CAPÍTULO XII

La estrecha franja de tierra sobresalía entre las aguas verdiazules del golfo, y las pequeñas olas corrían a quebrarse espumosas en la ardiente playa de arena. Eso era lo único que no había cambiado. El sol de Florida era cálido y desagradable en pleno verano.

Gary removía los calcinados restos de la cabaña del pescador, buscando algún indicio que le permitiera saber cuál había sido el destino de sus moradores, algo que le indicara cuánto tiempo hacía que se marcharon… y por qué. Deseaba desesperadamente averiguar en qué fecha la barraca había ardido hasta los cimientos.

Oliver y Sally se habían marchado… con el niño. ¿Adónde?

Furiosamente, aplicó un puntapié a la carbonizada madera. Comprendió que las primeras ventajas de pasar el invierno en aquel lugar no continuaban siéndolo: ahora se habían trasformado en un definitivo y tremendo peligro. Demasiados supervivientes avanzaban desde el norte, para escapar a los duros inviernos; demasiados supervivientes habían descubierto las cálidas arenas y las aguas colmadas de alimentos. Sabía que aquellos que aún sobrevivían este año integraban el más peligroso núcleo de la salvaje y dura vida que todavía perduraba al este del Mississippi. Interrumpió su caminata para reflexionar. ¿Qué año era… éste?

¿El quinto año? ¿Cinco años desde el día en que los enemigos bombardearon? ¿Y cuándo había sido encontrada, saqueada, incendiada por extrañas manos la pequeña cabaña?

Su pie desnudo chocó con algo articulado que se le hundió en la carne. Se agachó para examinarlo, sacándolo de las arenas donde estaba enterado. Era la cadena de madera que él había labrado para regalarle a Sally en Navidad… hacía varios años.

Súbitamente, dándose cuenta del peligro en que estaba, Gary abandonó la isla.

Tenía que encontrar algo para comer.

Después de pasar tres días en ayunas, su estómago lo atormentaba penosamente.

Recogió su rifle, calibre 22, y se arrastró hasta la boca de la cueva para observar la planicie cubierta de nieve.

En los primeros años había utilizado sobre todo el máuser o rifle pesado, como muchos hombres que requerían o necesitaban el mayor alcance y municiones más potentes, pero otros hombres que se aferraron obstinadamente a esos rifles pesados no vivieron mucho tiempo. El trueno de un rifle pesado se extiende a distancias demasiado grandes a través del silencioso y alerta territorio. El disparo de un arma significaba la presencia de un hombre, y un hombre sólo hacía fuego para conseguir alimentos. Muy pronto, Gary descubrió las ventajas que tenía un arma más pequeña; descubrió que su estampido no llegaba tan lejos y por lo tanto era menos traicionero; y si se estaba bastante cerca, podía derribarse a un hombre con la misma facilidad que con las armas pesadas. Dejó, pues que los otros cazadores usaran sus rifles pesados para cazar a sus víctimas y revelar así su propia presencia…, y luego él los eliminaba con su rifle del 22. Era tan difícil conseguir la escasa comida que aún quedaba, que nadie vacilaba en cerrar otra boca.

La llanura delante de él estaba despejada, blanca y brillante por la nieve recién caída. Nada se movía ante la vista.

En la lejanía resonó el disparo de un arma de fuego.

Impresionado, sorprendido y hasta complacido se tiró rápidamente al suelo y comenzó a escudriñar el horizonte.

Había sido un rifle mediano de un modelo cualquiera: el estampido fue demasiado lejano para permitirle una fácil identificación. Quienquiera que fuese no debía de haber advertido su presencia, pues de otro modo no habría hecho fuego a aquella distancia. La idea de que había alguien cerca, la posibilidad de conseguir comida, intensificó los dolores de hambre en su estómago. Antes de ponerse de pie, esperó solamente el tiempo necesario para examinar el campo alrededor y detrás de donde estaba, para ver si algún otro había escuchado el disparo y andaba también explorando.

Gary se encaminó rápidamente hacia el nevado horizonte. Le circundaba un mundo vacío. Le pareció que el ruido del disparo procedía de alguna parte próxima a la ciudad, la cual era siempre una trampa mortal.

Los hombres amaban aún las poblaciones, estaban fascinadas por ellas, soñaban con ellas, víctimas de otros que esperaban y acechaban. Unos pocos, más cautos y más experimentados, como Gary, solían esperar a la salida de los pueblos a los escasos visitantes, y los detenían antes de que pudieran entrar. Además, cuando conseguían entrar no adelantaban gran cosa. Muchas veces, la población estaba completamente vacía y continuaba estándolo, sólo porque los hombres de los alrededores pensaban que había alguien dentro.

Después de dos horas de andar suavemente a través de la nieve, Gary llegó cerca de la población. Súbitamente encontró la huella fresca.

Gary frunció los labios… ¡Otra trampa!

Las presentes huellas conducían a la ciudad.

Gary se deslizó un poco más y se tendió sobre su estómago para estudiar el lugar. En las calles no había movimiento. Tampoco se advertía en ninguna chimenea el humo que revelaba la presencia humana. Pasó una hora; después otra… Gary no percibió ningún ruido de puertas, ni el chirrido que producen los zapatos sobre la madera: absolutamente ningún ruido. Alrededor del mediodía comenzó a soplar el viento, trayendo el olor de la población y también la promesa de una nueva nevada. Cuidadosamente, Gary levantó la cabeza para olfatear al aire. No se percibía olor a sangre fresca o a pieza de caza recientemente sacrificada. Los disparos del rifle no habían sido nada más que una parte de la trampa.

Esperó, sin moverse a que comenzara a nevar.

Gary esperaba con paciencia poder ver, oír u oler algo que le descubriera la trampa.

El olor lo puso de inmediato en estado de alerta.

Ya hacía mucho que había dejado de nevar. La profunda oscuridad de la noche se había tragado al mundo, dejando sólo una débil luminosidad pegada al suelo.

Gary estaba soñoliento, casi dormido, aunque con los ojos cautelosamente abiertos y la cara tirada para captar el errático giro del viento, cuando percibió el olor. Provenía de la población. Gary cerró los ojos en un esfuerzo para identificarlo. En su memoria no existía un recuerdo preciso para denominar aquel olor que venía del cebo: se le escapaba…, lo atormentaba.

Se daba cuenta de que no era ninguno de los olores propios de los trajes o de las pieles que los hombres usaban ahora para cubrir su cuerpo; no era tampoco el de ninguno de los combustibles utilizados para encender el fuego; no era, por último el de ninguno de los posibles tipos de alimentos que Gary alguna vez hubiera olido o probado. Tampoco era el peculiar tufo que expandía aquel solitario camión que cruzó la carretera, ni el hedor de ninguno de los animales que podían cruzar la comarca silenciosa. El efluvio llegó súbitamente, como si emergiera de un portal, y después de breves momentos se fue de nuevo, como si alguien hubiera cerrado la puerta. Pero lo raro es que no estaba mezclado con ningún otro olor, ni de cuero, ni de ropas de lana, ni de humo de tabaco: nada, sino aquel olor simple.

Luego al cabo de media hora, llegó un olor a humo de leña.

Gary continuó avizorando y esperando, pero el humo no era visible en el aire de la noche. El peculiar aroma no volvió.

Incorporado a medias, comenzó a deslizarse dentro de la población, teniendo cuidado de que no se le cayera la nieve adherida a la espalda. El olor a humo se acrecentó al aproximarse Gary a los edificios, y pronto pudo localizar su origen: la deteriorada chimenea de una vieja casa de ladrillos situada en el límite del terreno que él estaba atravesando. Dio gracias por no haber entrado en la población despojado de la nieve que lo cubría a medias. Se acercó a la casa, giró en torno de ella, observó, escuchó.

Ante la puerta encontró huellas en la nieve. Habían sido impresas después de cesar la nieve. Eran pequeñas y estrechas de pies desnudos…, mucho más pequeñas que los zapatos que marcaron el rastro el día anterior. Gary retrocedió, se deslizó hacia el costado de la casa y se detuvo ante la chimenea. Los ladrillos estaban calientes por el fuego que oyó crepitar en el hogar. De inmediato percibió otro ruido más débil, y después de largos minutos de reflexión se dio cuenta de que se trataba de agua hirviendo… ¿Quién estaría preparando comida en medio de la noche? ¿Quién podría estar traicionándose con fuego de leña, quién se detendría con los pies desnudos sobre la nieve y quién permitiría que ese extraño olor se mezclara con el viento?

Moviéndose con prudencia junto a una ventana, Gary apoyó la nariz contra las rendijas.

Fuego, calor, humo, pero ningún olor discernible en el recipiente…, y muy penetrable aquel aroma turbador.

Una mujer que usaba perfume…

De improviso oyó un movimiento en la habitación. Gary se arrojó al suelo, muy mal escondido porque ya no tenía nieve encima; preparó el rifle, y esperó.

Al instante, concentró su atención. Se produjo un suave chasquido cuando ella cerró la puerta; se oyó el débil golpeteo de sus pies desnudos que se movían sobre el piso.

Gary saltó desde su escondite en el ángulo de la casa y corrió hacia la puerta, sosteniendo el puñal por el largo mango. Sabía dónde estaría ella; sabía que en aquel instante caminaba hacia la lumbre, dándole la espalda a él. Saltó hacia la puerta; le dio un impulso con el pie; la abrió; empuñó el cuchillo por la hoja, y él mismo se colocó de manera que la puerta no se cerrara. Golpeó a la mujer en la parte posterior del cráneo.

La mujer se desplomó al suelo, sin que un solo sonido escapara de sus labios. El rifle que llevaba cayó junto a su cuerpo.

Gary fue otra vez hasta la puerta, para escudriñar la calle y los alrededores; pero no oyó nada. Regresó adentro, cerró y atrancó la puerta. Pasó sobre el cuerpo de la mujer, tomó el rifle, le sacó las municiones, arrojó la inútil arma al suelo, y por último se aproximó al hogar y derramó sobre el fuego el recipiente de agua hirviendo para extinguir el calor y el humo tan reveladores. Solamente entonces retrocedió para mirar a la mujer.

Sus ropas estaban prolijamente apiladas junto al fuego, sus zapatos y un gran bolso negro reposaban sobre el suelo junto a las ropas. Gary se dirigió calmosamente hacia el bolso, levantó del suelo el puñal y abrió un ancho tajo en el costado del bolso. Por la abertura cayeron algunos trozos de conejo crudo, parcialmente helado. Gary se apoderó rápidamente de ellos e hincó los dientes en la carne fría. Después del conejo salió del bolso un fino chorro de brillantes cuentas de vidrio, Gary, asombrado, metió la mano en el bolso y sacó un puñado de relucientes piedras que brillaron levemente en la oscura habitación.

Corrió hacia la mujer, y le volvió el rostro para mirarlo.

Ahora tenía mucho más de diecinueve años.

En un instante fue hasta la puerta y recogió un puñado de nieve para frotarle le cabeza. Mientras esperaba que reviviera masajeando suavemente cabeza y nuca. Gary hacía planes para el futuro en que ambos estarían juntos. Ella podría ser muy útil en la lucha por permanecer vivos, podría ser el cebo más tentador para atrapar hombres… como lo había demostrado recientemente. Y si ella se desempeñaba bien en su trabajo… quizá Gary le perdonara el recipiente de agua hirviendo que había preparado.

Además había el otro problema: no sería seguro para él que ella volviera a sentir hambre alguna otra vez.

Gary le contempló la cara, mirando cómo se agitaban sus párpados a medida que iba recobrando el conocimiento. Decidió que tenía que buscar algún otro lugar para vivir…, pues a ella evidentemente no le agradaría la cueva. Le hizo una sonrisa que se perdió entre su espesa barba.

Los ojos de la mujer eran idénticos a los anchos, brillantes ojos azules que tenía la primera vez que la encontró; su semblante transparentaba el mismo terror. Sólo su cuerpo había cambiado en esos diez años.

—¡Hola, Diecinueve! —dijo—. ¿Te acuerdas de mí?

FIN