Y los días iban pasando. De no ser por los cascos, los fusiles y los uniformes, nadie habría dicho que había guerra. Los cañonazos eran menos frecuentes, siempre distantes. Filas de prisioneros, dirigidos por suboficiales austríacos con ínfulas de capataces, limpiaban las calles, las acequias y los senderos de los restos de la retirada. La mayor parte de carros, motos, bicicletas y camiones de nuestro ejército desbandado se había retirado en los primeros días de la ocupación; y todo iba a parar a los talleres que los vencedores volvían a poner en marcha. Los enemigos comían un rancho copioso, comida italiana que se había salvado de los incendios de los almacenes militares, mientras hacia Viena, Budapest y Berlín partían trenes cargados de harina, vacas, telas, adornos.
Las casas de los campesinos, pero también las villas, eran saqueadas una y otra vez. Rebelarse era imposible, si te iba bien acababas con la mandíbula partida por la culata de un fusil. Las jóvenes de las casas de labranza se embadurnaban la cara con excrementos de cerdo y se rellenaban la barriga con bolas de trapos para parecer repulsivas, preñadas, contrahechas.
«A las mujeres, abrir las piernas nunca les ha hecho demasiado daño», dijo el abuelo en dialecto, al que recurría a veces para suavizar sus frases procaces; siempre le había gustado divulgar su jovial acritud sobre el mundo, máxime cuando el mundo parecía más asustado que él.
El capitán Korpium había entregado a don Lorenzo un salvoconducto para las chicas violadas. El párroco, tras una rápida visita a la tienda del oficial médico, resuelta con la escancia de un poco de cordial, las había subido a la calesa del abuelo justo mientras el alba se prolongaba por las colinas. Se las llevó antes de que pudieran verlas sus padres y sus hermanos. «Más vale no echar sal a las heridas», le dijo a doña Maria, al tiempo que trepaba al pescante. La tía se despidió de las chicas con un gesto de la mano. Ellas no respondieron, no dijeron una palabra, no hicieron nada; seguían mirando el sombrero del sacerdote con los ojos desorbitados y extraviados. Cuando la calesa cruzó la verja, los centinelas se cuadraron. Presencié la escena desde arriba, pegado a la ventana, al lado del abuelo, que se estiraba el bigote para darle forma. No habíamos pegado ojo. En el jardín, en las calles, en la villa, en todo el pueblo había caído un silencio más duro que el de las mulas.
Hicieron falta tres días para recuperar todas las medallitas, pues dos de los perros habían acabado en Pieve, y fueron encontrados por una compañía de pontoneros bosnios que regresaba, diezmada, de Segusino.
Cuanto había ocurrido dentro de los muros de la iglesia tenía que ser borrado de la memoria del pueblo. Las medallitas las recogió el ama del cura, una mujercita de unos sesenta años, tan alta como un queso, con la cara tallada en boj, que las puso al cuello de la Virgen, una escultura de madera blanca y azul colocada junto al altar de la nave izquierda. La carita de sirvienta de la reina del paraíso quedó así iluminada por los reflejos del oro. Pero no duró mucho, porque la tía Maria se enfureció.
Una gallina tiene más cerebro que usted —profirió desde dos palmos más arriba que el ama del cura—. Quítele esos atavíos inmundos. ¡Déselos al herrero, que los funda, y ahora mismo! El párroco sabrá hacer buen uso del metal.
La tía estuvo luego media hora en la iglesia desgranando el rosario; juzgaba un punto de honra, un asunto personal, paliar la herida que le habían inferido a la Virgen Madre. Pobre tía, creía de verdad en la Iglesia. La consideraba una reliquia del Imperio de Roma, la única institución política digna de algún respeto de cuantas existían en nuestra martirizada península. Por otro lado, después de Caporetto, no era fácil para nadie confiar en un rey enano y en su pandilla de cipotes.
«Es raro que una persona tan dura como tu tía —le había oído decir al abuelo repetidas veces— sea de las de misa diaria.» La abuela, en cambio, tenía otra idea: «Desde niña Maria ha contado solo consigo misma, con lo que se toca y se ve, no con la palabrería de las sotanas negras». Había estudiado para maestra, pero luego —la guerra de Libia empezó justo dos días después de que cumpliera treinta años— se hizo enfermera voluntaria de la Cruz Roja. Yo le tenía cariño, porque era diferente, porque era como si por dentro fuera un varón, y además nuestros padres, los suyos y los míos, habían muerto juntos en aquel naufragio. No creo haber conocido jamás a nadie más consciente que ella de su rango social: sabía, y lo sabía con todo su ser, que los privilegios se pagan con la responsabilidad, dos cosas que han de vivirse con elegancia, pero «la elegancia —precisaba— es un don de Dios, no algo que pueda solicitarse». En la melancolía de sus facciones percibía, apenas velado, un no sé qué de lúgubre que no armonizaba con su deseo de dar.
Doña Maria había dejado la casa de Venecia un mes después de la gran desgracia, y me había llevado a Refrontolo consigo. La abuela le había confiado enseguida toda la administración de la Villa Spada: para distraerla, sin duda, pero también porque le venía muy bien, dado que ella estaba poco dotada de sentido práctico. Desde entonces la tía había gobernado la villa y la hacienda con mano firme, parsimonia y una pizca de audacia, logrando incluso sacar rendimiento al miserable viñedo que se extendía desde el templete hasta la acequia que bordeaba el parque. De su pasión por los caballos, que compraba, criaba y vendía, los malignos del pueblo decían que «los monta porque a ella nadie la monta». Al revés que la inteligencia, declaraba una de las sentencias del abuelo, la estupidez no tiene límites.
Eran días de tramontana, y la nevisca golpeaba sin parar contra los cristales.
—Piensa, Paolo, en una bandada de pájaros que vira —dijo la abuela— en un abrir y cerrar de ojos y vuelve a una formación perfecta, lo mismo hacen los peces en la corriente. Para describir semejante maravilla te sirven las matemáticas que tanto aborreces, una sola fórmula puede captar ese milagro de la naturaleza, que las escuadrillas de los Fokker y de los Spad intentan en vano imitar.
La abuela hablaba desde la cama, con la espalda contra el cabecero, las mantas subidas hasta la cintura; llevaba una bata blanca con ribetes rosados que terminaba en un cuello de encaje. Mientras hablaba, en sus ojos yo veía la misma nevisca que revoloteaba en los cristales. Yo estaba de pie, al lado de la cómoda, y contemplaba el árbol de las lavativas que la puerta del baño, abierta de par en par, dejaba a la vista.
—A esos les ha jugado una buena pasada, ¿no, abuela?
—Y a ti se te da muy bien cambiar de tema —sonrió—. Han buscado por todas parles, incluso han desenroscado las patas de la cama, pero valen más para luchar que para pensar, porque pensar cuesta más… Verás, es como con las matemáticas, si les coges el gusto luego todo brotará en tu cabeza sin esfuerzo. Tú no quieres esforzarte con ellas, pero merece la pena; has de estudiar bien las cosas simples, que son las más difíciles, y de pronto, cuando menos te lo esperes, ya verás… todo se encenderá.
No había manera de que comprendiera que no se me daban bien las matemáticas, y si me reafirmaba en mi ineptitud con más ardor se hubiera quedado muy dolida. «Los seres humanos no renuncian a engañarse», decía el abuelo Guglielmo, con su diccionario de proverbios plantado en la mollera. La leyenda familiar era elocuente: la abuela Nancy había demostrado dotes extraordinarias para los números desde niña. Hija de un astrónomo veneciano, a los dieciséis años había acompañado a su padre en un viaje al desierto de Mauritania con unos amigos ingleses de la madre, una escocesa del clan de los Bruce.
La bisabuela Elizabeth había muerto bastante joven, a los cuarenta y dos años, de una enfermedad que los médicos no pudieron diagnosticar a tiempo, quizá una leucemia. Así, con veintiún años, la abuela Nancy se quedó sola con un padre desesperado. Se ocupó de él y de una pequeña empresa que era de la madre y que producía galletas de maíz en Burano. Se marcharon a Edimburgo para tomar posesión de la herencia de los Bruce, malvendieron lo que quedaba del patrimonio y regresaron a Italia. Nancy se dio cuenta enseguida de que no era fácil para una muchacha trabajar con un grupo de hombres acostumbrados a dividir el sexo débil en tres grupos: madres y hermanas, esposas e hijas, y mujeres. Su padre murió solo dos años después que la madre. La abuela cedió entonces el negocio —consiguiendo que no la estafara en exceso— al dueño de la tahona. Con esa suma de dinero, aconsejada por un notario de Venecia, un amigo del padre, hizo algunas inversiones inmobiliarias, entre ellas, la villa de Refrontolo.
Los que siguieron fueron sus años más felices. Reanudó sus estudios y pasaba todas las primaveras y todos los veranos en Londres, donde se relacionaba con un grupo de matemáticos que reconocieron su talento y demostraron apreciarla, venciendo la desconfianza que —ocurría hasta en Inglaterra— una dama de grandes dotes intelectuales podía suscitar. La abuela Nancy adoptó asimismo la costumbre de pasar el invierno entre Venecia y París, divirtiéndose en compañía de la juventud dorada de media Europa, hasta que se casó con el abuelo Guglielmo, que tenía dos años menos que ella.
Con la guerra, el intercambio de cartas entre la abuela y sus amigos matemáticos de Londres se hizo más intenso. A finales del verano, tras la undécima batalla del Isonzo, uno de ellos, un tal sir James, quien conocía bien Italia porque había vivido un tiempo en Trípoli, vino a visitarla. Era un tipo alto y delgado, con el pelo muy canoso y una nariz pronunciada, fumaba grandes salchichas de tabaco pestilente, y usaba jerséis de color gris militar; nunca una chaqueta ni una corbata. Ignoro de qué hablaban, pero pasaban las veladas juntos, y más de una vez los sorprendí paseando por el gredal; muchas veces llegaban hasta el molino viejo, y sir James volvía siempre con una bolsita de harina para la despensa de Teresa. Yo tenía algo muy claro: aquellos dos no compartían únicamente la pasión por las matemáticas, de la que hablaban hasta en la cena, suscitando alguna queja del abuelo.
En esos días la abuela parecía veinte años más joven. Una vez sorprendí a «los dos tortolitos cluecos» —definición acuñada, no sin malignidad, por el abuelo— charlando bajo el castaño, en medio del jardín. Hablaban en voz baja. Yo me había agazapado detrás de un seto de boj, que Teresa cuidaba como a un hijo, y me decepcioné mucho: el objeto de aquella charla apasionada, trufada de bisbiseos, eran los postigos de la trífora renacentista que ornamentaba la fachada que da a la plaza del pueblo, y la ropa interior de todos nosotros, curiosamente junta en el tendedero que cruzaba el patio de atrás.