CAPÍTULO IV

Contaminación y cuarentena. Después de una semana, la frase sonaba como una maldición, como un término vil arrojado a un enemigo en el calor de la discusión. Los panfletos rosados habían sido diseminados por decenas de miles en todas las ciudades situadas dentro de cierto radio a partir del Mississippi. Como una nevada opaca y descolorida, cubrían densamente las carreteras cercanas al río y los bloqueados puentes.

Rock Island, en Illinois, donde no había caído ni una bomba y cuyo único padecimiento era el miedo, estaba totalmente aislada de la ciudad de Davenport (su hermana en la orilla opuesta), por una orden militar. Contaminación y cuarentena. Rock Island se asomaba por sobre el único puente intacto que cruzaba el río y se enfrentaba con la amenazante boca de un tanque blindado que sitiaba el camino real. Los cincuenta y cinco mil habitantes de Rock Island se iban convirtiendo rápidamente en un problema de orden policial, porque, interceptados todos los medios de transporte, los alimentos no llegaban. Davenport, sujeta a la ley marcial, abastecida y controlada por el ejército, estaba casi en su estado normal. El tanque montaba guardia en el puente, apuntando hacia el este: Rock Island y todo el tercio este del país debían cumplir cuarentena.

Después de una semana, algunas estaciones de radio, de uno y otro lado del río, volvieron a sus dominios en el aire; esto dio la pauta evidente de que las autoridades militares juzgaban que el peligro de una invasión ya no existía, o que se había alejado, o que, quizá, no había sido jamás planificada por el enemigo. El tipo de bombas arrojadas tornaba muy remota la posibilidad de una invasión, por cuanto la contaminación podía alcanzar del mismo modo a amigos y enemigos. En uno o dos casos aislados, en ciudades desperdigadas y distantes del interior del país, una voz en el aire había revelado que todavía perduraba allí algo de vida, que algún tipo especial de corriente eléctrica se había mantenido a despecho del bombardeo. Vacilantemente, esas voces aisladas salieron al aire en busca de noticias, de ayuda, de aliento. Gary atendió insensible a sus llamadas de auxilio, sus frenéticas demandas de información sobre el resto del país. Él había vuelto sus ojos hacia el otro lado del río preguntándose si acaso ellos prestarían atención a esas voces.

Después de una semana, ya estaba harto de atender a súplicas conmovedoras y llamadas desesperadas, a propuestas y rechazos interminables, cambiados entre dos ciudades enfrentadas a través del río.

Y, después de una semana, ya había agotado la exploración del estado, desde el límite sur de Wisconsin hasta los campos de Kentucky tendidos del lado opuesto de otro río, y había comprobado que la cuarentena imperaba en todas partes.

Estaba atrapado en Illinois, a menos que se alejara del río; a menos que se alejara hacia el oeste, bordeando el barroso Ohio, en busca de algún puente sano. Los ingenieros del ejército habían volado metódicamente todas aquellas estructuras que escaparon del ataque enemigo; todas, excepto algunas aisladas construcciones, jalonadas cada varios cientos de kilómetros, a lo largo del río divisorio. Sí, éstas permanecían intactas pero bajo estrecha vigilancia; intactas y vigiladas para algún propósito determinado, exclusivo de ellos. Y por todas partes se veían los panfletos rosados explicando fríamente la necesidad de lo dispuesto, según ellos lo entendían; suponiendo imprecisamente que la cuarentena iba a ser levantada alguna vez.

Durante todos los días de esa semana, Gary detenía a cualquiera, a todo el que pudiera darle una pizca de información o pudiera conocer o adivinar la naturaleza de la catástrofe. No tuvo éxito. Las suposiciones eran burdas e irracionales, y Gary las descartó, advirtiendo en sus experiencias que las ciudades que no habían soportado los extraños gases ponzoñosos consideraban que habían sido ex profeso, en afortunado abandono, rechazadas por las bombas.

Su sentido común le hizo comprender que los lugares por donde él iba pasando no habían sido inundados por vapores, partículas o radiaciones atómicas. En ellos vivían todavía seres humanos y animales domésticos; algunos hombres y animales continuaban aún muriéndose lentamente, pero sus observaciones sobre esa muerte cercana no encajaban dentro de ninguno de los conocimientos que él adquiriera, anteriormente. Éstos no incluían mención alguna respecto a cuerpos que iban tornándose azules o púrpura a medida que la muerte se aproximaba. No, eso no era propio de las radiaciones atómicas.

Por fin, Gary captó en la radio un trozo de conversación que lo condujo a conocer la respuesta. Rock Island reclamaba una justificación por su puente destruido; hacía presente el cúmulo de calamidades que esto le reportaba; señalaba que la pestilencia y la muerte habían perdonado a la ciudad. La tajante voz de la autoridad seguía manteniendo en Davenport un inalterable no, y anunciaba fríamente a la incomunicada ciudad que su destino estaba aún por resolverse. Los que huían de las ciudades bombardeadas se trasladaban indudablemente hacia Rock Island, y eran estos fugitivos los que iban difundiendo la plaga, hilvanando la mortal contaminación a medida que se movían.

—Pero, ¿qué plaga? —le gritó Gary en voz alta a la radio, y escuchó cómo Rock Island repetía como en eco su pregunta, con una opaca pasividad que desmentía aquellos hechos.

La autoritaria voz de Davenport contestaba en un tono de punzante insistencia; hablaba de dos diferentes tipos de gérmenes que habían sido identificados y agregaba que sólo Dios sabía cuántos otros les habrían arrojado. La voz repitió el nombre de dos de ellos: el de «la peste neumónica» y el del «botulismo». Y después retornó de nuevo al insistente no.

Gary siguió escuchando durante varios minutos, pero no hubo más alusión a los sucesos ni más explicaciones sobre sus causas. Apagó la radio y, enloquecido, condujo el coche a lo largo del camino buscando a alguien que pudiera conocer el significado de esos términos; deteniendo a los extraños, con la amenaza del rifle si no lograba detenerlos de otro modo; interceptando incluso a hombres armados que patrullaban sus pueblos o sus granjas, para exigir de ellos la imposible respuesta a sus preguntas.

Nadie sabía contestarle.

Por fin después de una semana, encontró otra salida a sus angustias.

Tomó el camino que llevaba a Bloomington, evitando los escombros y los autos abandonados que colmaban las calles, desviándose del camino cuando la visión y el olor de alguno de los cadáveres amenazaba con revolverle el estómago; y dio vueltas y vueltas por el barrio céntrico hasta que por fin pudo encontrar la biblioteca pública. Tuvo que destrozar la pesada puerta de vidrio. Después, revisó las largas y altas hileras de libros, con creciente impaciencia, sin encontrar nada que le resultara útil. Pasada una hora, subió por la escalera hasta el segundo piso, para inspeccionar qué había almacenado allí. El descansillo de la escalera se abría sobre un inmenso salón de lectura invadida por un silencio sobrecogedor, ocupado ahora sólo por las mesas, las pilas de revistas y los diarios publicados en otras ciudades. Inmediatamente a su derecha estaba el polvoriento escritorio del empleado que atendía al público y, detrás del escritorio, los anaqueles conteniendo lo que él buscaba: los tomos de una enciclopedia. Apartó bruscamente el escritorio y llegó hasta ellos.

Al principio «botulismo» no adquirió ningún sentido aplicado al mundo concluido que yacía fuera de la biblioteca. El botulismo era un envenenamiento producido por ingerir alimentos en los que se había desarrollado una bacteria. En cuanto a «peste neumónica», la enciclopedia decía: «Ver Peste, Pestilencia, etc.». Gary dejó caer el pesado volumen y sacó otro. «Peste» fue dándole lentamente una respuesta mientras que sus anhelantes ojos saltaban por sobre los párrafos historiográficos, para detenerse al final de la columna. La referencia que encontró allí era: «Ver también Guerra Biológica».

Gary abandonó la página que estaba leyendo y buscó otro volumen. En ése, con ocasionales referencias a lo anteriormente leído, encontró la alarmante respuesta. Llevó ambos tomos a una mesa cercana, los mantuvo abiertos y se sentó.

La guerra biológica se había iniciado en forma limitada durante la conflagración del catorce, cuando se sospechó que los agentes enemigos habían inyectado gérmenes mortíferos en el ganado norteamericano embarcado para el extranjero.

La guerra biológica se convirtió rápidamente en una costosa y prolijamente clasificada organización con vida propia, durante el conflicto mundial que se inició, para América, en diciembre de 1941. A lo largo de la guerra, Estados Unidos invirtió más de cincuenta millones de dólares en efectuar nuevos experimentos de destrucción biológica, y reclutó unos tres mil científicos para la tarea de descubrir nuevas formas de muerte. Se aislaron sustancias ofensivas y defensivas; la más importante entre las primeras, por ser tan venenosas, fue la toxina del botulismo.

Esta toxina había sido eficazmente aislada en formas puramente cristalinas, y se estaban perfeccionando los métodos para producirla en gran escala. En realidad, una gran producción era absolutamente innecesaria, por cuanto el veneno era tan mortífero que, asimilado por vía oral, bastaba la séptima parte de un miligramo para producir fatales consecuencias; treinta gramos alcanzaban y sobraban para destruir ciento ochenta millones de personas.

El comando militar había pensado en la posibilidad de introducir esta toxina en los alimentos y en los suministros de agua del enemigo, ya fuera por medio de agentes, ya pulverizándolos desde el aire. No manifiesta, pero sí implícita, estaba la definida posibilidad de introducirla por medio de proyectiles de largo alance, tanto dirigidos como de trayectoria libre. Gary detuvo la lectura y elevó los ojos para observar la luz del sol a través de las ventanas. Buscó un cigarrillo, se detuvo para observarlo críticamente, y por fin se lo llevó a la boca. Al texto, la frase siguiente le llamó la atención: «Entre los tipos de enfermedades aplicables a la guerra biológica está la peste neumónica…». Se detuvo de nuevo y pasó al otro volumen.

La peste neumónica era un tipo distinto de agente mortífero. La palabra peste, en sí, era una oscura supervivencia de los tiempos medievales, en los que la peste bubónica asolaba un país y llegaba a diezmar completamente la población de una ciudad. Se le había dado el nombre de peste neumónica a una forma clínica en la que los órganos más afectados eran los pulmones. La enfermedad se transmitía directamente por el simple contacto o salpicadura de la saliva bucal o los esputos pulmonares de una persona enferma. «La infección puede extenderse», Gary volvió la hoja, «a otras partes del cuerpo, declarándose entonces una septicemia». Seguía a continuación una ilustración gráfica de los síntomas de ambos grados de la enfermedad, y la acotación de que en el primer grado era mortal en el noventa y cinco por ciento de los casos, y en el segundo (el de septicemia generalizada) lo era sin excepciones. En cuanto a duración, la muerte podía sobrevenir el mismo día en que aparecían los primeros síntomas, o demorarse dos o tres días. El párrafo final atrajo poderosamente su atención. En él se aclaraba que las víctimas de la peste asumían un color púrpura o cianótico, típico de las últimas horas en todas las formas de la peste y explicable por la insuficiencia respiratoria. A esta coloración debía el nombre vulgar de «muerte negra».

Gary aspiró lentamente el cigarrillo, sintiéndose molesto con el sabor. Su mirada se desvió de nuevo hasta la línea brutal que hallara en el otro artículo:

«Entre los tipos de enfermedades aplicables a la guerra biológica están la peste neumónica, la influenza, la fiebre amarilla, el dengue, el muermo…».

Los Estados Unidos, a causa de su particular aislamiento geográfico, serían altamente vulnerables frente a un ataque biológico. Las enfermedades infecciosas podían ser diseminadas por vía aérea o de cualquier otra índole, y luego estarían en condiciones de propagarse libremente. La peste neumónica, por ejemplo, una de las enfermedades más contagiosas y altamente peligrosas que se conocían, podía difundirse fácilmente de este modo.

La guerra biológica podía ser un arma tan destructiva y tan mortífera como la bomba atómica y tenía además la ventaja de ser un sistema eficaz y poco costoso de emprender una guerra no declarada. Una nación podía ser rápida y definitivamente inutilizada, si a su pueblo se lo sometía a…

Cerró de golpe el libro; dejó caer el cigarrillo al suelo, pisándolo distraído; se reclinó en la silla, y clavó los ojos taciturnos en el cristal de la ventana, inmóvil, inconsciente del paso del tiempo, hasta que el sol le dio en el rostro, hiriéndole la vista.

De modo que eso era lo que les habían arrojado. Pero, ¿quién lo había hecho?

Algunos que estuviera al este de ellos…, al norte y al este; al menos el bombardeo parecía venir de esa dirección. Todo el noreste, la tercera parte de la nación, estaba hundida, pulverizada y despoblada por culpa de las bombas y los proyectiles que habían caído desde el cielo. Con bombas atómicas se habían atacado las grandes ciudades; con gérmenes de peste neumónica, las pequeñas; la toxina del botulismo se desparramaba por todas partes. Anulando las fuentes de agua, los campos de cereales y, en una palabra, todos los centros donde la gente se agrupaba, comía y bebía, algún enemigo del noroeste había inutilizado por completo la potencia industrial y a la mayor parte de la población. Por lo visto, el bombardeo no se había extendido al oeste, ni tampoco al oeste medio, dado que el Mississippi señalaba la línea divisoria entre la zona sana y la contaminada. El gobierno había manifestado fría y claramente su posición al respecto por medio de los volantes rosados: la región oriental debía permanecer incomunicada para proteger al resto del país. Gary se preguntaba qué era lo que quedaba del gobierno.

El Primer Ejército, emplazado en Governor’s Island, Nueva York, tenía a su cargo la defensa general del país. El hecho de que un cuartel general del oeste tuviera ahora a su cargo la defensa demostraba claramente cuál había sido el destino de Governor’s Island. Incluso Washington había admitido hacía tiempo lo que podía sobrevenir, desde el momento en que se habían construido abrigos antiaéreos secretos debajo del edificio del Pentágono, y cámaras militares y gubernamentales supersecretas en lo más hondo de las verdes y ondulantes colinas de Maryland y Virginia. En estas cámaras todavía podía existir gente viva, pero tampoco ellos escapaban a la cuarentena, porque estaban del lado condenado del río. Gary recordó que en la pasada guerra (aquella que lo había absorbido diez años atrás), el refugio subterráneo de Hitler había demostrado a la postre ser inútil.

Pero este ataque, ¿de dónde provenía?

Del noreste…, de algún enemigo cuyos proyectiles y bombas habían sido concentrados sobre la zona este del país, por razones tácticas y económicas. El ataque podía haberse originado en alguna zona tan próxima como Groenlandia: una isla casi tan extensa como un continente y deshabitada en sus nueve décimas partes. Siendo así, Groenlandia no tendría mayores reparos en diseminar la muerte sobre las zonas más inmediatas del Canadá y Estados Unidos, permitiendo que el este y el sur escaparan de una devastación inmediata, sólo para caer, poco después, víctima de la peste. La plaga se expandería con la misma rapidez con que huyera la asustada población. Gary comprendió que ya, por entonces, debía de haber alcanzado hasta el extremo sur de Florida; y que se habría extendido velozmente hasta las montañas Rocosas de no haber sido por el río y las órdenes de las proclamas rosadas.

El sol le dio de lleno en los ojos. Se levantó, abandonando la silla.

Él estaba inmunizado. La semana que había transcurrido era prueba evidente. No veía, pues, razón alguna por la cual no pudiera cruzar el río y reingresar en la milicia. Al menos, el ejército le ofrecía seguridad, una valiosa seguridad, inestimable ahora que la muerte acechaba al país de tantos modos y que la comida comenzaba a escasear. Esa comida estaba contaminada y sin embargo, él ya la había ingerido y también había bebido agua.

Gary se sentó nuevamente para descifrar el enigma. Empezó por reconsiderar los hechos a partir de la mañana en que se despertó en el hotel arruinado. Todo cuanto comió desde entonces había sido envasado, y los líquidos provinieron siempre de botellas cerradas. Había dejado de lado la carne, los vegetales y el pan que halló en los negocios, a causa del moho y el hedor a podredumbre. No había tenido ocasión de prepararse café, porque no surgía agua de los grifos. Y así, se había limitado a las latas y a los líquidos embotellados. Pero… ¿y qué había pasado cuando se afeitó? Aquella agua estaba estancada; limpia aunque estancada. Dedujo que había permanecido incontaminada en los depósitos de los baños, por los menos desde el día anterior al bombardeo. Y desde entonces, él no había bebido más que líquidos envasados o agua fresca extraída de los manantiales del campo, obligado a ello por estar secos los pozos o por la falta de cisternas cercanas. El angosto margen que hubo entre la vida y la muerte, su vida y su muerte, le dio vértigos. ¡Si el agua hubiera seguido fluyendo por los grifos…!

De modo que los únicos alimentos que podían considerarse innocuos estaban apilados en los estantes de los almacenes. Pero a pesar de la inmensa mortandad, había todavía unos miles de personas errando por toda la zona comprendida entre el río y el Atlántico; los almacenes no podrían abastecerlos eternamente, y en un futuro muy próximo estallaría una situación de aguda crisis. Cuando los alimentos empezaran a escasear, otro tipo diferente de plaga se propagaría entre los supervivientes.

Sería cuestión de ser más rápido o… de morir.

Gary se dispuso a ser rápido aun antes de que la necesidad de serlo lo acuciara. Abandonó rápidamente la biblioteca, consciente de que había desperdiciado varios días, y descendió las escaleras casi saltando, con ambos volúmenes bajo el brazo. Distraídamente cerró tras de sí la destrozada puerta, arrojó los libros sobre el asiento del coche y puso en marcha el motor, esforzándose en recordar la ubicación de la calle por la que corría la carretera que atravesaba la ciudad. Se detuvo sólo una vez en la ciudad muerta, para proveerse de tabaco en los estantes de un quiosco abandonado. Luego, tomó rumbo hacia el sur siguiendo la carretera que lo llevaría, presumiblemente, hasta el límite de Kentucky.

Mientras conducía recordó fugazmente a la muchacha, la joven Irma…, ¿cómo había dicho que se apellidaba?… Se preguntó qué habría sido de ella en toda esa semana, a partir del día en que se separaron; qué habría hecho desde que lo abandonó junto al puente destruido…, o quizá desde que él la abandonó a ella. ¿Dónde estaría en ese instante?

La noche lo sorprendió, todavía camino del sur.

Avanzaba cautelosamente, absteniéndose de usar los faros por temor de que sus brillantes rayos pudieran atraer un tiroteo. La blanca faja de cemento no era muy difícil de observar a medida que se acercaba ante sus ojos. Conducía manteniendo solamente el tenue reflejo de las luces de posición, como advertencia para cualquiera que pudiera cruzarse en su camino.

A lo lejos, sobre el horizonte, un invisible edificio iluminaba la noche con el resplandor de sus llamas. Supuso que sería otra de tantas granjas.

En cierto momento, durante las primeras horas de la mañana, detuvo el auto unos minutos para estirar las piernas. Quedóse de pie, inmóvil, contemplando las primeras estrellas del alba. Mientras estaba allí, a medias despierto en la desolada calma de la fugitiva noche, percibió el ruido de otro auto que se acercaba; oyó aproximarse rápidamente el rumor de un motor, y el peculiar chirrido de las llantas calientes mordiendo el cemento del camino. Se volvió con rapidez, y descubrió a lo lejos el reflejo de un esquivo faro buscahuellas que iluminaba escrutador el cielo y la tierra.

Gary vaciló sólo unos segundos. Inmediatamente se acomodó tras el volante, para mover el auto hacia el frente. Cruzó diagonalmente el camino, hasta dejar que las ruedas delanteras fuera a descansar en una de las cunetas. Desconectó el motor; apagó las luces, y saltó nuevamente afuera, pero dejando una puerta abierta, como si al auto hubiera sido abandonado. Retrocedió unos cien pasos por la carretera, la atravesó y se acostó en la cuneta opuesta a donde había quedado el coche, para vigilar la aproximación del auto desconocido, con los ojos situados escasamente sobre el borde de la cuneta.

El motor rugió aproximándose en la oscuridad, sin esforzarse para nada en ser cauto y sigiloso. El ruido del motor y la luz del faro buscahuellas se hizo evidente en la soledad nocturna. Cuando se hallaba a menos de mil metros de distancia, Gary se deslizó más hacia atrás en la cuneta, apretándose en el fondo y escondiendo la cara, para evitar que su contrastante blancura lo delatara. Supuso que el otro coche marchaba a unos ciento cincuenta o ciento sesenta kilómetros por hora. Por encima del ruido del motor, le pareció oír a alguien que gritaba y daba alaridos.

El auto llegó veloz. El abanico de rayos del busca-huellas iluminó fugazmente el lecho de la cuneta, y Gary vio sus propias manos extendidas ante sí. La luz se mantuvo un segundo frente a él, sobre él, y pasó como una exhalación, dejando de lado a Gary y a su automóvil, como si ambos fueran objetos inexistentes. Con todo cuidado, Gary elevó los ojos hasta el borde de la cuneta, clavándolos en las rojas lucecillas traseras que se iban amenguando en la lejanía. Se quedó donde estaba, mirándolas hasta que desaparecieron de su vista, hasta que los lejanos rayos de los faros se perdieron en la noche, hasta que incluso el ruido del motor y los neumáticos se incorporaron a la nada. Entonces trepó nuevamente al camino.

Bueno, y… ¿por qué se había comportado así? La pregunta lo perturbaba. ¿Era sólo por un recelo previsor, creado en él durante el antiguo entrenamiento de las batallas? ¿O no era otra cosa que miedo despertado por un auto moviéndose en la oscuridad? Los ocupantes no se habían interesado en su coche; ni siquiera habían disminuido la velocidad para darle una ojeada. ¿Por qué, pues, había tomado todas aquellas precauciones?

Cruzó el camino en dirección al auto y se quedó parado mirándolo, mientras pensaba todavía en el otro automóvil. No pudo encontrar ninguna respuesta a sus temores, pero comprendió que él había deseado realmente actuar con cautela. Contemplando la parte trasera de su auto, recordó el rojo brillante de las luces traseras del otro coche y, sin detenerse a analizar las razones de su impulso, destrozó a puntapiés los dos cristales rojos y las pequeñas lamparillas que éstos recubrían. Se dirigió al tablero, encendió las luces de posición y volvió de nuevo al paragolpes trasero: ya no existía ningún resplandor indiscreto.

Gary giró el coche hasta el pavimento y tomó otra vez el camino hacia el sur, hacia Kentucky. Avanzaba lentamente, con las ventanillas abiertas de modo que pudiera oír si acaso se aproximaba otro coche; marchaba vigilando atentamente el largo camino que se extendía delante, y el espejo retrovisor, para poder percibir a discreta distancia cualquier luz que pudiera aproximarse. Sólo después de la salida del sol, abandonó la carretera principal y penetró en un polvoroso camino secundario, para detenerse a dormir un poco.

El puente que cruzaba el Mississippi estaba intacto; era de los pocos que el ejército había mantenido así. Gary había encontrado y dejado de lado otros dos puentes antes de llegar a aquél. El lado opuesto de aquella intacta estructura estaba, como en los otros puentes, estrictamente vigilado. Un gran camión de transporte de tropas, estacionado a través del puente, inmediatamente más allá de su punto medio, lo bloqueaba. En la parte trasera del camión, dos soldados montaban guardia junto a una ametralladora pesada. Detrás de ellos, Gary divisó una patrulla armada vigilando por si sucedía algo. Se propuso ser ese «algo».

Paró el auto junto al puente, bajó de él y caminó por el tramo que se extendía ante el camión observando con cautela a los dos hombres parapetados detrás de la ametralladora. Cuando uno de ellos se movió, Gary se detuvo súbitamente. Se desabotonó la camisa, desprendió la cadena que colgaba de su cuello y sujetó en el aire, bien altas, las insignias del ejército, presintiendo que había llegado el momento crítico cuando el sol de la mañana reverberó sobre la metálica superficie de los distintivos. Uno de los artilleros de la ametralladora llamó a alguien que estaba detrás de él. Inmediatamente, un tercer soldado se juntó a la pareja que estaba apostada en el camión. El recién llegado estudió apresuradamente a Gary con sus prismáticos y luego descendió del camión, previa orden del artillero. Gary, al tanto de la rutina militar, sabedor de la orden impartida, esperaba. Tras largos minutos, el tercer hombre reapareció en escena, acompañado esta vez de un oficial que llevaba una banda blanca pintada en la pared delantera de su casco. Ambos hombres se detuvieron junto al camión y tomaron sus prismáticos para observarlo.

Gary enderezó uno de los distintivos, de modo que pudiera ser leída su inscripción, y lo sujetó entre el pulgar y el índice, observando esperanzado a la patrulla. Era sumamente dudoso que los prismáticos tuvieran poder suficiente para captar la pequeña escritura a tanta distancia, pero de todos modos valía la pena intentarlo. Manteniendo el distintivo en el aire, indicó una lenta aproximación hacia el centro del puente. De inmediato advirtió que su intento había sido vano y que había cometido un fallo al echar a andar. El oficial dio media vuelta, enfrentando a uno de los guardias armados, y Gary se aplastó de un salto contra el suelo, en el momento en que el hombre levantaba el fusil. Mientras caía comprendió que el gesto no perseguía más que la advertencia: la carabina apuntó al cielo y un único estampido silbó en el aire sobre su cabeza. Gary retrocedió arrastrándose unos cinco metros antes de incorporarse sobre sus pies. Cuando se paró, apretó las insignias en el puño y lo sacudió ante el oficial, que seguía vigilándolo.

El oficial no dio respuesta alguna.

Gary se retiró hasta el automóvil y se sentó en él, dando la cara al puente. Poco después, el oficial y otro de los hombres abandonaron el camión mientras los dos hombres de la ametralladora retornaban a su perpetua vigilancia. Gary los contemplaba. Sintió que un repentino resentimiento contra ellos lo invadía y, haciendo bocina con las manos, les gritó una única, significativa palabra. La palabra era sinónima de machos cabríos.

—Eso va también por mí —interrumpió una voz tranquila.

Gary se volvió asustado y alerta. Un soldado barbudo y despeinado estaba apoyado contra uno de los tirantes del puente, no muy lejos. Tenía el uniforme hecho andrajos.

—¿De dónde demonios viene usted? —inquirió Gary.

—De por aquellos campos —dijo el otro, señalando con el pulgar—. Estaba durmiendo, pero el tiro me despertó. Una cálida bienvenida, ¿no?

—¡Voy a cruzar el puente, aunque tenga que romperme los cuernos contra los de esos malditos…!

—Por supuesto. Yo dije lo mismo hace tres días.

Gary lo miró fijamente.

—¿Sí? —Entonces tomó una decisión—. Siéntese y dele un descanso a sus pies.

—Estaba esperando su invitación —dijo sarcásticamente el soldado—. Hay prójimos que son muy quisquillosos para admitir compañía. —Cruzó por el camino y se sentó junto a Gary—. ¿Tiene tabaco?

Gary le tendió un paquete de cigarrillos.

—¿No nos dejarán llegar?

—No. Ni a nosotros, ni siquiera a un general si es que está en este lado del agua. El teniente dijo que lo sentía mucho, pero que era así.

—El teniente dijo… ¿Es que habló con usted?

—Por medio de señales. Yo soy del Cuerpo de Señales, ¿sabe? El otro día me quité unas ropas y me hice también mis banderines, Tuvimos una buena charla. El teniente se llama McSneary, a menos que se me haya escapado alguna letra. Es un tipo decente, pero inclinado a ser pesado con las órdenes. Yo me llamo Jay Oliver.

—Y yo, Gary —dijo éste pensativo vigilando a los dos hombres de la ametralladora—. Hasta hace una semana, era cabo… ¿De modo que no hay forma de pasar al otro lado?

—No como hombre vivo. MacSneary fue bien claro en cuanto a eso. Yo le hice notar que todavía estaba vivo y sano, tanto como hambriento, pero me contestó que yo podía estar difundiendo la enfermedad aunque no la hubiera contraído aún. Muy lógico, por supuesto. Dijo que todos nosotros, los que todavía quedábamos vivos en este lado, éramos agentes portadores de la peste. Creo que habrá leído esto en algún informe del ejército y, aun sin comprenderlo del todo, le habrá parecido un argumento sólido, y por eso me lo endilgó a mí.

Gary seguía contemplando la ametralladora.

—Ahí en el auto, hay unos libros que explican ese tema —dijo por todo comentario.

—Estoy familiarizado con el asunto —contestó Oliver—. Fui profesor de ciencias hasta que me reclutaron. Es un título que lo abarca todo, si es que esto es posible. Yo enseñaba ciencias en la escuela superior de una pequeña ciudad de Indiana. Biología, física, química, astronomía… se suponía que todas me eran familiares: cómo construir una batería con pilas en que los electrodos actuaran en medios líquidos; dónde quedaba Orion; los martes hacer la disección de una rana; los miércoles enseñar a las chicas cómo preparar por sí mismas sus cremas de belleza; y desde 1945, todas las clases, una otras otra, penetrando hasta en los dominios de la teoría nuclear —algún recuerdo le arrancó una sonrisa—. Pero jamás llegué a producir una bomba.

—¡Oh, ésta es una endemoniada situación!… Debíamos estar defendiendo a nuestro país; pero esa gente no nos dejará hacer nada. ¿Qué pasará si somos invadidos?

—Amigo, pienso que ésa es una preocupación que jamás tendremos que enfrentar nosotros, los que estamos de este lado del río —Oliver sacó otro cigarrillo del paquete—. Nuestros camaradas de la ribera opuesta puede que tengan que sostener varios encuentros en un futuro inmediato; pero nosotros estamos fuera de acción… El enemigo ha convertido esta parte del país en algo tan absolutamente insufrible, que ni siquiera él se atrevería a acampar aquí. Todo esto me hace pensar que no se ha preparado ninguna invasión —se detuvo para encender el cigarrillo—. Nuestro buen teniente MacSneary es bastante impreciso en cuanto a lo que ha sucedido… Las comunicaciones deben de estar en un triste estado, cuando el mismo ejército no sabe con certeza qué es lo que está pasando. Pero la clave de todo esto está en averiguar quién nos ha atacado. Bombarderos de largo alcance, cohetes y, según parece, quintacolumnistas que han contaminado los depósitos de agua: es todo lo que sabemos. Pasaron en flotillas de bombarderos (el teniente no sabe bien cuántas), y entre los bombarderos y los cohetes se las arreglaron para pulverizar cuanta ciudad importante hay a este lado del río. Nos obsequiaron con bombas atómicas y por lo menos con dos tipos de enfermedades, y puede haber mucho más que no se haya descubierto todavía… Supongo que también han diseminado el carbunclo sobre el ganado —Oliver agitó su mano en dirección a los campos que se extendían detrás de ellos—. Ha sido una astuta maniobra: destrozar la mitad del país y no perder más que los pilotos.

—Preferiría estar al otro lado —declaró Gary.

Oliver asintió.

—Pienso lo mismo. Hacer frente al enemigo es preferible a luchar contra lo que viene tras nosotros…, y lo tendremos pronto detrás; no lo dude.

—Yo tenía recursos —declaró Gary, siguiendo el pensamiento de Oliver—, armas, comida un buen coche… Un raterillo se escapó con todo.

—Los pequeños rateros aprenden pronto.

—Éste era una muchacha…

—¡Oh!…

—Ella aseguraba que tenía diecinueve años —continuó Gary—. Pero parecía tener dieciséis y actuaba como de esa edad, por el modo con que andaba por todas partes recogiendo trastos y chucherías. Como de diecinueve, actuó tan sólo una vez.

Oliver arrojó suavemente el cigarrillo y se quedó mirando el humo.

—Te sugiero que nos unamos —dijo de pronto, iniciando el tuteo—, si no te molesta la compañía. Busquemos un camión y metamos en él todo lo que podamos. Dentro de otra semana, los almacenes quedarán vacíos: la idea de asaltarlos se está propagando con rapidez.

Gary clavó la vista en la patrulla que custodiaba el puente.

Oliver agitó la cabeza.

—Entonces, ¿tú no crees…?

—No. He estado aquí durante tres días. McSneary dijo «no». Yo me he resignado a la idea de la cuarentena… Puede que dure varias semanas, o que se extienda hasta varios meses… Te sugiero que te resignes tú también.

—¡Maldita situación…!

—Por el momento, lo más urgente son los alimentos… ¡Y las armas! Porque cuando la gente de acá empiece a morirse de hambre, empezarán también los tiros.

—Es cierto —Gary estiró sus miembros y con una mano se restregó la barba—. Bueno, vamos andando. Tengo hambre —arrojó una última mirada a los hombres encuadrados tras la ametralladora, los amenazó nuevamente con el puño, repitiendo la única y significativa palabra que antes les había gritado.

—Lo mismo digo —agregó Oliver.

Subieron al coche de Gary y regresaron por el interrumpido camino, que lentamente se alejaba del río y serpenteaba a través de bajas y fangosas tierras hacia las próximas colinas. El calor era intenso, y no corría ni un soplo de aire. Gary miraba sin cesar al espejito para observar el puente que se desvanecía gradualmente a sus espaldas.

—¡Imbéciles!…

Los centinelas, algo desconcertados, observaron cómo el coche se perdía de vista. Uno de ellos pensó que debía reponer la bala que había disparado. El silencio volvió a reinar sobre el puente.