Durante la noche sopló un fuerte viento del suroeste, y continuó durante veinte horas. Después, un breve lapso de quietud, y entonces el viento recomenzó, pero ahora del norte, húmedo y frío, con ráfagas de lluvia, cellisca y nieve. El Año Nuevo de 1790, que cayó en viernes, amaneció en la culminación de la borrasca.
Se acostaron temprano, en vista de que Demelza estaba fatigada. Había pasado una mala noche, porque la dentición tenía irritada e inquieta a Julia.
El viento golpeó y aulló toda la noche —con ese alarido agudo, frío y cortante que era el signo evidente del viento norte—. Toda la noche la lluvia y el granizo golpearon las ventanas que miraban hacia el mar, y en la base de las ventanas se dispusieron lienzos para evitar la entrada del agua. Hacía frío incluso en la cama, con las cortinas corridas, y Ross había encendido un gran fuego en la sala de la planta baja, para aumentar el calor. Era inútil encender fuego en el hogar del dormitorio, porque todo el humo revertía sobre el cuarto en lugar de salir por la chimenea.
El llanto de Julia despertó a Ross. Parecía un sonido muy lejano, a causa del estrépito del viento; y como Demelza no había despertado, Ross decidió levantarse y ver si podía calmar a la niña. Se sentó lentamente en la cama; y de pronto comprendió que Demelza no ocupaba su lugar en el lecho.
Apartó las cortinas, y sintió en la cara el golpe frío del viento. Demelza estaba sentada al lado de la cuna. Sobre la mesa, una vela goteaba y parpadeaba. Ross emitió un breve sonido sibilante para atraer la atención de su mujer, y ella volvió la cabeza.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—No lo sé, Ross. Creo que los dientes.
—Si te quedas allí te enfriarás. Ponte la bata.
—No, no tengo frío.
—Ella tiene frío. Tráela aquí.
La respuesta de Demelza quedó ahogada por una súbita andanada de cellisca sobre la ventana. Era imposible hablar. Ross bajó de la cama, se puso la bata y recogió la de Demelza. Se acercó a ella y puso la prenda sobre sus hombros. Miraron atentamente a la niña.
Julia estaba despierta, pero su carita regordeta aparecía congestionada, y cuando lloraba el sonido parecía terminar en una tos súbita y seca.
—Tiene fiebre —gritó Ross.
—Creo que es fiebre de los dientes. Me parece que…
La cellisca se detuvo tan bruscamente como había comenzado, y ahora el alarido del viento se parecía al silencio.
—De todos modos, es mejor que esta noche duerma con nosotros —dijo Demelza. Se inclinó hacia delante, a Ross le pareció que con cierta torpeza, y alzó a la niña. La bata se deslizó de los hombros y cayó al suelo.
Ross la siguió, de regreso a la cama, y ambos acomodaron a Julia.
—Quiero beber un poco de agua —dijo Demelza.
La miró acercarse a la jarra y servirse. Bebió con cierta lentitud, y después tomó un poco más. La sombra de Demelza se agrandaba y vacilaba sobre la pared. De pronto, Ross se acercó a ella.
—¿Qué pasa?
Demelza lo miró.
—Creo que me he resfriado.
Ross puso su mano sobre la de Demelza. A pesar del aire frío del cuarto ella tenía la mano cálida y sudorosa.
—¿Cuánto tiempo estuviste así?
—Toda la noche. Ayer sentí que comenzaba a enfermar.
El la miró. Alcanzaba a ver su rostro en el juego de luces y sombras. Llevó la mano hasta el alto cuello de encaje del camisón, y lo apartó.
—Tienes el cuello hinchado —dijo.
Demelza retrocedió un paso, y hundió el rostro en las manos.
—La cabeza —murmuró— me duele mucho.
Despertó a los Gimlett. Ya había trasladado abajo a la niña y a Demelza, y en la sala las había envuelto en mantas frente al fuego de brasas. Envió a Gimlett en busca de Dwight. La señora Gimlett estaba preparando la cama en la antigua habitación de Joshua. Allí había un hogar que tenía buen tiro y no humeaba, y la única ventana miraba hacia el sur; en medio de esa ventisca era una habitación más apropiada para los enfermos.
Tuvo motivo para sentirse agradecido por haber cambiado a los Paynter por los Gimlett. No servían con renuencia y protestas, no se lamentaban ni autocompadecían a causa de su mala suerte.
Mientras estaba sentado en la sala, hablando en voz baja a Demelza y diciéndole que Julia era una niña robusta y que se sobrepondría con bastante rapidez, toda clase de pensamientos amargos asaltaban su espíritu. Lo acometían en oleadas, amenazando sumergir el sentido común y la razón. El dolor lo desgarraba. Demelza había metido temerariamente la cabeza en el lazo. Las obligaciones del parentesco…
No, no era eso. Aunque él no podía determinar claramente la fuente de los impulsos generosos de Demelza, sabía que el asunto iba mucho más lejos. Todos esos episodios aparecían unidos en el corazón de su esposa: su participación en la fuga de Verity, la disputa con Francis, su propia desavenencia conyugal, el fracaso de la compañía fundidora, la visita a los enfermos de Trenwith. No era posible concebir una cosa separada del resto, y de un modo extraño se hubiera dicho que la responsabilidad de la enfermedad que ahora los afectaba era imputable no sólo a Demelza, sino también al propio Ross.
Pero él no había demostrado su ansiedad o su resentimiento tres días antes; tampoco podía demostrarlos ahora. Por el contrario, le enjugaba la frente y bromeaba con ella, y vigilaba a Julia, que ahora, después de un acceso de llanto, había logrado dormirse.
Poco más tarde fue a ayudar a Jane Gimlett. En el dormitorio de la planta baja ya ardía un fuego, y Ross advirtió que Jane había preparado esta cama utilizando la ropa del lecho del primer piso, para evitar la humedad. Mientras ayudaba a acostarse a Demelza, toda la casa se estremeció y se llenó de ecos, los bordes de las alfombras se levantaron y los cuadros temblaron. Después, volvieron a cerrar la puerta principal; en el vestíbulo estaba Dwight Enys quitándose la capa húmeda.
Entró en la habitación y Ross sostuvo una vela mientras el médico examinaba la garganta de Demelza; contó los latidos del corazón con los ojos fijos en su reloj, formuló una o dos preguntas, y se volvió hacia la niña. Demelza permaneció silenciosa en el gran lecho encajonado y miró a Dwight. Después de unos minutos, el joven salió al vestíbulo, en busca de su maletín, y Ross lo siguió.
—¿Y bien? —dijo Ross.
—Ambas están enfermas.
—¿La enfermedad maligna de la garganta?
—Los síntomas son inequívocos. Su esposa se encuentra en una etapa más avanzada que la niña. Incluso tiene rosadas las puntas de los dedos.
Dwight habría querido evitar los ojos de Ross, e intentó regresar al dormitorio, pero el dueño de casa se lo impidió.
—¿Puede ser grave?
—Ross, no lo sé. Algunos enfermos superan muy pronto la etapa aguda; pero la recuperación siempre tarda de tres a seis semanas.
—Oh, no me preocupa cuánto tiempo les lleve recuperarse —dijo Ross.
Dwight le palmeó el brazo.
—Bien lo sé. Lo sé.
—¿Y el tratamiento?
—Poco podemos hacer; depende mucho del paciente. He tenido cierto éxito con leche… hervida, siempre hervida, y enfriada hasta que está tibia. Fortalece al paciente. Nada de sólidos. Hay que mantenerlos acostados, y que no se exciten ni esfuercen. El corazón debe trabajar lo menos posible. Quizá convenga pintar la garganta con espíritu de sal marina. No creo en las sangrías.
—¿La crisis sobreviene muy pronto?
—No, no. Un día o dos. Entretanto, tenga paciencia y anímese. Demelza y Julia tienen posibilidades mucho mayores que los habitantes de los cottages, que están medio muertos de hambre y generalmente carecen de fuego y luz.
—Sí —dijo Ross, que recordaba las palabras dichas por Dwight unos días antes. «Los resultados son siempre imprevisibles», había dicho el joven médico. «A veces, mueren los fuertes y sobreviven los débiles.»