CAPÍTULO V

El ex cabo apagó cuidadosamente los restos de la pequeña fogata y arrojó con el zapato un poco de barro sobre el rescoldo. Limpió la cacerola fregándola con un puñado de pajuelas, y luego la volvió boca abajo para depositarla descuidadamente en el suelo. Por último, hizo correr su lengua sobre los dientes y las encías a fin de alejar por completo el gusto remanente de huevo.

—Ése era el último —anunció.

—¡Qué lástima! —dijo Oliver, que estaba sentado en un montículo, a ocho o diez metros del fuego, y tenía un rifle apoyado en el hueco del brazo—. Tal vez no debíamos haber matado a la gallina.

—Deseabas comer pollo frito, ¿recuerdas?

Oliver cerró sus ojos soñadoramente.

—Recuerdo. Era un ave dura y vieja, pero resultó sabrosa. De todos modos, ya estábamos cansados de comer huevos.

—Repítemelo la semana que viene, a esta misma hora.

—Lo haré. ¡Qué lástima que estos granjeros sean estrechos de entendederas!

Gary se miró el brazo e hizo correr los dedos a lo largo de la gastada manga de su chaqueta, por donde habían rozado varios perdigones disparados precipitadamente.

—Sí, ya no se respeta ni al ejército de los Estados Unidos.

Cruzó fuertemente los brazos alrededor del pecho, como intentando protegerse de un hormigueante escalofrío; luego volvió su atención hacia los nubarrones del cielo. El sol, escondido tras una densa capa de nubes, no había remontado todavía la baja cadena de montañas. Alrededor de ambos, el desmedrado bosquecillo que los circundaba estaba silencioso, excepto por el escaso ruido que hacían ellos.

—El tiempo está por cambiar —dijo—. Será mejor que vayamos hacia el sur.

—Estas montañas son siempre ariscas por la mañana.

—¡Ariscas!… Eres muy indulgente.

—¿Cómo andamos de municiones? —Oliver se secó los labios con la manga, después de vaciar el contenido de una taza de hojalata; cambió de brazo el rifle, y deslizó sus ojos a lo largo de la cercana hilera de colinas—. ¿Hay bastantes?

—Una cantidad respetable. Esas malditas montañas permanecen heladas todo el día. —Gary guardó sus utensilios en la cacerola y puso todo a un lado—. Yo digo que tenemos que abandonarlas y marchar hacia el sur.

—Está bien. Ya está resuelto. Pero insisto en que estaríamos más seguros si nos quedáramos por acá. En estas colinas solía haber, y todavía puede que haya, fabricantes de licores, que los agentes del gobierno no pudieron localizar jamás. Daniel Boone fue el que exploró e hizo transitable esta zona del país. Vino a través de la quebrada de Cumberland y se introdujo por Kentucky; los colonos lo siguieron con tanta prisa que Kentucky no pudo contenerlos a todos y tuvieron que desplegarse por Tennessee hasta estos lugares.

—Daniel Boone debiera ver todo esto ahora.

Oliver agitó la cabeza negativamente.

—No creo que le gustara.

—Oye —insistió Gary—, podemos pasar por Knoxville o Chattanooga… Quizá encontremos por allí algo que valga la pena recoger. No todos han de ser tan astutos como nosotros, y puede ser que los demás no hayan pensado en los depósitos de mercaderías, como aquel que estaba en… ¿Dónde estaba?

—En Covington.

—Eso…, en Covington. El cuidador era un loco toxicómano… ¿Quién diablos necesita un cuidador nocturno en estos días en que todo está dado a los infiernos? En fin, debimos haber pensado primero en los depósitos y dejar de lado las míseras tiendas de comestibles. Si los demás no han pensado todavía en Knoxville o Chattanooga, podemos detenernos allí para aprovisionarnos convenientemente cada vez que nos falte algo —dio un brinco de pronto, con sorpresiva alegría—. Escucha, ¡el fuerte de Oglethorpe queda justamente en las afueras de Chattanooga! Tengo verdaderas ganas de conseguir un rifle de repetición.

Oliver se agachó y estiró el cuello para espiar atentamente entre los árboles. Después de largo rato abandonó su vigilancia y, ya despreocupado, se volvió para decirle a Gary con sarcasmo:

—Dime, ¿qué crees tú que han estado haciendo durante todo este tiempo los soldados del fuerte Oglethorpe?

—Supongo que habrán estado bebiendo Chattanooga seco, que es lo que yo necesito. Me gustaría coserlos a puñaladas. Está haciendo frío aquí.

Oliver asintió y se dio la vuelta para proseguir la vigilancia.

—Puedes echar una mirada, si quieres. Al parecer no hay ningún riesgo.

—Me gusta mi escondite —replicó Gary, mordaz—. He estado vigilando largo tiempo…, la mayor parte del tiempo.

Recogió sus útiles de comida; subió al altozano para recoger los de Oliver; los hacinó todos juntos en un desigual montón, y caminó hacia donde estaba estacionado el camión correo, medio escondido, provisionalmente entre el follaje. Le dio marcha atrás y cerró las puertas.

El camión postal había sido todo un acierto; estaba bien camuflado en color verde oliva, que no proclamaba a gritos su presencia cuando se lo estacionaba fuera del camino. Poseía también la ventaja de estar construido en pesado acero, construcción que respondía a las disposiciones del gobierno para la manufactura de «transportes blindados». Gary había adaptado la capacidad de kilometraje del camión, añadiendo un inyector de agua pulverizada al carburador e insuflando en las llantas una presión muy superior a la normalmente calculada. Ambos amigos habían trasladado a este camión la carga de los alimentos y municiones desde el camión agrícola que venían usando hasta entonces, y se habían despedido de los restos de la civilización que quedaban junto a la margen del río. El camión correo no era nada cómodo y marchaba con pesadez, arrastrándose a través de las colinas a paso de oruga. Pero, indiscutiblemente, significaba para ellos y para las provisiones una seguridad que de otro modo no habrían alcanzado.

Dos veces habían regresado a la margen del río, hasta el ansiado puente; justamente dos veces, una visita por mes.

El teniente McSneary no había cambiado de opinión durante esas ocho semanas; y en las dos ocasiones, la respuesta resultó exactamente la misma y exactamente también estuvo presidida por el par de soldados que reforzaban la negativa con la ametralladora.

En la primera intentona de regreso, Gary y Oliver encontraron a una docena de personas acampadas junto al extremo del puente, pacientemente dispuestas a esperar la cuarentena. Luego hubo una breve conversación del uno al otro lado, sostenida con los banderines de Oliver, y eso fue todo. Oliver concluyó por transmitir una sola y definitiva palabra dedicada al oficial; una palabra muy querida y usada por toda la tropa de los distintos cuerpos del ejército. El oficial le volvió, impertérrito, la espalda.

La segunda y definitiva excursión hasta el puente había sido distinta. Ya desde alguna distancia observaron que el campamento de refugiados estaba abandonado. Una inspección más inmediata evidenció que el abandono había sido precipitado. Tres hombres yacían muertos junto a los tirantes de acero, tres hombres que aún estarían vivos si no hubieran intentado ciegamente un asalto contra la barricada. Las ametralladoras habían trabajado con rapidez. Oliver descendió del camión correo, recientemente adquirido, y repitió con el semáforo su demanda, evitando cuidadosamente mirar los cadáveres, pero incapaz de escapar a su hedor. La respuesta fue un cortante «no»; y después de eso, no contestaron nada más.

Gary hizo girar el camión, y partieron de regreso.

—Debiste haberles preguntado por nuestros sueldos —dijo.

—Tengo una idea bastante clara de cuál habría sido la respuesta.

—Los viejos camaradas no andan perezosos con el gatillo, ¿no?

—¡No! Y me pregunto qué haría yo en su lugar.

Después de transcurrir otras cuatro o cinco semanas, y llegado el tiempo de la visita mensual, ninguno de los dos ni Oliver ni Gary, aludió al viaje. Así, pues, permanecieron en las colinas, sin encontrar a nadie, observando cómo los árboles cambiaban lentamente de color con la proximidad del otoño, y percibiendo la llegada de las noches frías y las escalofriantes madrugadas. Cuando podían, emprendían una gira hacia alguna granja solitaria, o bien hacia algún lugar cultivado de las laderas de la colina. En cada uno de sus merodeos, traían al refugio cuanto podían robar por el camino. La gallina y sus escasos huevos los habían conseguido de aquel modo.

Ya habían transcurrido más de tres meses desde la fecha del bombardeo.

Gary golpeó con el pie uno por uno los neumáticos del camión, para tantear su presión, y trajo una botella de agua sucia de una charca cercana para verterla en el radiador. Ni se molestó en fijarse cuánta tenían: sabía que había poca.

De pronto, Oliver, que estaba con su rifle apostado del lado del bosquecillo, silbó entre dientes.

Gary sacó violentamente su propio rifle de la cabina del camión y se tiró al suelo, rodando de costado, para alejarse del vehículo. Cuando llegó a refugiarse detrás del tronco de uno de los árboles, se detuvo y miró a Oliver. Éste levantó un dedo y señaló hacia el oeste. Gary comenzó a arrastrarse lentamente, poniendo distancia entre él y las cenizas del fuego y describiendo un círculo hacia el oeste, para alejarse por completo de su pequeño campamento. Se detuvo para ver quién venía.

Era una mujer. Caminaba hacia ellos, sin el menor intento de ocultarse. Era alta, delgada, de cara morena y ojos celestes. Sus desnudos pies se apoyaban sin ruido y sin esfuerzo sobre el suelo, trasladando su cuerpo con una gracia peculiar. Llevaba un vestido de algodón y los cabellos despeinados. Alguna vez, el vestido había tenido un tinte rojo o marrón. Las piernas y los flexibles pies de la joven tenían un tono atezado que hacía juego con la ropa, y eran vigorosos a pesar de su delgadez. La visitante se detuvo a unos diez metros de Oliver y fijó la mirada en su rifle.

—Hola —dijo.

Oliver le hizo un gesto de recepción con la cabeza y escrutó, previsor, si aparecía alguien detrás de ella.

—Hola. ¿De dónde vienes?

—De allá —dijo, señalando las azules colinas que quedaban hacia atrás—. Esta mañana vi el humo que salía de aquí.

Oliver agachó la cabeza para inspeccionar las cenizas.

—¿Lo veías también hace poco?

—Sí. ¿Acaso se está usted escondiendo?

—Así es —Oliver la miró directamente a la cara.

—Pues el humo lo delata. Debió haber usado buena madera.

—No entiendo mucho de maderas.

—Ya veo que no… Yo podría enseñarle.

—¿Qué tú podrías…? ¿Y por qué? ¿Por qué me ayudarías, sabiendo que estoy tratando de ocultarme?

La joven lo miró gravemente.

—Porque tengo hambre —explicó.

Oliver movió la cabeza con gesto de comprensión, vigilando todavía el camino por el que había llegado.

—¿Me propones un trato?

—Sí. Estoy sola.

Con precaución, Oliver se incorporó sobre sus rodillas, inspeccionando siempre el área que estaba detrás de ella.

—¿Por qué debo creerte? ¿Cómo puedo saber si en realidad estás sola?

—Te he dicho que estoy sola —la muchacha se acercó unos cuantos pasos y se detuvo junto a Oliver, observándole el rostro, que él alzó para mirarla—. Y Estoy horriblemente hambrienta. El otro hombre puede vigilar.

—¿Qué otro hombre? —exclamó Oliver.

Ella señaló con el gesto algo que estaba entre los árboles, a su izquierda.

—Ése. Lo vi a él primero, cuando saltó del camión.

Oliver estalló en carcajadas y se sentó en el suelo.

—Sal de ahí, Gary. La pequeña exploradora te ha descubierto —volvió la cabeza hacia el cabo Gary, que salía de su refugio—. El ejército podría valerse de ella; no es tonta.

—Quizá la aprovechemos nosotros —sugirió Gary, deteniéndose a cierta distancia y hablando a la recién llegada—. ¿Por completo sola?… ¿Dónde están tus parientes?

—Murieron hace tiempo. Casi todo el mundo ha muerto. Mis familiares fueron a la ciudad para averiguar qué pasaba, y apenas regresaron murieron todos. Parece el fin del mundo, ¿no es cierto?

—Lo es para nosotros —dijo Oliver—. Para ti, para nosotros, es el fin del mundo. El mundo sigue todavía dando vueltas allá, al otro lado del río, pero en este lado ha llegado a su fin. ¿Cómo te llamas?

—Sally.

—Bienvenida, Sally —Oliver se levantó y se sacudió las rodillas, observando las piernas de la muchacha—. Toma la guardia, cabo. Voy a prepararle algo de comer.

Y así, sencillamente, Sally se unió a los dos, desde ese instante.

Que ella estaba decidida a quedarse con ambos se hizo evidente después de que Oliver le hubo preparado el desayuno y limpió y guardó por segunda vez en la mañana los elementos de cocina. Sally devoró todo lo que él cocinó, sin hablar a ninguno de los dos, pero observando los movimientos de Oliver con curioso y definido interés. Ella había indicado cuál era la madera adecuada para encender el fuego sin provocar humo delator. Concluidas sus instrucciones, se sentó con las piernas cruzadas y los pies recogidos bajo ella, esperando a que Oliver la alimentara. Comió sin disimular su gran apetito.

Gary estaba en su puesto, como vigía de la colina.

Antes de una hora, habían levantado el campamento y, una vez más, cerrando las puertas traseras del camión. Oliver trepó a la cabina y tomó su puesto detrás del volante, apoyando el rifle en el borde del asiento, junto a su pierna izquierda. Puso en marcha el motor. Sally lo siguió entonces y subió también al camión, dando un rápido brinco que le permitió sentarse al lado de él… y todo sin decir una palabra. Oliver la miró, estudió su cara por unos instantes, y luego tocó un corto y agudo bocinazo.

Gary abandonó su puesto y bajó corriendo por la ladera, en dirección al camión. Con un pie ya apoyado para subir, se detuvo clavando los ojos en Sally.

—Buena compañera —comentó Oliver, sonriendo con burlona satisfacción.

—¿Compañera tuya? —recalcó Gary.

—Seguiremos como hasta ahora: yendo a medias en todo —le contestó Oliver—. Nos desenvolveremos mejor asociados los tres.

Gary vaciló, pero sólo un instante; saltó a la cabina y cerró rápidamente la puerta.

—Está bien —liberó su hombro del peso del rifle y apoyó la culata sobre los tablones del piso—. Me parece muy bien.

Oliver puso el camión en movimiento y lo lanzó hacia adelante, a través de la falda de la verde colina, buscando el solitario camino de tierra que los conduciría otra vez a la carretera. El asiento estaba repleto con los tres pasajeros, cuyos cuerpos se apretujaban entre sí. El silencio llenó la cabina mientras recorrieron el serpeante caminito que conducía a la carretera, hasta que se orientaron hacia el sur y empezaron a abandonar las colinas, para entrar en las planicies de Georgia y Alabama. El cielo permanecía nublado y frío.

Después de un rato, Oliver rompió el silencio.

—El cabo y yo somos camaradas.

La muchacha pareció confundida.

Oliver interpretó correctamente su desconcierto.

—Gary es cabo —aclaró.

—Entonces, ¿está en el ejército? —interrogó Sally con curiosidad.

—Es nuestro héroe, con medallas y todo —se interrumpió cuando vio que estaba aumentando la confusión de su oyente—. Ambos somos soldados —le aclaró mientras sentía los ojos de ella fijos en su cara—; somos camaradas… Lo compartimos todo.

Sally tardó en contestar; se concentró en la cara de Oliver, estudiando sus ojos y su boca. El camión avanzaba con estrépito por la carretera.

—Me gustas —dijo al fin.

—Gracias… Aprecio hasta el infinito tu cumplido —Oliver retiró brevemente la atención del camino y envolvió a su compañera en una cálida sonrisa—. También tú me gustas…, pero eso no altera los términos de nuestra asociación. Entre el cabo y yo todo va siempre… a medias.

Sally consideró la situación.

—¿Quieres decir que tengo que ser igualmente amable con los dos?

—Eso es —confirmó Oliver—. O no serlo con ninguno.

Nuevamente pasó un largo silencio por la colmada cabina. Sally volvió de pronto su cabeza para estudiar a Gary. Examinó sus ojos y su boca como si fueran lo más importante para ella, como si fueran las llaves que abren y descubren lo más íntimo de los caracteres. Sus miradas se encontraron, se entrelazaron, con todavía ninguna inclinación decisiva. Cuando la muchacha volvió concentrarse en el perfil de Oliver, Gary retornó a su vez a observar el paraje, en previsión de cualquier acontecimiento inesperado.

El camión postal rodaba rápidamente a través de una desconocida ciudad de Tennessee, que aparecía completamente desierta. Todos los pequeños almacenes habían sido asaltados y destrozados: las ventanas aparecían deshechas, y astilladas puertas se veían colgando de sus bisagras. En un porche, el cadáver de un perro congregaba a las moscas. El camión salió por fin del lugar, y las últimas casas se fundieron allá atrás.

El espectáculo de la silenciosa ciudad hizo reaccionar a la muchacha.

—Está bien —dijo de pronto—. Llegaréis a gustarme los dos… mitad y mitad.

—Me satisface oírtelo —comentó Oliver.

—Pero te prefiero a ti —concluyó ella enfáticamente. Tardaron varios días en recorrer la ruta hacia el sur, hacia el golfo de México, evitando siempre las grandes ciudades, utilizando solamente las vías menos frecuentadas y, algunas veces, los polvorientos caminos de tierra. Ocasionalmente encontraron y aun alcanzaron y pasaron otro automóvil; pero al cruzarse, los ocupantes de ambos vehículos se miraban unos a otros con intensa desconfianza, prontos a disparar sus armas. Ninguno de ellos se detuvo. No hubo ninguna indagación ni intercambio de noticias. El rasgo humano de la curiosidad, el deseo de averiguar, parecía haberse desvanecido por completo.

Pero en Sally subsistía la capacidad de admirarse. Se puso fuera de sí por la sorpresa y el deleite cuando tuvieron el mar ante la vista. Revelaba, sin palabras, que jamás antes había visto el océano.

El trío pasó los meses de ese apacible invierno en una larga y despejada franja de tierra que sobresalía de entre las aguas del golfo, a veces verdes, a veces azules. Era una arenosa isla que yacía como un largo dedo desprendido de la zona continental del oeste de la Florida y a la que se podía llegar sólo a través de un pasadizo de troncos. No hallaron allí signos recientes de habitación. Después de que Gary hubo acarreado las provisiones que estimaron necesarias para el transcurso del invierno, él y Oliver se dedicaron a utilizar el pasadizo que conducía a la isla para evitar que ningún otro vehículo pudiera seguirlos. Escondieron los tablones en una desvencijada casilla de botes y se establecieron en una inmediata cabaña de pescadores.

El camión quedó estacionado junto a la cabaña, hacia el lado del mar, para ocultarlo de quienes pudieran observar desde el continente, y una parte de las provisiones de invierno fue descargada y guardada en la cabaña. Sólo cuando hubieron pasado varias semanas de absoluta soledad, Oliver y Gary abandonaron el hábito de alternarse en las guardias todas las noches. Muy rara vez, el precipitado rugir de un coche lanzado a gran velocidad podía percibirse proveniente del camino paralelo a la costa; pero ninguno se detuvo nunca, ninguno intentó jamás inspeccionar la islita. La vigilancia fue disminuyéndose lentamente, y una sensación de casi seguridad los envolvió.

La cabaña contenía, además de una pequeña estufa, una cama estrecha que sin previa discusión le fue adjudicada a Sally. Los dos compañeros se echaban a dormir en el terreno que se extendía delante de la casa o bien sobre la misma arena de la playa. Sally, en completa y silenciosa aceptación del pacto de camaradería, era complaciente con los deseos de ambos; pero, según pasaba el tiempo, fue inclinando cada vez más intensamente sus preferencias hacia Oliver, y le resultaba difícil disimularlo.

Sally estaba admirada por el encanto del mar, y gozaba vadeando con sus piernas desnudas la ondulante superficie, cerca de sus amigos, mientras ellos pescaban. La pesca era una actividad diaria en la vida del trío.

—¡Ese teniente…! —exclamó Oliver en cierta ocasión, como si hablara al distante horizonte. Puso una carnada en el anzuelo y arrojó la línea en aguas más hondas.

—¿Qué hay con él?

—Sigo pensando en su precioso puente.

—Puede guardárselo —le replicó Gary, adentrándose más en el mar. El blanco y arenoso declive de la playa continuaba suavemente bajo el agua, obligándolos a internarse unos veinte o veinticinco metros para alcanzar una profundidad que favoreciera la pesca. El mar era transparente y tranquilo, tan claro que Gary podía ver sus propios pies hundidos en el fondo—. Que le aproveche su puente. Yo me quedo con esto.

—Sin embargo, su situación no es muy agradable —insistió Oliver—. No me gustaría estar en su lugar… Suponte que los de su familia estuvieran en el lado condenado. ¿Qué harías tú en su lugar?

—Maldito si lo sé… Juntarme con ellos, supongo —Gary recogió pensativo su línea—. No me gustaría tener que ametrallar a mi propia gente.

Sally se internó más en el agua y se detuvo detrás de Gary, observándolo.

—Por otra parte —argumentó Oliver—, tampoco te echarías a andar, difundiendo la plaga por los estados del oeste. Ese hombre se ve obligado a predicar la impiedad… Lo siento por él; lo siento mucho. Si tú y yo hubiéramos iniciado a cruzar el puente, él no habría vacilado en hacer fuego. Careciendo de órdenes contrarias, ¿qué otra cosa podía hacer? Pero, ¿qué habría hecho si su propia esposa hubiera intentado cruzar?… ¿o sus hijos?… ¿Puede un hombre obedecer órdenes hasta el extremo de matar a su mujer y a sus hijos? Habría tenido que resolver el problema de acuerdo con su conciencia. ¡Y la solución es bien difícil!

—¡Tonterías! Los oficiales no tienen esas vacilaciones.

—Sí las tienen, sólo que uno no las ve. Creo que no me gustaría estar observando al teniente mientras tomara una determinación como ésa.

—Yo me quedo con esto, y muy agradecido —dio media vuelta y enlazó con el brazo la cintura de Sally—. Total, es como una licencia de seis meses.

—Lo mismo digo —Oliver contempló distraídamente su línea tendida y luego se concentró otra vez en el distante horizonte; sus pensamiento volvieron casi en seguida al discutido oficial—. Pienso que su posición actual es insoportable. Yo no podría mantenerla por mí mismo; pero su permanencia allí me obliga a reconocer que tiene redaños. Me pregunto si podrá mantenerse así un año entero.

Gary se sobresaltó.

—¿Crees que esto puede durar tanto tiempo?

—No me sorprendería —Oliver puso rápidamente su línea en tensión, observándola, muy atento, antes de aflojarla—. Es lo más posible, en realidad. Nos mantendrán incomunicados mientras exista un vestigio de duda…, y eso puede durar mucho tiempo —cambió la posición de sus pies, hundidos en la arena del fondo, y se volvió para que el sol le calentara el pecho y el estómago—. Yo no estoy muy impaciente. Claro, que, si estuviera en lugar de ellos…, en los cuarteles, quiero decir… enviaría periódicamente patrullas a través de todos los puentes, para recoger muestras y hacer pruebas. Sí, las enviaría hasta bien tierra adentro.

—¿Para qué? —preguntó Gary—. ¿Hacer pruebas de qué?

—Del agua, la tierra, los cereales, el ganado… y es que todavía puede hallarse algo de eso. Examinaría los pantanos y las cúspides de las montañas. Haría un muestrario de los diferentes tipos de pintura que se descascaran de los edificios. En una palabra: analizaría toda sustancia capaz de esconder un cuerpo extraño.

—Algunas veces hablas como si fueras un maestro de escuela.

—Sí, es cierto; a veces todavía lo hago. Pero, volviendo al asunto, las patrullas podrían recoger residuos y analizarlos para ver si subsiste la contaminación. Cuando el material de análisis no revele ya ningún peligro, la crisis habrá terminado, excepto en lo que respecta a concluir con los vagabundos.

—Excepto en… —Gary se desprendió bruscamente de junto a Sally—. ¿Cómo nosotros? —preguntó abiertamente.

—Sí, como nosotros —confirmó Gary—: portadores latentes del virus, aparentemente inmunes, pero en realidad verdaderos sembradores de muerte con sólo respirar.

—¡Pero esto es infernal! ¡O nos disparan por atrevernos a cruzar el puente, o nos matan porque aún seguimos vivos en este lado! ¿Qué va a ser entonces de esta endemoniada región? —Gary arrojó bruscamente su línea.

Sally se separó de él para acercarse a Oliver.

—Quizá el futuro no alcance a ser tan malo como suponemos —puntualizó Oliver, condescendiente y en apariencia totalmente despreocupado en cuanto a su porvenir—. Puede no serlo cuando ellos se decidan a tenernos en cuenta. Todo depende de la tendencia que prevalezca en el alto mando… y del estado en que se encuentre la medicina en la época en que reabran los puentes. Si los vagabundos supervivientes podemos ser esterilizados y sanados gracias a algún nuevo y revolucionario descubrimiento médico, entonces lo más probable es que se nos dé la bienvenida cuando nos reintegremos al país. Pero si no…, bueno, entonces será evidente que nosotros estaremos obstruyendo la reconstrucción de la patria.

—¡Oh! ¡Fantástico! Ya me estoy viendo a mí mismo impidiendo la reconstrucción. ¿Es posible que no posean nada para curarnos?

—Es difícil saberlo. La ciencia ha logrado magníficos adelantos en ciertos aspectos, pero todavía permanece detenida en otros. Creíamos, por ejemplo, que la bomba atómica volvería inhabitables por miles de años las zonas donde cayera. Sin embargo, después de un bombardeo, se puede regresar pasado un tiempo relativamente corto. Hasta que dejé de ganarme la vida como profesor, no se conocía todavía ninguna terapia para situaciones como la tuya y la mía… y la de Sally.

—¿Y qué hay de esa cuestión fundamental que nombran los libros de aquella biblioteca?…

—¿Las vacunas?… ¡Oh!, las vacunas ya existen, sí; pero sólo actúan como elementos preventivos: no son antídotos que puedan utilizarse después de un año o más de adquirido el bacilo —Oliver tenía los ojos perdidos en el punto en que el mar besaba el horizonte—. Me parece recordar que había ya vacunas para uno o dos tipos de toxinas del botulismo; pero ha pasado demasiado tiempo, y ahora sería completamente inútil para nosotros el uso de antitoxinas. En cuanto a la peste neumónica…, quizá, escasamente quizá, podrían servir de alguna ayuda la sulfadiazina y la estreptomicina, siempre y cuando se aplicaran inmediatamente.

Sally rompió su silencio.

—¿Es muy grave esa peste, Jay?

—Lo más grave que puede imaginarse. Sally. Nuestra única esperanza está en que la medicina encuentre algo nuevo durante el próximo año; quizá algo basado en las vacunas ya existentes.

—Pero, respecto a esas pruebas —intervino Gary—, ¿cómo podrían llegar las patrullas a este lado y luego regresar sin haber contraído la peste? —Gary había olvidado su línea y estaba pendiente de Oliver.

—Podrían usar trajes herméticos: algo parecido a esos trajes contra las radiaciones atómicas que deben usar las brigadas de limpieza en las zonas bombardeadas. Yo instalaría una cámara de desinfección en uno de los extremos del puente y trabajaría desde allí. Enviaría las patrullas, vestidas con sus trajes apropiados, a recoger las muestras para los análisis de laboratorio; a la vuelta de su misión los haría entrar en la cámara, y luego quemaría los trajes si fuera necesario. Todo se haría con relativa facilidad, si hubiera un laboratorio de la categoría adecuada. Bastaría una serie de patrullajes de ese tipo para determinar definitivamente el momento en que cesara el peligro…, si es que cesa alguna vez.

Se entregaron nuevamente a la pesca. Sally se acercó todavía más a Oliver y se cogió de su brazo, observando cómo se formaba una pequeña ola, que luego se encrespó y vino a romperse contra sus piernas.

Ninguno de los pescadores tuvo una tarde afortunada. Al cabo de un rato, Gary se separó de los otros dos y se alejó hacia la playa, tirando y recogiendo lentamente la línea, pero sin ningún éxito. Estaba parado con el agua casi hasta las caderas, cuando oyó un automóvil que pasaba de largo por el camino, y de inmediato aguzó el oído para seguir su itinerario. Era el primer coche que pasaba cerca de ellos en casi un mes. El auto no disminuyó la marcha y muy pronto se hizo inaudible mientras se alejaba rápidamente hacia el oeste. Gary regresó junto a la pareja, arrastrando descuidadamente la línea tras él.

—¿Sabéis una cosa? —sugirió cuando llegó cerca de ellos—. ¡Hay una posibilidad de cruzar el Mississippi!

—¿Tú crees? —preguntó Oliver.

—Estoy seguro. Observé ciertos detalles cuando insistíamos en dar vueltas alrededor de aquellos puentes…; en algunos por lo menos. ¿Te fijaste en las pequeñas señales que había cerca del agua? Estaban allí para advertir a los botes. Lo escrito en las señales decía que no debía echarse allí ningún ancla, porque había un cable que cruzaba el río. Esos cables siguen el lecho del río hasta la ribera opuesta y resurgen a la superficie en algún punto de la costa. Si yo pudiera conseguirme una escafandra y arrastrarme a lo largo del cable…

Oliver no contestó; siguió observando el mar.

—Yo podría cruzar de esa manera —insistió Gary.

—Suponiendo que consiguieras eludir a los centinelas que esperan en la otra orilla, ¿cuánto tiempo podrías permanecer vivo, una vez allí? ¿Cuánto tiempo estarías sin ser descubierto?

—Me ocultaría de inmediato.

—No lo lograrías por mucho que te esforzaras. ¿O es que no has escuchado lo que te he dicho antes…? Irías sembrando la peste. Hasta un ciego podría seguirte el rastro.

—¡Idioteces! Yo estoy inmunizado.

—Pero es que la inmunidad no es lo que tú piensas. Además, la gente del otro lado no está inmunizada. Tú propia inmunidad no cubriría la de ellos, no los salvaría de una muerte segura, motivada por tu simple presencia. Tu inmunidad significa solamente que tú, y exclusivamente tú, no eres presa de la enfermedad… hasta ahora por lo menos. Lo mismo que Sally y que yo, estás temporariamente protegido contra el mal. Por eso los tres estamos todavía vivos. Y además, Gary, tu inmunidad puede durarte toda la vida (es lo que pasa normalmente), pero también puede concluirse un día u otro. Confío en Dios de que no cruzarás a través del río o bajo él, como piensas. Sólo conseguirías reiniciar esta tragedia desde su principio.

—Está bien… Dejemos el asunto —Gary sabía que lo mejor era cambiar de tema—. Da por supuesto que jamás te he hablado de esto. ¿Por qué no suspendemos la pesca? Hoy no pica ningún pez.

—Espera un segundo —dijo Oliver, y levantó una mano para hacerse sombra contra el resplandor del sol.

—¿Qué pasa? —Gary miró en la misma dirección que Oliver.

—Me pareció ver un barco de vela. No estoy seguro, pero durante las dos últimas horas he creído divisar una vela allá al fondo.

Sally observó a su vez, y luego miró a Oliver con sorpresa.

—¡Es que hay una!

—¿Dónde? —preguntó Gary—. ¡Cuánto me gustaría tener ojos de águila!

—Por allí —Sally señaló hacia el sudeste—. Primero estaba allí —dijo indicando el oeste—, y ha hecho todo ese recorrido.

—Vendrá probablemente de Nueva Orleans o de Mobile —sugirió Oliver—. Va con rumbo a algún punto del sur de la península.

Gary no distinguía nada y se quedó callado. En vez de observar el horizonte, dejó caer su mirada para contemplar cómo se arremolinaba el agua junto a las piernas de Sally, haciendo caprichosos arabescos.

El mar se levantaba en pequeñas olas que se estrellaban contra las separadas piernas de la muchacha, formando remolinos y salpicando espuma. En quieta contemplación, Gary dejaba que el movimiento del agua y la espuma despertaran fantásticas imágenes en su cerebro.

—Está bien —dijo Oliver, al rato—. Vamos a comer.

Cuando llegó el día que supusieron era Navidad, lo festejaron nadando en el agua, ya más bien fría, y tendiéndose luego toda la tarde en la tibia arena de la playa. Sally reposaba en medio de ambos, extasiada como de costumbre con el ruido del mar que flotaba sobre su cabeza. El programa no era por cierto nada fuera de lo ordinario; pero tampoco había nada nuevo que poder hacer, ningún modo distinto de celebrar una fiesta. Gary le regaló a Sally una cadena con eslabones de madera, que había estado tallando durante semanas y que después mantuvo oculta para entregársela ese día. Oliver se contentó con tenderse sobre la arena y descansar sus ojos en el cuerpo de Sally. Le pareció que la joven estaba más gruesa.

Y cuando juzgaron que había llegado la noche de Año Nuevo, todo se limitó a que, después del anochecer, Gary abriera de golpe la puerta de la cabaña y entrara apuntando con el índice y gritando:

—¡Pum!

—¡Vete al diablo! —exclamó Oliver desde la oscuridad.

Gary se echó a reír y abandonó la pieza.

En realidad, ninguno hacía un verdadero esfuerzo por determinar el tiempo, por calcular los días o las semanas que pasaban, pero, en tácito acuerdo, esperaban la llegada de la estación tibia.

Estarían más o menos a fines de enero, o quizás a principios de febrero, cuando las provisiones que quedaban en el camión fueron trasladadas a la cabaña. Esto significaba que habían consumido la mitad de sus alimentos; pero la estación estaba ya muy avanzada, y no era de temer que los víveres se agotaran antes de la primavera. Después de vaciar el camión, Oliver cogió a Gary por una manga y lo sacó a tirones de la cabaña. Los dos marcharon hacia la playa, en silencio.

—¡Vamos, habla! —prorrumpió Gary—. Hace varios días que algo te preocupa.

—Es un poco difícil —contestó Oliver, y siguió caminando con la vista fija en el agua, pateando de trecho en trecho la arena seca.

—Es la primera vez que te veo vacilar con las palabras. ¡Habla de una vez! ¿No lo compartimos todo?

—Precisamente es eso —aventuró Oliver—. Se trata de nuestro pacto…

Gary detuvo sus pasos.

—¿Qué?… ¿Quieres romperlo?

—¿Te has dado cuenta?

—Me he dado cuenta ahora mismo, por tu comportamiento. Bueno, ¿y por qué?

Oliver se detuvo y se enfrentó a Gary.

—Cabo, hay algo que está por suceder. Me parece mejor que rompamos nuestro pacto —frunció el entrecejo y dio un nuevo puntapié a la arena—. Sally piensa lo mismo.

—Explícate —le ordenó Gary.

—Bueno…, sucede que… uno de nosotros va a ser padre.

Gary guardó silencio ante aquella noticia. En realidad no era una gran sorpresa, si bien no había pensado en ello. Desde hacía meses se había impuesto el hábito de tomar a Sally como algo convenido, aceptándola de tanto en tanto, sin más compromiso que a cualquier otra mujer, como una buena cocinera, como un agradable pasatiempo. Ahora se había agregado este nuevo factor. De inmediato la situación se presentó claramente ante él. Las complicaciones lógicas y previsibles surgieron como una amenaza a la relativa paz de que gozaban.

—De modo que uno de nosotros… —comentó al fin—. Bueno, ¿y qué se hace cuando pasa esto? Deberemos felicitarnos el uno al otro… ¿Qué te parece?

—No tengo ni idea —dijo Oliver, desesperado—. Nunca me sucedió hasta ahora. Y no puedo saber de quién es la criatura… Eso es lo que me trastorna. Sally… Bueno, tampoco ella lo sabe.

Una leve sonrisa afloró a los labios de Gary.

Oliver se apresuró a arrancársela.

—¡Me niego a considerar en broma el asunto, y tampoco voy a soportar frasecitas irónicas! Por eso quiero disolver nuestra sociedad, ¡ahora mismo! Quiero evitar que tú…

—¡Demonios! ¿Qué pretendes?

—Cabo —Oliver vaciló dolorosamente, y luego se lanzó a lo más difícil de su planteamiento—. Quiero ser yo el padre… y Sally también lo quiere —dijo esto lentamente, consciente de que sus palabras marcaban el fin del pacto que los unía.

—¿Así que quieres ser tú el padre? Pero creí que habías dicho…

—¡No sostengas una farsa indigna! —cortó Oliver—. He dicho lo que he dicho. Y Sally está… Sabes lo que quiero decir. Pero esto no podemos compartirlo. Ten en cuenta… qué pensaría el niño. Quiero ser yo el padre; sólo yo.

Gary miró a su camarada en significativo silencio. ¿De modo que así terminaba esto?

—Está bien —dijo—. Sabré aceptar tu determinación.

Casi avergonzado, Oliver le tendió la mano.

—Gracias, camarada —dijo, sin mostrar el menor esfuerzo en disimular su satisfacción ante el resultado final—. ¡Esa maldita candidez tuya! Sally y yo hemos conversando mucho sobre el asunto. No sabíamos qué hacer. La llegada del niño le asustaba un poco, pero le asustaba más la idea de vernos a los dos peleándonos. Voy a decirle que todo está aclarado —volvió sobre sus pasos hacia la cabaña, con una amplia sonrisa benignamente encendida en su rostro—. ¡Ah!, cabo, —agregó como despedida—: si pasas por acá el próximo invierno, ¿te detendrás a vernos? ¿Vendrás a ver a mi hijo?

—Haz el favor de no apremiarme —protestó Gary—. Todavía me quedaré un tiempo por aquí.

Fue una promesa vana e irreflexiva. Se marchó antes de una semana, demasiado consciente de la repentina tensión que se había creado entre Sally y él y vagamente incómodo a causa de ello. Tanto Sally como Oliver intentaron aparentar que nada había cambiado y que el viejo trato de todo a medias mantenía aún el vínculo entre el trío. El intento fue nulo, y la tensión se hizo insoportable. Gary permanecía fuera de la cabaña tanto como le era posible, y casi no hablaba con la muchacha, recordando, entretanto, las aventuras vividas junto a Oliver y lamentando, íntimamente, la inevitable separación.

—Hemos pasado nuestros buenos momentos —solía decir Oliver.

—¡Vaya si los hemos pasado! Me encantaría volver a congelarme en aquellas malditas colinas, tratando de convencerte de que partiéramos hacia el sur.

—Era un buen escondrijo…

Y un día, Gary cargó sus bolsillos con municiones, llenó de alimentos una mochila, y tomó un revólver y un pesado rifle para protegerse. En el momento de la partida, estrechó las manos a Oliver, y esbozó de lejos un beso ligero y mudo para Sally, que permanecía estática en la puerta de la cabaña. Ella levantó la mano para devolvérselo, pero luego reprimió su propio gesto.

—¿Hacia dónde piensas marchar? —preguntó Oliver.

—No lo sé. Posiblemente tomaré otra vez mi ruta junto al cauce del río…, corriente arriba, tal vez —insinuó Gary, encogiéndose de hombros con indiferencia, casi con desconcierto.

—¡Nada de cruzar prendido al cable!, ¿eh?

—No; nada de cable —aseguró Gary—. Y vosotros seguid siempre alerta.

—Lo haremos —prometió Oliver, asintiendo sombrío—. ¡Haz tú lo mismo!

Dándole la espalda, Gary abandonó la isla y se abrió camino a través del pasadizo parcialmente desmantelado. Una vez que cruzó la abertura de donde habían sido arrancados los tablones, acomodó la mochila en una posición más cómoda y se encaminó a paso largo hacia la lejana, solitaria carretera.

Entonces le llenó el pensamiento un breve recuerdo de Sally, un grato recuerdo; pero no miró hacia atrás, para ajustar su última imagen a la que ocupaba su espíritu.

La sociedad estaba disuelta.