El invierno llegó adelantado, antes de transcurrida una semana de la muerte de Harry; se presentó de noche, cruda e inesperadamente, con un cortante viento helado que se abalanzó desde las llanuras canadienses sobre los estados centrales y del noroeste, haciendo descender muchos grados el termómetro en una sola noche, depositando un manto de hielo sobre los quietos lagos y las charcas estancadas. La nieve comenzó a caer antes del amanecer.
Gary se cobijó en el asiento trasero de un automóvil abandonado, y se maldijo a sí mismo por haberse quedado tanto tiempo en el norte. Debió haber obrado con su inteligencia; debió haber empezado su emigración hacia el sur tan pronto como experimentó el primer frío precursor. Había sido un tonto permaneciendo allí.
El estampido de un arma de fuego le hizo caer de rodillas sobre el suelo del auto. Inmediatamente se puso a escudriñar el exterior, a través de una de las sucias ventanillas posteriores.
Vio una figura que corría hacia donde él estaba, aproximándose al viejo automóvil, una pequeña figura que titubeaba y tropezaba mientras corría.
El cabo aguzó los ojos y esperó con el dedo tenso sobre el gatillo. Había oído el chillido de una criatura… de una niña.
Jadeante, con roncos y ásperos gemidos de su seca garganta, la criatura llegó hasta el coche y se arrojó a través de la abierta portezuela, cayendo de bruces en el suelo. Gary se apresuró a cerrar la puerta en cuanto entró la niña. La pequeña giró sobre sí misma con rapidez; vio a Gary; chilló entonces de nuevo, y comenzó a llorar con entrecortado aliento. Tenía los ojos dilatados por el miedo. Parecía tener diez o doce años.
—Cállate —le ordenó Gary ásperamente—. No voy a hacerte daño.
La puerta trasera fue abierta de golpe y la criatura gritó desesperada otra vez más, mientras se arrinconaba frenéticamente en el extremo opuesto.
—¡La agarré!… ¡Aquí está la…!
Silenciosamente, Gary elevó el cañón del rifle hasta la abierta boca del hombre y disparó. El tiro separó la cabeza de los hombros, como si hubiera sido cortada por un cuchillo mellado. Sin pausa alguna, sin desperdiciar movimientos, Gary se incorporó sobre sus rodillas, sacó el humeante cañón a través de la puerta abierta y disparó de nuevo. El tiro hirió en la cintura el hombre que corría, partiéndolo en dos. Mientras caía sobre la nieve, Gary le descargó un segundo balazo en el tórax. Entonces, con fría calma, escudriñó los alrededores para precaverse de otros posibles perseguidores. Como no vio a nadie, se reclinó sobre el asiento. Con el pie arrojó fuera del auto la degollada cabeza, cerró la puerta y subió por último los cristales de las ventanillas.
La niña estaba todavía en el rincón, cubriéndose el rostro con las manos. Su llanto era escandaloso, desenfrenado. Gary no sabía qué hacer para que callara. Era muy pequeña para abofetearla o ponerle una mordaza.
Pasó más de media hora hasta que pudo calmarla y persuadirle de que él no intentaba hacerle daño alguno, hasta que pudo acallar su llanto y decidirla a escucharlo, a conversar con él. Su historia resultaba incoherente y no siempre sensata; además, era continuamente interrumpida por accesos de nervios y espasmódicos sollozos. Mientras la escuchaba, Gary vigilaba el camino y los campos cercanos.
Ella dijo que se llamaba Sandra Hoffman; familiarmente, Sandy. Tenía doce años y vivía con sus dos hermanos y sus padres en una granja que había «por allí». Gary no pudo recordar ninguna granja que quedara en las cercanías, y adivinó que la niña se había alejado bastante de su casa. Esa mañana, poco después del amanecer, ella y su hermano mayor, Leo, de casi quince años de edad, habían salido a cazar conejos. Sandy le aseguró que en las tempranas horas de la mañana en que caía la primera nevada, siempre se encontraban muy buenos conejos. Su padre les había prevenido que no se alejaran demasiado, que permanecieran cerca de la finca; pero nadie había previsto que hubiera realmente ningún peligro… Había habido un gran despliegue de asaltos en la vecindad, pero se trataba de simples rateros, deseosos sólo de conseguir alimentos y ropas y de escapar después de la fechoría. Ninguno era amigo de la lucha cuerpo a cuerpo, a menos que los sorprendieran in fraganti. Seguramente ella y Leo se habían alejado de la granja mucho más de lo que se imaginaron. No habían encontrado ningún conejo.
Leo se hallaba delante de ella, concentrado en un matorral que parecía muy adecuado para ocultar conejos, cuando los dos hombres les saltaron encima. Los hombres estaban escondidos en el mismo matorral y, cuando ellos se aproximaron, los encañonaron con las armas. Leo llevaba un rifle, calibre 22 y disparó contra ellos sin vacilar, probablemente urgido por el miedo más que por el coraje; pero erró sus tiros. Uno de los hombres disparó contra Leo, y éste cayó.
Ella, Sandy, corrió huyendo de los hombres y se mantuvo oculta entre los árboles durante mucho tiempo…, horas y horas… hasta que los oyó, nuevamente lanzados a perseguirla. Estuvo dando vueltas alrededor del mismo punto, tratando de ser silenciosa; pero, al final los hombres llegaron a descubrirla. Entonces echó a correr por la carretera cubierta de nieve, hasta que descubrió el automóvil. Los hombres la siguieron, disparándole, pero no lograron herirla. Y ahora…
—Lo primero que debemos hacer —dijo a la niña— es regresar y encontrar a Leo. Luego, buscaremos tu casa y la encontraremos.
—¡Pero yo no sé donde está! —gimoteó Sandy.
Gary levantó una mano para tironear suavemente del gorro de lana que Sandy tenía ladeado sobre su cabeza.
—¡Oh, eso no va a ser difícil para mí! Todo lo que tenemos que hacer es recorrer hacia atrás tu propio camino. Oye…, apuesto a que tú no sabes que yo era explorador cuando estaba en el ejército.
Ella lo miró con ojos redondos de admiración.
—¿De veras eras explorador?
—Sí. Solía seguir las pistas de todos los alemanes que estaban cerca.
—¿Y seguías a los japoneses también?
—A los japoneses también. Les seguí la pista a todos. Y ahora empecemos a andar… Tu padre debe de estar preocupado por tu ausencia.
Gary abrió la puerta por el lado opuesto al lugar en que estaban los cuerpos de los dos hombres. La ayudó a salir del coche, y juntos emprendieron la marcha a lo largo del tortuoso rastro que Sandy había dejado en su precipitada huida.
—Tú espérame aquí —le dijo a Sandy—. Voy a traer a Leo.
Ella se recostó contra un árbol helado y lo miró alejarse.
—¿Está… muerto? —preguntó cuando lo vio regresar con un bulto sobre sus hombros.
—Sí. Vamos a llevarlo a casa.
Los labios de Sandy temblaban. Gary vio que la muchacha había estado llorando mientras lo esperaba.
—Estoy perdida… No sé donde está mi casa.
—¡Termina con eso! ¿No te he dicho que he sido explorador? Explorador de primera clase.
—Sí…
—Bueno, entonces, Sandy, confía en mí. ¿Cómo es tu casa? ¿Tiene algún granero grande?, ¿un silo alto?, ¿algo que se pueda reconocer desde lejos?
—Sí, claro que tenemos.
Sandy intentaba con esfuerzo apartar los ojos del bulto que colgaba por la espalda de Gary.
—Entonces, oye lo que vamos a hacer. ¿Ves esa colina alta con dos pinos?… Vamos hasta arriba. Tú puedes trepar a uno de los árboles para ver mejor. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —ella echó a andar detrás de él.
—¡DETÉNGASE! ¡No dé un paso más! —ordenó Hoffman fríamente.
Gary se detuvo.
—Ponga en el suelo al muchacho —dijo Hoffman—; y la escopeta también.
Gary cumplió la orden y además retrocedió unos pasos.
Hoffman era un hombre de edad mediana, de cara roja y tez curtida por los rigores del tiempo a causa de su oficio. Tenía unos ojos claros y agudos, precavidos, desconfiados.
Se aproximó al cuerpo y se dejó sobre sus rodillas, manteniendo a Gary encañonado con el arma.
—Tenga cuidado —dijo Gary entonces—. Algo le ha pasado a su hijo…
Hoffman le arrojó una mirada de furia.
—¿Qué quiere usted decir?
—No lo encontré hasta que fue demasiado tarde; hasta que Sandy me condujo hacia él. Cuando lo desenvuelva, usted mismo comprenderá lo que quiero decir… Pero tenga cuidado. No deje que su esposa lo vea.
Intrigado, pero todavía bramando de furia el granjero cambió su posición para ocultar con su cuerpo la visual de su esposa y los niños, y con mano trémula sacó e un tirón el abrigo que cubría el cuerpo de su hijo. Se quedó contemplando la pálida faz inanimada, y luego, lentamente, sus ojos recorrieron el cuerpo del muchacho acribillado por las balas.
—¡Dios Todopoderoso! —clamó; y quiso formular la pregunta, pero sus labios se negaron a emitirla.
Sabía de antemano la respuesta.
Por fin habló:
—¿Quién hizo esto?
—Una pareja de malvados —contestó Gary, sin emoción—. Iban persiguiendo a la niña cuando acabé con ellos.
Las lágrimas temblaron en los ojos del hombre.
—¡Qué Dios me de fuerzas cuando pueda poner sobre ellos mis manos!
—Nada hay ya que pueda usted hacerles. Ya le he dicho que yo terminé con ellos.
—¿Usted?
Gary señaló hacia el cañón de su rifle.
—Con eso.
El granjero clavó en Gary la mirada, aunque sin verlo realmente, luego arropó cuidadosamente las prendas alrededor del cadáver y lo alzó en vilo.
—Traiga sus armas —le dijo a Gary, y le dio la espalda—. Vamos adentro de la casa.
Gary lo siguió.
Hoffman llevó al cuerpo hasta el dormitorio interno. Toda la familia siguió tras sus pasos. Abandonado por los demás, Gary echó una ojeada al cuarto en que se encontraba, y se sentó. Recordando antiguos principios, se descubrió, quitándose la raída gorra. La habitación parecía una mezcla de sala comedor y daba directamente sobre la cocina de la casa, en la que algo se estaba cocinando, algo que hervía y borboteaba proyectando hasta él un tentador aroma que excitaba su hambre. Se le hizo la boca agua. Con gran dificultad se mantuvo sentado en la silla; pero sus ojos buscaban la cocina y la olla que hervía en un rincón.
Hoffman caminaba hacia él, con la mano tendida. Gary se levantó y la estrechó con la suya.
—Me es imposible encontrar las palabras convenientes para darle las gracias.
—No hace falta —le contestó Gary—. Cualquier hombre decente habría hecho exactamente lo mismo.
—Pero ninguno lo hizo —insistió Hoffman—. Usted, sí.
—Sucedió simplemente que yo me encontraba cerca —contestó Gary con lentitud, casi con embarazo—. La niña llegó corriendo hasta donde yo estaba… —Gary soltó la mano del granjero y tomó asiento cuando el hombre se sentó. Se produjo un vacío de extraño silencio—. Si a usted le da lo mismo, me marcho. No puedo hacer nada más por ustedes, creo.
—¿Se marcha? —Hoffman lo contempló con asombro—. ¡Por Dios que no se irá! ¡No puedo permitir que se vaya de aquí de ese modo, después de lo que ha hecho por mí! Tengo una deuda con usted que nunca podré saldar.
—Usted no me debe nada —le contradijo Gary, mientras dirigía sus ojos hacia la cocina—. Yo no aceptaría ningún pago.
El granjero le estaba contemplando con fijeza.
—¡Tiene hambre! —dijo con repentino asombro—. ¡Demonio! Debí haber pensado en eso hace rato —saltó de la silla y tomó a Gary del brazo, empujándolo hacia la cocina—. Vamos, venga acá. ¡Puede comer hasta hartarse! —El granjero quitó con brusquedad la tapa de la olla hirviente—. Dios sabe bien que ya poco nos queda en este mundo enloquecido; pero comida sí tenemos. Sírvase lo que quiera.
Al caer la tarde, Gary acompañó a Hoffman cuando éste llevó el cadáver de su hijo hasta una nevada colina para enterrarlo. Se ofreció a ayudarle, pero fue cortésmente rechazado. Entonces dijo el granjero que lo acompañaría de todos modos, para vigilar… Alguien debía mantener los ojos abiertos, ya que se alejaban tanto de la granja.
A la mañana siguiente se planteó el tema.
Hoffman lo sacó a relucir durante el desayuno.
—Me ha dicho Sandy que es usted soldado. ¿Estaba en el ejército?
—Estaba… sí. Estaba incorporado al Quinto Ejército, en Chicago, antes del bombardeo. Pero no me dejaron cruzar al otro lado para unirme a mi destacamento.
—Esos condenados no dejan a nadie cruzar el río. Sé de dos que lo intentaron… —hizo una pausa larga—. ¿Usted tiene buena puntería?
—Sí —contestó Gary, con franqueza—. Soy muy certero. ¿Por qué?
—Quiero ofrecerle un trabajo… No me olvido de la deuda que tenemos con usted.
Gary le sonrió con cansancio.
—Señor Hoffman, ya le he dicho que no me deben nada. Y en cuanto a tener un trabajo… nunca en mi vida he trabajado en una granja. Ni siquiera soy capaz de ordeñar una vaca.
—No se trata de eso: nosotros podemos realizar esas tareas. Será difícil desenvolverse sin Leo en el próximo verano, pero de algún modo nos arreglaremos. Su trabajo consistiría en montar guardia.
—¿Cómo? —Gary dejo de comer.
—Le ofrezco ser nuestro vigía, nuestro guardián. ¿Cómo llaman a eso en el ejército?… Centinela. Un día sí y otro no, hemos tenido ladrones por los alrededores. Han estado robándonos con engaños y yo no puedo recorrer todo el lugar y estar al mismo tiempo persiguiéndolos. En eso consistiría su trabajo: en alejar los ladrones de esta granja.
—Bueno…, no sé realmente que decirle. Yo había pensado en llegar al sur para el invierno…
—Yo no puedo pagarle nada —continuó Hoffman—. Por lo menos no puedo pagarle en dinero: no nos ha quedado nada. De todos modos, usted no podría gastarlo tampoco. Pero sí puedo ofrecerle una buena casa y la mejor comida que existe en esta región. ¡Mi esposa es una excelente cocinera!
Gary echó una ojeada a la mujer, y luego volvió a mirar al hombre.
—Sinceramente me gustaría quedarme, señor Hoffman, pero…
—Por favor, yo quiero —interrumpió Sandy.
Gary miró un poco más abajo, hacia un lado de la mesa, y se encontró con la tímida sonrisa de la niña, y una suplicante invitación en su mirada.
—¿De veras quieres que me quede Sandy?
Ella insistió con vehemencia.
—Te quedarás, ¿no es cierto?
—Pero… —Gary se mesó la tosca barba, simulando que consideraba el problema. Por último, volvió su mirada hacia Hoffman—. Está bien. De acuerdo… hasta la primavera, al menos.
—¡Qué suerte! Créame que nos satisface su decisión… a todos nosotros. Ahora, siga comiendo. Tiene que recuperar el peso perdido.
—¿Puede prestarme una navaja de afeitar? —pregunto Gary—. Y si tiene a mano unas tijeras, me gustaría recortarme un poco el pelo.
Esa misma mañana, algo más tarde, mientras contemplaba en un espejo su imagen pálida, nuevamente rasurada, le hizo un guiño al reflejado rostro y le dijo:
—Estás muy pulcro, cabo Gary —y la imagen asintió con el gesto.
Gary estudió el terreno que rodeaba las distintas dependencias de la granja. De inmediato advirtió cuál era el punto vulnerable en las defensas de la misma. Por detrás del granero, el suelo iniciaba un brusco declive de incultos pastos, que descendía hasta una helada laguna situada a algo más de unos mil metros. Cualquiera que viniera de ese lado con la intención de acercarse sin ser visto, sólo necesitaba mantener constantemente el edificio del granero entre él y la casa para poder llegar a las inmediaciones sin ser descubierto. Gary encontró un trozo de alambre en el cobertizo, lo tendió en líneas muy tirantes a través de la cuesta que nacía detrás del granero, y ató un mohoso cencerro en la primera línea del sistema. La próxima nevada se encargaría de ocultar la trampa.
Una noche, Gary entró en el comedor justamente a la hora en que todos acostumbraban acostarse. Sandy estaba apagando la radio, cuya luz declinó lentamente tras el transparente dial, y Gary, con los ojos fijos por el asombro, vio cómo se desvanecía.
—¡Eso funciona!
—¿Qué? —Hoffman se volvió para observarlo—. ¡Oh…, claro que anda! ¿No lo sabía? —el granjero se encogió de hombros—. Pero no vale la pena. Todo el tiempo transmite el chapurreo de unos cómicos tontos, o insiste en vender artículos que nosotros no podemos comprar.
—Pero, ¿cómo es posible? —preguntó Gary, con impaciencia, señalando la única y vacilante lámpara de keroseno que el granjero sostenía en la mano—. ¿De dónde sale la electricidad para alimentar una radio en estos lugares?
—Del molino… Leo hizo una instalación el invierno pasado… Era un chico muy despierto; sabía bastante de electricidad y de máquinas. Se las arregló, no sé cómo, para hacer funcionar mediante el molino un generador. Yo no sé cómo lo hizo. Si alguna vez se descompone, no tendremos más radio. Leo era un buen chico. Mientras el viento lo permite, el aparato anda muy bien; algunas veces, sin embargo, se escapa el sonido.
—¡Una radio! —dijo Gary, fascinado—. ¡Qué estúpido soy! Había una radio aquí, en esta misma casa, al lado mío, ¡y yo nunca supe que funcionaba! —Gary se acercó al artefacto y acarició la caja con sus dedos—. Quisiera encenderla.
—Enciéndala —le contestó Hoffman—. Eso sí, haga el favor de sintonizarla bajo; mi mujer tiene el sueño muy liviano.
—¿Cómo? ¡Ah, sí, claro…! —sintió el aparato como algo cálido bajo sus manos—. Esté tranquilo.
Hoffman se dispuso a retirarse.
—Buenas noches.
Con impaciencia, Gary descorrió las negras cortinas destinadas a que no fuera visible desde fuera la luz de la casa, y permitió que la pálida luminosidad de una luna semicubierta por nubarrones, y el reflejo de luz que arrojaba al suelo nevado, llenaran la estancia. Él nunca usaba otra luz. Fuera de la casa, la noche era serena y fría. Giró el aparato, cayó de rodillas ante él, y lleno de excitación hizo girar la llave que daba paso a la corriente eléctrica. El pequeño dial adquirió vida; los números impresos se destacaron con agudo relieve, y el locutor lanzó su voz al aire en creciente susurro. Un año y medio atrás nada habría significado un hecho tan minúsculo, pero ahora lo era todo. Era estar nuevamente cerca de la misma vida. Era casi palpar la gente que estaba en algún sitio del otro lado del río; gente sana, a salvo, que hablaba fraternalmente entre sí, que continuaba el orden normal de su existencia. Era otra vez la civilización, la higiene, la tibieza y el alimento. Era la amistad de cada hombre con sus vecinos. Era, en suma el mundo que él había perdido tanto tiempo atrás y al cual no tenía esperanzas de poder reintegrarse alguna vez.
Gary la captó en la mitad de una palabra, en una sílaba que de inmediato trajo a su mente la palabra entera, tal como si la hubiera escuchado desde el principio; y esa palabra y la siguiente le evocaron la imagen de una frase completa; y así, aunque no pudo localizar de dónde le venía, tuvo la sensación inmediata de haber oído en el receptor la frase entera. Era una canción lenta, dulce, triste; una canción sobre las hojas otoñales que se desprenden de los árboles… Pero era fastidioso aquel tenue sonido algún lugar detrás de la cantante y que estropeaba la melodía de la canción.
Frunció el gesto, molesto por la campanilla, y pensando que no tenía por qué sonar allí.
—¡Una campanilla!… Saltó sobre sus pies y se abalanzó hacia la puerta, recogiendo de paso su rifle.
No se oía otro ruido que el del molino bombeando en la sombría noche. Más abajo, el intruso había dejado atrás otro alambre.
Gary retrocedió, alejándose de la esquina; bordeó el costado del granero hasta encontrar una pequeña puerta; le quitó el cerrojo y se introdujo en él orientando sus pasos en las tinieblas hasta un rincón donde se almacenaban todos los instrumentos en desuso. Tanteando el piso que lo rodeaba, sus dedos tropezaron con una barra de hierro; la levantó, la sopesó sobre la mano y calculó su bulto y su capacidad mortífera. Sí, serviría. Rápidamente salió fuera y corrió muy despacio el cerrojo de la puerta, evitando el menor ruido delator. Una vez más, se apostó en la esquina del granero, encubierto por las sombras y fastidiado por el largo tiempo que invertía el intruso en trepar la ladera.
¡Demonios!, ¿por qué no se apresuraba el condenado?
Terminado todo, Gary no pensó ya sino en ocultar el cadáver. Dejar al hombre allí, para que fuera descubierto por la mañana, sólo lograría desatar un frenesí de comentarios, suscitar preguntas y quizá hasta promover otra escena de turbadores sollozos.
La víctima no llevaba nada en los bolsillos.
Gary concluyó su tarea y volvió con paso rápido hasta la casa.
De pronto se inmovilizó. Se oían voces en la casa. Le invadió el terror. Luego blasfemó. No había cortada la corriente. ¡La radio seguía andando!
Gary se introdujo en la habitación, cerró la puerta y recorrió todo el cuarto con la mirada. No había nada ni nadie, excepto él mismo. En la radio surgió una segunda voz masculina.
Ya no cantaba la muchacha.