CAPÍTULO XI

Un ornamental edificio reverberó a través de la ventanilla: el edificio que había albergado todas las oficinas de derecho de peaje, mucho antes de que una parte del mundo concluyera. Ahora contenía un puesto de mando con una pareja de centinelas a la puerta. Los centinelas observaron al automóvil cuando éste pasó, y siguieron mirándolo cuando se detuvo delante de un edificio más pequeño y más nuevo, situado a corta distancia sobre la misma calle.

Gary sintió una leve presión en su brazo. Entonces bajó del automóvil, y siguió a los soldados hacia el edificio más pequeño. Alguien abrió la puerta de acero. Lo empujaron hacia dentro y luego se aglomeraron tras él.

Se oyó una señal y repentinamente la estancia se vio inundada por una densa niebla. Después de un intervalo, se oyó otra señal en la cámara, y la niebla comenzó a disiparse como si la soplaran hacia fuera. Los otros hombres esperaron a quitarse los trajes. Gary levantó una mano para desprender sus ropas, pero lo detuvieron.

—Un momento, camarada. Todavía no. Ahora tienen que examinarle, y luego te quedarás hasta que nosotros vengamos a sacarte de aquí.

Bueno, ¿qué diablos había querido decir el hombre con todo eso? Gary observó al soldado y sintió que se le formaba de nuevo el nudo en el estómago.

Todos ellos se quitaron sus trajes de radiación. Luego abandonaron el edificio, golpeando la puerta tras ellos. Gary quedó allí, de pie, completamente solo. De nuevo levantó sus manos y comenzó a desvestirse, comprobando por primera vez que el uniforme no le caía perfectamente bien y que tenía la barba muy crecida.

Inopinadamente la puerta de acero, se abrió y en el vano apareció un soldado de los servicios de sanidad.

Observó a Gary profesionalmente.

—Espero ganarme una medalla por este caso —anunció el hombre con aire alegre—. Quizá estés contagiado por la peste.

—¡O quizá no! —replicó Gary con rapidez—. Vamos, terminemos de una vez con todo esto. Quiero salir de aquí… Este lugar me saca de quicio.

—No saldrás de aquí, hermano… por lo menos no hasta que terminemos con los exámenes. Dame el brazo.

—¡Vete al diablo! ¿Para qué lo quieres?

—No me iré al diablo —el militar le tomó el brazo—. Análisis de sangre, ¿comprendes? Podrías haberte contagiado algo. Debemos ser infernalmente cuidadosos —hundió la aguja en el brazo de Gary, y extrajo un poco de sangre—. ¿Qué tipo de sangre tienes?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —contestó Gary con furiosa impaciencia.

—Mirando tu distintivo, ¡estúpido! —alargó suavemente una mano y levantó la cadena que colgaba del cuello de Gary para leer la inscripción del distintivo de metal—. AB. Bastante raro, ¿no te parece?

—¿Qué quieres decir con esa estupidez?

—El tipo AB no abunda por aquí, cantarada; aunque quizá, entre los egipcios y los chinos —volvió a observar el distintivo—. Eres Moskowitz, ¿eh? Bueno, he visto otros casos más raros… Quizá seas un Moskowitz egipcio o algo así…

—¡Lárgate ya de aquí! —Gary estaba perdiendo rápidamente el dominio de sí mismo, incitado por su creciente temor—. Y tráeme pronto algo de comer… Estoy condenadamente harto de las raciones C.

—Está bien, está bien —el soldado terminó su trabajo y se marchó.

Poco después la puerta se abrió, y entró el soldado trayendo una bandeja.

—Otra medalla para mí ¡Eres un egipcio postizo!

—No soy egipcio —protestó Gary, aterrorizado.

—¡Seguro que no! Tú eres tan AB como yo. En caso de que alguien te pregunte, di que eres del tipo O absoluto. Conviene que lo recuerdes… Puede serte útil algún día.

—Pero el distintivo dice…

—El distintivo miente como un bellaco, camarada; pero no lo tires. Eres una cándida paloma, ¿no? —colocó la bandeja en el suelo—. Eso pasa siempre: ellos lo hacen todo con mucha rapidez y siempre cometen errores. Apostaría a que uno de cada veinte tipos anda por el mundo con un dato equivocado en su distintivo… Es un maldito asunto; pero tú no puedes hacer nada. El único inconveniente es que, si alguna vez necesitas una transfusión en un caso de apuro y te ponen un tipo equivocado…, entonces estás listo.

—Quizá haya cambiado —sugirió Gary—. Fue hace ya tanto tiempo…

—No, no, no —el soldado sacudió la cabeza e hizo una mueca ante la ignorancia de Gary—. Eso nunca cambia. Es igual que las impresiones digitales. Naciste con tipo O y morirás con tipo O. Ahora a comer. Te traeré agua y comida. Tendrás que quedarte aquí hasta que terminen de hacer las pruebas: unos tres días.

—¿Por qué? —preguntó Gary de nuevo—. ¿Para qué hay que hacer pruebas?

—Para ver si has pescado algo, ¡estúpido! Si eres portador de gérmenes de la peste, en seguida lo sabremos —el soldado retrocedió—, y yo me ganaré la condenada medalla.

—Esto es verdaderamente infernal. Oye… hazme un favor. Trata de conseguirme un pase. He estado demasiado tiempo fuera de circulación.

—¡Y todavía quieres un pase!

Gary no consiguió el pase…, nunca lo esperó, ni esperó los tres días fijados. Sabía con certeza lo que revelarían las pruebas; sabía que, sin lugar a dudas, los tubos de ensayo, o cualesquiera fueran las cosas que usaran, demostrarían sus dos años de vagabundeo por la zona contaminada, y descubrirían lo que hubiera en la sangre. La libertad estaba demasiado cerca para esperar tres días.

Aquella noche, la segunda que pasaba en la cámara, Gary se escapó.

Para conseguirlo, pensó primero en la posibilidad de pedirle leche al centinela, pues sabía que a éste le costaría bastante tiempo procurársela, pero abandonó rápidamente la idea, porque se le ocurrió que el centinela podría negarse a buscársela. O en el caso de que quisiera, quizá se le ocurriría cerrar con llave la puerta antes de marcharse, o bien cuidar de estar ausente sólo unos cinco minutos como máximo. Cinco minutos no era suficiente. Necesitaba horas para alejarse de la zona.

Así pues, Gary formuló su habitual pedido de agua, y mantuvo la puerta abierta con una pequeña rendija, mientras escudriñaba la oscuridad. No oyó ruidos de ninguna otra persona que estuviera cerca ni notó olor a humo de cigarrillo. El centinela volvió con el agua y se detuvo para colocarla ante el umbral; pero se incorporó con sorpresa cuando vio la estrecha abertura de la puerta. Gary lo tomó por la parte de atrás de la cabeza y le golpeó con el canto de la mano en el cuello. El centinela se desplomó. Gary se asomó cautelosamente. No oyó rumor alguno. Sin perder un instante, arrastró el cuerpo inerte hasta la cámara y lo tendió donde él había dormido la noche anterior. En pocos segundos se deslizó afuera, cerró la puerta con llave, y desapareció en la oscuridad de la noche, alejándose del río.

Disponía de tres o cuatro horas, por lo menos tres, hasta que fueran a relevar al centinela.

Gary iba ahora vestido con ropas civiles: un sucio overol y una indescriptible camisa que le había quitado a un granjero. En un bolsillo tintineaban un par de dólares en moneda pequeña, propiedad también del mismo granjero al que había estrangulado. Su cuerpo inerte yacía, muchos kilómetros atrás, en una zanja; pero su viejo camión Ford corría por una carretera hacia el sur. Salía el sol cuando Gary y el camión robado se hallaba ya a unos ochenta kilómetros al sur de Saint Louis y bien lejos del río, bien lejos de los dieciséis kilómetros que correspondían a la zona militar.

Aquello era la libertad. Había esperado dos años para recobrarla.

Aquella tarde, temprano, entró en un cine para ver dos películas; pues cuando pasaba frente al local descubrió súbitamente que una de las cosas que más había anhelado era contemplar las cambiantes imágenes del cine. En la primera película, una mujer muy atractiva se exhibía en traje de baño, para asombro y deleite de todos los hombres y de todas las mujeres que participaban en el episodio; en la segunda, un verdadero héroe romántico del honrado Oeste conseguía vencer, después de múltiples dificultades, al sombrío villano y salvar el rancho. Cada una de estas películas lo mantuvo en suspenso, y decidió permanecer en la sala para ver de nuevo la escena del traje de baño. Por último salió del cine con otro plan en la mente. La idea era aún bastante confusa; pero, al anochecer, Gary tenía ya sus planes listos. Su dinero era escaso: no tenía suficiente para beber y comer, y mucho menos para satisfacer sus deseos. Su primer robo le había proporcionado solamente unas pocas monedas; el segundo puso a su disposición una billetera. Abandonó aquel pueblo, y buscó otro.

Compró ropas, pero no nuevas (por temor a que pudieran estar marcadas), sino de segunda mano. En una calle lateral abandonó el camión del granjero. Tomó un ómnibus hacia Little Rock, lugar donde llegó aquella misma noche, bastante tarde. Little Rock era más o menos como Gary suponía; inclusive había radios que difundían las noticias, o por lo menos parte de las noticias, que se tenían sobre los últimos sucesos… Un agente enemigo andaba en libertad al oeste del río… Gary se sentó en un bar y escuchó los boletines que eran repetidos cada quince minutos.

En el bar demostraban bastante interés por las novedades: todas las cabezas giraban prestando atención; pero una vez que los noticiosos habían finalizado, todos volvían a sumergirse en sus propios problemas. Por todas partes se oían charlas, discusiones, planes tontos sobre qué le harían ellos a ese hijo de perra si se presentara allí; pero la preocupación mayor se concentraba en las bebidas que tenían al alcance de la mano y en la compañera de mesa.

—¡Qué barbaridad! —dijo Gary al dueño del bar—; ese hombre nunca conseguirá llegar hasta aquí. Los soldados lo atraparán.

El hombre asintió.

—Ellos siempre lo consiguen. Los soldados son magníficos… Yo estoy por ellos. Desde que vinieron, todo ha cambiado en este lugar. Usted sabe cómo era este estado antes del cambio.

Gary no lo sabía, pero asintió como si lo supiera. Sospechó que el dueño del bar se refería al tema que más le preocupaba (el comercio de bebidas alcohólicas); pero no quiso demostrar su ignorancia haciéndole preguntas. No pudo recordar si con anterioridad había estado alguna vez en Arkansas y ni siquiera recordaba nada acerca del lugar. Por otra parte, le importaba poco.

No le fue difícil encontrar una chica que quisiera compartir con él el contenido de su billetera. A la mañana siguiente, ella le preparó el desayuno, y Gary estaba tan encantado y satisfecho por la sensación de hogar que halló en el modesto apartamento de ella, que le expresó su deseo de continuar allí juntos algunos días. La chica se mostró más que bien dispuesta. Le prodigó un tipo de amor cuyos motivos eran evidentes, pero que satisfizo su prolongada carencia de efectos… Si Gary intentaba leer los periódicos, ella lo interrumpía; si hojeaba un poco los gastados libros, ella se los arrancaba de las manos y los tiraba a través de la habitación. Gary no perdió el juicio por ella; sabía que aquel amor terminaría en cuanto la billetera se vaciara; pero mientras la chica era un agradable manantial después de dos años de sed. Le acariciaba la falsa cabellera rubia y la dejaba que obrara según sus normas.

Compró una máquina de afeitar, simplemente porque un llamativo anuncio decía que con ella estaría mejor afeitado. Compró también una caja de bombones para la chica que lo estaba esperando en el departamento. Después de haber entrado en media docena de tiendas, con los brazos cargados con todas las cosas que había adquirido por el solo placer de comprar, emprendió el regreso hacia el apartamento, al anochecer.

No bien abrió la puerta, se detuvo en el umbral, contemplando aterrado el cuerpo retorcido que yacía en el suelo. La mujer estaba medio desnuda, y su cuerpo, de un horrible color amoratado, mostraba los síntomas de la progresiva asfixia. Lo señaló con un dedo acusador, intentando inútilmente emitir algunas palabras. Detrás de ella, la radio estaba transmitiendo noticias. Gary dejó caer los paquetes al suelo y salió a escape, olvidándose de cerrar la puerta.

Tomó otro ómnibus, siempre en dirección al sur, pero tan sólo porque fue el primero que encontró con destino a otra ciudad.

La ciudad era Shreveport. Creyó que ya la conocía, pero no estaba seguro: su otra vida había transcurrido tanto tiempo antes, que los recuerdos le jugaban a menudo malas pasadas. Tal vez estuvo allí una década atrás, con los equipos deportivos del ejército de Louisiana, o quizá sólo pasó en un tren militar. En cambio, la imagen de la atormentada chica en el suelo del departamento no era un recuerdo vago. Esa visión no lo abandonó pese a los esfuerzos que hizo para borrarla de su mente: lo acompañó, durante todo el aburrido viaje en ómnibus hacia el sur; lo atormentó mientras rondaba por las calles brillantemente iluminadas de Shreveport. Era un recuerdo ardiente, intenso, amargo. Yacía en el suelo, retorcida, casi asfixiada, señalando con el dedo acusador que parecía una saeta.

Ahora no podía permanecer en ninguna parte. Ahora no podía quedarse más de un día, ¡exactamente un día!, en cualquier lugar en que se detuviera, ya fuese una ciudad bulliciosa, un pequeño pueblo o una granja donde pasar la noche. Sólo podía quedarse un día; en caso contrario, su paso sería descubierto.

Aquella familia de granjeros, los Hoffman, no habían sido afectados por su presencia, porque ellos vivieron en la zona contaminada desde el primer momento. Estaban inmunizados, como él también lo estaba. En cambio, toda la gente que vivía al oeste del río no estaba inmunizada, y él los estaba matando. Transportaba la muerte en los ómnibus, la llevaba a los comercios, la transmitía a aquellos a quienes rozaba en la calle, a los encargados de los bares y a la chica del modesto apartamento.

Shreveport había perdido el mágico encanto que conoció en otro tiempo.

Comió en un pequeño y casi desierto restaurante donde le sirvieron una comida barata y poco satisfactoria. En el extremo del mostrador, un conductor de taxi tomaba una taza de café mientras leía un periódico. Gary echó una mirada al diario… No había ningún retrato suyo (no lo tenían), pero alcanzó a ver el título del artículo que le concernía personalmente.

Ahora habría, sin duda, muchos más civiles que soldados persiguiéndolo. Todos estarían buscándolo… Alguno podría verlo, pero ninguno lo reconocería hasta que fuera demasiado tarde.

¡Oh, aquel maestro de escuela había previsto los hechos con mortal precisión!

¡Y ésa era la vida brillante y feliz que tanto había ansiado; la vida al oeste del río; una vida colmada de mujeres, de bebida y manjares, una vida que no podía vivirse en la zona contaminada!… Para conseguir eso había arriesgado su propia vida…, y ahora no podía permanecer allí ni un solo día.

—Seguramente prenderán al malvado.

Gary se sobresaltó al escuchar las palabras del taxista.

—Sí, seguramente —contestó; dejó dinero sobre el mostrador, y se marchó.

Así, pues, él era un malvado: un malvado a quien se debía cazar y matar simplemente porque quería vivir con ellos en lugar de hacerlo en la vacía y desolada zona del oeste. Ellos querían matarlo porque él tendría que haber muerto mucho tiempo atrás y no murió… Lo matarían si es que podían dar con él. Le causaba gracia, en realidad, él los tenía en un puño: lo único que tenía que hacer era toser ante la cara del conductor de taxi, tocar o besar a la camarera, poner sus brazos sobre los hombros de un cliente del bar, y así los mataría mientras ellos andaban persiguiéndolo. Pero sólo podía permanecer un día. Mañana descubriría que había estado allí…

Que había estado allí. El taxi estaba detenido en la parada, con el motor en marcha.

Gary giró la cabeza para observar el bar a través de las ventanas. El conductor aún estaba embebido en su periódico. La camarera le llevaba otro café. Gary se detuvo junto al vehículo, dio una vuelta a su alrededor y finalmente se deslizó tras el volante. Consiguió ponerlo en marcha suavemente, de modo que el conductor no oyera ningún ruido. Después de haber recorrido una manzana, cambió de marcha y se lanzó a toda velocidad por la casi desierta calle. Un cruce de caminos le llamó la atención, y giró hacia el oeste para alejarse más aún del río. Lo más probable era que quienes lo perseguían supusieran que se encaminaba en línea recta hacia el sur.

Pero se encontró con que la carretera hacia el oeste estaba cerrada. Habían colocado una barrera a través del camino, y un policía uniformado inspeccionaba los dos o tres automóviles alineados detrás del obstáculo. Sin aminorar la velocidad, dobló por un camino lateral y siguió hacia el norte, procurando dar la impresión de que ésa era su ruta.

Continuó hacia el norte hasta que llegó a otro lugar donde el camino estaba interceptado, y nuevamente se encaminó hacia Shreveport. Desde allí, tomó otra vez hacia el sur, después de haber descrito un círculo completo con respecto a su punto de partida. Pero pronto volvió a encontrar una barrera similar a las demás, en la carretera a Alexandria a Baton Rouge. Se detuvo bastante antes de la barrera, donde la policía estaba inspeccionando los pasajeros de un ómnibus interurbano, y volvió hacia atrás.

Las rutas hacia el oeste y hacia el sur estaban cerradas para él… El terror a la peste se había expandido rápidamente. Quizá estuviera abierto el camino hacia el norte, pues probablemente pensarían que él no volvería en esa dirección; pero encontraría barreras tendidas en los límites de la parte sur de Little Rock. La chica yacía en el piso del departamento de Little Rock: el rastro más reciente para descubrirlo. Lo mismo sucedería en Shreveport, mañana o pasado mañana. Una camarera, o el encargado de un bar…

¿Huir hacia el este?

Guiando con muchas precauciones, Gary condujo el automóvil a través del río Rojo, hacia Bossier City. Nadie lo detuvo. Continuó en esa dirección, buscó y encontró la ruta federal hacia Monroe y hacia el Mississippi. En ese camino no había barreras…, todavía.

Todavía no; pero muy pronto las colocarían: tan pronto como el conductor del taxi informara sobre el robo de su auto; tan pronto como la policía diera noticia sobre un vehículo que aparentemente no había querido seguir ni hacia el oeste ni hacia el sur. De repente pensó que el automóvil se asemejaba a un dedo amarillo en la carretera desierta. Tenía que encontrar la manera de librarse de él.

La oportunidad se le presentó al día siguiente.

Y se le presentó en forma de una mujer de mediana edad que iba conduciendo lenta y prudentemente un viejo modelo «Ford» A. Gary aminoró la marcha del taxi robado y empezó a marchar detrás de ella, observando cómo conducía. En seguida pudo comprobar que su velocidad nunca excedía de unos prudentes cuarenta kilómetros por hora. Una mujer precavida y solitaria que conducía su coche en una solitaria aurora hacia algún lejano destino. Ella se hizo a un lado para permitirle que pasara, retirándose lo más lejos posible hacia el lado derecho de la carretera, mientras observaba al taxi por el espejo de su coche.

Gary aceleró, adelantó al otro vehículo, se colocó directamente ante el «Ford» y aplicó los frenos. Ella, obediente, disminuyó la marcha y conservó nerviosamente su distancia, mirando el paragolpes y las luces traseras. Gary volvió a tomar velocidad, conduciendo a menos de cuarenta kilómetros que habitualmente desarrollaba el «Ford». Se sintió muy satisfecho cuando vio la incertidumbre que se reflejaba en el rostro de ella. La mujer intentó disminuir más la velocidad, para mantenerse a buena distancia de Gary; pero éste aplicó el pie al freno y se mantuvo justo delante del «Ford». Por último, cuando los dos vehículos marchaban a unos quince kilómetros, Gary frenó por completo. Los reflejos de la mujer no eran suficientemente rápidos, y el «Ford» chocó contra la parte posterior del taxi.

Gary bajó del coche, dejando la puerta abierta y el motor en marcha, y retrocedió para examinar los daños. Ella estuvo junto a él de inmediato, reprendiéndolo por su pésima manera de conducir y lamentándose por los daños sufridos por su propio auto. Sin decir ni una palabra, Gary la tomó por el brazo, la empujó hacia adelante y la colocó en el asiento delantero del taxi. La mujer lo miraba fijamente; se había quedado sin poder articular palabra, tanto por el asombro como por su creciente indignación. Gary la dejó allí, corrió hacia el «Ford» y subió a él. Antes de que ella pudiera recobrarse y bajar del auto, Gary había hecho retroceder el «Ford» para desenganchar los paragolpes. Con su nuevo robo describió una curva en torno del taxi, a creciente velocidad. La mujer le gritó algo cuando pasó a su lado. El viejo automóvil no daba más de ochenta a toda marcha, pero Gary hundió el pie en el pedal y lo mantuvo en esa velocidad hasta que el taxi amarillo y la mujer que gesticulaba salvajemente se perdieron de vista.

Entonces escuchó el peculiar ruido de un aeroplano volando en picado. Hizo girar el volante y rápidamente encajó el automóvil en la zanja que corría al lado de la carretera. Luego, tan pronto como el vehículo se detuvo, saltó del coche y corrió hacia el campo. Se paró junto a una cerca. El aeroplano estaba algunos kilómetros detrás de él, sobre la carretera que acababa de atravesar, pero no siguió adelante. Gary volvió hacia el camino y desde la distancia comenzó a observar.

Los motores del avión rugían de nuevo. Gary lo descubrió en el momento en que el aparato salía de la picada. Mientras Gary observaba, el aeroplano volvió a ascender hacia el cielo, dio varias vueltas para aproximarse a un punto determinado, y una vez más picó sobre la carretera. Pudo oír claramente el tableteo de las ametralladoras. El avión se perdió de vista en la línea del horizonte, pero al cabo de un momento volvió, siempre en picado; hizo una última pasada sobre el blanco, mientras Gary estaba de pie observando, y luego se quedó en el cielo, volando en círculos alrededor de su objetivo.

Al dueño del taxi indudablemente le fastidiaría haber perdido su vehículo.

Gary hizo retroceder el «Ford» lo volvió a situar en la carretera y se encaminó a gran velocidad hacia el este, en dirección al río, único lugar seguro que conocía. Tenía esperanzas de que los tripulantes del aeroplano no hubieran visto su automóvil. Ahora ya no cabía la menor duda de que su presencia en Shreveport había sido descubierta.

El río, ancho y sombrío, corría ante sus ojos con indiferencia, con un susurro que no era precisamente sonido pero que tampoco era silencio. El silencio auténtico estaba en la otra orilla: un silencio completo y tangible como algo que se puede tomar con la mano, un pesado y funesto silencio. Gary yacía inmóvil entre el pasto cenagoso y frío. Sus ojos buscaban la negra silueta de un centinela que se destacaba bajo el cielo oscuro Ahora sabían que estaba por aquellos lugares; sabían que había penetrado en la franja prohibida de dieciséis kilómetros; sabían que estaba oculto en algún sitio entre el destrozado taxi y el río. Incluso sabían hacia dónde iba, aunque le negaban el derecho de retornar al silencio.

Gary yacía inmóvil, odiando el silencio y el río.

No existía otra posibilidad para él, si deseaba continuar viviendo; y esta certidumbre lo enfurecía. Sintió un odio creciente por la obligada elección, por la escasez de posibilidades y por la dura necesidad de tener que hacerlo. Podía incorporarse y gritar su desafío al este… y morir en el instante siguiente; pero también podía volver a cruzar la línea de la cuarentena… ¿Y después?… El río era una angustiosa barrera que dividía la nación en dos mitades; mitades desiguales donde la vida se desarrollaba en desigual estado: de riqueza y plenitud, o de pobreza y escasez. Para la mayoría: alimentos, bebidas, bombones, radio, gasolina, dinero, neón, carne, paz. Para algunos pocos: obrar con rapidez o morir, acabarse lentamente de hambre o terminar rápida y violentamente. Y algo tan común como un río era la línea de la amarga división.

La negra y casi informe masa de un majestuoso centinela se movió, destacándose contra las estrellas.

Gary retuvo el aliento y observó la opaca silueta, que pasó taconeando junto a él, y la observó hasta que se perdió de vista. Esperó un buen rato, por si acaso aquel centinela era seguido por otros. Luego, se incorporó sobre las manos y las rodillas, y se dirigió hacia el agua. Una piedra rodó bajo su rodilla. Se quedó rígido sobre la arena, siempre observando y escuchando. Luego prosiguió suavemente, tanteando el camino tanto con sus sentidos como con sus dedos, escapando hacia la orilla del río, cuidando de no tropezar con un alambre de alarma. Una de sus manos extendida se sumergió en el agua y produjo un ligero chapoteo. Tras un momento de tenso silencio, hundió su cuerpo desnudo en el río, y se alejó lentamente de la orilla de Louisiana.

Nadó hacia una de las pequeñas manchitas de tierra que había visto en medio del río, la noche anterior, cuando estuvo observando el lugar; nadó hacia una de las islas, donde encontraría un breve descanso antes de lanzarse al silencio que reinaba más allá del río. Ahora se odiaba a sí mismo, por su propia amarga futilidad y por sus tontas esperanzas de poder vivir como un hombre cualquiera; se odiaba por la injusticia que había recaído sobre él después de dos años de vigilante espera y de planes astutos. Habiendo conseguido cruzar el río prohibido, obtuvo como único resultado que le arrojaran su triunfo a la cara. Y ahora estaba literalmente hundiéndose de nuevo, sin que le quedara nada, excepto la vida y un desnudo e indefenso cuerpo que regresaban al silencio mortal.

Se impulsó hacia adelante, aumentando la intensidad de sus brazadas.

Durante un brevísimo instante deseó haber podido desparramar la peste incesantemente; haber podido correr en libertad a través de cientos de pueblos y de ciudades, diseminando una muerte espantosa. Deseó haber podido arrasar a los atildados y estúpidos estados del oeste a su propio nivel de vida, llevando la plaga a sus montañas; haber podido mostrarles cómo era en realidad la vida al este del río.

Gary avanzó en la oscuridad hasta que sintió una mezcla de barro y arena debajo de sus pies. Salió del agua, miró hacia atrás y sacudió un iracundo puño hacia la ribera de Louisiana.

—¡Hijos de perra!

La granjera en el taxi acribillado pudo apreciar la situación. El anónimo visitante nocturno de los Hoffman cuyo cuerpo fue arrojado en la helada caleta, pudo inclusive haber sonreído con sarcasmo ante tanta ironía. ¡Hasta el vulgar de Harry, tan ignorante, tan atolondrado en deslizarse por el cable, pudo haber reído estrepitosamente!