que matarlo, te lo dice su uniforme. Sabes que al otro debes darle órdenes y a aquel otro le debes obediencia. Basta con fijarse en las divisas. A un soldado siempre le sobra tiempo para pensar. La vida civil es retorcida porque tiene demasiadas… libertades… falsas.

—Sin embargo, en tiempo de paz no hay muertos.

—En cualquier caso morimos siempre, todos.

—Usted no tiene hijos, ¿verdad, capitán?

—Tengo a mis soldados.

Me pareció ver sonreír a la tía. El capitán se llevó el vaso a la boca.

—Más, por favor —dijo mirando a Teresa. No oí bien, pero estoy bastante seguro de que la cocinera, con los labios apretados, soltó su diambarne de l’ostia.

Loretta cambió unas velas. La luz se volvió más fría, más firme.

—Nos vendrá bien un café, hoy tenemos un poco de café… auténtico. Sentémonos en los sillones.

Al levantarse, el capitán se guardó el monóculo en el bolsillo.

—Me gusta el café.

La tía se sentó delante de la lumbre. El capitán la imitó, y carraspeó.

—Verá, madame Spada… usted me recuerda a una dama francesa que conocí en Agadir, en Marruecos; era 1910…

—¿En Marruecos?

—Sí, un cazatorpedero nuestro estaba en el puerto…, cosas militares… Quería desposarla, pero ella odiaba el ejército, odiaba a los que dan órdenes… tenía la misma frente que usted, y la misma tristeza en los ojos.

—Quiere halagarme, capitán…, pero… ¿me encuentra tan triste?

Siguió un largo silencio.

—Murió.

Me pareció oír que el polvo caía sobre las cosas.

Luego dos golpes en la puerta. Una frase en alemán. El capitán se levantó. Hubo un breve cruce de palabras.

—Madame, he de irme. Esta cena ha sido…, gracias.

Oí el choque de los talones, me imaginé al oficial cuadrándose.

—Teresa, Loretta, vamos, deprisa…, quitad la mesa.