Capítulo 10

El Pride of Madras, una nave proveniente de las Indias Orientales, que llevaba una carga completa de seda, té y especias, había aparecido súbitamente, como un espectro alado en medio de la borrasca, frente a Sennen, poco antes de mediodía.

Todos habían creído que encallaría en el Promontorio de Gurnard, pero un momento de calma en la borrasca le había permitido salvarse por poco. Después, lo habían visto frente a Godrevy, y poco después los mineros de Illuggan y Santa Ana, que ya sabían del naufragio del Queen Charlotte, se enteraron de que una presa más valiosa podía naufragar de un momento a otro en Gwithian o en la caleta de Basset.

De modo que habían vacilado acerca de la alternativa que más les convenía, y en lugar de dirigirse a Nampara se habían reunido en las tabernas y las posadas de Santa Ana, mientras los vigías hacían guardia sobre los arrecifes.

El Pride of Madras se había deslizado frente al faro de Santa Ana, invisible a causa de la niebla, y anocheció antes de que volvieran a verlo tratando de esquivar la entrada de la caleta de Sawle. Terminaría por encallar pocos kilómetros más lejos, y los mineros se habían desplazado a lo largo de la costa y por los caminos laterales, de modo que sus jefes llegaron a la playa Hendrawna al mismo tiempo que el barco.

Lo que ocurrió no hubiera sido agradable a la luz de un sol de verano. Pero como ocurrió durante una estrellada noche de invierno, en medio de una borrasca, exhibió todo el horror sombrío y las cadencias estridentes de un mundo de pesadilla.

El barco se acercó con tal rapidez que apenas media docena de habitantes comprendieron lo que ocurría, hasta que un tripulante encendió la luz. Y luego, cuando al fin encalló, todos comenzaron a correr hacia la nave. El buque y los recién llegados convergieron en un punto. En unos segundos estallaron una serie de disputas.

Por el momento no podían acercarse; pero aún faltaban dos horas para que comenzara la marea baja, y así muy pronto los más atrevidos y temerarios, saturados de ron y gin, se echaron al agua. En el barco aún estaba encendida una luz, pese a que las olas barrían la cubierta de un extremo al otro; y dos marineros pudieron nadar hasta la costa, uno llevando una cuerda. Pero no consiguieron que nadie demostrase interés en sostenerla, y un tercer marinero, arrojado a la playa en estado casi de inconsciencia, fue despojado de su camisa y sus pantalones, y quedó desnudo y gimiente sobre la arena.

Ahora se aproximaba un gran número de mineros y pronto el gris de la arena se ensombreció a causa del enorme semicírculo formado frente al barco. En todo esto Ross no intervino; no participó en el saqueo ni en el rescate de los sobrevivientes. Se había apartado un poco para mirar, pero quienes tenían ocasión de ver su rostro no advertían desaprobación en su actitud. Era como si el aguijón del dolor que lo torturaba no hubiera dejado lugar al juicio ni al equilibrio mental.

Otros miembros de la tripulación habían llegado a la playa, pero ahora se había generalizado la práctica de despojarlos de todo lo que traían; y a los que se resistían los desnudaban y maltrataban, y después les permitían alejarse como mejor pudieran. Dos que desenfundaron cuchillos fueron golpeados hasta que quedaron inconscientes.

Hacia las siete, la nave estaba varada en seco, y entonces ya se habían reunido tres mil personas sobre la playa. Se dio fuego a los barriles que habían contenido sardinas; y como estaban empapados de aceite, ardieron y humearon como antorchas gigantescas. El barco era un cadáver sobre el cual se arrastraban millares de hormigas. Los hombres estaban por doquier, tajando con cuchillos y hachas, extrayendo de las entrañas de la nave las riquezas de Indias. Había docenas de hombres tirados sobre la playa. Borrachos o inconscientes a consecuencia de alguna pelea. La tripulación y ocho pasajeros —salvados finalmente por Zacky Martin, Pally Rogers y unos pocos más— se dividieron en dos grupos; el principal, dirigido por el piloto, se internó tierra adentro en busca de ayuda. El resto se había agrupado a cierta distancia del barco, y el capitán montaba guardia con una espada desenvainada.

Como había un rico botín y todos habían bebido excelente brandy, comenzaron a estallar peleas. Ahora se avivaban antiguos rencores entre un villorrio y otro, entre una mina y la contigua. Los vientres y los bolsillos vacíos reaccionaban de manera semejante frente a las tentaciones de la noche. A los tripulantes y los pasajeros de la nave naufragada les parecía que habían caído sobre la playa de un país habitado por salvajes, donde millares de hombres de rostro ensombrecido y de mujeres que hablaban un idioma áspero y grosero esperaban para matarlos y arrancarles las ropas que vestían.

Cuando la marea comenzó a envolver nuevamente al barco, Ross subió a bordo utilizando una cuerda que colgaba del flanco. Encontró una orgía de destrucción. Los hombres yacían borrachos sobre la cubierta, y otros peleaban por un rollo de lienzo, por cortinas o cajas de té, y a menudo rompían o derramaban lo que era el motivo de la querella. Pero los hombres más cuerdos, conscientes como Ross de que había poco tiempo, trataban de saquear el barco mientras todavía estaba intacto. A semejanza del Queen Charlotte, el Pride of Madras había varado con la popa hacia tierra, y la marea alta podía destruirlo. En la bodega se habían encendido linternas, y abajo había varias docenas de hombres que pasaban las mercancías a una cadena formada sobre cubierta; desde allí las llevaban a la borda, y las arrojaban al agua o las entregaban a quienes esperaban en la playa. Eran todos hombres de Santa Ana; y más lejos, los habitantes de Illuggan hacían lo mismo.

A popa, Ross encontró a varios habitantes de Grambler y Sawle arrancando los paneles de la cabina del capitán. Entre el ruido de los martillos y los chillidos de la madera desgajada, Paul Daniel dormía pacíficamente en un rincón. Ross lo alzó aferrándolo por el cuello de la chaqueta, pero Paul se limitó a sonreír y volvió a tumbarse.

Jack Cobbledick hizo un gesto de asentimiento.

—Está bien, señor. Nos ocuparemos de él cuando bajemos.

—No tienen más que media hora.

Ross volvió a cubierta. El viento intenso traía un aire puro y frío. Respiró hondo. Por encima y detrás de los gritos, las risas, los cantos lejanos, el martilleo, el ruido de pies y los gemidos, había otro sonido, el de la marea que recomenzaba. Esa noche era un estampido que recordaba el de centenares de carros atravesando puentes de madera.

Esquivó a dos hombres que peleaban en los imbornales, siguió caminando y trató de despertar a algunos de los borrachos. Habló de la marea con varios de los que estaban trabajando, y las únicas respuestas fueron gestos de asentimiento.

Miró hacia la playa. Las columnas de fuego y humo de los barriles aún dispersaban chispas sobre la arena. Algunos grupos de la multitud estaban teñidos de pardo oscuro y anaranjado. Rostros tensos y humo negro alrededor de una docena de piras funerarias. Un rito pagano. Atrás, sobre las dunas, los volcanes chisporroteaban.

Se deslizó por el costado del barco, descendiendo a pulso por la cuerda. Abajo, el agua le llegó a las rodillas.

Se abrió paso entre la multitud. Le pareció que los sentimientos normales retornaban. Como la circulación de un miembro entumecido.

Miró alrededor, buscando a los sobrevivientes. Aún estaban agrupados, a cierta distancia de la multitud más densa.

Cuando se aproximó, dos de los marineros extrajeron cuchillos, y el capitán levantó a medias la espada.

—¡Manténgase lejos, hombre! ¡Fuera de aquí! Estamos dispuestos a luchar.

Ross los miró. Una veintena de almas estremecidas y exhaustas; si nadie los ayudaba, podrían morir antes de la mañana.

—Pensaba ofrecerles abrigo —dijo. Al oír esa voz más cultivada, el capitán bajó la espada.

—¿Quién es usted? ¿Qué desea?

—Mi nombre es Poldark. Tengo una casa, aquí cerca.

Una consulta en voz baja.

—¿Y nos ofrece refugio?

—Les ofrezco lo que tengo. Un fuego. Mantas. Alguna bebida caliente.

Incluso ahora vacilaron: tanto se les había maltratado, que temían una traición. Además, el capitán se sentía tentado de pasar allí toda la noche, para ofrecer un testimonio completo ante los jueces. Pero los ocho pasajeros lo obligaron a cambiar de idea.

—Muy bien, señor —dijo el capitán, manteniendo desenvainada la espada—, por favor, guíenos.

Ross inclinó la cabeza y comenzó a caminar lentamente sobre la arena. El capitán lo siguió, con los dos marineros armados a poca distancia, y el resto detrás, formando un grupo desordenado y confuso.

Pasaron frente a varias docenas de personas que bailaban alrededor de un fuego y bebían té recién preparado (perteneciente al Pride of Madras) mezclado con brandy (perteneciente al Queen Charlotte). Después, alcanzaron a seis mulas tan cargadas de piezas de lienzo que las patas se hundían en la arena a cada paso. Finalmente, dejaron atrás a cuarenta o cincuenta hombres que peleaban encarnizadamente por cuatro lingotes de oro.

El capitán dijo con voz que temblaba de indignación:

—¿Puede controlar a estos… a estos salvajes?

—Por descontado que no —dijo Ross.

—¿En esta región no hay ley?

—No, si tiene que imponerse a un millar de mineros.

—Es… una vergüenza. Una terrible vergüenza. Hace dos años naufragué en la Patagonia… y el trato fue menos bárbaro.

—Quizá los nativos estaban mejor alimentados que los habitantes de este distrito.

—¿Alimentados? Alimentos… oh, si hubiéramos llevado alimentos, y estos hombres tuvieran hambre…

—Muchos han sufrido esa condición durante meses.

—… podría haber una excusa. Pero no son alimentos. ¡Saquearon el barco, y nosotros apenas salvamos la vida! ¡Jamás pensé que podía vivir una experiencia semejante! ¡Es incomprensible y monstruoso!

—En este mundo hay muchas cosas monstruosas —dijo Ross—. Agradezcamos que se hayan contentado con la ropa que ustedes llevaban.

El capitán lo miró. Una linterna que pasó cerca reveló el rostro tenso, delgado, endurecido, la cicatriz pálida, los ojos somnolientos. El capitán no dijo más.

Cuando estaban salvando el muro que marcaba el límite de la playa vieron a un grupo de hombres que se acercaba viniendo de Nampara. Ross se detuvo y miró. De pronto oyó el crujido del cuero.

—Aquí está la ley que usted reclama.

Los hombres se acercaron. Una docena de soldados a pie, mandados por un sargento. El capitán McNeil y sus hombres habían sido trasladados varios meses antes, y estos eran forasteros. Habían salido de Truro tan pronto se enteraron del naufragio del Queen Charlotte.

Era lo que el sargento estaba explicando cuando el capitán comenzó a ventilar sus irritadas quejas, y el soldado pronto se vio rodeado por los pasajeros y la tripulación, que exigían se hiciese justicia sumaria. El sargento se mordió el labio y desvió los ojos hacia la playa, agitada y conmovida por una vida salvaje y siniestra que le era peculiar.

—Sargento, si baja allí lo hará bajo su propio riesgo —dijo Ross.

Se hizo un silencio súbito, seguido por otra babel de amenazas y quejas de los náufragos.

—Está bien —dijo el sargento—. Cálmense, vamos cálmense, no teman, detendremos el saqueo. Veremos que no se lleven nada más. Ahora mismo.

—Le aconsejo que espere a que amanezca —dijo Ross—. La noche calmará los ánimos. Recuerde que el año pasado mataron a dos aduaneros en Gwithian.

—Señor, tengo mis órdenes. —El sargento miró inquieto a su pequeño grupo de soldados, y de nuevo volvió los ojos hacia la masa hirviente y humeante de la playa—. Haremos que termine este asunto. —Palmeó su mosquete.

—Le advierto —dijo Ross—, que la mitad de esa gente ha bebido, y muchos se han enzarzado en peleas. Si usted interfiere dejarán de reñir entre ellos y se volverán contra usted. Hasta ahora han apelado a los puños y los palos. Pero si hace fuego contra esa gente, ni la mitad de ustedes saldrán vivos.

El sargento volvió a vacilar.

—¿Usted me aconseja esperar al día?

—Es su única esperanza.

El capitán volvió a intervenir con sus quejas, pero algunos pasajeros, temblando, y debilitados por la exposición al viento helado, interrumpieron sus protestas y reclamaron que se les facilitase abrigo y refugio.

Ross se dirigió a la casa, dejando a los soldados todavía vacilantes a pocos metros de aquel torbellino humano. En la puerta de la casa volvió a detenerse.

—Caballeros, perdónenme, pero debo pedirles silencio. Mi esposa está recuperándose de una grave enfermedad y no deseo molestarla.

Las conversaciones y los murmullos se apagaron lentamente, y se hizo el silencio.

Ross introdujo al grupo en la casa.