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Teresa me llevó un cuenco de leche caliente manchada de cebada negra.

—¡Beba… antes de que esos lansquenetes lo devoren todo! —Luego, viendo que su hija se arreglaba el pelo mirándose en el agua de la pila, bramó—: ¡Deja de contemplarte, Loretta! ¿Todavía no te has enterado de que el diambarne se peina? —Sabía que su hija tenía la cabeza tan hueca como una calabaza seca.

Apuré mi leche con cebada de un trago, me levanté y me aproximé a Teresa. Era una mula, el pelo gris y la barbilla larga, los hombros hechos para cargar y entre los labios una mueca llena de furia y de hollín. Era un animal noble y terco, manso solo si lo sabías coger con las pinzas apropiadas, que únicamente la abuela y la tía aparentaban poseer.

Un grito surcó la cocina; luego un segundo y un tercero. Ya estaba en el umbral cuando la mano de Renato me cortó el paso.

—No salga. Órdenes de su tía.

—¿Qué pasa?

—Los soldados que estaban en la iglesia han cumplido el arresto y ahora el subteniente le ha dicho a la tropa que el capitán los envía directamente al Grappa. Hay un conato de revuelta en el aire. Pero no pasará nada, porque esos tienen el uniforme cosido a la piel. —Renato se apartó la pipa de la cara—. Consideran injusto el castigo…, pero es su capitán, y no pasará nada…, si ese conoce el paño, los dejará desahogarse durante un rato, y dentro de media hora todo habrá acabado.

Los gritos de los soldados se multiplicaban, llegaban también del patio interior; el volumen subía.

—Pues se libran con poco, esos lansquenetes —dijo Teresa, repasando con el paño el último plato del montón.

—¿Poco? ¿El Grappa? —El guarda se metió la pipa en la boca—. Aquella montaña es el infierno.

Me gustaba aquel hombre. Estaba acostumbrado a mirar a los demás desde arriba; a los diecisiete años yo ya medía un metro setenta, pero Renato me sacaba un palmo. Todo en él me hablaba. Su prestancia, su mirada, la ágil fuerza de los brazos, hasta la cojera. Trabajaba como guarda de la villa… pero ¿quién era? ¿Por qué la abuela lo apreciaba tanto? También la tía estaba pendiente de sus labios, un privilegio que no le había visto conceder nunca a nadie.

—¿Un cuenquito de leche, Renato? —le preguntó Loretta.

—¡Calla, niña! —la intimidó Teresa, dilatando las fosas nasales.

—Pero… mamá…

—¡Que calles, te he dicho!

Los gritos de los soldados sonaban cada vez más fuertes, interrumpidos de vez en cuando por órdenes breves.

—Señor Manca, ¿me deja pasar?

Giulia tenía el pelo recogido bajo una birretina, el pecho embutido en una cazadora con el cuello de piel y los bajos de los pantalones dentro de botas de montar. Nunca la había visto así, pero Giulia era Giulia y nadie se asombró de los pantalones.

Renato se echó a un lado. Ella entró diciendo:

—Encenderé la lumbre.

—La lumbre es cosa mía —contestó Teresa, y se agachó sobre la leña.

Para ayudar a su madre, Loretta empujó el tubo de hierro con un eje giratorio que sujetaba el caldero. Teresa resopló a la vez que aquel chirriaba. Y de repente los gritos de los soldados se acallaron.

—Lo ven, estos lansquenetes se libran con nada.

Loretta no podía apartar los ojos del rostro, del pecho, de las manos de Renato.

—¿Qué tienen en la chola estos chicos…? Siroco del diambarne… eso es lo que tienen.

Giulia sonrió, mirando al guarda.

—¿Te apetece un poco de leche? —pregunté.

Se llevó la máscara antigás a la cara, luego la bajó para enseñar a todos sus dientes.

—Vendría bien un paseo —añadí entonces con voz vacilante.

—Primero beberé un cuenco de leche.

Mientras Giulia agarraba el cuenco de las manos de Loretta, subí las escaleras en busca del gabán. Me despedí del abuelo, que me recomendó prudencia; pero cuando bajé, alrededor de la lumbre solo vi a Teresa y a su hija. Eso me sorprendió. Salí, y mientras cerraba la puerta detecté una mueca en el rostro de Loretta. Giulia y Renato estaban en la verja y hablaban con el soldado de guardia, que tenía el fusil al pie. Renato agitaba la pipa ante su rostro. El soldado reía. Me acerqué.

—Date prisa —dijo Giulia viniendo a mi encuentro—, ese pregunta demasiado.

Nos pusimos en camino. Con sorpresa y decepción advertí que Renato, a despecho de la cojera, tenía el paso de una cabra montés.

Subimos hacia el cementerio, pasando delante de la iglesia, y proseguimos por la calle principal. Las vaharadas dulzonas de alguna carroña, fuera de mula o de soldado, aún se notaban, aunque en los últimos días su número se había reducido bastante. De vez en cuando se veía una hilera de prisioneros, fácil de distinguir por el inconfundible casco Adrian que llevaban encajado en la cabeza. Rastrillaban los campos y guardaban los pedazos de carne y de huesos en costales, donde hombres y animales se juntaban. Pero cuando la hierba devolvía una cabeza humana, la labor de aquellos sepultureros improvisados se interrumpía un instante, todos se santiguaban y colocaban una cajita de metal al lado del mísero resto.

Giulia iba sola delante de Renato y de mí. Comenzó a nevar. Primero poco, luego intensamente.

—Regresemos —dijo Renato.

Giulia, cuatro pasos por delante de los dos, se había puesto a agitar su juguete. Renato extrajo del bolsillo una botella de aguardiente; me la tendió. Hice un gesto negativo con la cabeza. Pero tenía frío, y cuando Renato, tras dar un largo trago, se disponía a guardarse la botella en el bolsillo, se la pedí.

—Un poco más y se me vuelve usted un soldado alpino.

—Me faltaría un año…, pero ahora pertenecemos a Alemania.

—Esta mierda de guerra no dura un año.

—La guerra… ¿la hemos perdido?

—No he dicho eso. Los ejércitos tal vez podrían aguantar, los imperios no, son mulas extenuadas —se guardó la botella de aguardiente en el bolsillo y se puso la pipa en la boca—, los centrales y los de Occidente, todos, tienen los corvejones rotos. —Señaló con la boquilla a Giulia, mientras con la mano izquierda me daba una palmada en el hombro—. ¿Le gusta la señorita, eh?