Dos días después enterraron a la niña. El tiempo se había mantenido sereno y frío, y en los rincones protegidos de los campos y los caminos había pilas de nieve. Mucha gente asistió al funeral. Seis niñas vestidas de blanco —dos Martin, las hijas de Paul Daniel y dos de las hermanas menores de Jim Cárter— llevaron el pequeño ataúd los casi tres kilómetros de recorrido hasta la iglesia de Sawle, y a todo lo largo del camino había gente que aguardaba en silencio, y luego se unía a la procesión que marchaba hacia la iglesia. Sin ser invitado, el coro de Sawle esperó a la procesión a medio camino, y cada vez que las seis niñas se detenían para descansar el coro entonaba un salmo, al que se unía toda la gente.
Dwight Enys caminaba al lado de Ross, y detrás estaban John Treneglos y sir Hugh Bodrugan. También habían venido Harry Blewett y Richard Tonkin, y Harris Pascoe había enviado a su hijo mayor. El capataz y la señora Henshawe iban detrás de Joan Teague, acompañada por uno de los primos Tremenheere. Detrás estaban Jud y Prudie Paynter, el resto de los Martin, los Daniel y los Cárter, los Vigus y los Nanfan; y después seguía una gran multitud de harapientos mineros con sus esposas, pequeños agricultores y peones del campo, paleadores, acarreadores y pescadores. El sonido de esa multitud que entonaba salmos en el aire quieto y frío era impresionante. Cuando terminaban de cantar, y antes de que el movimiento acompasado de la procesión se reanudase, había un momento de quietud, y entonces oían el rumor distante del mar. En definitiva, el señor Odgers descubrió que tenía que leer el servicio fúnebre frente a más de trescientas cincuenta personas que colmaban la iglesia y permanecían de pie, silenciosas, en el cementerio.
Este inesperado tributo terminó de quebrar la resistencia de Ross. Se había endurecido para soportar el resto. Como no era un hombre religioso, carecía de recursos para afrontar la pérdida de la niña —a lo sumo, podía apoyarse en su propia y resentida voluntad—. En su fuero interno maldecía al Cielo y a las circunstancias, pero la crueldad misma del golpe afectaba el núcleo más duro y obstinado de su carácter.
Que Demelza probablemente viviera no le parecía, por lo menos ahora, motivo particular de agradecimiento. La pérdida lo había conmovido demasiado. Cuando su madre lo llevaba a la iglesia, muchos años antes, solía repetir un salmo que decía: «Si hoy oyes Su voz, no cierres tu corazón.» Pero cuando su madre murió, incluso mientras todavía brotaban las lágrimas de sus ojos, en su interior se había elevado una barrera destinada a proteger su debilidad, su ternura y su fragilidad. Había pensado: «Está bien. La he perdido y estoy solo. Está bien.» Y hoy, el impulso adulto repetía la actitud infantil.
Pero el extraño y silencioso testimonio de respeto y afecto que ahora le ofrecían sus vecinos, ese amplio grupo de trabajadores medio muertos de hambre, que habían acudido desde los campos, las granjas y las minas, en cierto modo había sobrepasado las defensas de Ross.
Esa noche volvió a soplar el viento del norte, y Ross permaneció sentado junto a Demelza. Después del colapso del día anterior, cuando le comunicaron la noticia, Demelza recuperaba lentamente el terreno perdido. Era como si la naturaleza, ansiosa de promover su propia supervivencia, no permitiese que el fatigado cerebro de Demelza se demorase en la pérdida. Lo único que interesaba era preservar el cuerpo. Cuando hubiese superado del todo la enfermedad, cuando comenzara la convalecencia, llegaría el momento de la prueba.
Alrededor de las nueve llegó Dwight, y después que revisó a Demelza todos se sentaron un rato en la sala.
Ross se mostraba caviloso y distraído, y parecía que no alcanzaba a entender la observación más sencilla. Repetía una y otra vez que lamentaba no haber ofrecido alimento y vino a los asistentes al funeral. Como si Dwight no lo supiera, afirmó que en esa región del mundo se acostumbraba invitar con comida y vino a las personas que concurrían a un funeral. Ese día había aparecido toda la población de la región, lo cual lo había impresionado mucho; no había esperado una cosa así, y confiaba en que comprenderían que como Demelza aún estaba tan enferma, no era posible respetar la antigua costumbre.
Dwight supuso que Ross había estado bebiendo. En realidad, se equivocaba. Desde el tercer día de la enfermedad de su mujer y su hija, Ross no probaba el licor. Su único problema físico era la falta de sueño.
Padecía alguna perturbación mental, pero Dwight nada podía hacer para ayudarlo. En ese sentido, sólo el tiempo, la suerte o el propio Ross, podían mejorar la situación. Era incapaz de aceptar la derrota. Para recuperar el equilibrio debían aflojarse los resortes de su carácter, comprimidos hasta límites intolerables.
Dwight dijo:
—Ross, no le hablé de esto, pero creo que debo decírselo. En otras palabras, que siento profundamente no haber sido capaz de… salvarla.
Ross observó:
—No creí que sir Hugh viniese hoy. Tiene más corazón que el que yo le atribuía.
—Creo que debí intentar algo… lo que fuese. Usted me trajo a esta región. Siempre fue un buen amigo. Y hubiera podido retribuir eso.
—No vino nadie de Trenwith —dijo Ross—. Supongo que siguen enfermos.
—Oh, si tuvieron lo mismo, no podrán salir durante varias semanas. He visto tantos casos este verano y durante el otoño. Ojalá… Choake sin duda dirá que fue descuido de mi parte. Dirá que él salvó a Geoffrey Charles…
—Demelza salvó a Geoffrey Charles —dijo Ross—, y dio a Julia en su lugar.
El viento golpeó la casa con tremenda fuerza. Dwight se puso de pie.
—Debe comprender eso. Que lo siento.
—¡Dios, cómo sopla ese viento! —dijo Ross con expresión salvaje.
—¿Quiere que me quede esta noche?
—No. Usted también necesita dormir, y tiene que trabajar mañana. Yo puedo dedicar todo el año a esta recuperación. Tome una bebida caliente y váyase.
Ross puso un hervidor sobre el fuego, y poco después preparó una jarra de ponche, y ambos bebieron.
Ross dijo:
—Dwight, la gente del funeral tenía mal aspecto. Ojalá hubiese podido darles comida y vino. Los necesitaban.
—No podía pretenderse que alimentase a casi todos los habitantes de tres aldeas —dijo Dwight con expresión paciente.
Alguien golpeó la puerta.
—Disculpe, señor —dijo Jane Gimlett—, pero la señora pide que vaya a verla.
—¿Ocurre algo?
—No, señor.
Después que Dwight se marchó, Ross fue al dormitorio. Demelza parecía muy frágil y pálida en la gran cama. Extendió su mano, y él la tomó y se sentó en la silla, al lado del lecho.
Dos velas parpadeaban sobre la mesa, y el fuego ardía y resplandecía en el hogar. Ross trató de decir algo.
—Esta mañana recibí una carta de Verity. No sé dónde la puse.
—¿Están… bien?
—Así parece, sí. Te la leeré cuando la encuentre. Preguntaba por Francis y su familia. Acababa de enterarse que había enfermos en la casa.
—¿Y de nosotros? —Aún no sabía nada.
—Debes… Ross, tienes que escribirle. Y cuéntale.
—Eso haré.
—Ross… ¿Cómo están ellos? Elizabeth y…
—Enfermos, pero mejor. —Casi agregó: «Incluso Geoffrey Charles», pero se contuvo. Sobre todo, jamás debía decir nada parecido. Inclinó la cabeza y la apoyó contra el respaldo de madera de la cama, y trató de olvidar todo lo que había ocurrido las últimas semanas, la frustración, el dolor, y trató de recordar los días felices que había vivido un año antes. Así permanecieron sentados, largo rato. El viento se había calmado un poco, y quizás ahora virase al noroeste. El fuego se había amortiguado, y de tanto en tanto las velas parpadeaban y temblaban.
Movió un poco la mano, y en seguida Demelza la aferró más firmemente entre sus propias manos.
—No pensaba irme —dijo Ross—, sólo quiero avivar el fuego.
—Déjalo, Ross. No te alejes ahora. No me dejes.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ross.
—Yo… pensaba.
—¿Qué?
—Que Julia… se sentirá sola. Nunca le gustó el viento.
Ross permaneció toda la noche al lado de la cama. No durmió mucho, sino que cabeceó inquieto mientras el viento golpeaba y aullaba. Despierto o dormido, los mismos pensamientos agitaban su cerebro. Frustración y dolor. Jim Cárter, los Warleggan y Julia. Pérdida y fracaso. Su padre, que había muerto solo en ese mismo cuarto. Su regreso de América, la decepción con Elizabeth y la felicidad con Demelza. ¿Quizá se había esfumado toda su felicidad? Tal vez no, pero en todo caso había variado el tono, y el asunto ahora llevaba una carga de recuerdos. Y su propia vida, ¿en qué había terminado? Una lucha frenética e inútil que había terminado en fracaso y en la bancarrota casi total. Pocas semanas más tarde tendría treinta años. No era mucha edad, pero en todo caso había concluido una parte de su vida, una fase, una época, un momento particular; y no creía que ahora pudiera retomar el mismo camino. ¿Qué había concluido al mismo tiempo que esta fase? ¿Quizá su juventud?
¿Cómo se habría sentido esa noche si todo hubiese sido distinto, si hubiese triunfado frente a las autoridades de la cárcel, a los Warleggan, a la enfermedad, y no estuviese dolorido, derrotado y mortalmente fatigado? Se habría dormido, inmune a tales pensamientos. Sin embargo, ¿habría terminado esa fase del mismo modo? No lo sabía, y su agotamiento era tal que no le importaba. No parecía justo que no llegase un día a triunfar en algo, o que nada volviese a ser posible. El fracaso era el fin de la vida; el esfuerzo acababa en la frustración inevitable y total. Todos los caminos llevaban a la oscura barrera de la muerte.
En medio del viento helado de la mañana temprana fue a buscar más leña, avivó el fuego y bebió varios vasos de brandy para combatir el frío. Cuando volvió a sentarse al lado de la cama, el alcohol pareció alimentar su cerebro, y al fin se durmió.
Soñó cosas fantásticas, en las cuales la tensión, el conflicto y la voluntad de lucha eran todo lo que importaba; en el curso de pocos instantes volvió a vivir una suerte de resumen de todos los problemas de los últimos meses, y así retornó lentamente a la conciencia, y vio que la luz lechosa del día se filtraba por las cortinas, y que John Gimlett se inclinaba ante el fuego.
—¿Qué hora es? —preguntó Ross con un murmullo.
John se volvió.
—Más o menos las ocho menos cuarto, señor, y un barco está acercándose a la playa.
Ross se volvió y miró a Demelza. Dormía pacíficamente, los rizos cubriendo la almohada; pero él hubiera preferido que el rostro de su mujer no exhibiese esa blancura tan intensa.
—Apenas hay luz para verlo bien —murmuró Gimlett—. Lo descubrí cuando fui a buscar leña. No creo que nadie lo haya visto todavía.
—¿Cómo?
—El barco, señor. Parece una nave de buen tamaño.
Ross echó mano de la botella de brandy y bebió otro vaso. Se sentía entumecido, con frío, y tenía seca la boca.
—¿Hacia qué lado?
—Casi frente a Punta Damsel. La dejó atrás, pero según están el viento y el mar, no podrá salir de la bahía.
El cerebro de Ross aún funcionaba con dificultad, pero el brandy recién ingerido comenzaba a producir su efecto. Allí había botín para los mineros y sus familias. La suerte los favorecía.
—Creo que ya se puede ver desde la ventana del primer piso.
Ross se puso de pie y se estiró. Después, salió del cuarto y con aire distraído subió la escalera. En el antiguo dormitorio, la ventana que miraba hacia el norte estaba cubierta por una capa tan espesa de sal que nada podía verse; pero cuando consiguió abrirla, pronto comprendió a qué se refería Gimlett. Una nave de dos mástiles, un barco de buen porte. Se hundía y emergía entre las olas. Había perdido todas las velas, y sólo le quedaban algunos jirones que flotaban al viento; sin embargo, habían logrado asegurar una vela provisoria, y de ese modo intentaban gobernar la nave. A menos que le crecieran alas, muy pronto estaría en la playa. Ya estaba navegando en aguas poco profundas.
Desinteresado del asunto, se disponía a salir del cuarto, cuando algo volvió a llamarle la atención, y miró fijamente el barco. Echó mano al catalejo de su padre, y lo apoyó en el marco de la ventana. Era un catalejo de buena clase, y su padre lo había comprado en Plymouth al capitán borracho de una fragata. Mientras miraba, las cortinas se agitaron y le rozaron la cabeza. El viento comenzaba a amainar. Bajó el catalejo. La nave era el Queen Charlotte.
Descendió a la planta baja. En la sala se sirvió una copa.
—¡John! —llamó, cuando Gimlett pasó a su lado.
—¿Sí, señor?
—Ensilla a Morena.
Gimlett volvió los ojos hacia el rostro de su amo. Se hubiera dicho que estaba viendo visiones. Pero no de carácter sagrado.
—¿Se siente bien, señor?
Ross bebió otra copa.
—John, la gente que vino al funeral. Habría sido necesario invitarlos y alimentarlos. Pero ahora repararemos la falta. Gimlett lo miró alarmado.
—Cálmese, señor. No hay necesidad de insistir en eso.
—John, tráeme en seguida a Morena.
—Pero…
Ross lo miró, y Gimlett se alejó rápidamente.
En el dormitorio, Demelza continuaba durmiendo tranquilamente. Ross se puso la capa y el sombrero, y montó el caballo cuando este se acercó a la puerta.
Morena había pasado varios días encerrada. Estaba inquieta y apenas podía contenérsela. Un momento después atravesaba al galope el valle.
El primer cottage de la aldea de Grambler estaba oscuro y silencioso cuando Ross se acercó. Jud y Prudie tenían en la casa una reserva clandestina de gin, y como en el funeral no habían encontrado licor gratis, habían regresado, amargamente quejosos, para beber a costa de su propia reserva.
El llamado a la puerta no tuvo respuesta, de modo que Ross aplicó el hombro e hizo saltar el endeble cerrojo. Entre la oscuridad y el hedor, sacudió el hombro de alguien que dormía. Advirtió que se trataba de Prudie; tanteó de nuevo y despertó a Jud.
—Maldición —gritó Jud, estremecido de autocompasión—, un hombre no es rey de su propia y maldita casa, y viene la gente y…
—Jud —dijo Ross en voz baja—, hay un naufragio.
—¿Eh? —Jud se sentó, súbitamente calmado—. ¿Dónde?
—En la playa Hendrawna. De un momento a otro. Despierta a la gente de Grambler, y envía mensajeros a Mellin y Marasanvose. Yo voy a Sawle.
Jud pestañeó en la media luz, y su calvicie parecía una segunda cara.
—¿Para qué llamarlos? De todos modos vendrán muy pronto. Ahora bien, si…
—Es un barco grande —dijo Ross—. Trae alimentos. Habrá para todos.
—Sí, pero…
—Haz lo que te digo, o te encierro aquí y me ocupo yo mismo.
—Lo haré, capitán. Fue nada más que un pensamiento pasajero, por así decirlo. ¿Cómo es el barco?
Ross salió, y cerró la puerta con un golpe tan fuerte que todo el cottage se estremeció. Un pedazo de lodo seco cayó del techo sobre el rostro de Prudie.
—¿Qué te pasa? —Dio una palmada a Jud en la cabeza y se sentó en la cama.
Jud estaba rascándose bajo la camisa.
—Qué cosa tan rara —dijo—. Realmente, qué cosa tan rara.
—¿Qué? ¿Qué te ocurrió? ¿Cómo te despertaste?
—Estaba soñando con el viejo Joshua —dijo Jud—. Lo vi frente a mí, claro como una escupidura, como lo vi en el setenta y siete, cuando andaba persiguiendo a esa trotona en Saint Ives. Y maldición, me despierto y estaba ahí, al lado de la cama, claro y seguro.
—¿Quién?
—El viejo Joshua.
—Mono sin seso, ¡hace más de seis años que está en su tumba!
—Sí, en realidad era el capitán Ross.
—Entonces, ¿por qué no lo dices así?
—Porque —dijo Jud— antes nunca lo había visto tan parecido al viejo Joshua.