CAPITULO II

El cabo Gary estornudó y abrió los ojos.

El sucio empapelado, sólo pegado a medias al techo, parecía querer desprenderse y caer sobre él en cualquier momento. Estornudó de nuevo y torció la mirada, para encontrarse con el mismo papel medio despegado de las paredes. Los trozos desprendidos mostraban su dibujo de rosas descoloridas, y debajo asomaba otro empapelado, con sucias plumas azules. Un viejo teléfono colgaba de la pared cercana a la puerta. Los pantalones estaban tirados en el suelo al lado de la cama.

—¡Oh, madre de Dios! —se quejó el cabo—, he caído en otro antro de podredumbre.

Luchó contra la insistente punzada que atormentaba su cabeza, procurando incorporarse. El movimiento levantó una fina nube de polvo y lo hizo estornudar otra vez. Instintivamente, buscó bajo su almohada su cartera y extrajo de allí una botella de whisky. Arrojó bruscamente la almohada y la botella a través del cuarto. Recogió del suelo sus pantalones para revisar los bolsillos, y encontró la cartera en uno de ellos, vacía.

Soltó una palabrota, y la cartera siguió el destino de la almohada y la botella.

Balanceando sus piernas a ras del suelo, profirió un juramento cuando sus desnudos dedos tropezaron con cierta violencia con otra botella. Gary se agachó a mirarla y se sintió vagamente desilusionado al hallarla vacía. Tirada debajo de la cama alcanzó a ver otra más.

—¡Debió de ser una juerga endemoniada! —dijo a la sucia alfombra.

En un rincón de la pieza, semiocultos tras un biombo de madera, había un retrete y un lavabo. Una vasija vacía flotaba en el inodoro. La fina capa de polvo y yeso desprendido cubría todas las superficies. Gary abrió el único grifo que había en el lavabo; no salió ni una gota de agua. Con mayor energía repitió el mismo juramento de instantes anteriores y cruzó taconeando la habitación, en dirección, al decrépito teléfono.

—¡Eh, escuchen! ¿Qué diablos sucede aquí? Necesito agua.

El aparato no registró sonido alguno.

—¡Ni sombra de respuesta! —refunfuñó mientras dejaba caer violentamente el auricular contra la pared.

Debajo del empapelado se desmoronó un pedazo de yeso.

—¡Qué situación del demonio!

Se detuvo para inspeccionar la pieza. A excepción del polvo, en nada se diferenciaba de las de otros hoteles baratos que él había frecuentado.

Calculó que no la habían limpiado en una semana por lo menos, y…, ¡diablos!… era imposible que hubiera dormido tanto tiempo. Un día o dos era el límite acostumbrado en ocasiones como aquélla; en realidad, dos días era el límite máximo. Empujó una botella con el pie y trató de recordar los hechos. Era absolutamente evidente que esa vez no había sido mezquino con el licor; debía de haber pillado una borrachera digna de un rey. Diez años en el ejército, treinta de edad, y todavía con una salud satisfactoria… Si eso no era buen motivo para una fiestecita de cumpleaños, nada lo era. Bueno, ya lo sabía: se había desentendido de sus deberes, ¿y qué?

Pero era imposible que hubiera estado ausente más de dos días.

Seguramente alguien lo habría echado de menos, y para entonces habrían tomado buena cuenta de su escapada.

—¡Qué situación del demonio! —dijo de nuevo mientras se agachaba a por sus pantalones.

Éstos eran la única prenda de vestir que había en el cuarto. Gary buscó cuidadosa, urgentemente, creciéndole la furia en el pecho, pero no había allí ni zapatos ni medias ni ropa interior, camisas o gorra alguna.

Se puso los arrugados pantalones y le dio un golpe a la cartera, insultando al ladrón desconocido que lo había embaucado y le había robado su ropa mientras él dormía.

Vestido solamente con los pantalones, abrió de un tirón la puerta del dormitorio y a grandes trancos se lanzó por el estrecho pasillo. El número de su pieza le hizo suponer que se encontraba en el tercer piso del hotel.

Sin ninguna vacilación, caminó hacia la escalera, levantando nubes de polvo de la gastada estera, a cada una de sus furiosas pisadas. Al aproximarse a los mal iluminados escalones, pasó por una habitación cuya puerta se balanceaba entreabierta y, distraídamente, miró hacia adentro.

Sorprendido, se detuvo; retrocedió un paso y miró nuevamente. Una mujer yacía desnuda sobre la cama.

Gary se volvió con rapidez, inspeccionó el pasillo y el tramo de escalera vecino. Comprobó que estaba solo. Entonces, silenciosamente, se deslizó dentro de la habitación.

La pieza estaba sucia y polvorienta como la suya, pero además tenía un olor repulsivo que atormentaba sus fosas nasales; un olor que él conocía demasiado bien y con el cual había convivido tiempo atrás. Las ropas de la mujer estaban desparramadas por el suelo. Su bolso, abierto y registrado, había sido arrojado debajo de la cama. Una maleta barata aparecía forzada, abierta y puesta a un lado. Gary contempló fijamente el cuerpo.

Era una mujer indescriptible, de treinta o cuarenta años de edad, ni linda ni fea, pero a todas luces vagabunda. Encuadrada muy bien en la habitación barata y hedionda del ruinoso hotelucho. Su flaco cuerpo ostentaba viejas y recientes cicatrices. Había una mancha de sangre seca en una de sus orejas, de donde había sido arrancado un aro.

Gary se acercó a la cama, soportando el mal olor, y confirmó su primera y alarmante sospecha. Una bayoneta sobresalía de entre las huesudas costillas de la mujer.

Salió a escape de la habitación; atravesó el estrecho pasillo que permanecía vacío; voló por las escaleras, saltando la mitad de los escalones en su avidez de descenderlas, de escapar pronto de aquel tercer piso. El descanso del segundo piso y todo el corredor estaban tan silenciosos y solitarios como el tercer piso. Sin detenerse, siguió bajando rápidamente en busca del salón principal.

Era un miserable vestíbulo, sucio, polvoriento, vacío.

—¡Eh! —gritó nerviosamente—. ¡Despierten! —corrió hacia el mostrador del registro—. ¡Contesten! ¡Soy el cabo Gary!

No hubo respuesta. Nadie apareció.

Golpeó con su puño el viejo escritorio. Estornudó cuando el polvo se desprendió, elevándose. El vestíbulo siguió sin dar signos de vida. Sus ojos tropezaron con un calendario y lo tomó soplando la delgada capa de tierra que lo cubría. «Junio 20, jueves»: el día siguiente a su cumpleaños; el día inmediato a la tarde en que empezó la juerga celebratoria. Pero el calendario debía de estar equivocado, porque él sabía con deplorable certeza que no había estado borracho sólo una noche. Todo había empezado dos o tres días atrás, tal vez más, y entretanto él había dormido la mona en el tercer piso. Sí, hacía dos o tres días. El calendario estaba cubierto de polvo. ¡Al diablo con el calendario!

Arrojó la base de metal, junto con las hojas, a través de una de las ventanas del vestíbulo, y oyó cómo los pedazos de vidrio se destrozaban sobre el pavimento de la calle.

—¡Estoy aquí! —gritó exasperado.

Silencio.

Con repentina furia, tomó de encima del escritorio un pesado tintero y lo lanzó contra otra ventana, con el mismo resultado negativo: nadie vino a investigar nada. Gary se contuvo mientras en voz alta contaba hasta cincuenta, y luego se alejó del escritorio. La luz del sol, reverberando a través de los sucios cristales de una de las puertas del frente, le dio en los ojos. Atravesó el vestíbulo, abrió la puerta y se detuvo afuera, en la acera. El cálido sol resultaba agradable para su cuerpo medio desnudo, pero el pavimento molestaba a sus pies descalzos.

El único ser vivo que vio fue un perro de raza indefinida, que corría a lo largo de la acera. Vio después un auto.

Olvidó al perro, y concentró su atención en el auto. La parte delantera y el radiador estaban incrustados en el vidrio del escaparate de un negocio de ropas; los neumáticos aparecían aplastados y reventados después de haber explotado al chocar violentamente con el borde de la acera y luego con el edificio. Los guardabarros estaban abolladísimos y retorcidos. Un maniquí se había venido abajo y estaba atravesado sobre el motor. Dentro del auto, un cuerpo sin vida yacía aprisionado contra el volante. El olor que Gary había notado en el cuarto del hotel era mil veces más intenso allí, en la calle.

Gary se alejó lentamente del hotel, procurando encontrar algún sentido en todo aquello. El cráter de la bomba lo detuvo, lo inmovilizó. Entonces comprendió.

El redondo, escabroso boquete cubría toda la anchura de la calle. Un camión había caído en él, sin poder evitarlo. El conductor del camión estaba todavía dentro de la cabina, muerto. Más allá de aquél había otro cráter. De inmediato reconoció los signos del ataque aéreo, tan familiar ocho o diez años atrás. Las ventanas aparecían destrozadas; los edificios, quebrados y derruidos; la calle era una enloquecida maraña de automóviles y escombros. La ciudad había sido bombardeada; bombardeada mientras él dormía, estúpidamente borracho.

¿Pero bombas allí, en Illinois? Ver pueblos y ciudades como ése, era frecuente en Italia, Francia, Alemania; pero no allí, en Illinois. ¿Quién iba a atacar a Illinois? ¿Quién pretendía desatar la guerra en los Estados Unidos?

Lo cierto es que por eso el hotel estaba vacío; por eso la mujer asesinada yacía todavía en la cama del tercer piso. La ciudad había sido bombardeada. Los supervivientes la habían evacuado.

¿Los supervivientes?

Gary corrió a lo largo de la calle, buscando algún superviviente. Algunos automóviles permanecían junto a la acera, desocupados; otros habían quedado destrozados mientras huían. Ninguno contenía nada viviente. Los escombros se amontonaban inmóviles en la calle, y sólo alguna brisa ocasional removía los restos de un periódico tirado. Ansiosamente recogió el diario y revisó los titulares. Nada. La hoja no hacía ninguna mención de la guerra, no aludía a la contienda, no consignaba la amenaza de bombardeos, no daba ningún indicio ni hacía ninguna advertencia sobre catástrofe alguna ocurrida en América. Tanto la primera página como las siguientes registraban sólo los hechos violentos que a diario sucedían en el exterior y en el país. ¿Qué fecha llevaba?

La misma del sucio calendario: «Jueves, 20 de junio»: el día siguiente al de su cumpleaños.

Dejó caer el diario, corrió hacia el automóvil más próximo, entró en él y accionó la radio. La batería estaba descargada. Siguió corriendo a lo largo de la calle, se detuvo ante otro auto estacionado junto al cordón, hizo girar el botón de contacto. La radio silbó. Pero las ondas sonoras estaban muertas, muertas o deliberadamente silenciadas. Lentamente, recorrió el dial de un extremo al otro, esperanzado en captar el más pequeño susurro, una palabra o un trocito de música. Pero no oyó nada.

Dedujo que habrían silenciado todas las radios. La ausencia de seres vivos a su alrededor era una prueba de que la población había sido evacuada, de que la autoridad todavía existía en algún sitio. Pero esa autoridad se empeñaba en mantener un silencio absoluto en el aire, como si aún temiera otro ataque. Apagó la radio y se recostó en el asiento, preguntándose qué debía hacer.

Supuso que oficialmente ya lo habrían clasificado como desertor o, de lo contrario, lo habrían anotado en la lista de los perdidos en acción. La ausencia de un cabo de reclutas era poco trascendente en comparación con el resto de los hechos y no sería advertida hasta dos o tres días después. Pero, por el momento, eso no le afectaba demasiado; tarde o temprano encontraría un puesto militar y se presentaría. Sí, ¿pero dónde? En realidad podía volver perfectamente a Chicago. Allí era muy conocido. ¿Y cómo haría para volver? Tendría que arreglárselas para conseguir un auto y dirigirse hasta allá. Dudaba seriamente de que los trenes estuvieran en servicio: lo primero que hacía el enemigo era atacar las redes ferroviarias.

Le ardían los pies. Antes que nada debía agenciarse un par de zapatos, y luego conseguir algo para comer.

El cabo Gary se sentó en el borde de la desierta acera, delante de un almacén, observando cómo el cansado sol se ocultaba, mientras él comía su cena, un variado surtido de latas y bebidas robadas. Él mismo se había procurado la comida, dado que no había nadie en el negocio para ayudarlo o para a oponerse a sus propósitos. La ausencia de los dependientes lo llevó a suponer que el bombardeo se había efectuado durante la noche. Las ventanas del escaparate estaban destrozadas, y la puerta aparecía arrancada e inclinada fuera de su plano normal; pero no encontró ningún cadáver dentro del negocio. El almacén se le ofrecía para él solo.

El pan lo dejó a un lado, porque estaba empezando a cubrirse de una verde capa de moho. La fruta y los vegetales estaban incomibles. Los grandes refrigeradores habían quedado inutilizados con la detención de la electricidad, y la carne, la leche y los quesos que contenían se habían pasado. Enojado, cerró de golpe las puertas para suprimir el hedor. Se dirigió a una heladora de descongelamiento lento, en la que había descubierto antes un pollo, y lo sacó. El pollo descansaba ahora sobre el pavimento, delante de él, envuelto en una bolsa. Había encontrado otros alimentos en la heladora; pero en ese momento resultaba demasiado trabajoso comerlos y, además, no le apetecían tanto como el pollo.

Latas, bebidas y una caja de galletas completaron su comida. Incapacitado de encontrar agua fresca, bebió jugos envasados y una botella de agua mineral.

Arrojó una de las latas vacías a través de la ancha calle. Escuchó su repiqueteo en el silencio. Cuando el sonido se apagó, abrió un paquete de cigarrillos y encendió uno.

—¡Qué endiablada situación! —murmuró a la noche que comenzaba.

El automóvil del que se había apropiado estaba junto a la acera, a pocos pasos de distancia, con la radio zumbando sordamente. La había dejado sintonizada en la parte del dial que suponía correspondiente a una de las emisoras más populares de Chicago. Todavía no había oído ni una voz reconfortante.

Durante toda la tarde había recorrido en auto la ciudad, de un extremo a otro, en busca del menor signo de vida. No encontró nada. La ciudad estaba muerta o abandonada. Más tarde se le ocurrió que quizá habría alguien en ella, alguien que se escondía al oír el sonido del auto al acercarse: los ladrones y los asesinos que le habían robado el dinero y que habían matado a la mujer; quizá algunos abandonados supervivientes como él mismo. Pero lo cierto era que ninguna persona viva se había dejado ver. Los cadáveres estaban por todas partes, tirados en la calle, hundidos en los porches de las casas, replegados sobre los aplastados automóviles. Excepto él mismo, nada con vida se movía; él y el perro extraviado que vio primeramente al salir del hotel.

Otro extraño pensamiento lo había poseído: una idea que rápidamente tomó cuerpo y creció en su mente mientras recorría las calles llenas de escombros. El bombardeo no había sido fuerte. Los pocos cráteres de los proyectiles que horadaban las calles de la ciudad no bastaban para haber borrado toda la población ni eran tampoco suficientes para justificar la cantidad de muertos que se encontraban por todas partes. Seguramente la ciudad había sido presa del pánico y había huido, sí, eso sería. Una ciudad americana, ajena por completo a todo encuentro anterior con el fuego del enemigo, debía de haberse aterrorizado de inmediato y escapado no bien cayeron las primeras bombas. Probablemente había sido evacuada en seguida por las fuerzas militares. Sí, pero… ¿cómo justificar el gran número de víctimas? Había cadáveres en calles que no mostraban ningún cráter, que no ofrecían señal alguna de lucha.

—¡Oh, madre de Dios! ¡Gas!…

Pero detuvo sus pensamientos. No, no era gas, el gas lo habría alcanzado a él en su habitación del tercer piso, a menos que se tratara de una nueva y extraña clase de gas que se adhiriera a la superficie, que no ascendiera. Se detuvo y olfateó la calle y el césped de los jardines. No había olor de gas. Además, el perro todavía estaba vivo. No, no era gas. Pero, entonces, ¿qué era?

¿Radiaciones atómicas? ¿Bombas de bacterias? No lo sabía; no sabía nada de nada. Sabía tanto sobre el asunto como podría saber cualquier otro cabo del ejército, y era prácticamente nada. Aunque aquellos agujeros podían haber sido hechos por algún especial y diabólico tipo de bombas que mataran sin esquirlas de acero, sin cascos de metralla. Esto podría explicar los cuerpos sin vida que yacían alejados de los cráteres, podía incluso explicar la muerta y abandonada ciudad. Pero, ¿cómo se hacía para determinar si había radiaciones? ¡Ah, claro! ¡Con un contador Geiger!

Naturalmente, Gary no tenía un contador ni sabía dónde encontrarlo ni, en caso de tenerlo, habría sido capaz de manejarlo. Las bacterias eran… eran gérmenes de un tipo determinado. No se podía luchar contra los gérmenes. Y si sus éxitos inductivos no servían en absoluto para protegerlo, ¡al demonio con ellos!

Todavía vivía, por lo tanto o estaba inmunizado contra lo que azotara a la ciudad, fuera lo que fuese, o bien esa sustancia no había contaminado el tercer piso del hotel. Sí, estaba vivo en la ciudad de la muerte.

El trepidante crujido de un escaparate lo volvió a la realidad. ¡Entonces, alguien más estaba vivo!

Aquel ruido le había llegado de algún lugar situado a su izquierda, sorprendentemente cercano; luego de un momento de helado asombro y confusión, salió con ímpetu del coche. Una idea inmediata lo detuvo: el ruido del motor del auto podía alarmarlos, podía intimidarlos y, fuesen quienes fuesen, obligarlos a esconderse. Se separó del coche y corrió velozmente por la calle, dirigiendo la vista a uno y otro lado. Por todas partes había vidrios rotos. Eso hacía imposible determinar cuál era la vidriera que había sido violada. Dejó de correr y siguió lentamente, manteniendo los ojos y los oídos atentos.

Llegó a una transversal; la escrutó en toda su longitud sin ver nada; cruzó la calzada, y continuó el camino que llevaba. La oscuridad del atardecer se iba acentuando. Con toda lentitud reemprendió el recorrido de la misma calle, evitando cuanto vidrio pudiera crujir bajo sus pisadas y delatarlo, esquivando los montículos de piedras y ladrillos que estorbaban su camino. Se apresuró más para recorrer la próxima manzana y luego la siguiente, hasta que advirtió que se había alejado demasiado. Eso era igual a aquellas búsquedas emprendidas casa por casa, en las ciudades de la Francia bombardeada. A veces, uno intuía la presencia de seres humanos; a veces adivinaba de antemano cuál casa estaba vacía. Por una sorprendente reavivación de su viejo olfato, se dio cuenta de que ya había dejado atrás a la persona que destrozó la vitrina.

Dio media vuelta y rehízo cautelosamente su camino. De pronto distinguió el breve relámpago de una linterna delante de él; se lanzó por la calle, estudiando el edificio mientras se aproximaba. Según las apariencias, se trataba de una joyería ¡Asaltantes! Pero lo cierto era que toda la ciudad se ofrecía para que la tomaran. ¿Qué crimen especial había en hacerlo? En cierto modo, también él había asaltado un almacén de comestibles y un negocio de ropa. En cuanto a la joyería, alguien deseaba su valioso contenido.

La luz titiló de nuevo, iluminando una hilera de estuches a lo largo de una pared. Gary captó una frágil silueta, desdibujada por la débil luz. Se fue arrastrando hasta llegar más cerca y, en el momento en que empezaba a incorporarse, oyó una gozosa exclamación.

El asaltante era una mujer.

Gary se agazapó de nuevo contra el pavimento, pensando que lo mejor era no precipitarse sobre ella. La mujer del tercer piso del hotel había sido asesinada por un ladrón. Igualmente, esta ladrona podía estar bien armada. A lo mejor, ella formulaba un juicio demasiado rápido sobre su aproximación y le descerrajaba un tiro. Él no tenía el menor deseo de detenerla o de impedirle que tomara lo que quisiese; estaba interesado solamente en ella, no en lo que hacía. La mujer era el único ser viviente que había encontrado en la ciudad, excepto el perro, y el perro no podía resultar una consoladora compañía. Se quedó en la calle, esperando.

La mujer se tomaba su tiempo, seleccionando las piezas del total de la mercancía; era obvio que se complacía en la tarea. Una o dos veces apagó la luz y se paró junto al cristal roto, observando la calle por si acertaba llegar gente. En la oscura acera, Gary era sólo otro informe bulto de sombras; ella no lo vio. Pudo oír el tintineo de las gemas y los anillos mientras ella los amontonaba en un montón.

Cuando la mujer se sintió satisfecha y abandonó por fin el negocio, llevaba consigo una bolsa de papel marrón, colmada con el producto del robo. Encendió brevemente la luz para orientar sus pasos y abandonó el negocio del mismo modo en que entrara, atravesando el agujero abierto a golpes en el cristal del escaparate. Gary endureció sus músculos y esperó. Ella se volvió hacia él. Sujetando la bolsa, firmemente apretada en una mano, y la linterna en la otra, inició el recorrido de la calle, del mismo modo en que él lo hiciera, evitando los escombros. Al llegar junto a él, confundió su cuerpo tendido con otro cualquiera de los obstáculos, y empezaba a esquivarlo con un rodeo cuando Gary se irguió de un salto.

La mujer chilló de terror y lo golpeó con la linterna. Él se la arrancó de la mano y la empujó hacia atrás, echándole una zancadilla. La mujer trastabilló, cayó al suelo y quedó tendida, gimiendo. El paquete de papel reventó al chocar violentamente contra el pavimente.

En un instante, él se le echó encima y la sujetó, tratando vanamente de amordazarla con una mano para ahogar sus chillidos.

—¡Cállese! —le ordenó. Logró poner una palma sobre su boca y la mujer lo mordió—. ¡Cállese! ¡No voy a hacerle daño!

—¡Usted es un policía! —el terror le volvía la voz aniñada y chillona—. ¡Usted es un policía!

—¡Maldita sea! No soy policía. Cállese. ¡Cállese!

Arrancó un pedazo de trapo del cuello de su vestido y le llenó con él la boca, presionándolo hacia dentro con la mano. Los chillidos cesaron. Ella trató de patearlo, pero él le sujetó las piernas con las suyas, manteniéndola de espaldas contra el suelo. Una mano de ella logró zafarse, y las afiladas uñas le rasgaron a Gary las mejillas. Él la abofeteó entonces, la abofeteó secamente y con fuerza en toda la cara. La mujer se amansó. Gary no soltó su presa sino que, provisionalmente, la mantuvo sujeta, atento a cualquier añagaza. En la confusa oscuridad, el cuerpo de la mujer parecía pequeño y frágil.

Cuando Gary sintió que la débil criatura estaba ahogándose, le sacó el trapo de la boca y advirtió que lloraba.

—¡Oh, diablos! ¡Termine con eso! Es mucho peor que oírla chillar.

—Lléveselas, lléveselas —dijo ella con voz histérica—. No puedo impedirlo ¡Lléveselas y déjeme en paz!

—¿Acabará usted alguna vez?… Escúcheme. Créame que no quiero hacerle daño.

Los sollozos continuaron.

—Usted es policía.

—Le he dicho que no; pero si no acalla esos malditos gemidos le aseguro que va usted a desear que lo fuera —cerró una mano en puño y lo apretó contra su cara, poniéndolo tan cerca de sus ojos que ella no podía dejar de verlo, ni siquiera a pesar de la oscuridad—. Y ahora, ¡silencio!

La mujer se calló; se calló resoplando, como un motor atosigado por una carga de combustible impuro, pero se calló. Él la liberó del peso de su cuerpo y se enderezó sobre las rodillas para observarla.

Ella no hizo ningún movimiento; simplemente se quedó allí tirada en la calle, mirando hacia arriba, hacia la oscura forma de él que se perfilaba contra el cielo.

El silencio de la ciudad pesó entre ambos.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó ella, por último.

—Usted.

—No puedo impedirlo —le repitió ella sarcástica.

—No sea necia. Usted —hundió un dedo en el hombro de ella—, usted está viva, usted es la única persona que ha quedado viva en esta colmena humana. ¿Tiene esto algún sentido para usted?

—Supongo que sí —su voz era pequeña, lejana.

Urgido por una sospecha repentina, Gary tanteó la calle a su alrededor, en busca de la linterna; la encontró, y lanzó el rayo de luz contra la cara de la mujer. El rostro estaba blanco por los postreros ramalazos del miedo; los ojos aparecían dilatados y brillantemente azules en medio de la oscuridad. Ella retrocedió ante la luz que la exploraba.

—¡Madre de Dios! ¡Eres sólo una niña!…

—¡No lo soy! —restalló ella—. Tengo diecinueve años.

—¿Cómo? —preguntó él escéptico, mientras apartaba la luz.

—Estoy terminando el bachillerato.

—Eso no me dice nada.

Gary clavó la vista a lo largo de la calle, alerta a cualquier movimiento que se produjera. Reconsiderando la respuesta de la muchacha, admitió de mala gana:

—Bueno, quizá hasta tengas diecisiete.

—Diecinueve —insistió ella con enfado.

—Bueno —se arrodilló a su lado—. ¿Vas a comportarte como es debido?… ¿Cómo te llamas?

—Irma…, Irma Sloan. ¿Y usted?

—Llámame Gary. ¿Te portarás bien ahora?

—¿Gary qué?

—Gary Russell. Contesta a lo que te pregunto.

—Está bien, no se enfurezca —ella se sentó y examinó el pavimento, en busca de las desparramadas joyas—. ¡Mire lo que ha hecho! —se incorporó bruscamente sobre sus rodillas y, frenética, se puso a buscar por la calle—. Ayúdeme a buscarlas. Las quiero. Las quiero todas. ¡Ayúdeme!

Gary la ayudó alumbrando con la linterna; la observaba con menosprecio y movía la luz en círculos cada vez más amplios, mientras los movimientos de ella dibujaban garabatos sobre la acera al recoger las joyas desperdigadas. Una vez que hubo encontrado todo lo que se podía encontrar bajo la débil luz, la mujer alzó sus dos manos colmadas de gemas y volcó su contenido en los bolsillos del pantalón de Gary.

—Debemos regresar aquí mañana. Estoy segura de que faltan bastantes.

—¡Al demonio con eso! —contestó Russell—. Hay más joyerías en los alrededores.

—Sí —dijo ella, agradablemente sorprendida—. Eso es cierto. Hay muchas joyerías. Yo sé bien dónde quedan todas. Mañana las buscaremos juntos, usted y yo.

Él la contradijo secamente:

—Lo que haremos mañana es irnos de aquí, y pronto. ¿No piensas en cómo va a estar la ciudad mañana por la noche, a esta hora?

—Pero, Russell…, mis joyas… Bueno, ¿y cómo va a estar la ciudad?

—¿Cómo crees que estará con todos estos muertos sometidos a dos o tres días de sol caliente?

—¡Oh!…

Irma quedó callada. De pronto le arrebató la linterna de la mano y le enfocó el haz directamente hacia la cara. Gary parpadeó bajo la luz repentina y quedó escuchando la respiración anhelante de Irma.

—¿Qué le sucede?

—No; nada, Russell. Le hace falta afeitarse.

Él le quitó la linterna y la apagó.

—Vámonos de aquí.

—¿Y adónde vamos?

Gary vaciló. En realidad, ¿adónde iban?

Como silenciosos centinelas, se detuvieron en medio de la ciudad muerta y abandonada, la maloliente ciudad que se extendía sin vida bajo un pesado cielo negro la ciudad víctima de las bombas del enemigo. Ellos dos solos, según parecía, en medio de incontables cadáveres. Ellos y un perro extraviado. ¿Adónde ir? Ciertamente no volverían al lugar en que Gary había pasado las noches anteriores. Si no fuera por la joven con quien estaba, Russell sabía perfectamente lo que habrían hecho. Le habrían bastado un par de frazadas, conseguidas en el primer negocio que tuviera esa mercancía, y un colchón de pasto en el campo, fuera de la ciudad, lejos del alcance del olor y los signos de la muerte; o bien una granja deshabitada, cuyos habitantes la hubieran abandonado antes de desencadenarse la tragedia.

Ella deslizó en la de él su pequeña mano, esperando ansiosamente.

—¿Vives aquí? —preguntó Russell—. ¿Conoces bien la ciudad?

—He vivido aquí toda mi vida. La conozco perfectamente.

—Entonces, encuentra un hotel para los dos —le indicó—; uno que sea bien grande.

Irma vaciló sólo durante un segundo. A él le fue fácil adivinar lo que ella pensaba.

—¿Dónde estamos ahora? —se preguntó ella en voz alta.

Se dirigieron hasta la próxima esquina, y él enfocó con la linterna el nombre de la calle.

—¡Ah, sí! —dijo Irma entonces—. Vamos por aquí.

El vestíbulo del hotel parecía estar vacío. Gary lo escudriñó cuidadosamente bajo la luz de la linterna, antes de aventurarse dentro de él. El encargado del registro estaba muerto detrás del escritorio.

—¿El bombardeo —dijo Gary—, ocurrió por la noche?

—El bombard… ¡Oh, sí!, en las primeras horas de la noche —contestó Irma—. La radio dijo que algunos aviones habían sido derribados, y dijo también algo sobre cohetes de largo alcance. No estaba muy claro.

Gary pasó detrás del escritorio y examinó el tablero de las llaves. Al fin optó por sacar varias de ellas de sus ganchos.

—¿Y tú cómo escapaste? ¿Dónde estabas?

—¡Oh, yo no estaba aquí!; estaba con mis compañeras de clase en La Habana. ¿Sabe dónde está La Habana?

—No. —Es una pequeña ciudad que queda al sur de aquí. Mi clase había ido en una expedición campestre, con fines arqueológicos. En La Habana hay túmulos indígenas.

—¿Todavía persistes en tu historia?

—¡Pero es que tengo diecinueve años! —reafirmó Irma con enojo.

—No pienso discutir más sobre eso. Y no me importa un bledo la edad que tengas. Vamos —Russell caminó hacia la escalera—. ¿Y qué le sucedió al resto de la clase?

—No lo sé. Cuando oímos las noticias por la radio, yo me volví a casa. Mi casa… Mi casa estaba…

—¿Destruida por las bombas? —preguntó Gary, conduciéndola arriba.

—No. No la habían tocado. Pero adentro, mi madre estaba… muerta. Su piel había cambiado de color, estaba casi púrpura.

—¿Púrpura?

—Un púrpura azulado. No puedo describirlo. Era horrible.

—No alcanzo a imaginarme este mal. ¿Alguna peste?… Pero obra con rapidez, con endemoniada rapidez… Oye, ¿cuándo pasó todo? ¿El jueves por la noche?

—Eso creo… Sí, el jueves por la noche.

—Y hoy es viernes.

Gary sacudió de un lado a otro la cabeza.

Continuaron subiendo la escalera alfombrada. En el descansillo del segundo piso, Gary se detuvo sólo lo necesario para iluminar con la linterna el pasillo que daba a las habitaciones y asegurarse de que estaba vacío. Después siguió subiendo, arrastrando tras de sí a la joven. Suponía que el tercero o el cuarto piso serían los más seguros por estar alejados de la calle; pues la silenciosa ciudad podía contener otros vagabundos, además de ellos dos.

—¿Y qué has estado haciendo la noche del jueves?

—No lo sé. Honestamente no lo sé —Irma se estremeció—. Yo llegué a casa y encontré… Era insufrible. Lloré mucho y me sentí enferma. Cada vez que intentaba comer me descomponía. Creo que me mantuve a fuerza de jugos y sopas envasados. No había electricidad ni agua corriente.

—Todo debe de haber quedado inutilizado —explicó Gary—. Quizá a causa de una bomba, o tal vez algo se descompuso y dejó de funcionar. Desconexiones automáticas o cosas por el estilo. Nadie habrá estado cerca para poner de nuevo en funcionamiento la energía. Eso explica también lo del agua: las instalaciones de agua corriente funcionaban por electricidad. Me extraña que toda esta maldita ciudad no se haya incendiado —Gary recordó las declaraciones de Irma sobre su comida—. ¿Has dicho que tomaste sopa? —preguntó.

—La estufa de gas marchaba todavía, aunque la llama era muy baja.

—Sería la presión sobrante. Desaparecerá en veinticuatro horas.

—¿Qué haremos entonces?

—No estaremos aquí —aseguró Gary—. Nos iremos de esta ciudad mañana mismo.

—No hay lugar adonde ir.

Cuando llegaron al cuarto piso, él se detuvo para examinar las llaves que llevaba en la mano; encendió la interna y enfocó los números de las puertas. Las llaves los condujeron desde el hueco de la escalera hasta la parte posterior del edificio. La primera habitación que Gary abrió era pequeña y no tenía más que una cama. Las dos siguientes resultaron réplicas de la primera. En la inmediata, el débil resplandor de la linterna descubrió un amplio espacio con una cama doble; comunicado con ese cuarto, había otro igualmente amplio con camas gemelas. Gary empujó adentro a la muchacha, cerró con llave la puerta que daba al pasillo descorrió el cerrojo de la puerta que comunicaba ambas piezas y cerró también con llave la puerta que daba al exterior en el último de los cuartos.

—Aquí nos quedamos —anunció a su acompañante.

Ella lo observó sin decir nada.

Gary extendió su pulgar hacia la puerta comunicante.

—¿Cuál prefieres?

Irma sacudió la cabeza, sin responder.

—Vamos, criatura, elige tu cuarto. No pienso hacer de viejo verde con una niña como tú.

Puso la linterna, todavía encendida, sobre la tapa de la cómoda, y sacó de los bolsillos las joyas robadas. Bajo la tenue luz, arrojaron apagados destellos. Aunque un poco tarde, se acordó de bajar las persianas, para evitar que alguien pudiera verlos a la luz de la linterna. Cuando se separó de la ventana, ella todavía estaba en el centro de la habitación, observándolo.

—¿Qué cuarto prefieres? —preguntó irritado.

—Tengo miedo.

—No tengas miedo de… nada.

—Tengo miedo de dormir en otra habitación.

—¡Basta de tonterías! He cerrado las puertas con llave.

—Yo no voy a dormir sola en otra habitación —declaró Irma, con voz nerviosa y chillona—. Aquí todo parece que está… que está muerto.

Gary Russell observó brevemente aquella cara juvenil, bajo la vacilante luz. Se preguntó qué haría con la chiquilla. Habría deseado dejarla, seguir adelante como si jamás la hubiera encontrado, zafarse de ella de algún modo; pero no podía abandonar a una criatura tan joven. Con repentina decisión apagó la luz.

—Haz lo que te plazca. Yo dormiré en la cama más próxima a la ventana —dijo, y se sentó en el lecho.

Se desvistió, quitándose todo, excepto las insignias de identificación del ejército que llevaba colgando del cuello. Aquél era su modo de dormir. Ni siquiera se le había ocurrido coger un pijama cuando se abasteció por sí mismo, aquella tarde, en una tienda de ropas.

Al cabo de largos minutos de descanso sobre las sábanas, se levantó para levantar un poco la persiana y entreabrir la hoja de la ventana.

Oyó el suave crujir de la cama vecina, bajo el cuerpo movedizo de la muchacha.

Gary tenía la boca seca y la sed lo consumía. Se orientó en la oscuridad, en busca del grifo del lavabo; pero de inmediato recordó que no había agua. Renegando, volvió entonces a la cama. Vio a la muchacha que, también completamente desnuda, le miraba desde la otra cama. Se detuvo, sintiendo un nudo en la garganta.

Irma se rió con ostentosa satisfacción.

—Y ahora —dijo con jactancia—, ¿no piensas que tengo diecinueve años?