Ross despertó con las primeras luces del alba. Había dormido profundamente siete horas. El dolor inexorable continuaba oprimiéndole el corazón, pero gracias a la experiencia de la noche anterior, ya no le torturaba con la misma cruel intensidad. Era la primera vez, desde hacía una semana, que se desvestía; y también la primera vez que dormía profundamente. Había subido a su dormitorio, porque la noche anterior Demelza parecía estar mejor, y Jane Gimlett había dicho que pensaba descansar en la silla, frente al fuego.
Se vistió con movimientos rápidos y un tanto torpes, pero sin hacer ruido. Debajo, en la sala y en las dos habitaciones contiguas, dormían veintidós hombres. Que descansaran. El esfuerzo de la noche anterior había determinado que volviera a resentirse de la vieja herida infligida varios años antes por un mosquete francés; y ahora se acercó a la ventana cojeando visiblemente. Continuaba soplando el viento, y el vidrio estaba cubierto por una capa de sal. Abrió la ventana y miró en dirección a la playa Hendrawna.
Había amanecido poco antes, y hacia el este algunas nubes negras se perseguían unas a otras en el cielo cada vez más luminoso, como retoños bastardos de la tormenta. Había marea baja, y los dos buques naufragados estaban en lugar seco. El Queen Charlotte, casi desierto, habría podido ser una vieja ballena arrojada por el mar. Alrededor del Pride of Madras y en su cubierta, la gente aún se atareaba y afanaba. La playa estaba llena de gente, y al principio Ross pensó que el arrecife Leisure y los que se extendían hacia el este habían sido adornados por algún capricho de los juerguistas. Después comprendió que el viento había sido el único juerguista; había arrancado del naufragio costosos retazos de seda, y los había colgado de lugares inaccesibles a lo largo de la playa y los arrecifes. Había mercancías y cajas dispersas sobre los médanos y a poca distancia del agua; pero gran parte de los artículos ya había desaparecido.
Durante la noche se había derramado sangre.
Jack Cobbledick, que había regresado poco antes de medianoche, le informó que los soldados habían descendido a la playa, intentando montar guardia cerca del naufragio. Pero la marea había expulsado a los soldados, y los saqueadores habían continuado retirando su botín, como si la tropa no estuviese allí. El sargento, que quiso imponer orden apelando a medidas pacíficas, había sido duramente maltratado, y algunos soldados dispararon al aire para atemorizar a la multitud. Después se habían visto obligados a retroceder paso a paso y a dejar la playa, cercados por casi un millar de hombres encolerizados que los seguían.
Poco más tarde, un minero de Illuggan había sido sorprendido importunando a una mujer de Santa Ana, y se había suscitado una gran pelea, interrumpida únicamente por el avance del mar que amenazaba llevarse el botín; pero cuando la batalla terminó, un centenar de hombres, o quizá más, quedaron tendidos sobre la arena.
Ross no sabía si con la marea baja los soldados habían intentado nuevamente defender los restos del naufragio, pero en todo caso lo creía improbable. Suponía que se habían limitado a mantener una discreta vigilancia en las dunas, mientras el sargento obtenía refuerzos.
Pero seis horas más tarde los barcos no serían más que cascos en ruinas, porque la multitud les habría quitado la última plancha de madera, dejando el esqueleto limpio.
Cerró la ventana, y cuando el vidrio manchado de sal se interpuso entre él y la playa, se reavivó el dolor de su pérdida personal. Había planeado tantas cosas para Julia. La había visto crecer desde el día en que era una entidad apenas discernible, había contemplado el despliegue paulatino de su naturaleza, el comienzo mismo de los rasgos y las características que empezaban a definirla. Le parecía difícil creer que ahora jamás habrían de desarrollarse, que todo el calor que ella encerraba como una posibilidad se había disipado en su fuente misma, y que la niña pronto se convertiría en polvo. No podía creerlo, ni tampoco soportarlo.
Se puso lentamente el chaleco y la chaqueta, y bajó cojeando.
En el dormitorio, Jane Gimlett dormía profundamente frente a un fuego que se había apagado. Demelza estaba despierta.
Ross se sentó al lado de la cama, y Demelza deslizó la mano en la de su marido. La mano femenina era fina y carecía de fuerza, pero la firmeza comenzaba a retornar lentamente.
—¿Cómo estás?
—Mejor, mucho mejor. Dormí toda la noche. Oh, Ross. Oh, querido. Siento que me vuelven las fuerzas. Unos pocos días más y podré levantarme. —Todavía no.
—¿Dormiste?
—Como un… —Cambió la comparación—. Como si me hubieran drogado.
Ella le oprimió la mano.
—¿Y la gente del barco?
—Todavía no fui a verlos.
Demelza dijo:
—Nunca vi un verdadero naufragio… quiero decir, a la luz del día. Un naufragio real.
—Pronto te llevaré a nuestro dormitorio, y podrás verlo todo con el catalejo.
—¿Esta mañana?
—No, esta mañana no.
—Quisiera que esta época del año hubiese pasado —dijo Demelza—. Deseo mucho el verano.
—Ya vendrá.
Hubo una pausa.
—Creo que mañana será demasiado tarde para ver el naufragio.
—Baja la voz, o despertarás a Jane.
—Bien, podrías envolverme en mantas, y así yo estaría bien.
Ross suspiró, y aplicó la mano de Demelza contra su propia mejilla. No era un suspiro desconsolado, porque el hecho de que ella regresara a la vida tonificaba su propia alma. Lo que ella sufriese, la pérdida que padeciera, sabría soportarlas, porque desfallecer no estaba en la naturaleza de Demelza. Aunque ella era una mujer y él un hombre altivo y a veces arrogante, Demelza era más fuerte porque mostraba más flexibilidad. Ello no significaba que no sintiera la muerte de Julia con la misma profundidad y amargura que Ross, pero él sabía que Demelza reaccionaría primero. Quizás era porque él había afrontado tantos fracasos y decepciones. Pero la causa principal era que en el carácter de Demelza había un elemento que la llevaba a ser feliz. Había nacido así, y no podía cambiar. Ross agradecía a Dios ese rasgo de su mujer. Dondequiera que ella fuese, y por mucho que viviera, sería la misma, demostraría el mismo interés generoso en las cosas que amaba y se esforzaría por mejorarlas, trabajando y criando a sus hijos…
Ah, ese era el nervio del asunto.
—¿Tienes noticias de Trenwith? —preguntó Demelza.
—No desde la última vez que hablamos. —La miró, y comprobó que a pesar de la pérdida no había ni rastro de amargura en sus pensamientos acerca de Elizabeth y Francis. Ross se sintió avergonzado de sus propias cavilaciones.
—¿Dijeron que habían muerto algunos de los que estaban en el Pride of Madras?
—Ningún pasajero. Varios tripulantes.
Demelza suspiró.
—Ross, creo que los mineros, los hombres de Illuggan y Santa Ana, han hecho un desastre en el jardín. Los oí caminar anoche, y Jane dijo que traían mulas y asnos.
—Si hubo daños, podemos repararlos —dijo Ross.
—¿Viste a mi padre entre ellos?
—No, no lo vi.
—Quizá también en esto se reformó. Aunque dudo de que entre los que vinieron hubiese muchos metodistas. Quisiera saber qué… qué dirá de esto…
Ross comprendió que ella no se refería al naufragio.
—Querida, nada que pueda importar mucho. Nada que pueda significar algo.
Ella asintió:
—Lo sé. A veces me pregunto si realmente tenía una posibilidad.
—¿Por qué?
—No lo sé, Ross. Desde el comienzo mismo la enfermedad la afectó tanto. Y era tan pequeña…
Hubo un silencio prolongado.
Finalmente, Ross se puso de pie y corrió las cortinas. Ni siquiera esto despertó a Jane Gimlett. Había salido el sol, y sus rayos iluminaban las copas móviles de los árboles del valle.
Cuando volvió a acercarse a la cama, Demelza se enjugó los ojos.
—Creo que me gustaría verte con barba, Ross.
El alzó una mano.
—Bien, yo mismo no me gusto mucho. A medida que avance el día me crecerá.
—¿Crees que será un hermoso día?
—Sí, hará buen tiempo.
—Ojalá pudiera ver el sol. Es el inconveniente de este cuarto, no hay sol hasta la tarde.
—Bien, apenas te sientas mejor te subiremos al primer piso.
—Ross, quisiera volver a ver nuestro cuarto. Por favor, llévame aunque sea unos minutos. Creo que si lo intentara podría caminar.
Obedeciendo a un impulso emotivo, Ross dijo:
—Muy bien… si así lo deseas.
Le envolvió las piernas con una frazada, y los hombros con otras dos, y la alzó. Ella había perdido mucho peso, pero a pesar de todo, el contacto de su brazo alrededor del cuello, la sustancia viva y fraterna de su cuerpo, era como un bálsamo para Ross. Esforzándose por no despertar a Jane, se deslizó fuera del cuarto y subió la crujiente escalera. Entró en el dormitorio, y la sentó en el lecho. Después se acercó a la ventana y abrió una hoja para limpiar un círculo en la sal que cubría la otra. Cerró la ventana y regresó a la cama. Demelza tenía el rostro bañado en lágrimas.
—¿Qué te pasa?
—La cuna —dijo Demelza—. Había olvidado la cuna.
El la abrazó, y permanecieron en silencio un minuto o dos. Después volvió a alzarla; la acercó a la ventana y la acomodó en una silla.
Demelza miró la escena, y con su mejilla pegada a la de su esposa él también miró. Ella alzó una esquina de la manta, y trató de contener las lágrimas.
Demelza dijo:
—Qué bonitas parecen las rocas con todos esos gallardetes.
—Sí.
—La feria de Redruth —dijo Demelza—. La playa me recuerda eso, un día después de que terminó.
—Pasará así un tiempo; pero el mar suele hacer una buena limpieza.
—Ross —dijo Demelza—, quisiera que un día te reconcilies con Francis. Sería mejor para todos.
—Algún día.
—Pero pronto.
—Algún día, pronto. —Ahora no deseaba discutir con ella.
El sol iluminó el rostro de Demelza, destacando las mejillas enflaquecidas y la piel pálida.
—Cuando ocurre algo —continuó diciendo— como lo que acaba de ocurrirnos, todas nuestras querellas parecen pequeñas y mezquinas, como si estuviéramos disputando sin derecho. ¿No es mejor demostrar toda la amistad de que somos capaces?
—Si hay amistad.
—Sí. Pero, ¿no debemos buscarla? ¿No podemos enterrar y olvidar todas nuestras diferencias, de modo que Verity pueda visitarnos, y nosotros vayamos a Trenwith y podamos… podamos vivir en amistad, sin odio, mientras aún es tiempo?
Ross guardó silencio.
—Demelza, creo que la tuya es la verdadera sabiduría —dijo al fin.
Contemplaron la escena sobre la playa.
—Ahora no tendré que terminar ese vestido para Julia —dijo Demelza—. Era muy bonito.
—Ven —dijo él—. Cogerás frío.
—No. Tengo bastante calor, Ross. Déjame estar un poco más al sol.