El viento del norte sopló tres días más.
Hacia el fin del día de Año Nuevo la nieve comenzó a correr en ráfagas impulsadas por el viento, y a la mañana siguiente se había acumulado contra todos los setos y los muros, si bien el suelo barrido por el aire estaba libre. La bomba del patio mostraba carámbanos alargados, que semejaban los cabellos de una vieja mendiga, y el agua de la palangana estaba helada. Las nubes bajas mostraban un matiz lívido.
En mitad del día recomenzó la cellisca. Apenas parecía caer; se hubiera dicho que se movía casi paralela a la tierra. Uno tenía la sensación de que no había vidrio capaz de soportar el embate. Repiqueteaba insistente, y de pronto el ruido cesaba, y uno alcanzaba a sentir el viento como una bestia poderosa y rugiente que se movía a lo lejos.
Para Demelza, el ruido y la furia eran parte integral de su pesadilla. Durante dos días tuvo fiebre alta, y quizá porque ocupaba el gran lecho encajonado del viejo Joshua su mente turbada retornó a la primera noche que había pasado en Nampara. Los años se esfumaron, y de pronto era otra vez una niña de trece años, harapienta, desnutrida, ignorante, medio descarada y medio aterrorizada. La habían desnudado y metido bajo la bomba, y después la habían vestido con una camisa que olía a lavanda, y la pusieron a dormir en esa gran cama. Aún tenía en la espalda los verdugones de la última paliza de su padre, y las costillas le dolían a causa de los puntapiés de los pequeños vagabundos de la feria de Redruth. La vela humeaba y goteaba sobre la mesita de luz, y la estatuilla pintada de la Virgen le hacia gestos desde el borde de la chimenea. Peor aún, no podía tragar, porque alguien le había atado una cuerda al cuello; y Alguien esperaba tras la puerta de la biblioteca, esperaba a que ella se durmiese y se apagara la vela para deslizarse en la oscuridad y ajustar el nudo.
De modo que debía permanecer despierta, debía lograrlo a toda costa. Muy pronto Garrick vendría a arañar la ventana, y ella tenía que abrirle para dejarlo entrar. Garrick la confortaría y sería una protección durante la noche.
A veces había gente en el cuarto, y a menudo ella veía a Ross, a Jane Gimlett y al joven doctor Enys. Estaban, pero no eran reales. Ni siquiera era real la niña de la cuna, su hija. Eran la imaginación, el sueño, algo que tenía que ver con un futuro imposible, algo que ella había esperado pero que jamás había tenido.
El ahora estaba en la vela que goteaba y la estatuilla que hacía gestos, y las costillas doloridas, y la cuerda alrededor del cuello, y ese Alguien que esperaba detrás de la puerta de la biblioteca.
—¡Usted manchó a mi hija! —gritó Tom Carne, y ella temblaba en la alacena—. ¡Qué derecho tenía a mirarle la espalda! ¡Lo denunciaré a la justicia!
—Parece que esa estatuilla la inquieta —dijo Ross—. Quizá convenga retirarla.
Demelza se asomó sobre el borde de la cama, al borde de la alacena, allí abajo, muy abajo, y vio dos minúsculas figuras que peleaban en el suelo, a gran distancia. Ross había arrojado a Tom Carne al interior de la chimenea, pero él estaba levantándose otra vez. Se disponía a ponerle algo alrededor del cuello.
—¿Estás salvada? —murmuró—. ¿Estás salvada? Pecado, fornicación y embriaguez. El Señor me ha arrancado de un pozo horrible de lodo y arcilla, y apoyó mis pies sobre una roca. No más alcohol, ni vivir en pecado.
—¿Salvado? —decía Francis—. ¿Salvado de qué? —Y todos se reían. No reían de Francis, sino de ella, porque se daba aires y pretendía ser uno de ellos, cuando en realidad no era más que una moza de cocina. Una moza de cocina…
—Oh —exclamó Demelza con un gran suspiro, y apartó su vida y sus recuerdos, y se asomó al borde del lecho para contemplar el mar. Cayeron en un confuso remolino, retorciéndose, más y más pequeños. Que se ahogaran. Que perecieran y muriesen, con tal de que ella tuviese paz.
—Que se ahogue en el lodo —dijo Ross—. Trampear con los naipes… que se ahogue.
—¡No, Ross, no! —Le aferró el brazo—. Sálvalo. De lo contrario dirán que lo asesinaste. Qué importa si recuperamos lo que perdimos, si no hemos perdido la Wheal Leisure. Juntos otra vez. Es lo único que importa.
Trató de evitar el contacto con una cosa fría aplicada sobre su frente.
—Es extraño que la fiebre dure tanto —dijo Dwight—. Confieso que no sé muy bien qué hacer.
Por supuesto, Mark había asesinado así a Keren. Los hombres no se lo habían explicado pero la noticia se había difundido. Contra la ventana, y después la había sofocado. Ahora intentaban hacer lo mismo con ella. Demelza había estado dormitando, y Alguien había entrado viniendo de la biblioteca, y le ajustaba la cuerda.
—¡Garrick! —murmuró—. ¡Garrick! ¡Ven aquí! ¡Ayúdame!
—Bebe esto, querida. —La voz de Ross llegó desde muy lejos, del otro cuarto, de la habitación que no era la suya, como un eco de sus propios sueños.
—Es inútil —dijo Dwight—. Ahora no puede tragar nada. Quizá dentro de unas horas si…
Garrick ya estaba arañando, con fuerza.
—¡Abran la ventana! —exhortó Demelza—. ¡Rápido, antes de que sea… demasiado… tarde!
Algo grande, negro y peludo entró dando brincos en el cuarto; y se dirigió a ella, y con una exclamación de alegría Demelza comprendió que habían satisfecho su pedido. La áspera lengua le lamió el rostro y las manos. Sollozó aliviada. Pero de pronto comprobó con horror que el perro había cometido un terrible error. En lugar de reconocer a su ama había creído ver en ella a un enemigo, y le había clavado los dientes en el cuello. Luchó, trató de explicar, pero no tenía voz ni respiración, ya no podía respirar…
Se había apagado la vela y hacía frío. Se estremeció en la oscuridad. Julia volvía a llorar a causa de los dientes, y ella debía levantarse y darle de beber. Si por lo menos el viento no hubiera sido tan frío. ¿Dónde estaba Ross? ¿No había vuelto? «Se toma las cosas tan a pecho, decía Verity, se toma las cosas tan a pecho.» Y bien, esta vez no debo decepcionarlo. Lo engañé una vez. Lo engañé. No debo traicionarlo. Por supuesto, por supuesto, pero ¿cómo pudo ocurrir? Si uno no lo sabe, no puede estar seguro.
Algo en Julia, y en ella misma. Naturalmente, Julia estaba enferma. Había estado toda la noche cuidándola, al lado de su cama. También Francis estaba enfermo, y Elizabeth, aunque ella no quería admitirlo. Tenía en la boca un terrible gusto a cobre. Esas hierbas que estaban quemando. La tía Sara Tregeagle había venido directamente, después de cantar los villancicos, para atenderlos a todos. ¿Pero dónde esta…?
—¡Ross! —gritó—. ¡Ross!
—Señora, se durmió en su sillón de la sala —dijo una voz de mujer. No era Prudie—. ¿Quiere que lo llame? Hace tres noches que no duerme.
Si su padre venía, no convenía que ninguno de ellos estuviese durmiendo. Traería consigo a todos los mineros de Illuggan, y seguramente incendiarían la casa. Pero él se había reformado. Era un hombre completamente nuevo. Se había casado con la tía Mary Chegwidden. Entonces, ¿cómo vendría esta vez? Quizá con un coro de metodistas, y se pondrían a cantar frente a la ventana. Parecía divertido, y ella trató de reír, pero se ahogó. Y entonces comprendió que no era divertido, porque allí estaban, frente a la ventana, y ella los miraba desde arriba, un gran mar de caras. Y Demelza comprendía que tenían hambre y querían pan.
Formaban una enorme multitud que se extendía por todo el valle y gritaba.
—Tenemos derecho a comer pan, y a comprar trigo a un precio justo y equitativo. ¡Queremos trigo para vivir, y lo conseguiremos, quieran o no!
Y ella comprendió que el único pan que podía darles era su propia hija…
Cerca estaban Sansón, el molinero; y Verity y Andrew Blamey conversaban en el rincón, pero estaban tan absortos uno en el otro que no le prestaron atención. Demelza sollozó, agobiada por el miedo. Pues los mineros estaban enloquecidos de hambre. Poco después incendiarían la casa.
Se volvió en busca de Ross, y cuando de nuevo miró hacia la ventana las caras agrupadas, minúsculas, con sus ojos fijos, ya estaban desdibujándose tras densas columnas de humo blanco.
—Mire —dijo Jane Gimlett—, vuelve a nevar.
—¡Nieva! —trató de decir—. No ven que no es nieve, sino humo. ¡La casa se incendia, y moriremos achicharrados! —Vio caer a Sansón, y después sintió que el humo le quemaba los pulmones.
Ahogándose, se llevó una mano al cuello, y descubrió que ya estaba allí la mano de otra persona.
Durante la mañana del cuatro de enero cesó el viento y comenzó a nevar intensamente. Hacia mediodía, cuando se interrumpió la nevada, los campos y los árboles estaban cubiertos por una capa blanca. Las ramas se inclinaban, y el arroyo estaba salpicado de gruesos copos. John Gimlett, que cortaba leña en el patio, tenía que tirar de los rollizos para separarlos, porque el frío los había unido fuertemente. Los nueve patos de Gimlett, que avanzaban laboriosamente hacia el agua, parecían sucios y amarillentos en medio de esa pureza. En la playa Hendrawna subía la marea y las grandes olas saltaban y rugían a lo lejos. El hielo, la espuma y la resaca amarilla, que habían cubierto la playa durante una semana, estaban a su vez sumergidos bajo la nieve. Los promontorios de arena parecían cadenas montañosas, y a lo lejos los arrecifes oscuros contemplaban la escena, revestidos de su nuevo atavío como de una mortaja.
La quietud era profunda por doquier. Después de los estridentes alaridos de la borrasca era como si un manto hubiese recaído sobre el mundo. Nada se movía, y el ladrido de un perro se repetía en el eco por todo el valle. Se oía el estruendo del mar, pero se tenía la sensación de que también él se había sumergido en el silencio, y de que sólo gracias a un esfuerzo del pensamiento llegaba hasta uno.
De pronto, a las dos de la tarde, las nubes se abrieron y apareció el sol con un brillo enceguecedor, e impuso un breve deshielo. Las ramas y los arbustos goteaban, y del techo comenzaron a caer pequeñas avalanchas de nieve, en parte ya descongeladas por dentro. En uno o dos de los campos se vieron manchas oscuras, y un petirrojo, instalado entre la nieve brumosa de una rama de manzano, comenzó a cantar al sol.
Pero el sol había aparecido tarde, y muy pronto las sombras cayeron sobre el valle, y comenzó a helar otra vez.
A eso de las cuatro, cuando estaba oscureciendo, Demelza abrió los ojos y miró el techo de madera de la cama. Se sentía diferente, más serena y como distante. Ya no era la niña de la pesadilla. Había una sola realidad, y en ese momento consistía en que despertaba para ver las sombras largas y lisas del cuarto, el pálido resplandor del cielorraso, las cortinas recogidas que dejaban ver las ventanas en cuadrículas, y a Jane Gimlett que cabeceaba somnolienta frente al resplandor de un fuego de turba.
Deseaba saber qué día era, qué hora del día, qué clase de tiempo hacía. Cierto ruido había cesado; ¿era un ruido en su cabeza, o en el mundo? Todo parecía muy pacífico y sereno, como si ella estuviese mirándolo desde cierta distancia, como si ya no le perteneciera. La vida y la energía se habían agotado del todo. ¿Tal vez ella estaba muy fatigada? ¿Dónde estaba Ross? ¿Y Julia? ¿Todos habían enfermado? En eso, ella no sabía muy bien a qué atenerse. Le habría gustado hablar, pero en cierto modo temía intentarlo. Si hablaba, quebraría el refugio de quietud en que estaba, o permanecería eternamente en su interior. Esa era la esencia misma de la alternativa. No sabía qué obtendría, y temía probar. Y Jud y Prudie, y su padre, y Verity, y Francis…
No, no, basta ya, por ahí estaba la pesadilla.
En ese instante cayó un pedazo de turba, y envió un golpe brusco de calor al rostro de Jane Gimlett. La mujer despertó, suspiró y bostezó, y echó más combustible al fuego. Después, abandonó su asiento y se acercó a la cama para mirar a la paciente. Lo que entonces vio la indujo a salir del cuarto e ir en busca de Ross.
Lo encontró hundido en su sillón de la sala, mirando fijamente el fuego.
Regresaron juntos, y Ross se acercó solo a la cama.
Demelza tenía los ojos cerrados, pero después de un momento pareció sentir la sombra que había caído sobre su propio rostro. Abrió los ojos y vio a Ross. Jane Gimlett se acercó a la cama con una vela, y depositó esta sobre la mesita de noche.
—Bien, querida —dijo Ross.
Demelza trató de sonreír, y después de un momento de temerosa vacilación afrontó el riesgo de poner a prueba su voz.
—Bien, Ross…
Había quebrado la cáscara de su refugio. El había oído. Entonces ella comprendió que pronto mejoraría.
Demelza dijo algo que él no alcanzó a oír; Ross se inclinó para escuchar mejor, pero tampoco esta vez entendió.
Entonces, ella dijo con voz muy clara:
—Julia…
—Está bien, querida —dijo él—. Pero ahora no. Mañana. Cuando te sientas más fuerte. Ya la verás. —Se inclinó y le besó la frente—. Ahora debes descansar.
—¿Día? —preguntó Demelza.
—Estuviste enferma un par de días —explicó Ross—. Nevó mucho, hace frío. Ahora duérmete. Dwight volverá a verte esta tarde, y queremos que te encuentres mejorada. Duérmete, Demelza.
—Julia —repitió ella.
—Mañana. Amor mío, mañana la verás. Duérmete.
Obediente, Demelza cerró los ojos y poco después comenzó a respirar más profunda y lentamente que lo que él le había visto hacer durante cinco días. Ross caminó unos pasos y se detuvo frente a la ventana, y se preguntó si había estado bien mentirle.
Porque Julia había muerto la noche anterior.