CAPÍTULO III

Gary se despertó con el sol que, a través de la persiana semiabierta la noche anterior, le daba en la cara. En la alcoba reinaba silencio y reposo absolutos. Era una habitación amplia y limpia, totalmente distinta de la asquerosa celda en que se despertó el día anterior.

Luego de unos instantes, la silenciosa calle que se extendía bajo la ventana atrajo su atención; entonces recordó dónde se hallaba y lo que le había sucedido. Precisamente lo asombroso era que no le había sucedido nada. No se movió. No se levantó ni corrió hacia la ventana para ver si la ciudad se había transformado durante la noche, para ver si los muertos habían resucitado y transitaban en forma normal por las aceras. No habría ningún cambio milagroso. En una noche no podía borrarse la pesadilla que había asesinado una ciudad. El día y la noche anteriores habían sido demasiado reales, demasiado parecidos a los de aquellas ciudades de Francia e Italia. La ciudad estaba muerta. Su inmediata preocupación era saber cuántas otras habían muerto junto con aquéllas; cuántas otras habían desaparecido bajo el fuego enemigo.

Averiguarlo y… regresar otra vez al ejército.

Mientras tanto, ¿qué podía hacer con Irma? ¿Llevarla con él y entregarla a la Cruz Roja?, ¿o deshacerse de ella, abandonándola allí, en la ciudad en que vivía? Volvió sus ojos a la otra cama: estaba vacía.

Gary se irguió alarmado. ¿Acaso lo había abandonado?

Saltó de la cama con los pies desnudos, y caminó pesadamente sobre la alfombra hasta llegar delante de la cómoda. La linterna estaba todavía allí, pero las joyas habían desaparecido. Cruzó rápidamente la alcoba, hacia la puerta que daba al pasillo; tiró del picaporte y advirtió que la hoja se abría. La llave no estaba en la cerradura. Irma había cerrado la habitación por fuera y lo había abandonado, huyendo con el fruto de su hurto. Gary quedó parado junto a la puerta, pensando en la muchacha.

«Diecinueve años… Y dijo que podía demostrarlo…». ¡Bien lo había demostrado! Miró la arrugada cama que ocupaba la muchacha y dijo en voz alta:

—¡Bonita complicación!

Después se metió en el cuarto de baño.

A excepción de dos o tres pastillas de jabón del hotel, el armario de espejos incrustado en la pared estaba vacío. Con disgusto, lo cerró de golpe, y una cara sucia, de barba crecida, se clavó ante sus ojos. Los grifos del lavabo no daban ni una gota de agua. Estaba a punto de abandonar el baño cuando sus ojos tropezaron con el depósito de agua del inodoro. Levantó la tapa de porcelana y, corriendo el flotador de su lugar, hizo un hueco con las manos, las sumergió en el recipiente y se lavó la cara. El agua sentó bien a su piel. Llenó repetidas veces sus manos para derramarlas sobre su cabeza, dejando que el agua le corriera a lo largo del cuerpo. Media docena de toallas limpias colgaban del toallero. Mientras se secaba, el espejo mostró otra vez la visión de su rostro barbudo.

Abandonó el cuarto de baño y caminó hacia la puerta del pasillo, olvidando que estaba cerrada con llave. Lo recordó cuando el picaporte se resistió a su mando. Masculló una impulsiva amenaza contra la muchacha. Cruzó por la puerta medianera hasta la habitación adyacente, por donde al fin salió al corredor del hotel. Mientras iba escaleras abajo, tomó mentalmente nota del número de las habitaciones cercanas al vestíbulo, y cuando llegó a la planta baja, extrajo del tablero las llaves correspondientes a aquellos cuartos. Inspeccionando por el vestíbulo, encontró el almacén. Para abrirlo, se valió de una pesada silla que arrojó contra la puerta cerrada. Los estantes le ofrecieron la oportunidad de agenciarse con un equipo de afeitar, y eligió un puñado de complementos que trasladó al segundo piso.

La primera pieza que abrió era un saloncillo, y se retiró impaciente por la pequeña pérdida de tiempo. Las dos siguientes contenían cadáveres sobre las camas: las abandonó también a escape. Cuando encontró por fin una vacía, cerró la puerta y corrió el pestillo, llevando enseguida los utensilios al cuarto de baño. Levantó en seguida la tapa de porcelana del depósito del inodoro y se valió de las manos para llenar de agua el lavabo.

Se afeitó; se recostó luego en la cama, y abrió un paquete de cigarrillos que había tomado en el almacén. Fumó varios seguidos, hasta sentirse plenamente satisfecho de sabor a tabaco. En ese instante descubrió que se había olvidado de vestirse. Renegando de su propio descuido, saltó de la cama, descorrió el pestillo de la puerta, salió, y subió los dos tramos de escalones que lo separaban del cuarto piso y de su propia habitación.

Halló ambas puertas abiertas: la que él había utilizado para salir y la que Irma había cerrado con llave. Detuvo sus pasos y se puso a escuchar. La muchacha estaba dentro, llorando a más no poder.

Gary se detuvo bajo el dintel de la puerta, y vio a Irma tirada sobre la cama de él.

—¡Eh, basta de llantos! —dijo con voz fuerte y seca.

Ella se volvió rápidamente, levantó su cabeza para mirarlo y al instante, con un grito de alegría, se lanzó a través del cuarto para arrojarse sobre su pecho. Él la sujetó en defensa propia, abriendo los brazos para estrecharla e impedir que la brusca arremetida de ella lo empujara hacia atrás. Irma se apretó a él salvajemente, llorando todavía.

—No sigas lloriqueando. ¡Te he dicho que no sigas! —Gary la sacudió con fuerza.

—¡Creí que te habías ido! —las palabras sonaban apagadas, porque la boca de ella se apretaba contra el pecho de él—. ¡Creí que me habías abandonado! —la muchacha se abrazó posesivamente a su cintura.

—Eso es lo que yo pensé de ti.

Ella levantó el rostro hacia él.

—¿Qué dices?

—¿Adónde has ido?

—¡Oh, Russell!… ¡te has afeitado!

—¿Adónde has ido? Cuando me desperté te habías marchado.

Ella le sonrió y volvió la cabeza, señalando con el gesto hacia la cama.

—Mira lo que tengo. ¡Oh, tengo millones de cosas hermosas!

Él miró y vio una bolsa de almacén de tamaño gigante, con las costuras reventando por todo lo que estaba apretado y embutido dentro de ella.

—¿Qué es eso?

Irma lo soltó entonces; enderezándose, se separó de él y corrió junto a la cama para volcar el contenido de la bolsa sobre la arrugada sábana. Gary se quedó mirándolo, incapaz de creer lo que veía.

—¡Madre de Dios! ¿Por qué continúas coleccionando tanta basura? Nada de eso sirve para comer.

—¡Son mías! Voy a guardarlas. ¡Quiero guardarlas todas! —dijo Irma, mientras hundía sus dedos en el montón de joyas, dejando sensualmente que las piedras se escurrieran por entre sus dedos—. ¿No son preciosas, Russell?

—No sirven para comer —repitió él—. Y si quieres seguir viva, harías mil veces mejor en coleccionar alimentos. ¿Por qué no has traído algo comestible?

—Yo nunca había visto tantas alhajas juntas… ¡Son tan hermosas! —ella elevó los ojos hacia él, y observando entonces su cuerpo desnudo, se echó a reír—. ¿No habría sido mejor que te pusieras algo encima, Russell?

Él recogió sus ropas del suelo y se lanzó hacia la pieza contigua, cerrando la puerta con furia.

Tomaron el desayuno en forma similar a como habían cenado la noche anterior, con alimentos envasados, que comieron sentados en el borde de la acera, ante un almacén de comestibles. No fue muy suculento. Luego, Gary dijo que necesitaba un auto nuevo, del que pudiera proveerse en cualquier garaje o negocio de venta de autos; y quería que fuera un auto ligero, que no consumiera mucha gasolina. Ella lo condujo a varias agencias de automóviles, y él eligió por fin un «Studebaker» sedan, que hallaron en exposición en un negocio.

—¿Por qué eres tan exigente? —le preguntó Irma con impaciencia—. ¿Por qué no has tomado uno de esos coches que están parados en la calle? Nadie podía impedírtelo. Dime, ¿hacia dónde vamos?

—¡Sólo Dios lo sabe! Nos vamos de inmediato de esta ciudad, pero no sé hacia dónde. ¿A Chicago?… ¿Y si también la han bombardeado?… ¿Te imaginas si tenemos que hacer todo el camino hasta Nueva York, o acaso hasta California? ¿Qué porción del país ha sido bombardeada? ¿Lo sabes? ¿En qué lugar encontraremos gente viva?

—No sé. No sé.

Estaba asustada.

—Tampoco yo sé nada; pero tenemos que averiguar algo en alguna parte. En algún sitio estará el ejército o la Cruz Roja. Tenemos que encontrarlos. ¡No puede ser que todo este maldito lugar esté muerto! —Gary subió al auto y conectó el motor, prestando atención a sus ruidos—. Necesito que este auto me sirva para un gran recorrido. Hay que conseguir provisiones para mucho tiempo. Entonces partiremos. Sube. Vamos a buscar una armería.

—¿Una armería?

—Necesitamos pistolas… rifles. Indícame un establecimiento de armas.

—No conozco ninguno —dijo Irma descorazonada.

—¡Equipos de deporte! —gritó Gary a la muchacha—. Una ferretería importante o un…

—¡Ah!, ya sé —lo interrumpió ella—. Conozco un lugar donde venden equipos de pesca, botes y cosas de ese tipo.

—Eso es lo que quiero.

Gary sacó el «Studebaker» fuera del garaje, atendiendo al zumbido del motor.

Llegados al lugar, mientras ella permanecía observándolo distraídamente, él descolgó de un armero de la pared una pesada carabina 30-30, y un rifle «Marlin» calibre 22. Cargó a la muchacha con las cajas de municiones, y ella tuvo que acomodarlas en la parte de atrás del coche. Luego se dirigieron hasta el almacén donde se habían proveído para las comidas anteriores, con el propósito de cargar de alimentos el maletero del auto. Al entrar, Gary tropezó con montones de restos que no estaban allí cuando él fuera al lugar en busca del desayuno; inspeccionó el lugar cuidadosamente antes de permitir que entrara la muchacha. Ella habría elegido mercancías caprichosas, golosinas y alimentos inútiles, si él no hubiera impuesto sus constantes órdenes durante la selección, llenándole los brazos con sopas y carnes envasadas y distintas variedades de vegetales, frutas y jugos concentrados. También se acordó de cargar una caja de latas de leche condensada.

Ella protestaba con insistencia:

—Pero, Russell, ¿tenemos necesariamente que llevar todo esto con nosotros? ¿No es mucho más simple detenernos en cualquier parte, cuando queramos comer?

—Levanta la nariz —le dijo él con aspereza— y huele el aire. ¿Deseas tener que volver a lugares como éste, cada vez que quieras comer? ¡Y cada día será peor!…

Lanzando otra mirada a los desperdicios dejados en el suelo por algún otro vagabundo, Gary regresó a la armería y se apoderó de un revólver calibre 38.

—¿Y para qué quieres eso? ¿Vas a pelearte con alguien?

Él dirigió un dedo hacia la gran bolsa de papel que ella sujetaba fuertemente sobre el regazo.

—¿Y qué haríamos si a alguien se le ocurriera asaltarnos?

—¡Oh!…

Gary abandonó de inmediato la ciudad, escogiendo una carretera bien conocida, que conducía directamente a Chicago. De tanto en tanto, se veía obligado a dar un rodeo a causa de alguna calle bloqueada, en la que una de las bombas había abierto un cráter inmenso, o en la que un revoltijo de destrozados automóviles dificultaba el paso. Los suburbios se hallaban en menos malas condiciones, con sólo algún hoyo ocasional, surgido donde había caído una bomba perdida. Pero Gary todavía no había comprendido, no había llegado a descifrar cómo unas pocas bombas desperdigadas habían logrado destruir por completo una población, conectó por unos instantes la radio del coche. No oyó ninguna voz.

Quizá el ejército mantuviera todavía las radios en suspenso, o acaso todas las radiodifusoras del país habían quedado silenciadas para siempre. Con todo optimismo supuso que la interrupción no sería definitiva. Un bombardeo repentino e inesperado se había producido días atrás; otros podían sucederle, o bien una fuerza enemiga podía ahora establecer una cabeza de puente y afirmarse allí para caso de contraataque. De todos modos, las estaciones de radio permanecían fuera del aire para que no se filtrasen informaciones útiles al enemigo o para que las emisoras no dirigiesen las trayectorias de las bombas o aviones adversarios. La falta de información perjudicaba al país (¡a lo que quedaba de él!), pero el silencio de las radios era de suma importancia. Cuando volvieran a transmitir, el peligro habría pasado. Gary consultó su reloj, proponiéndose conectar la radio de hora en hora.

—¡Mira, mira!… ¡Allí hay un hombre! —gritó Irma.

—¿Dónde? —contestó Gary, aminorando la velocidad.

—Allí, en aquella granja que está al frente.

Gary puso su pie en el freno y una mano en la bocina, introduciéndose rápidamente por el camino que conducía hasta el grupo de construcciones que formaban la granja.

—¡Eh!, ¿quién hay por aquí? —dijo, asomándose a la ventanilla.

Con gran sorpresa, vio a un hombre correr hacia el granero vecino y reaparecer a los pocos segundos, blandiendo una escopeta de dos cañones. Inmediatamente tras de él salieron dos chiquillos, de los cuales el más alto llevaba otra escopeta y expresaba en su pálido rostro un gesto de determinación.

El granjero, muy congestionado, sacudió su arma.

—¡Váyase de aquí!

—¡Eh, espere!… —le gritó Gary—. Lo único que deseo es hacerle una pregunta.

—Se la contestaré a balazos. ¡Váyanse de una vez! —colocó la escopeta en posición de hacer fuego, y de inmediato hizo lo mismo el mayor de los muchachos—. ¡Estoy harto de malditas parejas de ladrones como ustedes!

El motor ya estaba en contacto. Gary puso el coche en movimiento y se dispuso a una rápida huida.

—¡Quiero saber… —gritó una vez más— dónde está el ejército!

—¡No he visto ningún ejército!

La escopeta atronó el aire.

Las ruedas traseras del «Studebaker» giraron locamente, arrojando una llovizna de lodo y grava. Gary guió velozmente por el camino principal, durante dos kilómetros, sin quitar el pie del acelerador. Por fin frenó y se detuvo. Bajó del auto. Dio una vuelta alrededor del coche para ver si había sido dañado por los tiros. Los balazos no lo habían tocado. Se acomodó detrás de un guardabarros y encendió un cigarrillo.

—Estaba un poco loco, ¿no te parece? —preguntó suavemente.

—No puedo comprender qué diablos le pasaba —Irma descendió a su vez y encendió también un cigarrillo.

Gary le respondió con una sonrisa amarga:

—Es que los ladrones como tú hacen caer la mala fama sobre nosotros, la gente decente.

—Bueno, lo cierto es que no hemos conseguido de él ninguna información.

—Al contrario —la interrumpió Gary—. Conseguimos una, y bien clara. Sabemos ahora que los salteadores asolan ya todo el lugar. Eso significa que la población de la ciudad, es decir, los supervivientes, se han largado al campo abierto para escapar de… de…, bueno, de la ciudad. A ese granjero le han robado ya tantos alimentos, que no transige ni siquiera con hablar con nadie. Primero dispara y después responde a las preguntas.

Gary se acercó al asiento trasero, en busca del revólver.

Ella lo observó preocupada.

—¿No estarás por…?

—¿Por volver a entablar una lucha abierta con él?… No seas tonta —ordenadamente, abrió una caja de municiones y cargó el revólver, dejándolo luego en el piso, a sus pies—. Además, sabemos ahora que la gente que vive en el campo sigue viva: su familia estaba detrás de él. Las bombas y la muerte que provocaron no han llegado hasta aquí; no han diseminado en esta zona los gases, o radiaciones, o gérmenes que contenían: sólo en las ciudades…, quizá sólo en las grandes ciudades. Lo descubriremos pronto, cuando lleguemos a algún puesto de guardia.

—¿Y qué vamos a hacer nosotros? Me refiero a… a todo esto.

Gary estudió aquella cara aniñada, considerando la mente inmadura que había tras ella, en el cuerpo casi maduro que había bajo ella y que lo había dejado atónito la noche anterior.

—Yo regreso al ejército —dijo— tan pronto como pueda encontrarlo. Debería estar allí en este preciso momento. En algún lado podré localizar un puesto de mando y presentarme. Cuando esto suceda, me proveerán de las ropas y el equipo necesario y me destinarán a alguna parte. Y ahí acabará todo.

—¡Y ahí no acabará todo! Porque… ¿qué pasará conmigo?

—¿Contigo? Yo no puedo llevarte a mi lado, Irma.

Ella se rió de él otra vez: un eco de la risa incontenible de la noche anterior, que le había quemado los oídos y lo había avergonzado de sí mismo.

—Tengo diecinueve años… y podría ser una linda mascota.

—¡Claro!…, tú arrastrarías al ejército por las orejas, y yo estaría arrestado toda la vida. Mira, si quieres hacer algo, los de la Cruz Roja pueden darte trabajo.

—¡Pero es que yo no quiero a los de la Cruz Roja! —estalló Irma enfurruñada—. ¡Yo te quiero a ti!

Él arrojó su cigarrillo a medio fumar.

—Lo siento, nenita; pero el ejército me solicitó antes que tú.

—Russell… —ella se volvió hacia él, haciendo temblar fácilmente las lágrimas dentro de sus ojos—. Russell, ¿y si yo estuviera en dificultades?

Él la miró de arriba abajo, en silencio, desdeñosamente.

—Bueno —titubeó Irma—, sólo era una suposición.

—Uno no puede irse de paseo cada vez que lo desea, Irma.

—Está bien. No volveré a hablar del asunto. Te lo prometo. Dime…, ¿de veras piensas abandonarme?

—No puedo elegir. Cuando me reúna con el ejército nos diremos adiós.

Ella se acomodó de nuevo en el asiento, mientras Gary ponía el coche en marcha.

—Está bien, Russell.

—Primero veamos lo que pasa en Chicago.

Pero no llegaron hasta el mismo Chicago. Gary condujo el coche hasta cerca de la ciudad, marchando despacio y desconfiadamente a través de los pequeños pueblos suburbanos que inundaban todas las carreteras principales de acceso a la metrópoli. Las llamas y el olor a muerte que arrastraba el viento nocturno lo obligaron a retroceder. El viento impelía el olor hacia el sur, por lo cual detuvo finalmente el auto sobre el camino principal, y descendió de él para observar las llamas perfiladas contra el cielo nocturno. Era evidente que el fuego había estado ardiendo durante días enteros, y ahora se abalanzaba rápidamente hacia ellos empujando por tórridos vendavales. Las fatídicas lenguas rojas se enardecían dilatándose del uno al otro horizonte, como prueba indudable del metódico y vasto bombardeo que había convertido la ciudad en un inmenso crematorio. Chicago objetivo y centro principal; terminal de todas las líneas férreas del norte de Saint Louis; poseedora del único camino fluvial que conectaba los Grandes Lagos con el Mississippi y el golfo de México; cuartel general de un vasto anillo defensivo destinado a proteger el país de cualquier invasión proveniente del norte, Chicago yacía ahora destruida por completo.

Gary se apoyó contra la portezuela del coche y quedó contemplando el feroz espectáculo, imposibilitado de proferir ninguna maldición. La visión lo había aturdido como jamás lo lograra la ciudad anterior.

—Russell… —la muchacha se corrió unos centímetros sobre el asiento, aproximándose a él, y miró fijamente hacia afuera, a través de la ventanilla—. Russell, ¿no será peligroso?… Si son bombas atómicas las que han hecho esto, ¿no será peligroso para nosotros permanecer aquí?

Él sacudió la cabeza.

—No lo sé. Creo que la radiación desaparece al cabo de algunos días, pero no estoy seguro. ¡Madre de Dios, qué enorme cantidad habrán arrojado en este lugar!

Gary había leído algunas descripciones; había visto películas documentales del ejército sobre la destrucción causada en Hiroshima y Nagasaki, y recordaba que algo así como el sesenta por ciento de ambas ciudades había sido arrasado y más de cien mil personas habían muerto en cada uno de los dos lugares, con sólo una bomba por ciudad. Y Chicago, con una población de casi cuatro millones, había recibido muchos impactos directos, según las evidencias.

—Vámonos, Russell. ¡Estoy aterrada!

Lentamente, Gary hizo girar el coche, mirando primero a través de la ventanilla y luego reflejadas en el espejo las inmensas llamas. Condujo nuevamente hacia el sur, lejos de la ciudad expirante, sin dejar de volver una y otra vez la cabeza para mirar hacia atrás. Aun después de haber recorrido muchos kilómetros, todavía los perseguía el resplandor a través del cielo.

El desastre dejó en Gary una profunda sensación de angustia que no podía mitigar; lo sumergió en una tristeza y un silencio tan reconcentrados que la muchacha se vio obligada a hablarle dos veces antes de que él oyera.

—Russell, te he preguntado adónde iremos a dormir.

—¡Qué más da! En cualquier parte.

—Hemos pasado algunos estacionamientos…

—No pienso volver atrás. Encontraremos alguna otra cosa.

El amanecer de la mañana siguiente no fue mejor que el de las dos anteriores, ni el despertar fue menos desagradable que los otros dos despertares en aquel mundo desfigurado. Gary enterró la cabeza en la retorcida almohada, tratando de apartar el hórrido recuerdo de la ciudad ardiendo. La imagen de las llamas lo perseguía. Y él se preguntaba si quedaría alguien vivo, algo que todavía se moviera por las calles de Chicago, y qué sentiría él mismo, Gary Russell, si se encontrara en tal situación. El recuerdo de la ciudad en llamas no se borraría nunca de su imaginación. El cuadro no iba a borrarse por sí solo.

Se había ido a dormir con el fuego ardiendo espasmódicamente detrás de sus párpados, había tenido pesadillas, había soñado en voz alta toda la noche y se había despertado por la mañana con la visión del cielo todavía enrojecido fresca en su memoria. ¡No debió haber pasado! Chicago era diferente de aquellas ciudades de Europa, grandes y pequeñas, que habían arrostrado una brutal destrucción proveniente del cielo. ¡No, no debió haber ocurrido!, porque Chicago era de ellos, y sus ciudades no se habían hecho para ser atacadas. Chicago no era como todas aquellas ciudades extranjeras que pertenecían a gentes extrañas.

Chicago le dolía.

Se levantó y se vistió, sin preocuparse de la muchacha que dormía, y salió a escudriñar el cielo.

Enfiló el auto hacia el oeste, en dirección al Mississippi.

La opinión de Gary era que todo el este estaba muerto o abandonado como todas las ciudades que habían atravesado en el camino; que las grandes urbes que poblaban el este del país debían de ser, en ese momento, sólo duplicados de la mortandad y el silencio que encontraban en todas partes. Y hasta quizá estuvieran igual que Chicago. Más adentro, hacia el oeste, había más amplitud, más espacio, y las ciudades distaban mucho unas de otras. El lugar donde se podría hallar gente viva, sana, donde seguramente él encontraría al ejército, estaba sin duda en alguna parte del oeste.

Llenó el tanque de gasolina en una estación abandonada, y partieron.

El paisaje que atravesaban era similar al del día anterior; el camino era idéntico, y las pocas gentes que encontraban se mantenían en la misma actitud hostil.

El desastre había sacudido a la nación. Los desconocidos eran mirados con abierta sospecha. Muy raramente Gary distinguía a algún aislado campesino que todavía trabajaba sus tierras; y más a menudo observaba grupos de hombres y muchachos que rondaban los edificios de sus granjas, ostentando amenazantes escopetas. Algunas granjas parecían silenciosas y con señales de abandono; una había ardido hasta los cimientos, y sólo quedaban rescoldos humeantes como señal de su existencia. Las pequeñas ciudades y los pueblos que se extendían a lo largo de la carretera se estaban convirtiendo rápidamente en islas feudales.

Había pueblos que, como las granjas, estaban vacíos; su población se había dispersado quién sabe por qué lugares. Otros sólo parecían vacíos mientras el automóvil los atravesaba a lo largo de la única calle principal. Entonces, Gary advertía la presencia de hoscos habitantes que se refugiaban detrás de las ventanas encortinadas o de las puertas cerradas. Los cuidadores de los negocios estaban armados. En una oportunidad, una delegación de hombres armados hasta los dientes, que tropezó con él a la entrada de un pueblo, lo detuvo. Gary les explicó su propósito, su anhelante objetivo, y les mostró las insignias de identificación del ejército que colgaban de su cuello. Sólo después de un rato le permitieron continuar su camino a través de las casas, y uno de los hombres se instaló, armado, en el asiento de atrás, para asegurarse de que no intentarían detenerse. El hombre no tenía ninguna noticia que les interesara; aparentemente no sabía sobre la situación general más de lo que Gary había descubierto por sí solo.

La radio permanecía en silencio.

En una ciudad cercana al río, Gary tuvo por primera vez un poco de suerte. Un impresor campesino había confeccionado un diario, un pequeño periódico de dos hojas, impreso a la ligera en una prensa rudimentaria. El periódico le costó a Gary medio dólar y tuvo que soportar un interminable tiroteo de preguntas por parte del impresor, preguntas que le revelaron las fuentes de las noticias que contenía el periódico. Con la radio silenciada, el correo detenido, el telégrafo y el teléfono anulados, el impresor había tenido que limitar su información a las noticias que le aportaban los viajeros.

No había muchas noticias, y la mayoría no eran nuevas.

De Chicago se hablaba con algún detalle, porque su proximidad la hacía importante y porque una familia local había intentado llegar a ella, buscando a sus parientes. Toda ciudad de tamaño considerable había sido bombardeada por algún enemigo misterioso. En todos los comentarios se aludía a un enemigo, pero nadie sabía con certeza cuál era. Los supervivientes de esas ciudades se dedicaban al pillaje por las granjas y los villorrios y, en su mayoría habían sido fusilados. No había, en realidad, muchos supervivientes. Chicago y Peoria habían sido aniquiladas con bombas atómicas; pero otras ciudades habían sucumbido bajo algo más, algo desconocido, semejante a un gas, que mataba mientras se expandía. Varios supervivientes de dichas ciudades se habían lanzado sin rumbo por los campos, para morir más tarde. Aparentemente, llevaban la muerte encima y no podían vivir más de unos días, pues estaban físicamente incapacitados de resistir la extraña enfermedad.

Cuando le fue posible, Gary le hizo a su vez una pregunta al impresor.

El viejo lo miró con fijeza.

—¿El ejército?… Sí, el ejército se fue por allá —señaló hacia el oeste—. Mi hijo ha visto a las tropas.

—¿Dónde?

—Hacia el otro lado del río.

—Gracias. Tengo que llegar hasta allí.

El viejo negó con la cabeza.

—No podrá usted pasar al otro lado.

—¿No?… ¿Por qué no?

—Porque han volado el puente.

El viejo relataba los hechos desnudos tal cual eran.

—Yo conseguiré pasar —dijo Gary. Y puso en marcha el auto.

El puente era una alta estructura de acero, en arco sobre el firmamento, por encima del río Savannah, tendido desde las escarpadas escolleras rocosas del lado de Illinois hasta la ribera de Iowa. En su mitad, allí donde una explosión había destrozado la obra, se veía una brecha abierta: ambos extremos se columpiaban libremente sobre las aguas del río. Gary detuvo el coche a medio kilómetro de distancia, porque le fue imposible abrirse paso a través del enorme número de automóviles que atascaban la carretera; automóviles pertenecientes a un grupo de setenta y cinco a cien personas que, amontonadas en la orilla próxima, miraban ansiosamente a través del río.

Gary salió del auto y entornó los ojos al darle el sol de frente. Como los demás, se puso a escrutar el lado opuesto. Distinguió casi en seguida un pequeño grupo de soldados agrupados en el extremo del puente que terminaba en Iowa.

Irma se corrió al otro lado del asiento, salió fuera del coche y se detuvo junto a Gary. Sus ojos se clavaron en la ribera de Iowa.

—Russell, ¿es que…?

—Sí.

Era una respuesta; pero ella no quiso reconocerla. Se movió alrededor de Gary hasta que pudo mirarlo directamente a la cara.

—Russell…, ¿es que piensas dejarme… ahora?

—Sí —repitió él, señalando a los distantes soldados—. Pertenezco a los de allá.

—Russell, tú no puedes dejarme…

—Fíjate y verás —le anunció secamente.

—Pero, Russell, ¿qué voy a hacer yo sola? —estaba asustada.

Gary desvió su mirada de la orilla opuesta.

—Irma, no me importa lo que hagas. Ahí está el coche. Tómalo. ¿Puedes disparar un arma? Tienes municiones y comida para un buen tiempo… También tienes esa maldita bolsa de joyas que robaste. Quédate con ellas y vete a algún lado, a cualquier lado; a mi no me importa —dirigió una vez más su mirada hacia la ribera de Iowa, esforzando los ojos—. Yo me voy al otro lado y regreso al ejército. He estado cuatro o cinco días fuera; ya es bastante.

—¡Es que no sé qué puedo hacer! —balbuceó ella.

—Búscate otro hombre con quien dormir —profirió Gary mientras se liberaba de la opresiva mano de Irma—. Ya te las arreglarás —y con deliberada decisión se alejó de ella, caminando hacia el grupo de personas paradas al borde del puente.

Irma lo dejó alejarse unos cincuenta pasos, y entonces:

—¡Russell! —gritó.

Él volvió hacia ella la cabeza.

—¿Qué?

—¡Adiós, querido!

—Adiós, niña de diecinueve… Cuídate.

Gary se aproximó a la muchedumbre vecina al puente, abriéndose camino para avanzar todo lo posible sobre la construcción, y se detuvo a escrutar la orilla opuesta, haciéndose sombra con la mano para proteger los ojos. El boquete abierto por la explosión en el centro era demasiado ancho para intentar cruzarlo. Comprendió que necesitaba encontrar una embarcación. Cualquiera sería buena, Gary advirtió que, desde allá lejos, alguien lo observaba con prismáticos. Agitó un brazo en señal de saludo, pero el saludo no fue devuelto. Se encogió de hombros y dio la espalda a Iowa para regresar a la carretera.

Se aproximó un curtido y barbudo individuo al que catalogó como posible barquero. El hombre estaba indolentemente recostado sobre el guardabarros de un coche, mascando tabaco.

—¿No hay ningún bote por aquí cerca? —le preguntó Gary.

—Ahora no —contestó el hombre.

—Necesito cruzar al otro lado y volver al ejército.

—¿Usted es soldado? —interrogó el barquero.

—Sí.

El viejo replicó:

—No se puede.

—¿No se puede qué? ¡Vamos!, ¿dónde puedo encontrar un bote?

El viejo levantó un flaco dedo, apuntando río abajo.

—Ahí va el último.

Gary guiñó los ojos en un esfuerzo por seguir la dirección del dedo, pero no distinguió nada en el río. El hombre hizo un gesto despectivo y miró a Gary, con la amarga sonrisa de una persona que conoce bien la situación.

—No puede usted cruzar. Aquél no lo logró.

—No veo a nadie. ¿Quién es «aquél»?

—Está en ese bote que la corriente arrastra río abajo. Intentó cruzar.

—¿Qué le sucedió? ¡Santa madre de Dios! ¿Por qué no habla usted con claridad?

—Lo mataron a tiros —dijo el barquero.

Gary giró sobre sus pies y se empeñó de nuevo en escrutar el río, pero no pudo distinguir ningún bote sobre su superficie.

—¿Quién le disparó? ¿Por qué?

—Los soldados que están enfrente le dispararon. Ya le he dicho que intentó cruzar.

—¿Está usted loco?

—Hay alguien que lo está —repuso el viejo, y lentamente investigó sus bolsillos para sacar una arrugada y grasienta hoja de papel rosado, que entregó a Gary—. Nadie puede cruzar, señor. Todos estamos contaminados —agregó por todo comentario.

El papel no tenía más de doscientas palabras. Era un conciso informe escrito en estilo militar, acaso con un mínimo intento de suavizarlo para el público. Declaraba brevemente que esa parte de los Estados Unidos, la que quedaba al este del río Mississippi, había sido declarada en estricta cuarentena, debido a los bombardeos atómicos y bacterianos que en ella había efectuado el enemigo; y que, por lo tanto, estaba terminantemente prohibido todo tránsito a través del río. Se esperaba que la cuarentena sería prontamente levantada. El edicto llevaba la firma del comandante del Sexto Ejército. Gary sabía bien que el Sexto Ejército estaba acuartelado sobre la costa occidental.

—¿De dónde ha sacado esto? —le preguntó al barquero.

El hombre apuntó con el pulgar a la ribera de enfrente.

—Ayer, esos tipos pasaron por aquí, en un avión, y los dejaron caer —el viejo volvió sus duros ojos hacia Iowa—. Volaron el puente, además.

—¿Los del avión?

—No; los soldados de enfrente. No dejan que nada pueda llegar al otro lado. El muchacho que se llevó mi bote era soldado también. Lo mataron.

Gary leyó otra vez la proclama, y se quedó allí, parado, durante unos largos minutos, vigilando el otro extremo del puente, espiando a los soldados que estaban allí apostados. Al poco rato sus ojos descubrieron otros grupos que patrullaban la costa hacia el sur y hacia el norte del puente, en Iowa.

—¿Es que acaso montan guardia a todo lo largo de este maldito río?

El barquero asintió:

—Así parece. Estamos contaminados, señor.

El viejo se estiró para alcanzar su papelote, lo dobló y volvió a guardarlo en su bolsillo. Otra vez sus miradas abrazaron el río. Su viejo bote era arrastrado por el agua.

Gary volvió la espalda al puente para enfrentarse con la muchedumbre, para abrirse un camino en medio de las filas silenciosas. Observó sus caras preocupadas, rostros que no reflejaban sino la desesperanza y el odio reprimido que sentían hacia los anónimos hombres de la orilla de Iowa que así los condenaban. La gente, congregada allí, esperaba, simplemente esperaba, confiando en que el ejército haría algo por ellos. Sus actitudes sugerían que continuarían esperando hasta que el puente y el camino se derrumbaran y desaparecieran bajo sus pies, esperando a alguien que llegara a ayudarlos. Gary arrojó una sombría mirada a un solitario centinela que custodiaba la orilla opuesta, y prosiguió su camino de retorno hacia donde estaban estacionados todos los autos, en busca del «Studebaker».

Irma y el coche habían desaparecido.

Se desató en juramentos contra ella, indignado de que hubiera esperado tan poco tiempo y se hubiera marchado con las armas y las municiones que él ahora necesitaba. Mientras se abría paso entre los automóviles, había sentido un momentáneo enternecimiento, un ligero embarazo, al imaginar el próximo reencuentro; pero todo se tornó de inmediato en furiosa indignación cuando descubrió la ausencia de la muchacha. Lo primero que se le ocurrió fue volver a la ciudad y buscar hasta encontrarla, o al menos conseguirse allí otro automóvil. Pero otra idea lo detuvo. Tras de una rápida ojeada a la gente que estaba apostada sobre el puente, se deslizó hasta el volante del primer coche que encontró con la llave puesta, lo puso en marcha y se internó por el camino paralelo al río. No hubo ninguna protesta detrás de él.