CAPÍTULO IX

Gary corrió hasta el aparato y se acuclilló ante él.

«… mientras tanto, en el oeste, la helada garra del invierno ha causado otro trágico accidente. Un tren de tropas totalmente cargado, que iba con retraso, fue embestido en su parte posterior por un tren de carga, que ocasionó el vuelco de los cuatro últimos coches del primero. El maquinista del carguero, que también resultó herido en la colisión, echó la culpa del desastre a la falta de visibilidad; dijo que estaba nevando copiosamente, que le había sido muy difícil percibir las señales luminosas en los cruces de vías, y que era casi imposible distinguir las luces traseras del tren de tropas. Las autoridades policiales no han dado a conocer el nombre de los accidentados. Los organismos militares han informado que el tren de tropas iba con destino a la frontera del Mississippi, conduciendo fuerzas de relevo.

Esto nos lleva al siguiente grupo de noticias; noticias felices para muchos de los hombres que están en la línea, y para sus esposas, que esperan por ellos en el hogar. El relevo se mantiene a despecho del invierno; y muchos soldados podrán regresar a sus hogares para Navidad. Un portavoz del ejército ha dicho que semanalmente arriban tropas a la frontera canadiense y al Mississippi para sustituir a aquellos que llevan más meses de servicio activo. Las autoridades se han negado enérgicamente a divulgar el número de tropas que actualmente mantienen la vigilancia de ambas zonas; pero, según ha reafirmado hoy nuestro informante, son mucho más que suficientes para proteger la nación de los al parecer pocos agentes enemigos que rondan desorientados por aquella tierra desolada. Esos agentes (me han dicho los soldados perspicaces) son muy bien recibidos en los estados contaminados donde habitan el vacío total y la muerte. Pues bien; cuando estemos preparados para llegar allí nuevamente, los pocos que queden correrán como conejos asustados».

Gary se sentó en el suelo y se quedó mirando el dial iluminado.

«Recordarán ustedes que, hace pocos meses, la oficina de seguridad del ejército divulgó los detalles de uno de esos agentes que intentó cruzar el río, por debajo del agua, en un oscuro punto situado sobre el límite de Minnesota. Antes de que pudiera salir a la orilla, fue acribillado por una lluvia de proyectiles, y el río se tragó su cadáver; cosa lamentable, según mi opinión, porque sólo después de que capturemos a uno de esos individuos estaremos en condiciones de probar definitivamente su origen y nacionalidad, ante la faz del mundo.

Entretanto, nos siguen llegando débiles señales desde el Pentágono, que confirman la idea de que algunos bravos compatriotas se mantienen vivos en la fortaleza subterránea. Es probable que ellos sean los únicos hermanos nuestros que aún sobreviven al este del Mississippi. Pocos días atrás, se me concedió el privilegio de observar unas extrañas fotografías obtenidas durante reconocimientos aéreos hechos sobre zonas de Illinois y Kentucky. Todas demuestran que la vida ha concluido en esos infortunados estados. Ninguna voluta de humo surgía de las chimeneas; no había niños ni adultos que se movieran alrededor de las casas y patios; no había ni siquiera un perro que alterara con sus huellas la limpia superficie de la nieve. Sin duda alguna, los únicos compatriotas que han sobrevivido son los que se han ocultado en el refugio subterráneo. Fuera de ellos sólo existen los viles agentes enemigos que patrullan por el exterior».

—¡Eres un mentiroso hijo de perra, y lo sabes! —le apostrofó Gary a la suave voz—. ¡Oh, vete al demonio! —vociferó iracundo, mientras apagaba el aparato.

La suave voz mentía en cada una de las amables frases que había pronunciado; o mentía o difundía una propaganda con fines claramente perceptibles. Gary había visto al ejército operar en esa línea de conducta; lo había visto en Italia con demasiada evidencia, para caer ahora en el lazo; y había visto también los efectos de las palabras suaves sobre los perplejos alemanes recientemente conquistados. Por entonces le parecía muy bien; se le antojaba muy adecuado para aplicarlo a los enemigos vencidos. Había que reeducarlos, darles vivificantes cursos de democracia… ¿y qué mejor camino para eso que alimentarlos con píldoras de propaganda, recubiertas de una azucarada capa de noticias?… Y ahora eran los Estados Unidos quienes estaban recibiendo el mismo tratamiento de sus propias manos… los veintidós Estados Unidos que se extendían al oeste del más importante de los ríos nacionales. Era incuestionable que esos estados estaban sometidos a la ley marcial. El locutor de radio lo había confirmado con sus melosas palabras, su fraseología sobre las noticias… En tales situaciones, el ejército controlaba siempre las difusiones radiadas e impresas. Él todavía estaba vivo, todavía daba vueltas a través de la zona contaminada, y por lo tanto, según las determinaciones del ejército, él, Gary Russell, se había convertido en agente enemigo. ¿Por qué endemoniada razón difundían esa versión de los hechos? ¿Para cubrir su incapacidad de admitir que él regresara? ¿Para ocultar el miedo que tenían de él y de otros como él? ¿O acaso era la estructura básica de algo más que estaba por llegar: los pasos preparatorios de la reconstrucción, según lo predijo el maestro de escuela? ¿Acaso lo habían rotulado como agente enemigo por razones de conveniencia… para cuando llegara el instante de la aniquilación total?

Relevo de tropas… ¡Eso sí que era gracioso! Las tropas eran relevadas por un tren militar tan sólo cuando había varios miles de soldados en la línea. ¿Y qué necesidad tenían de varios miles cuando no había más de un puñado de agentes enemigos que transitaban libremente por la orilla opuesta? ¿Era posible que los bondadosos ciudadanos, que a costa de sufrir necesidades pagaban todos los impuestos, hubieran creído esa patraña? ¿O es que todos habían perdido la capacidad de pensar por sí mismos?

En todo el noticiario de la emisora no había habido más de una sola noticia que captó su interés: la de esos «bravos» y desconocidos supervivientes que todavía subsistían en los subterráneos del Pentágono.

Eso valía la pena de tenerlo en cuenta… la próxima primavera, cuando pudiera viajar nuevamente.

Con amarga indiferencia, se acercó y conectó nuevamente la radio. Esta vez no lo dominó ningún estremecimiento mientras el dial se iluminaba; nada, excepto una indefinida languidez; ninguna impaciencia porque el aparato hablara.

Durante horas, aquella música reavivó en él el dolor de su humillante soledad, subrayándole cruelmente las bellezas del mundo que había perdido. Se paró junto a la ventana y observó los campos desiertos.

Conforme iba pasando el tiempo, las emisoras abandonaban el aire una tras otra; y en cada una, el locutor se despedía invariablemente deseándoles un descanso reparador. Una por una fue persiguiendo sobre el dial las audiciones que se alejaban, buscando ávidamente una nueva que remplazara a la que concluía. Con cada cambio le asaltaba el temor de que ya no habría más estaciones emitiendo, pero todas las veces lograba sintonizar alguna que continuaba. Por fin no quedó más que una que prolongaba su transmisión. Se aferró a ella, esperando, contra toda esperanza, que lo acompañaría el resto de la noche. A lo largo de las horas se había incluso decidido a aguantar las retahílas publicitarias, los alegatos en favor de los saldos de guerra en depósito y del hierro de deshecho; los cortos e insulsos boletines noticiosos desarrollados bufamente por el locutor. De tanto en tanto, la música regresaba y con ella el recuerdo del mundo pasado.

El mundo había concluido; lo sabía ahora con certeza.

Castañeó los dedos, dando un respingo ante el sonido.

¡Irma! Sí, ése era su nombre: Irma… tal cual: la crecida criatura de diecinueve años que estaba en una excursión escolar de investigación, el día que cayeron las bombas: Irma, que había regresado al hogar para salir a asaltar joyerías: Irma, a la que él había descubierto después del chasquido revelador de una vidriera de espejos. Ahora le resultaba difícil recordar sus facciones… Era joven, sí, pero no menuda ni falta de desarrollo. Le había parecido que tenía unos dieciséis años, pero había algo inconfundible en ella que preludiaba a la mujer. Gary podía recordar el azul brillante de sus ojos cuando la detuvo en la calle y le iluminó el rostro con la linterna. ¿Y su pelo?… Tenía la vaga impresión de que era castaño. Ella se había arrojado en sus brazos a la mañana siguiente, cuando creyó que él la había abandonado en el desolado hotel, y los ojos azules habían humedecido de lágrimas su pecho. Sí, ésa era Irma.

Habían comido juntos sentados en el borde de la acera, o sobre una cama de hotel, o detrás de la rueda de un coche; comido y vivido juntos, varios días, mucho antes de que él advirtiera que el mundo había concluido. Ella lo acompañó mientras él recogía las armas, se posesionaba del primer coche y hacía la provisión inicial de comida y recursos indispensables para cubrir los hambrientos días que supuso le esperaban antes de poder reintegrarse a las filas del ejército. ¡Días! Irma había sido una excelente compañera hasta que se separó de él en el puente.

Aquella separación fue una solemne estupidez. Debieron haber permanecido juntos. Irma era entonces bonita, lo sería todavía…, si es que seguía viviendo. Según lo que ella dijo, debía de tener ahora unos veintiún años, una atractiva edad.

¿Y después de Irma?…

Después…, la delgada muchacha que les había salido al encuentro en las colinas de Tennessee: Sally. No tenía apellido. Era Sally a secas. Sally, que pudo haber sido amable con los dos, pero que prefirió a Oliver el maestro. Se preguntó fugazmente si él, Gary, tendría ahora un hijo, o si sería de Oliver. Sally era casi un simple vacío en su recuerdo. No fue más que una mujer que estaba cerca cuando se la necesitaba y que no dejó en él marca ninguna. Algo similar a lo sucedido con la mujer de Nueva Orleans que apareció un par de semanas después de abandonar él a Sally y Oliver. Pero, de esta última, hasta el nombre se le había olvidado, y casi también la imagen.

Tres, en un año y medio. Tres para un hombre que gustaba de jactarse en los cuarteles acerca de sus innumerables conquistas.

Sí, el mundo había concluido.

Se quedó de pie, contemplando a través de la ventana el enorme vacío de la noche, preguntándose si alguna vez la vida volvería a resurgir. A sus espaldas, una incorpórea mujer cantaba blandamente, desde otro mundo, hacia el vacío… porque el mundo presente había concluido: lo poblaban sin embargo vivos y muertos. Cantaba desde un mundo que debía existir para todos, ser de todos, pero que ahora estaba restringido en sus defensas; articulaba palabras y entonaba la melodía como si nada enojoso hubiera sucedido.

Y también reavivaba el dolor.

Gary estaba ahora de pie, con la helada espalda apoyada en la pared del granero, mirando a través de la ladera, hacia la distante laguna. La vieja pipa que el granjero le había dado estaba apagada; pero él continuaba sujetándola en la boca, para paladear su añejo sabor.

Y allí estaba ahora, helado y solo.

Sintió hambre. Se encaminó hacia la casa, arrojando una única mirada a sus espaldas, para ver si los rastros del intruso iban desapareciendo. Sandy solía trajinar algunas veces por el granero, y no quería que la niña viera aquello.

«Cuando venga la primavera —se prometió a sí mismo en voz alta—, cuando llegue el primer indicio de primavera, me iré a echar una ojeada a esos héroes escondidos en los sótanos de Washington. ¡Al demonio con este invierno!».