La medallita tintineó contra el collar del perro. Era un perro mensajero del ejército imperial, un pastor con las puntas de las orejas dobladas, medio lobo y medio perdiguero. Giulia, sentada bajo el magnolio, con su máscara antigás en el regazo, alargó una mano.
—Una medallita con la Virgen —dijo.
Me agaché y cogí la medallita entre los dedos, el perro apartó el hocico. Leí la inscripción: «A Luisa — por su primera comunión — 9 de mayo de 1908». Alcé la mirada hacia los soldados que vigilaban la verja.
—¡Qué miserables! Alrededor del cuello de los perros, cómo pueden…
—Tienen fusiles.
—¿Cuántos hay dentro?
—Qué más da, no se puede hacer nada.
En ese instante el perro, atolondrado por el estampido de un fusilazo, desapareció a la carrera. Giulia soltó la máscara.
Vi que uno de los dos centinelas de la verja caía al suelo. El otro se descolgó el fusil del hombro, dobló una rodilla y disparó dos tiros seguidos hacia una ventana del otro lado de la calle.
La ventana respondió al fuego.
—Larguémonos de aquí —dijo Giulia. La seguí corriendo a la villa. Subimos las escaleras de dos en dos peldaños. Entramos en el desván sin llamar y nos arrimamos al abuelo, que ya se había asomado a un tragaluz.
—Debe de ser Rocca —dijo—, el que trabaja para Pancrazio; en la iglesia está una de sus nietas.
—¿Qué hacemos?
—Nada —exclamaron Giulia y el abuelo al unísono.
Varios soldados estaban rodeando la casa; enseguida derribaron la puerta.
Otro disparo, dos, luego silencio.
Pasaron cinco, quizá diez minutos. Y entonces vimos a los soldados, encabezados por un teniente de pelo negro, empujando con la culata del fusil en los riñones a dos viejos con las manos en alto y a una vieja más coja que gacha.
El teniente gritó dos frases. Llevaron a los prisioneros bajo el alero del cobertizo. Un soldado hizo que se sentaran contra la pared y otro la emprendió a patadas con el hombre más joven, que tenía unos sesenta años. La vieja salió de debajo del alero y se detuvo a un paso del oficial.
—Esto no tiene nada que ver con las niñas raptadas —dijo el abuelo, apartándose del tragaluz—. Apuesto a que si a esa le agujereo la barriga con un alfiler, sale una cuarterola de aguardiente. —Soltó una risita—. Si el alemán los fusila, habrá tres sinvergüenzas que embotellar, pero si decide colgarlos, veréis cómo la vieja sale del apuro.
El abuelo no se equivocaba. El teniente tenía debilidad por la soga, y la mujer fue perdonada.
—Ya veréis cómo los deja a la vista —dijo el abuelo—, los disparos se olvidan antes, mientras que un cuerpo que cuelga…, no hay amenaza más clara.
El juicio duró unos minutos, tal vez menos. Justo el tiempo que necesitó el joven oficial para gritar tres frases y para formar a su pequeño ejército en el arcén, que un poco más adelante se abría en un claro. La vieja fue conducida a la posada en la que se alojaban los suboficiales, pese a que alguien dijo que ella también había disparado con un revólver hacia el gran magnolio del parque. El soldado herido no estaba grave; por la noche lo vi en un catre, cerca de la chimenea del salón, rodeado de los camaradas que le pasaban riendo un vaso de mosto tras otro.
Fue un ahorcamiento sin ceremonias. Nadie salió en su defensa. El posadero dijo tan solo que estaban ebrios de su grapa y «que lo más seguro es que no sepan lo que han hecho, que los… fusiles… los tienen para cazar y no los usan para hacer daño, así que no es justo que mueran».
El oficial escuchó, quieto y callado, y cuando el posadero terminó se despidió de él, entrechocando los tacones como si tuviese delante un general. El hombre volvió a la posada arrastrando los pies y cabizbajo, y los soldados rompieron a reír. Entonces el teniente gritó una única y breve palabra, y todos enmudecieron, hombres, mujeres, asnos y cosas.
Quizá, borrachos como estaban, murieron sin darse cuenta. El soldado que apretó el nudo no ofreció la capucha. Y nadie les susurró rezos al oído. Permanecieron así, colgados, con los pantalones empapados de orina, hasta la noche. Hasta que oscureció nadie cruzó la plaza donde las ramas del tilo, quietas en el siroco, no paraban de crujir.
Aquella noche tuvimos un consejo de familia. La abuela nos convocó en la única habitación donde estaba segura de que no nos molestarían, su dormitorio. Vestía un traje de seda azul, con lacones altos.
Al cuello llevaba un lazo de encaje negro y en las orejas dos zafiros falsos que rivalizaban con sus ojos por el dominio del azul. El abuelo, con el bigote mal peinado, estaba sentado a su lado en la cama, sujetando un viejo número del Touring Club en el que se veía una columna de soldados alpinos con mulas cargadas de chocolate Talmone. Yo estaba de pie, a un paso de la tía, sentada junto a la cómoda en la que se guardaba la ropa interior de la abuela, un tesoro que solamente Teresa estaba autorizada a planchar y colocar. Pese a ser un extraño, el guarda estaba de pie delante de la puerta —las manos inmensas cruzadas a la espalda, la chaqueta de fieltro abotonada hasta el mentón, las piernas abiertas—, para decir, con su mole imponente, por aquí no pasa nadie, ni aunque movilicen los Alpenkorps. Creo que era la primera vez que lo veía sin pipa.
—Os he llamado para haceros saber cómo tenemos que comportarnos a partir de ahora —la abuela hablaba en voz baja—; entre nosotros y esa gente quiero un foso hecho de labios sellados y de miradas descorteses, no podemos hacer otra cosa después de todo lo que ha ocurrido. Pongamos a su disposición lo que de cualquier modo nos quitarán, es decir, todo menos nuestra dignidad. Y defendamos la dignidad con el desprecio de nuestro silencio. El pueblo está vacío, y los viejos que quedan no pueden ni deben intentar cometer actos descabellados como el de hoy. Dejarse ahorcar es estúpido. —Nos miró a la cara de uno en uno, dándonos tiempo de medir la pausa—. No quiero locuras. —La abuela clavó los ojos en mí, solo en mí—. Limitaremos al mínimo los contactos con el enemigo. El señor Manca —y señaló al guarda con un gesto de la cabeza, mientras con los dedos secos alisaba los pliegues del vestido— se ha ofrecido a ser nuestros oídos y mi voz, hablará con los aparceros y me informará únicamente a mí cada día de lo que pase. Debemos ser hábiles y prudentes.
Todas las miradas se volvieron hacia Renato. Todas menos la de la tía Maria, que se fijó en un punto impreciso de la pared. La presencia del guarda ya era en sí misma singular, pero la investidura de la abuela tenía algo de extraordinario. «Nuestros oídos y mi voz», había dicho. No daba crédito. Reparé en el aire triste del abuelo; no asombrado, solo triste. Tenía los ojos bajos, clavados en ese viejo número del Touring Club, que se le resbaló de las manos y acabó en la alfombra.
El abuelo no tragaba a Renato.
—Ese habla poco y mira mucho —me dijo a los pocos días de la llegada del guarda—; me juego el bigote a que sabría quitarme los zapatos mientras paseamos bajo la lluvia, y solo me daría cuenta cuando tuviera los pies bien empapados.
Lo cierto es que aquel gigante les gustaba a la abuela y a la tía; ellas habían decidido contratarlo, pese a que las referencias del tal marqués toscano, según decía el abuelo, eran más bien vagas.
Un porrazo remeció la puerta. Uno, dos golpes, luego un tercero. Una orden seca, en alemán. Renato descorrió el pestillo, al tiempo que la tía se ponía a su lado. La puerta chirrió. El soldado miró a la tía y dijo algo que no entendí. El guarda se apartó y la tía siguió al soldado escaleras abajo.
—No nos mostremos curiosos —dijo la abuela—. Paolo, alcanza a la tía y haz como si tuvieras que decirle algo, le agradará tenerte cerca.
El abuelo me miró con los ojos muy abiertos, de perro triste, y se agachó a recoger la revista con las mulas y el Talmone ajados.
—Ve —dijo.
En el jardín había trasiego. Muchos soldados con las botas y los uniformes embarrados, las caras descompuestas por el cansancio. Nadie se lijó en mí. La tía estaba entre los dos centinelas de la entrada, en posición de firmes. El capitán, erguido en el caballo, se encajó el monóculo bajo la ceja y se llevó la mano derecha, rígida como un ala de hierro, a la frente.
—Capitán Korpium —dijo la tía.
El capitán hizo saltar el monóculo de la órbita con un gesto de rabia.
—Madame, su río no nos ha sido propicio, pero aún tengo la carne pegada a los huesos. Supongo que lo lamenta.
Pronunciaba nuestras vocales con una precisión estudiada, que les daba una rotundidad difícil de imaginar en boca extranjera. En su voz, la dureza luchaba contra un entusiasmo adormecido, desterrado tal vez por las crueldades de la guerra.
—¿Me ha mandado llamar, capitán, para hacerme saber que sigue vivo?
—Quiero que usted entre en la iglesia inmediatamente después que yo… Saque a las chicas, necesitarán oír una voz de mujer; llame a las criadas, deme cinco minutos, ni uno más, luego entre. —Giró el caballo con una ligera presión de los talones, y lo puso al paso.
La tía me miró a la cara.
—Llama a Teresa y a Loretta, corre.
Pero ya estaban allí, las dos con Renato.
—Usted, Renato, ahora no es necesario.
El guarda asintió con un gesto de la cabeza. Noté que Loretta lo buscaba con los ojos. Y Teresa, con el rostro ceñudo, mirándola a la cara le espetó un diambarne de l’ostia, «maldito energúmeno», que sazonó con un gruñido.
Teresa nunca mentaba al diablo en vano, prefería aquel apodo, diambarne, no fuera a aparecérsele en persona.
Me encaminé también hacia la iglesia y la tía no intentó impedírmelo. Teresa estaba negra como el anuncio de un temporal.
Y como el tableteo del trueno que llama al rayo, los cascos del bayo ascendieron la escalinata del atrio. Sonaban tambores sin ritmo, como si el tridente infernal se le hubiera escurrido de las manos a Lucifer y estuviese cayendo por escaleras de roca, de escalón en escalón.
El capitán gritó una orden. Dos soldados y un sargento forzaron la puerta de la iglesia, que se abrió chirriando herrumbrosa. El interior de la iglesia estaba casi completamente iluminado. Había velas en todas partes, en los bancos y en los altares. El bayo se encabritó. El capitán desenvainó el sable. Vi a las niñas juntas en un abrazo, eran cinco, sentadas en las gradas del altar mayor. Estaban desnudas. Cuatro soldados se levantaron, uno aquí y otro allí. Oí el ruido de una botella que rodaba. El caballo se acercó al hombre más alto, más robusto, que tenía la casaca abierta por el pecho, las manos tendidas hacia delante para parar el golpe que caía. La espada lo golpeó, con el lomo, en la cabeza. Un grito breve, seco. No era del soldado que yacía en el suelo, sino de las chicas. El hombre intentó levantarse, las piernas se le doblaron y cayó de nuevo, bocabajo, como si tuviera la espalda rota. Vi a otros dos soldados incorporarse en puntos distintos de la iglesia. Rápidamente se juntaron, se acercaron en fila al altar y se cuadraron titubeantes.
El capitán dio una vuelta al paso entre los bancos volcados, apagó un grupo de velitas de un sablazo y paró el caballo a tres palmos de las caras de los soldados. Las chicas, mudas, miraban todas hacia la puerta. El capitán dijo algo, pocas palabras que no entendí. Los soldados parecían tallados en cera, velas que se derriten despacio. Los vi salir en fila india, mudos, cabizbajos; una escuadra devuelta a una antigua tradición de disciplina y de muerte. El soldado herido se quedó tumbado. El capitán pasó encima de él y el caballo lo esquivó con un paso largo. La tía entró con las criadas. Me miró.
—Ocúpate de don Lorenzo, búscalo en la torre.
Encontré al párroco atado a la escalerilla de caracol que subía al campanario. Le quité el trapo de la boca. No dijo nada, babeaba como un perro sediento. Evitó mi mirada. Tardé tres minutos largos, tal vez más, en deshacer todos los nudos. Cuando hube terminado se apoyó en mi hombro con ambas manos, y dijo algo que no comprendí, salvo la palabra «agua», y entonces me di cuenta de que el pobrecillo no bebía desde hacía dos días. Lo sujeté y a pasos cortos dimos la vuelta al atrio; la sotana tenía una costra de orina. La puerta de la sacristía estaba entornada, la cerradura rota. Entramos y al momento lo llevé hasta el grifo de la pila. Bebió, como jamás había visto beber. Luego metió la cabeza calva bajo el agua gélida y la dejó allí, quieta, mientras yo accionaba la palanca.
Ríos amarillentos le bajaron al cuello y por la sotana. Levantó la cabeza, y lanzó un ruidoso suspiro.
—Don Lorenzo… ¿qué le pasa?
Me miró con sus pequeños ojos:
—Esas niñas… ¡hunos canallas y sin Dios! —susurraba con la voz ausente de las beatas que mascullan el rosario—. En la casa del Señor —dijo a continuación, sacando fuerzas de flaqueza—, ¡y delante de los ojos de la Virgen Santísima! ¡Pero Él —levantó el índice izquierdo hacia el techo manchado de moho—, Él ve y provee!
—Si le sirve de consuelo, padre, creo que también su capitán ve y provee; uno de los hunos está tirado en medio de la iglesia con la cabeza rota.
Don Lorenzo arrugó su «testuz alopécica» —al abuelo le gustaba llamarla así— y me soltó en la cara un mefítico revoltijo de sílabas:
—¡No sea insolente!
Lo seguí a la iglesia. Las velas se estaban apagando. La tía, con Teresa y Loretta, ya se había llevado a las chicas. Noté algo caliente en los dedos de una mano. Un perro.
—Todas estas velas, estas pequeñas antorchas, ¿usted también oye las voces? —El párroco me apretó con fuerza el brazo, hasta hacerme daño—. Lo que ha pasado aquí… —Calló—. Una legión de ángeles los exterminará —añadió luego, con los ojos clavados en el suelo. Y cayó sentado en un escalón del altar.
El perro, un lobo del ejército, lamió sus manos juntas. En ese momento reparé en que don Lorenzo tenía los ojos arrasados en lágrimas. Salí de la iglesia de puntillas, como si estuviese molestando a un moribundo. Estaba cansado de un cansancio triste, como cuando se piensa en un amigo muerto, en la injusticia de su ausencia, en la voz que no oiremos más, que se ha ido sin motivo alguno.