Gracias a su colosal pericia marinera, el capitán Bray consiguió evitar la varadura más de una hora.
Lo ayudó un súbito momento de calma en la tormenta, e incluso pareció que podría salir mar afuera.
Pero cuando la marea comenzó a empujar la nave y ya no hubo esperanza, Ross había regresado a su casa, a tiempo para presenciar el desastre.
Años después, aún recordaría la escena. Aunque la marea todavía se hallaba lejos, la arena se había humedecido y estaba cubierta de espuma hasta los médanos y los guijarros. En ciertos lugares los peñascos estaban cubiertos de espuma; y esta se deslizaba entre las rocas como una bandada de gaviotas abatidas. Al borde del agua, un apretado grupo de treinta o cuarenta personas ya había acudido a la convocatoria de Ross. El Queen Charlotte se acercaba rápidamente, de popa, golpeado y balanceándose, y medio desarbolado por las olas. Cuando Ross trepó el médano, el sol asomó por un hueco de las espesas nubes, que se desplazaban hacia el este. Un amarillo enfermizo y fantasmagórico iluminó el cielo, y las altas olas se tiñeron con puntos de luz dorada. Después, una desgajada cortina de nubes se tragó al sol, y la luz se extinguió.
La nave varó de popa, como lo había deseado su capitán, pero no se afirmó lo suficiente en la arena, y una ola lateral se alzó como una gran pirámide, rompió sobre el barco y lo hizo virar. En pocos minutos había girado, de modo que la cubierta daba frente a la costa, y toda la nave recibía de costado el martilleo de las olas.
Ross corrió por la playa, aturdido por las ráfagas de viento y agua; el barco había tocado la costa de este lado del arrecife Leisure.
Todavía no era posible abordarlo, pero se iba acercando rápidamente.
Las olas lo empujaban con fuerza tremenda, recorrían la mitad del camino hasta los médanos, y después se retiraban, dejando amplias superficies cristalinas de agua, de un par de centímetros de profundidad.
Los hombres de la tripulación trataban de echar al agua un bote. Quizás era lo peor que podían hacer, pero como la marea estaba subiendo, no lo pasarían mejor si se quedaban en la nave.
Bajaron el bote y lo depositaron sobre el agua sin inconvenientes, y después, cuando sólo tres o cuatro habían conseguido embarcarse, un golpe de agua surgió a barlovento del bergantín, y alejó a la pequeña embarcación. Los hombres remaron frenéticamente para mantenerse bajo la protección del barco, pero poco pudieron hacer, y casi en seguida el agua los alejó. Una ola cayó sobre ellos, y totalmente empapados se acercaron a la costa. Después, quedaron en el hueco de la ola, y la siguiente volcó el bote y lo destrozó.
Los hombres que aguardaban en la costa habían retrocedido ante el empuje del agua; pero cuando pasaron las olas más grandes, Ross y unos pocos más permanecieron de pie, mirando los restos del bote, mientras el agua que se retiraba corría entre sus rodillas y pugnaba por arrastrarlos.
—No conseguiremos nada esta mañana —dijo Vigus, frotándose las manos y temblando de frío—. La marea destruirá el barco, y después podremos recoger los restos. Más vale que volvamos a casa.
—No veo a ninguno de los hombres —dijo Zacky Martin—. Supongo que se hundieron y el mar los devolverá más lejos.
—Con este mar, el bergantín no aguantará la creciente —dijo Ross—. Dentro de muy poco podremos comenzar a recoger.
Zacky lo miró. Esa mañana Ross tenía una expresión salvaje.
—¡Cuidado! —gritó alguien.
Una ola inmensa se había abatido sobre el barco, y en un segundo, una columna de espuma se alzó sesenta metros en el aire, y se derrumbó y desintegró lentamente por obra del viento. Dos hombres aferraron a Ross y lo obligaron a retroceder.
—¡Ya se acaba! —gritó.
Trataron de correr, pero no pudieron. La ola los atrapó a la altura de la cintura, y los echó hacia delante como si hubieran sido briznas de paja; fueron llevados playa adentro, y quedaron debatiéndose en medio metro de profundidad, mientras la ola seguía su camino y agotaba su fuerza. Apenas tuvieron tiempo de asegurar el pie y resistir el súbito movimiento de retorno al mar. Ross se quitó el agua de los ojos.
Ahora, el Queen Charlotte no podía resistir mucho más. El amplio movimiento de la ola no sólo lo había acercado a la playa; casi lo había volcado, arrancando los dos mástiles y barriendo la cubierta con casi toda la tripulación. Sobre el agua flotaban maderos y restos de la antigua estructura, barriles y mástiles, rollos de cuerda y sacos de trigo.
La gente que acudía a la escena del naufragio traía hachas, y cestos, y sacos vacíos. Los que ahora se agregaban acicateaban a los que habían llegado antes, y pronto la orilla del mar estuvo ocupada por una multitud que trataba de aferrar todo lo que se acercaba. La marea llevaba a la playa todo lo que podía arrancar del barco. Un miembro de la tripulación había llegado con vida; tres llegaron muertos, y el resto había desaparecido.
A medida que avanzó la mañana y aumentó la luz apareció más gente, y traían mulas, ponies y perros para transportar el botín. Pero sólo una reducida parte de la carga había llegado a tierra, y no había suficiente para todos. Ross logró que la gente dividiera los despojos. Si llegaba un barril de sardinas, se abría y se distribuía un canasto a todo aquel que lo pedía. Ross estaba por doquier, ordenando, aconsejando y alentando.
A las diez aparecieron tres barrilitos de ron y uno de brandy, y fueron abiertos inmediatamente. Ahora que habían bebido, los hombres comenzaron a mostrarse temerarios, y algunos incluso pelearon en el agua. Cuando subió la marea, varios retrocedieron hasta las dunas, encendieron fogatas con maderas del naufragio y comenzaron a celebrarlo. Los recién llegados se metían en el agua. A veces el movimiento de una ola atrapaba a hombres y a mujeres y los enviaba trastabillando hacia el mar. Uno se ahogó.
A mediodía, la multitud se había retirado de la mayor parte de la playa, y miraba desde lejos el golpeteo del agua sobre el casco. Ross regresó a Nampara, comió algo, bebió mucho y salió otra vez. Se mostró amable cuando tuvo que responder a las preguntas de Demelza, pero no se dejó conmover.
Una parte de la bodega había cedido, y comenzaban a aparecer más sacos de trigo. Ansiosos de apoderarse del botín, muchos habían bajado otra vez a la playa, y cuando Ross los siguió se cruzó con los que habían tenido suerte y regresaban. Un gran saco de harina, goteando agua de mar, subía lentamente la colina, y bajo la carga, sudorosa y congestionada, estaba la señora Martin. La tía Betsy Triggs conducía una mula flaca cargada con canastos de sardinas y un saco de trigo. El viejo Daniel entregó una mesa y dos sillas a Beth Daniel. Jope Ishbel y Ceniciento Scoble extrajeron del agua un cerdo muerto. Otros llevaban maderas para leña, y uno un canasto de carbón mojado.
En la playa, Ross descubrió a varios hombres tratando de asegurar con una cuerda un pedazo de escotilla que el mar quería llevarse de nuevo. Inquieto, insatisfecho, tratando de olvidar su propio dolor, bajó a ayudarlos.
Hacia las dos y media la marea había estado descendiendo durante una hora, y casi quinientas personas esperaban. Cien más bailaban y cantaban alrededor de los fuegos, sobre las dunas, o se habían acostado a beber a cierta distancia del agua. No se veía un pedazo de madera ni un trozo de mástil. Se había corrido el rumor de que los mineros de Illuggan y Santa Ana venían a reclamar su parte. Lo cual acentuaba el apremio, pese a que nadie necesitaba que lo acicatearan.
A las tres Ross se metió en el agua. Todo el día había estado más o menos mojado, y el frío mordiente del agua no le hizo mella.
No era fácil meterse —salvo que el mar, con su malevolencia, decidiera llevárselo a uno— pero cuando consideró que se había internado lo suficiente, se zambulló bajo una ola y nadó bajo el agua. Cuando emergió, lo golpeó otra ola que casi lo sofoca; pero después de un momento consiguió avanzar. Cuando estuvo a barlovento del naufragio emergió, y se aferró del mástil astillado que otrora había sido el palo mayor, y que ahora apuntaba hacia la costa. Consiguió encaramarse; en la playa, los hombres gritaban y se agitaban.
Todavía no podía trepar por la borda para llegar a cubierta. Desató la cuerda que llevaba arrollada alrededor de la cintura y la unió a la base del mástil. Un gesto de la mano fue la señal dirigida a la playa; y un momento después la cuerda tembló y se tensó. Más tarde llegarían muchos otros, provistos de hachas y sierras.
A caballo sobre el mástil, paseó la vista sobre la nave. No había signos de vida. Todo el casco de proa había cedido, y de allí había salido la carga. Pero sin duda había más botín. Miró hacia popa. Desde allí se tenía una vista diferente que desde el arroyo Truro. Toda esa semana de borrasca y ventisca, la nave había derivado sin duda por el canal y frente a Land’s End. Por una vez los Warleggan habían encontrado la horma de su zapato.
Bajó del mástil, y aplastándose contra el suelo de la cubierta se abrió paso hacia la popa. A un costado estaba la puerta de la cabina. Se hallaba separada del marco dos o tres centímetros, pero trabada. Un hilo de agua aún brotaba de un rincón, como por la comisura de la boca de un viejo enfermo.
Encontró un pedazo de mástil y con su ayuda ejerció presión sobre la puerta, tratando de abrirla. El mástil se astilló, pero la abertura se hizo más grande. Cuando aplicó el hombro a la puerta, la nave se estremeció, conmovida por otra enorme ola. El agua se elevó en el aire a gran altura; cuando cayó, el resto de la ola envolvió al barco, y el nivel del agua alcanzó los hombros de Ross; se aferró torpemente, giró sobre sí mismo, arrastrado y empapado, y al fin el impulso del agua se atenuó. De la cabina brotó agua, y cayó sobre él como un diluvio, mucho después de que el resto hubiera desaparecido. Esperó hasta que el agua descendió, y después se abrió paso.
Algo le golpeaba suavemente la pierna. Los tres ojos de buey de babor estaban sumergidos, y los de estribor, con los vidrios rotos, apuntaban al cielo. Una mesa flotando, una peluca, un periódico. Sobre la pared aún colgaba un mapa. Miró el agua. La cosa que le tocaba la pierna era la mano de un hombre. El rostro del hombre flotaba, mirando hacia abajo, suave y sumiso; el agua que brotaba por la puerta lo había traído para que saludara a Ross. Durante un segundo suscitaba una ilusión de vida.
Ross lo aferró por el cuello de la chaqueta y alzó la cabeza. Era Matthew Sansón.
Con un gruñido, Ross devolvió la cabeza al agua y salió de la cabina.
Cuando la marea bajó, centenares de personas salvaron el trecho que los separaba de la nave y la abordaron. Con hachas, abrieron las escotillas y extrajeron el resto de la carga. En la escotilla de popa había diferentes mercancías que no estaban deterioradas, y se descubrieron más barrilitos de ron. Se levantaron las planchas de la cubierta, varios hombres se llevaron la rueda del timón y la bitácora, y también las ropas y los muebles que hallaron en los camastros y las cabinas. A Jud, saturado de licor, lo salvaron de ahogarse en medio metro de agua, y tenía los brazos aferrados al dorado mascarón de proa. Lo había confundido con una mujer de carne y hueso o había creído que el dorado era verdadero oro.
Hacia el anochecer encendieron otro fuego cerca del barco para iluminar el camino de los saqueadores. El viento cada vez más intenso empujaba el humo sobre la playa húmeda, donde se reunía con los fuegos que ardían desde varias horas antes sobre los médanos.
Ross abandonó el barco y volvió a su casa. Se cambió de ropa, porque la que había usado estaba endurecida por la sal medio seca, comió un bocado y se sentó junto a Demelza. Pero el inquieto demonio que lo acicateaba no se había calmado; el dolor y la furia no se habían disipado. Salió de nuevo a la noche ventosa y oscura.
A la luz de una linterna, unos pocos de los ciudadanos más sobrios estaban enterrando siete cadáveres al pie de los médanos. Ross se detuvo para decirles que cavaran hondo. No quería que la próxima marea de primavera los descubriese. Preguntó a Zacky cuántos se habían salvado, y se le explicó que dos habían sido llevados a Mellin.
Siguió subiendo, y miró hacia abajo, a la multitud reunida alrededor de una fogata. Nick Vigus había traído su flauta, y la gente bailaba al compás de la música. Muchos estaban borrachos y dormían aquí y allá, demasiado débiles para iniciar el regreso. El viento era intenso, y sin duda muchos enfermarían incluso en medio de tanta abundancia.
Una mano le aferró el brazo. Era John Gimlett.
—Disculpe, señor.
—¿Qué pasa?
—Los mineros, señor. De Illuggan y Santa Ana. Ya están llegando al valle los primeros. Me pareció…
—¿Son muchos?
—Will Nanfan dice que centenares.
—Bien, vuelva a la casa, hombre, y eche cerrojo a las puertas. Sólo quieren saquear la nave.
—Sí, señor, pero queda poco que saquear… en el barco.
Ross se frotó el mentón.
—Lo sé. Pero también queda poco de beber. Nos arreglaremos.
Descendió a la playa. Confiaba en que los mineros de Illuggan no se hubiesen pasado todo el día bebiendo en el camino.
En la playa, las cosas se habían calmado un poco. La fogata enviaba sobre la arena una lluvia permanente de chispas. A pocos metros del naufragio, la marea formaba remolinos pálidos y gigantescos en la semioscuridad.
Por segunda vez alguien lo tomó del brazo. Pally Rogers, de Sawle.
—¡Mire! ¿Qué es eso? ¿No es una luz?
Ross miró en dirección al mar.
—¡Si es otro barco, también viene sobre la costa! —dijo Rogers—. Ya está demasiado cerca, y no podrá salir. ¡Que Dios se apiade de sus almas!
De pronto, Ross vio el resplandor de una luz, a lo lejos. Después otra, muy cerca de la primera. Comenzó a correr hacia el borde del mar.
Cuando se acercó, la espuma vino al encuentro, separándose de la masa de agua, y moviéndose y burbujeando sobre la arena en centenares de copos de todos los tamaños. Chapoteó en unos pocos centímetros de agua y se detuvo, espiando, tratando de contener la respiración en el viento. Rogers lo alcanzó.
—¡Allí, señor!
Aunque el viento había vuelto a cobrar intensidad, brillaban algunas estrellas, y podía verse bastante bien. Un barco grande, de mayor porte que el bergantín, se acercaba rápidamente a la playa. Una luz adelante y otra en mitad de cubierta, pero ninguna a popa. A veces parecía emerger totalmente del agua, y un instante después apenas se veían los mástiles. Era imposible maniobrar; avanzaba velozmente, impulsado por las olas.
A bordo, alguien había comprendido que el fin estaba muy próximo, porque se encendió una luz —trapos empapados en aceite— y la llama parpadeó y se agitó a impulsos del viento. En la playa, docenas de personas vieron la señal.
El barco se acercó aún más que el Queen Charlotte, y pareció que encallaba casi sin ruido. Sólo el mástil de proa, que cayó lentamente, reveló la fuerza del impacto.
En el mismo instante, la vanguardia de los mineros de Santa Ana e Illuggan llegó a la playa.