Cielo azul de verano. Templado, suave, tranquilo y apacible verano de Ohio. Gary suponía que estaba en Ohio… pues alguien había derribado los postes indicadores de la carretera y probablemente los había usado para hacer fuego durante el invierno anterior. Se había acostumbrado a evitar las ciudades. No importaba; si quería pensar que estaba en Ohio, entonces estaba allí. Descansaba echado de espaldas sobre la alta y descuidada hierba, contemplando las nubes informes arrastradas por el viento. Una hormiga exploraba la piel de su mano, pero él se sentía demasiado contento para espantarla. El cielo, las nubes ondulantes y el aroma de la hierba lo acariciaban.
Ohio era agradable en el cálido, perezoso verano… tan agradable y tan cómodo que Gary no se alarmó cuando oyó un distante ruido de disparos. Yacía tranquilo, escuchando, sabiendo por el número de armas que se trataba de mucha gente, y sabiendo también que eso sucedía demasiado lejos para que le concerniera personalmente.
Pero la respuesta de una ametralladora le hizo incorporarse bruscamente.
¡Ametralladoras! Ametralladoras significaba soldados, a menos que una banda de asaltantes hubiera conseguido apoderarse de semejante arma en alguna parte; fuera de eso, significaba soldados…
Echó a correr, ágil y velozmente, hacia el lugar de las descargas. ¡Soldados allí, tan lejos del Mississippi!
Eso podía indicar que habían comenzado las operaciones de la limpieza, que habían cruzado el río que el alto mando estaba limpiando la zona de agentes enemigos y de sobrevivientes contaminados. Gary saltó un derribado cerco de alambre de púas y siguió corriendo a través del campo. Mientras corría iba rezando…, pero no a ningún Creador en quien él tuviera fe, sino rezando en su propio lenguaje, en su expresivo y violento lenguaje, pidiendo que eso no sucediera, que los estados del oeste no hubieran venido a reclamar la zona bombardeada. La zona era áspera, estéril y terrible; pero súbitamente se dio cuenta de que no quería perderla, de que no quería cambiarla por lo que ellos ofrecían. La había odiado, pero ahora no quería perderla; con frecuencia había maldecido al siniestro destino que lo colocó allí, pero ahora todo esto era preferible. El resto de su vida, mezquina y miserable, era mucho mejor que las patrullas que estaban haciendo fuego. ¡Demonios, él sólo tenía treinta años…, treinta y pico…, y no quería morir tan pronto!
Gary llegó velozmente al pie de una colina, y luego, palmo a palmo, fue ascendiendo con toda cautela hacia la cima, cubierta de altas hierbas. Los disparos resonaban ruidosamente en sus oídos. Se detuvo justo un poco antes de la cumbre, listo para saltar y retroceder. Luego sacó el rifle y apartó la hierba para ocultarse. Se quedó quieto y al acecho.
Una carretera asfaltada, convertida en campo de batalla, contorneaba el valle, a medio kilómetro de distancia, y sólo dos pequeños camiones ocupaban la carretera. ¡Dos camiones! Con creciente excitación se adelantó un poco para ver mejor. Eran dos camiones verdes del ejército, bastante parecidos al camión postal blindado que él mismo había conducido años atrás; dos camiones cerrados y detenidos en el solitario camino. Le pareció comprender por qué se habían detenido. Uno de ellos estaba parcialmente atascado en la zanja que corría al costado del camino; y, desde lejos, daba la impresión de que un neumático había estallado, dejándolo desamparado. El otro estaba parado unos pocos metros más adelante. Gary estudió la situación. Los disparos de rifle procedían de las cabinas de ambos vehículos, barrían la alta hierba a lo largo de la zanja y llegaban hasta el terreno que estaba detrás.
Al cabo de un momento localizó la ametralladora, que rugía desde una ventanilla rota situada en la parte posterior del camión descompuesto. Gary vio un cuerpo que yacía en el camino.
Ambos camiones del ejército estaban orientados hacia el lejano Mississippi.
De inmediato maduró un plan de acción. Semierguido corrió varios metros por el declive de la colina, hacia el lugar de la furiosa batalla, y luego se tiró de nuevo al suelo, escondiéndose entre la hierba… Esperó durante varios segundos antes de levantarse y correr de nuevo, describiendo una línea zigzagueante en la ladera. Mientras corría velozmente, pero con prudencia, hacia los camiones detenidos, se dio cuenta de que era visible desde el camino; comprendió que ellos tenían que haberlo visto, aunque no hicieron fuego contra él. Cuando estuvo más cerca, recorrió solamente breves distancias, tirándose al suelo de una a otra, siempre levantando un poco la cabeza para hacer un rápido reconocimiento antes de transponer otro trecho. Su manera de aproximarse debía de ser comprensible para los hombres de los camiones; seguramente les resultaba familiar.
Por último localizó cinco hombres echados en el suelo delante de él, muy bien escondidos respecto al camino, pero en un lugar que quedaba por completo al descubierto ante su vista. Cuatro de los cinco hombres estaban haciendo fuego hacia el camino; el quinta yacía inmóvil.
Cuando estuvo bien situado, volvió a tirarse al suelo y abrió un fuego mortal contra ellos.
Los sorprendidos hombres se volvieron para mirarlo y se incorporaron a medias, poseídos de súbito terror. Gary hizo fuego otra vez, y uno de los hombres cayó. Los disparos procedentes de la parte trasera del camión se incrementaron agudamente. Los tres sobrevivientes, al verse cogidos en una trampa, saltaron de su refugio y corrieron, intentando escapar por la zanja.
Gary se irguió sobre las rodillas, hizo una última descarga y se agazapó de nuevo. Cuando los tres hombres pasaron ante el alcance de la ametralladora, ésta tableteó una vez más, y luego todo quedó tranquilo.
Gary interrumpió el silencio gritando:
—¡No hagan fuego ahora!
Alguien le contestó desde el camión:
—Avance con las manos en alto.
Gary se incorporó lentamente, con las manos en alto, pero manteniendo asido el rifle con ambas manos. Atravesó con muchas precauciones la zanja y se detuvo al borde del camino, observando a los dos hombres que estaban en la cabina más cercana.
—Tire el arma.
Gary vaciló.
—No soltaré si ustedes no me protegen la espalda… No quiero que nadie me dispare por detrás.
—Lo tenemos a cubierto. ¡Suelte el arma, rápido!
La dejó sobre el suelo.
—Bien… Diga ahora quién es usted.
—Cabo Gary Russell… Estaba con el quinto ejército, en Chicago.
Una cabeza con casco apareció en la ventanilla de la cabina.
El casco llevaba un galón blanco.
—¿Tiene documentos de identificación, cabo? —preguntó el oficial, con suspicacia.
—Sí, mi teniente —buscó bajo sus ropas y sacó las insignias que colgaban de la cadena.
El teniente observó primero el distintivo y luego al hombre.
—Bueno, creo que debo darle las gracias. Evidentemente nos ha ayudado a salir de un buen aprieto… ¿Está usted solo?
—Sí mi teniente —Gary miró los cuerpos tirados en el camino—; excepto esas víctimas.
Hubo un momento de silencio en que el oficial no supo qué decir. Gary miraba al teniente, y a un segundo rostro que había aparecido detrás de su hombro.
El segundo rostro sugirió:
—Pregúntele por Chicago, teniente.
—Bombardeado —respondió Gary, sin esperar a que el otro repitiera la pregunta—. Con cientos de bombas atómicas. El lugar se ha convertido en un montón de cenizas.
—¿Cómo pudo usted escapar? —fue la pronta réplica.
—Yo no estaba allí, mi teniente. Estaba cumpliendo deberes de cabo de reclutas en el estado —pensó que debía demostrar la mejor voluntad posible—. Todo el condenado país está arrasado, mi teniente. Bombas atómicas y peste por todas partes. No pueden haber quedado más que un par de miles de personas.
—¿Tantos? ¿Está seguro?
—Sí, mi teniente. En estos dos últimos años recorrí todo el territorio entre Chicago y Florida. El primer año había muchos más; pero yo aseguraría que este verano hay sólo unos pocos miles.
—¡Pues sí que estamos listos! Ellos decían que… En fin; ha hecho usted un buen trabajo, cabo. Nunca podremos agradecerle bastante. Ahora repararemos esto y nos marcharemos.
—Mi teniente.
—Diga.
—Yo tenía una leve esperanza de que ustedes pudieran llevarme consigo.
—¡Completamente imposible! —exclamó el teniente—. Usted está contaminado. Ha hecho fuego contra el enemigo; lo felicito, cabo, pero no puedo hacer nada más.
Gary lo miró. Su rostro barbudo era una vívida estampa de la desilusión.
—¿No puedo ir? Pero, mi teniente, yo…
—¡No!
Gary comenzó a alejarse, pero luego se volvió otra vez.
—Diga, mi teniente; ¿puede darme algo de comer?
—No podemos darle nada, cabo; lo siento mucho. Nuestros víveres tienen que alcanzarnos para todo el viaje. Y ahora, por favor, salga del camino. Tenemos que cambiar ese neumático.
Gary dijo ansiosamente:
—Yo se la colocaré, si mi teniente puede darme algo para comer. Por favor; la comida está tan escasa…
El oficial observó el delgado cuerpo y las andrajosas ropas de Gary; se volvió para cambiar una mirada con el otro hombre que estaba en el vehículo, y luego volvió a contemplar a Gary.
—Bien, cabo. No tenemos demasiado; pero aseguraría que usted lo necesita mucho más que nosotros. Ahora… lo del neumático…
—Sí, mi teniente —Gary saltó hacia adelante—. Deme el gato.
—¡Deténgase ahí! ¡No se acerque al camión! ¡Usted está contaminado! No tenemos puestos nuestros trajes. Le tiraré el gato.
—¿Trajes? —repitió Gary estúpidamente.
—Trajes de radiación… Tenemos que usarlos en este condenado lugar. Ahora… el neumático.
—¡Sí, mi teniente! —Gary rodeó el camión hasta la parte delantera y miró de soslayo la destrozada goma. Nunca podría volver a servir—. Vigile bien, mi teniente. No quiero que alguien me haga fuego —deslizó el gato debajo del eje delantero y comenzó a accionarlo. La rueda, lentamente, empezó a separarse del suelo.
¡El destino de aquellos hombres estaba al otro lado del río! Eran dos camiones, y cada uno de ellos transportaba tres hombres, si es que él había visto bien: ¡dos camiones y seis hombres viajando hacia la línea de la cuarentena, llevando consigo sus provisiones y sus trajes de radiación para protegerse mientras atravesaban el territorio contaminado! Con secreta excitación sacó la llanta de la rueda y la reemplazó con el repuesto. Destornilló la tapa de la válvula, le dio vuelta y la colocó nuevamente en la válvula, pero del revés; luego, siempre accionando el gato, volvió a sentar el vehículo sobre el suelo. Se produjo un débil escape de aire.
—¿Quiere que le devuelva el gato, mi teniente? —preguntó Gary, incorporándose.
—Colóquelo en la parte de atrás… Es la mejor solución.
—Bien, mi teniente.
Gary se dirigió a la trasera del camión; vio abierta la puerta; miró al sombrío interior, y se encontró frente a frente con el cañón de la ametralladora. El artillero estaba sentado sobre una caja de embalaje, contemplándolo; un cigarrillo le colgaba de los labios. El camión estaba cargado con otras cajas de madera similares. Gary olió el humo del cigarrillo.
—Tira el gato ahí —dijo el artillero en tono cortante.
—Está bien, camarada. Gary arrojó el gato en la caja más próxima y retrocedió con los ojos fijos en el cigarrillo. El artillero se incorporó y cerró la puerta.
—Muy bien, cabo —expresó el teniente—. Mencionaré su comportamiento en mi informe. Hoy le ha proporcionado una valiosa ayuda al gobierno.
—Gracias, mi teniente —dijo Gary, con cara inexpresiva—. ¿Y la comida…?
—¡Ah, sí! —el teniente arrojó dos cajas de raciones—. Siento mucho no poder darle más; pero andamos escasos. ¿Sabe usted en qué lugar estamos? —preguntó mirando a su alrededor, como si esperara encontrar señales indicadoras.
—Gracias, mi teniente. Eso es Ohio…, muy cerca del límite con Indiana. Otra cosa, mi teniente: si yo fuera usted, no me detendría en ninguna ciudad para pernoctar… Es muy expuesto: hay grandes posibilidades de que lo asalten. Manténgase en campo abierto.
—Gracias, cabo. Acabamos de experimentar que ése es un buen consejo. Y ahora, no recobre su arma hasta que nosotros estemos fuera de su campo de acción —puso en marcha el motor, hizo retroceder el camión sobre el camino, y con un impaciente toque de bocina instó al otro camión a que se adelantara—. Adiós, y buena suerte.
Los dos vehículos se pusieron en marcha.
Gary los observó mientras se marchaban.
—¡Hasta pronto, hijos de perra!
Los camiones estaban estacionados de manera que sus motores apuntaban en sentidos opuestos, junto a una pequeña arboleda. Eso significaba que había un artillero apostado en cada cabina, cubriendo con su arma tres direcciones de posible asalto. Gary estudió la escena. Se habían detenido para pasar la noche en un pequeño estacionamiento situado al lado del camino, construido y mantenido en otra época por el departamento de carreteras del estado. El lugar estuvo originariamente destinado a los turistas.
Gary aguardaba en un matorral, en el límite más alejado de la arboleda, proyectando cómo podría apoderarse de los camiones.
Gary seguía allí, esperando con paciencia. Después de un tiempo que no supo calcular, un ruido procedente de uno de los camiones lo puso alerta.
El centinela de uno de los vehículos sacó la cabeza por la ventanilla y llamó al del otro camión. Aunque hablaba en voz baja, Gary pudo entender perfectamente sus palabras.
—¡Eh, Jackson!
—¿Qué? —la segunda cabeza apareció en la cabina opuesta.
—¿Qué hora es? Mi condenado reloj se ha parado.
—Casi medianoche.
—Bueno, ya es suficiente. Vamos a despertar a esos tipos y a cambiar.
Hubo un ruido de forcejeos en el interior del camión más cercano, y voces de protesta en el otro. Gary se arrastró hasta un poco más cerca. Los nuevos centinelas relevaron a los otros en los asientos de las cabinas, con ruidosos movimientos, que despertaron a uno de los hombres que yacían en el suelo, bajo los camiones. El hombre asomó la cabeza y dijo agriamente:
—¿Qué pasa ahí?
—Medianoche, mi teniente… Cambio de guardia.
—Bueno, pero no hagan tanto ruido.
—Bien, mi teniente.
El oficial volvió a meterse bajo el camión, se movió mucho, como si estuviera buscando el lugar donde había estado durmiendo antes, y bruscamente salió y se puso de pie.
—Yo haré la guardia de las cinco. Mantengan los ojos bien abiertos.
—Sí, mi teniente.
El teniente, arreglándose la ropa, se encaminó hacia el lugar donde estaba Gary. Gary, pegado al suelo, dejó que se acercara; esperó hasta que el hombre se detuvo junto a un árbol; se levantó silenciosa y suavemente cuando el oficial tenía las manos ocupadas, y lo atrapó.
Después de un rato. Gary se encaminó muy erguido hacia el camión y se deslizó bajo el mismo, preparado para hacer fuego si era necesario. Se estiró sobre el suelo, suspiró y se quedó quieto. Encima de él, el recién despertado centinela rasgó un fósforo en el guardabarro para prender un cigarrillo. Gary se guardó la automática del teniente debajo de la camisa y esperó a que pasara el tiempo. Su primera ocupación fue eliminar al otro hombre que estaba durmiendo junto a él, y entonces quedaron dos fuera de combate.
Necesitó otra media hora para llegar hasta el centinela que estaba sentado tras el volante; una tediosa media hora, arrastrándose sobre el terreno pedregoso, sin hacer ruido, pegado al costado del vehículo; pero por fin se enderezó ante el vano de la ventana. Llevaba un guijarro en la mano. Cuando estuvo de pie ante la ventanilla abierta arrojó el guijarro por encima del camión y escuchó el ruido de la piedra al caer al otro lado. Empuñó la automática por el cañón, curvó su brazo y lo pasó a través de la ventanilla para alcanzar al centinela por la parte de atrás de la cabeza. Sujetó al hombre antes de que cayera sobre la bocina, y colocó el cuerpo en el asiento. No hubo ningún sonido. Ningún movimiento en el interior de ese vehículo ni del otro.
Suave y cuidadosamente, abrió la puerta y entró en el camión. El hombre que había dejado la guardia un momento antes, estaba durmiendo profundamente. En seguida quedó dormido para siempre. Sólo restaban los dos hombres del otro camión.
Gary necesitaba informes, los necesitaba imprescindiblemente si quería cruzar el río y salir de él con vida. Después de considerar el problema abrió súbitamente la portezuela, salió sin intentar ocultarse, y se dirigió al otro camión.
Una cabeza apareció frente a Gary.
—¡Quédate quieto; condenado! ¿Quieres que el teniente te oiga?
Gary le puso la automática en el rostro.
—¡Fuera de aquí, pronto y sin hacer ruido!
El hombre lo contempló en la oscuridad y retrocedió para mirar la pistola.
—¡Pero…!
—¡Silencio y afuera!…, ¡ahora mismo!
El centinela comenzó a temblar.
—¡No hagas fuego!
—Trae a tu compañero aquí. ¡Rápido!
El centinela golpeó la pared del camión, y después de un momento apareció una segunda cabeza en la puerta abierta.
—¿Qué diablos pasa…? —se detuvo aterrorizado.
—¡Salga de ahí! —respondió Gary—. ¡Vamos, afuera…!
Les ordenó que se pusieran de pie junto al costado del camión, de cara al camión, con las manos sobre las cabezas y con todos los dedos unidos.
—Ahora me daréis un informe o moriréis como perros. ¿Quién va a hablar?
—Yo no sé nada.
—Los dos sabéis adónde van los camiones —refutó Gary.
Hubo un momento de silenciosa vacilación. Los dos hombres se miraron.
Gary pinchó a uno de ellos con la automática.
—¿Adónde?
—Hay un puente en un lugar llamado Fort Madison, en Iowa —dijo el soldado, con reticencia—. Nosotros…
Gary cortó sus palabras volteando la pistola y golpeándolo con la culata en la cabeza. El hombre cayó al suelo.
Su compañero contempló el cuerpo caído y desvanecido.
—El puente de Fort Madison —dijo Gary suavemente— tiene un boquete de más de un kilómetro de ancho. Ahora te preguntaré a ti —avanzó hasta apoyar el cañón de la pistola en la espalda del hombre—. ¿Adónde van los camiones?
—No es Fort Madison —contestó el otro con un estremecimiento—. Es un puente llamado la Cadena de Rocas o algo por el estilo. Es un lugar cerca de Saint Louis. Están esperándonos allí.
—¿Quiénes?
—No sé… Honestamente, no sé. Todo el condenado ejército, supongo. Tenemos que entregar estos camiones.
—¿Por qué? ¿Qué llevan?
—Oro. Barras de oro.
—¡Estás mintiendo!
—¡Lo juro! ¡No estoy mintiendo! Ve y mira tú mismo, si no me crees. Teníamos tres cargas de ese condenado oro. Perdimos un camión allá, por entre las montañas.
—¿Lo perdisteis?
—Nos asaltaron…, lo mismo que hicieron hoy esos tipos. El capitán iba en aquel camión.
—¿Para qué diablos quiere el ejército ese oro?
—No sé. Nosotros sólo tenemos orden de entregarlo.
Gary reflexionó sobre el asunto, observando intensamente al hombre.
—El gobierno debe hallarse en apuros. Salieron tres camiones, ¿eh? Vosotros, muchachos, sois bastante bisoños… Me sorprende que hayáis podido llegar tan lejos. ¿Cómo andan las cosas en Washington?
El soldado dio media vuelta para mirarlo.
—Nosotros no venimos de Washington. Venimos de Fort Knox.
—De… —Gary se puso instantáneamente en guardia—. Entonces, ¿qué diablos hacen estos camiones tan al norte?
—No sé, compañero. Yo no escribí las órdenes. El teniente dijo que teníamos que seguir este camino y tomar por la ruta 50. Y precisamente es lo que estábamos haciendo…, hasta que tú y los otros agentes enemigos aparecisteis.
—¿Qué pasará después…, cuando entreguéis los camiones en el puente?
—Bueno, me parece que cruzaremos el puente y nos reuniremos con ellos.
—¿Ellos dieron el permiso? —Gary retuvo el aliento.
—Sí, a condición de que no lleguemos contagiados de la peste. Debemos usar los trajes durante todo el tiempo; pero el teniente dijo que no era necesario, a menos que algún agente enem…, que algún compañero, como tú o los otros, nos molestara. Se supone que nos examinarán en el puente y que, si estamos sanos, podremos cruzar —dirigió una mirada de soslayo a Gary—. Por mi parte, estoy muy contento de que tú estés sano. No quiero pescar la peste. ¿Realmente estuviste allá cuando se produjo el bombardeo?
Gary asintió:
—Estaba a unos trescientos kilómetros al sur de Chicago. Pero dime…: ¿qué pasará ahora… ahora que el teniente ha muerto, quiero decir?… —el soldado volvió la cabeza para observar el otro camión, buscando a sus compañeros—. Sí, está muerto… él y todos ellos, excepto tú y tu camarada que está aquí… Y éste no está en condiciones de conducir. ¿Qué es lo que vas a hacer ahora? ¿Qué dicen las órdenes?
El soldado no contestó en seguida. Permaneció mirando al camión y luego contempló al hombre que yacía a sus pies. Parecía tener muy débiles esperanzas en cuanto a solucionar el problema.
—¡Maldito si lo sé con seguridad! —contestó—. El teniente no daba explicaciones de nada… Sólo que tengo una confusa idea de lo que hay que hacer. Y él llevaba documentos. También tiene las cosas del capitán. Supongo que lo único que podemos hacer es dirigirnos al puente y decirles que tú… y decirles lo que ha pasado.
—¿Puedes hacer eso tú solo? —insistió Gary—. ¿Podrás cruzar el puente sin los oficiales? ¿Conoces el santo y seña? ¿Puedes hacerlo?
—No he oído nada de eso. Nosotros tenemos que detenernos exactamente en la mitad del puente y esperar a que vengan a nuestro encuentro. Ya te dije que están esperándonos.
Gary frunció los labios, pensando en la simplicidad del plan.
—¿Vienen algunos más? ¿Más camiones detrás de éstos?
El soldado negó con la cabeza.
—Todavía no; por lo menos no vendrán hasta que nosotros consigamos cumplir nuestra misión. Si nosotros…, quiero decir, si yo hago esto, vendrán otros por el mismo camino.
—¿Es cierto?… Este camino estará inundado de camiones dentro de no mucho tiempo —Gary se frotó pensativamente la barba, reflexionando que la próxima vez tendría que afeitarse mejor—. ¿Por qué diablos no enviaron una columna para protegerlos? Ellos deberían saber lo que podía ocurrir en este lado del río.
La contestación fue una amarga risa.
—Cabo, allí no hay columnas, de manera que no pueden enviar ninguna. La mayoría de nuestros hombres cayeron fulminantemente enfermos y murieron de la peste… o desertaron. Nosotros hemos vivido encerrados en el refugio desde que… y apostaría que no ha quedado ni un centenar por allá. Por desgracia, compañero, teníamos más camiones que hombres para conducirlos.
—Seguramente. Ahora escucha: vas a ir tras aquellos árboles, y traerás al teniente hasta el camión. Y no olvides que estaré apuntándote en todo momento.
Cuando el otro hubo cumplido lo indicado, se volvió a mirar suspicazmente a Gary.
—Dime: ¿estás pensando en…?
—No interesa lo que estoy pensando. Y tú habrás hecho muy bien en decir la verdad, porque tu vida puede depender de eso. Saldré de aquí con éste —señaló el cuerpo caído.
—Nunca conseguirás cruzar… ¿Para qué quieres al teniente ahí?
—El teniente me llevará hasta el otro lado. Y ahora escucha un buen consejo, camarada… Soy la vieja voz de la experiencia; he vivido dos años en este condenado país, y si tú deseas vivir otro tanto, tendrás que tener los ojos y los oídos bien abiertos, y hacer fuego primero. No vuelvas a hacer los mismos condenados trucos de esta noche… Si yo estuviera en tu lugar, este otoño me encaminaría al sur. ¿Comprendes?
—¡No puedes hacer eso! Te seguiré hasta el río y les diré…
—Puedes seguirme todo lo que quieras; ¡pero no les dirás nada! Camarada, ni siquiera se te ocurrirá la idea. Ahora eres un agente enemigo —dijo Gary, y lo derribó con un corto y brutal derechazo.
En un lugar de Illinois, Gary detuvo la marcha del vehículo en una desierta carretera y saltó de él con la ametralladora en la mano. Cuando estuvo a cierta distancia del camión, dio media vuelta y le descerrajó muchos disparos, dejándolo marcado y lleno de agujeros como si hubiera tenido que soportar una gran batalla. Se sacó la ropa, se quitó y arrojó su propia cadena de identificación, y pasó sobre su cabeza la cadena robada. Su nuevo nombre, según supo, era Forrest Moskowitz. Leyó el número de serie varias veces, intentando memorizar las cuatro o cinco primeras cifras. Satisfecho, se volvió a colocar el uniforme. Pronto fueron familiares para él los papeles que llevaban el capitán y el teniente que habían muerto… Gary era el único sobreviviente y como tal se suponía que debía haberlos leído por curiosidad. Estaba convencido de que podría sobrellevar su nueva identidad perfectamente. Sólo existía la remota posibilidad de que alguien que estuviera cerca del puente conociera a los de Fort Knox.
Le colocó al cadáver del teniente un traje de radiación, se puso otro él mismo, y siguió su camino satisfecho de su labor.
El camión se fue acercando al puente de la Cadena de Rocas.
Se aproximó lenta y cautamente, virando para iniciar el cruce, y comenzó a cubrir el largo trecho que se tendía hasta el centro del río. El camión marchaba a menos de treinta kilómetros por hora. Un nudo de pánico apretó su estómago y por un breve instante consideró la posibilidad de retroceder, abandonando el camión y el suspirado objetivo de la seguridad de un territorio conocido. Desechó sus temores y continuó su camino. Exactamente en la arbitraria línea divisoria, exactamente un poco más allá de este invisible punto límite de Illinois tocaba el de Mississippi, le esperaban sobre el puente dos tanques que con su volumen bloqueaban el paso.
Después de un momento oyó que un vehículo se acercaba a toda velocidad desde el otro lado del puente. Se detuvo exactamente detrás de los tanques. De él salieron varias figuras cubiertas con trajes de radiación, empuñando fuertemente armas de mano; pasaron alrededor de los tanques, y avanzaron hacia Gary. Éste los esperó sin moverse, nerviosamente alerta, pero al mismo tiempo empeñándose en ocultar el miedo que les tenía. Cuando llegaron a una distancia de diez pasos, todo el grupo se detuvo. Un jefe hizo un gesto con el brazo. Gary obedeció apartándose del camión, y se apoyó en la barandilla del puente para observar los movimientos del grupo.
Los soldados con sus trajes de radiación se acercaron al camión. De un tirón, abrieron la puerta trasera para examinar el interior del vehículo. Encontraron el cadáver del teniente (con la consiguiente sorpresa), el precioso cargamento, las provisiones usurpadas por Gary, y nada más. Nuevamente el desconocido jefe hizo un gesto, y dos soldados treparon al camión para conducirlo más allá del límite del estado. Pesados motores irrumpieron en repentina y ruidosa actividad cuando uno de los tanques se ladeó perezosamente, dejando paso al camión, y luego volvió a su primitiva posición.
El resto de la tropa escoltó a Gary.