Gary escrutó la oscuridad de la ribera y esperó sin emoción el estampido. Sí, decididamente la vieja mujer estaba loca: nunca lograría arrastrarse hasta el otro lado del puente. Las sombras de la noche no podían protegerla; nada podían las sombras frente a las lámparas infrarrojos y los rifles con miras telescópicas de los guardias.
El rifle disparó su metralla en la oscuridad. Adiós, pobre mujer.
Gary se echó de espaldas sobre la áspera tierra y quedó abismado en el cielo cubierto de nubes y sin luna. La noche era caliente y pesada, una típica noche de pleno verano junto a la orilla del río, en Illinois. Quizás llovería esa misma noche o al día siguiente. No importaba. Un ruido lo puso alerta.
Gary se volvió boca abajo hasta hundir la barbilla en tierra. Lentamente, con mucho cuidado, levantó el rifle a la altura de los ojos, procurando apagar con la presión de sus ropas el delator chasquido del seguro, para que al ser corrido no provocara ninguna peligrosa respuesta en el silencio nocturno.
Casi en seguida distinguió una masa oscura que se movía no lejos de él. La masa fue deslizándose en tres formas precisas mientras se aproximaba, y Gary distinguió a tres hombres cruzando el campo inmediato. Se movían en la noche con una cautela nacida de la larga práctica, pero traicionaban su presencia a causa de su número. Gary esperó. Ellos no se detuvieron. No hicieron el menor intento de inspeccionar la zona donde él estaba escondido.
Se mantuvo alerta hasta que los hombres se alejaron.
Un hombre, una mujer, inclusive un niño, sólo podían sobrevivir por su astucia y su carácter. El cambio se había producido con rapidez en el año que siguió a la calamidad. Por más adentro, por más profundamente maniatado que hubiera estado el instinto natural del hombre, había aflorado rápidamente a la superficie y dominaba en todos los que todavía seguían vivos. Los sentidos se habían vuelto primordiales y a menudo señalaban la línea divisoria entre los que caían y los que quedaban. Mientras viajaba desde el sur, durante la primavera y los comienzos del verano, Gary observó a solitarios saqueadores que asaltaban las granjas corriendo grandes peligros. Otra vez vio a una cuadrilla de hombres armados quemar una casa hasta los cimientos y llevarse cuanto querían… a costa de la vida de cuatro o cinco de los del grupo.
Gary no tenía rumbo fijo; no lo guiaba nada, fuera de un vago deseo de ver hasta dónde podía remontar el Mississippi, encontrando siempre tropas sobre la orilla. Alguien proveniente del norte, con quien tropezó en su viaje, le había dicho que la vigilancia se extendía sin debilitarse hasta el límite con Canadá; pues después de que el río terminaba (o más bien empezaba en uno de los lagos de Minnesota), las tropas patrullaban todas las vías terrestres hasta la frontera. La Guardia Montada del Canadá vigilaba a partir de aquel límite, pero las posibilidades de deslizarse a través de la guardia canadiense eran nulas, porque Estados Unidos había reforzado la vigilancia fronteriza, y las incursiones amistosas hacia el norte estaban prohibidas.
Gary se acomodó sobre el duro suelo y apoyó el rifle en el hueco de su brazo. Tenía la barba tan larga, descuidada y sucia que le picaba continuamente. Volvió a preguntarse cuándo levantarían la cuarentena. Todavía no había advertido la presencia de grupos de exploración que hubieran cruzado el lado infecto del río para tomar muestras destinadas al análisis, según predicaba el maestro Oliver cuando estaban en la playa. Los pasos sobre el río permanecían clausurados. Nadie cruzaba de un lado al otro. Varias veces había advertido la presencia de algún avión ocasional que sobrevolaba la zona, pero sus ocupantes jamás intentaron establecer comunicaciones con la gente como él que esperaba abajo. Supuso que eran sólo vuelos de reconocimiento, destinados a fotografiar ciudades y tal vez, también, a la gente que estaba al descubierto, observando el paso del avión.
Sí, había transcurrido un año entero, y aún más quizá.
El maldito comando era el responsable.