El señor Pearce estaba en casa jugando a los naipes con su hija cuando anunciaron a Ross. La señorita Pearce, una agraciada joven de veinticinco años que no sabía aprovechar bien su belleza, se puso de pie inmediatamente y se disculpó; y por su parte el señor Pearce apartó la mesa, removió el gran fuego con su atizador e invitó a sentarse a Ross.
—Bien, capitán Poldark, su visita es un acontecimiento. ¿Puede quedarse a jugar una partida de naipes? Jugar con Grace siempre es un poco aburrido, porque no acepta apostar ni siquiera un penique.
Ross alejó su silla del fuego.
—Necesito su consejo y su ayuda.
—Bien, mi estimado señor, son suyos si yo puedo darlos.
—Necesito un préstamo de mil libras sin garantía.
El señor Pearce enarcó el ceño. A semejanza de los restantes accionistas de la Wheal Leisure, había evitado mezclarse en la batalla de las compañías fundidoras de cobre. Pero sabía perfectamente cuál había sido el desenlace.
—Hum. Se trata de una propuesta bastante difícil. ¿Dijo sin garantía? Sí, entendí bien. Caramba, caramba.
Ross agregó:
—Estoy dispuesto a pagar altos intereses.
El señor Pearce se rascó.
—Sin garantía. ¿Probó con Cary Warleggan?
—No —replicó Ross—. Y no pienso hacerlo.
—Por supuesto, por supuesto. Pero será muy difícil. Si no tiene garantía, ¿qué puede ofrecer?
—Mi palabra.
—Sí, sí. Sí, sí. Pero en ese caso se trataría de un acuerdo amistoso. ¿Habló con alguno de sus amigos?
—No. Quiero que sea un trato comercial. Pagaré el servicio.
—¿Pagará? ¿Con los intereses? Sí… Pero el prestamista querrá asegurarse sobre todo el capital. Si tanto necesita el dinero, ¿por qué no vende sus acciones de la Wheal Leisure?
—Porque eso precisamente quiero evitar.
—Ah, sí. —El rostro color ciruela del señor Pearce no tenía una expresión alentadora—. ¿Y su propiedad?
—Ya está hipotecada.
—¿En cuánto?
Ross le indicó la cifra.
El señor Pearce tomó una pulgarada de rapé.
—Creo que los Warleggan podrían elevar ese monto si usted les transfiriese la hipoteca.
—Varias veces durante los últimos años —dijo Ross—, los Warleggan intentaron meterse en mis asuntos. Me propongo evitar su intromisión.
El señor Pearce se sintió tentado de señalar que, cuando la necesidad apremiaba, no cabía mostrarse muy exigente; pero en definitiva se abstuvo de decirlo.
—¿Ha pensado en la posibilidad de una segunda hipoteca sobre la propiedad? Algunos… en fin, sé de una o dos personas que estarían dispuestas a aceptar el riesgo especulativo.
—¿Podría obtener la suma deseada?
—Tal vez. Aunque, naturalmente, sería un riesgo a corto plazo, por ejemplo doce o veinticinco meses…
—De acuerdo.
—… e implicaría un interés muy elevado. Alrededor del cuarenta por ciento.
Para recibir mil libras ahora tendría que pagar mil cuatrocientas un año después, además de atender los restantes compromisos. Un callejón sin salida… a menos que continuara elevándose el precio del cobre y la Wheal Leisure encontrase otra veta tan rica como la actual.
—¿Podría arreglar un préstamo así?
—Lo intentaré. Es mal momento para ese tipo de negocios. El dinero barato no abunda.
—Esto no es dinero barato.
—No, no. Convengo en ello con usted. Bien, le informaré en un día o dos.
—Quiero saberlo mañana.
El señor Pearce se puso de pie dificultosamente.
—Caramba, caramba, la pierna me molesta. He mejorado, pero mi cuerpo aún soporta ciertos humores de gota. Quizá le informe mañana, pero se necesitará más o menos una semana para conseguir el dinero.
—De acuerdo —dijo Ross—. Esperaré.
El martes no pudo salir de la ciudad hasta las cinco de la tarde.
Antes de almorzar, Ross, Johnson, Tonkin y Blewett liquidaron los asuntos de la Compañía Fundidora Carnmore. Ross no divulgó la información que Harris Pascoe le había suministrado el día anterior. Ahora, ninguno de ellos podía hacer nada para impedir que, si así lo deseaba, sir John concertase un acuerdo con los Warleggan. No podían impedir que la planta fundidora pasara a manos de los Warleggan, o de una nueva firma constituida para aprovechar el esfuerzo que ellos habían realizado. En todo caso, la nueva firma pertenecería al círculo, y el propio Warleggan cuidaría que no elevara los precios en beneficio de las minas.
Tonkin no estaba arruinado, pero Ross lamentaba su situación más que la de otros, porque simpatizaba especialmente con ese hombre, y sabía que había consagrado a la empresa una labor incansable —arguyendo, persuadiendo y planeando—. Había volcado en el asunto quince meses de fanática energía, y ahora se lo veía agotado. Harry Blewett, que había sido el instigador y el primer partidario de la idea, había invertido en el asunto hasta el último penique, y ahora estaba al límite de sus posibilidades. Johnson, un hombre corpulento, terco y obstinado, afrontaba el fracaso con más ecuanimidad que el resto; pero se mostraba mejor perdedor porque había perdido menos.
Después que todo concluyó Ross fue a ver de nuevo al señor Pearce y se enteró de que obtendría el dinero. Se preguntó si el propio señor Pearce había adelantado la suma. El notario era un hombre astuto, y en los últimos tiempos estaba demostrando una particular habilidad para aprovechar las oportunidades.
Después, Ross regresó a casa de los Pascoe. Cuando se enteró de las noticias, el banquero movió la cabeza. Las imprudentes condiciones del préstamo contravenían absolutamente sus principios. Era mucho mejor reducir las pérdidas y empezar de nuevo que enredarse de un modo que quizá no permitiera salir bien librado, y que a lo sumo implicaba postergar el momento del ajuste de cuentas.
Mientras estaba en casa de Pascoe, Ross escribió a Blewett para decirle que había depositado doscientas cincuenta libras a su nombre en el banco de Pascoe. Facilitaba esa suma en la forma de un préstamo a cinco años y al cuatro por ciento de interés. Abrigaba la esperanza de que así podría afrontar la situación.
El regreso a su hogar en la oscuridad le llevó unas dos horas. Cuando descendía por el bosquecillo en sombras, un instante antes de ver las luces de Nampara, alcanzó a una figura envuelta en una capa que caminaba presurosa delante.
Ross se había sentido amargado y deprimido, pero la visión de Demelza lo reanimó un poco.
—Bien, querida. Ha caído la noche y aún estás fuera de casa. ¿Fuiste de visita?
—Oh, Ross —dijo Demelza—, me alegro de que no volvieras a casa antes que yo. Temí que ya hubieses regresado.
—¿Ocurre algo?
—No, no. Te lo diré cuando estemos en casa.
—Ven. Sube conmigo. Te ahorrarás casi un kilómetro.
Demelza puso su pie sobre el de Ross y él la alzó. Morena se movió inquieta. Demelza se acomodó delante de Ross con un súbito suspiro de satisfacción.
—Deberías hacerte acompañar si quieres cruzar el campo después de oscurecer.
—Oh… cerca de casa no hay mucho peligro.
—No estés tan segura. La pobreza agobia incluso a los hombres honestos.
—¿Conseguiste algo, Ross? ¿Podrás continuar?
Ross le explicó la situación.
—Oh, Dios mío, cuánto lo lamento. Lo siento por ti. No pretendo saber cómo ocurrió todo…
—Poco importa. La fiebre ha pasado. Y ahora trataremos de ordenar nuestra vida.
—¿Qué fiebre? —preguntó Demelza con sobresalto.
El le palmeó el brazo.
—Era un modo de hablar. A propósito, ¿supiste que en Trenwith están enfermos? Pensaba ir hoy, pero he vuelto demasiado tarde.
—Sí, lo supe… ayer.
—¿Sabes cómo están?
—Sí. Hoy un poco mejor… aunque todavía no pasó el peligro.
Cuando cruzaron el arroyo se alzó ante ellos el perfil de la casa. Frente a la puerta, Ross desmontó y ayudó a Demelza a hacer lo mismo. Con un gesto afectuoso él inclinó la cabeza para besarla, pero en la oscuridad ella había movido un poco la cara, de modo que los labios de Ross encontraron solamente la mejilla.
Demelza se volvió y abrió la puerta.
—¡John! —llamó—. ¡Hemos regresado!
Cenaron sin prisa. Ross relató los hechos de los últimos días. Demelza se mantenía extrañamente silenciosa. El explicó que había conseguido retener sus acciones en la Wheal Leisure pero no dijo cómo lo había hecho. Ya hablaría del asunto cuando se aproximase la fecha de reembolsar la deuda. Lo dicho bastaba para un día.
Ahora lamentaba no haber arrojado a George Warleggan al arroyo cuando se le ofreció la oportunidad; George era el tipo de hombre que generalmente evitaba ofrecer un pretexto. Había tenido la impertinencia de llamar al primo Sansón para que regresara. Ross hubiera deseado saber qué pensaba Francis del asunto. Francis.
—¿Dijiste que también Geoffrey Charles había mejorado? —preguntó—. La enfermedad de la garganta generalmente es grave en los niños.
Demelza comenzó a decir algo, pero renunció a hablar y siguió comiendo.
—Creo que lo peor ha pasado.
—Bien, por lo menos eso es satisfactorio. Después de lo que nos hizo no volveré a hablar con Francis; de todos modos, no deseo que esa enfermedad afecte ni siquiera a mi peor enemigo.
Se hizo un silencio prolongado.
—Ross —dijo Demelza—, después de lo que ocurrió en julio juré que jamás te ocultaría nada, de modo que será mejor que te lo diga, antes de que pienses que te he engañado.
—Oh —dijo Ross—, ¿de qué se trata? ¿Fuiste a ver a Verity mientras estuve ausente?
—No. Fui a Trenwith.
Observó la expresión de su marido. Pero el rostro de Ross no cambió.
—¿De visita?
—No… fui a ayudar.
Una vela humeaba, pero ninguno de los dos se puso de pie para despabilarla.
—¿Y te echaron?
—No. Estuve allí toda la noche. El la miró fijamente.
—¿Por qué?
—Ross, tuve que hacerlo. Fui sólo para preguntar, pero estaban en situación desesperada. Francis… ya no tenía fiebre, pero estaba postrado. Geoffrey Charles podía morir de un momento a otro. Elizabeth también estaba enferma, aunque no quería reconocerlo. Tres criados enfermos, y sólo Mary Bartle y la tía Sara Tregeagle para atender a todos. Ayudé a acostar a Elizabeth y pasé toda la noche con Geoffrey Charles. Una o dos veces me pareció que se moría; pero consiguió reaccionar, y esta mañana se sentía mejor. Volví a casa y regresé allí esta tarde. El doctor Choake dice que la crisis ya ha pasado. Según afirma, Elizabeth no estuvo tan mal. Yo… permanecí allí todo el tiempo posible, pero les expliqué que no podía quedarme esta noche. De todos modos, Tabb ya se ha levantado, y puede echar una mano. Esta noche se arreglarán bastante bien.
Ross la miró un momento. No era un hombre mezquino, y las cosas que en ese momento se le ocurrían eran precisamente las que no podía decir.
Y aunque al principio trató de negarlo, en definitiva no podía dejar de reconocer que el sentimiento que había impulsado a Demelza era el mismo que a él lo había movido a actuar más o menos del mismo modo en el episodio de Jim Cárter. ¿Acaso podía culparla porque ella había demostrado el mismo impulso que él había sentido tiempo atrás?
No podía dejar de pensar ciertas cosas, pero la sinceridad y los lazos más delicados del afecto lo obligaron a callar.
Así, la comida continuó, y los dos guardaron silencio.
Finalmente Demelza dijo:
—Ross, no podía hacer otra cosa.
—No —dijo él—, fue una actitud humana y generosa. Quizá de aquí a una quincena estaré de mejor ánimo para apreciarla.
Ambos sabían lo que él quería decir, pero ninguno de los dos lo expresó más claramente en palabras.