Capítulo 4

Por la tarde, Demelza se enteró de las malas noticias que venían de Trenwith. Los tres Poldark más jóvenes habían caído enfermos, explicó Betty Prowse, y sólo estaba bien la tía Agatha; además, tres de los cuatro criados también guardaban cama. Decían que Geoffrey Charles estaba al borde de la muerte, y nadie sabía qué hacer. Demelza pidió detalles, pero Betty nada más sabía. Demelza continuó amasando pan.

Pero no lo hizo mucho tiempo. Alzó a Julia, que gateaba sobre el suelo, a sus pies, y la llevó a la sala. Allí, se sentó sobre la alfombra y jugó con la niña frente al fuego, mientras se debatía agobiada por la inquietud.

Nada les debía. Francis le había dicho que jamás volviese a la casa. Francis los había traicionado en beneficio de los Warleggan. Una actitud despreciable y horrible.

Seguramente habían solicitado ayuda, quizás a algún miembro de la familia Teague, o a uno de los primos Tremenheere, que vivían más hacia el oeste. El doctor Choake posiblemente se había ocupado de eso. Bien podían cuidarse solos.

Devolvió a Julia el ovillo de hilo de lana y la niña, después de gatear para detenerlo, olvidó a su madre y trató de desenrollar el hilo.

No había razón que la moviese a acudir. Creerían que intentaba reconquistar el favor de los enfermos y suavizar la disputa. ¿Qué motivo tenía para promover una reconciliación, puesto que Elizabeth era su rival? Elizabeth no le había parecido tan temible el último año; pero siempre era un peligro. Apenas Ross veía esa belleza rubia y grácil… Era lo desconocido, lo inalcanzable, el misterio. El sabía que siempre tendría a su esposa, como un fiel ovejero, un ser ni misterioso ni remoto; todas las noches dormían en la misma cama. Lo que ganaban en intimidad, lo perdían en excitación. O por lo menos ella creía que esa era la reacción de Ross. No; mejor dejar así las cosas. Sus interferencias ya habían causado bastante daño.

—¡Ah… ah! —exclamó Demelza—. Mala niña. No rompas el hilo. Devuélvelo a mami. ¡Vamos! Empuja con tu mano. ¡Vamos!

Pero precisamente su interferencia anterior era la razón profunda de su obligación. Si no hubiese conspirado para facilitar el matrimonio de Verity, esta se habría podido hacer cargo de los enfermos. Y si ella no hubiese interferido, Francis jamás habría peleado con Ross, ni lo hubiese traicionado. En verdad, ¿podía considerarse que todo eso le era imputable? A veces le parecía que Ross así lo pensaba. Durante la noche —cuando se despertaba— experimentaba ese sentimiento de culpa. Desvió los ojos hacia la ventana. Aún tenía dos horas de luz diurna. La subasta seguramente había concluido. Ross no volvería esa noche a su casa, de modo que Demelza no podía contar con su consejo. Pero no deseaba su consejo. Sabía lo que sabía.

Julia parloteaba sobre la alfombra cuando Demelza se acercó al cordón de la campanilla. Pero no llamó. Jamás podría acostumbrarse a llamar así a los criados.

Se dirigió a la cocina.

—Jane, saldré un momento. Espero regresar antes de que oscurezca. Si no lo hago, ¿puedes acostar a Julia? Cuida que la leche hierva, y que ella tome todo su alimento.

—Sí, señora.

Demelza subió a su dormitorio en busca de su capucha y de su capa.

Los socios de la empresa se habían reunido en el salón privado de «Las Siete Estrellas». Formaban un grupo reducido y desalentado. Lord Devoran ocupaba la presidencia. Era un hombre grueso y desalineado que vestía un traje color pardo, y sentía frío en la cabeza por haberse quitado la peluca.

—Bien, caballeros —dijo con voz severa—, hemos oído el estado de cuentas que nos ofreció el señor Johnson. Reconozco que es muy decepcionante, porque hace apenas catorce meses fundamos la empresa y pusimos en ella elevadas esperanzas. Personalmente me costó bastante, y sospecho que la mayoría de los presentes se ha empobrecido después de participar en esto. Pero la verdad es que dimos un paso más largo de lo que nuestra pierna permitía, y ahora tenemos que afrontar el hecho. Sé que algunos están irritados por las tácticas que aplicaron los que nos han combatido; y por mi parte no puedo decir que me sienta muy satisfecho. Pero todo ha sido legal, de modo que no hay reparación posible. Sencillamente, no disponemos de recursos para continuar. —Devoran hizo una pausa y tomó una pulgarada de rapé.

Aquí intervino Tonkin:

—Uno puede constituir una empresa como esta, con perspectivas bastante promisorias, y encuentra mucha gente dispuesta a invertir pequeñas sumas. Pero el asunto es muy distinto cuando se trata de encontrar gente que acepte apuntalar a una empresa en dificultades, o comprar acciones volcadas repentinamente en el mercado. Ven que la firma está en dificultad, y no se muestran dispuestos a arriesgar su dinero.

Sir John Trevaunance observó:

—La compañía habría tenido posibilidades mucho mejores si nos hubiésemos limitado a aceptar accionistas cuyo crédito no estuviera expuesto a amenazas.

Tonkin replicó:

—No es posible investigar las finanzas de la gente que desea colaborar. Y además, nadie pensó que jamás se conocería públicamente la composición exacta de la firma.

—Oh, ya sabe cómo son las cosas en esta región —observó sir John—. Nadie es capaz de guardar un secreto ni siquiera cinco minutos. He llegado a creer que se trata del aire, de su humedad constante que alienta las confidencias.

—En todo caso, las confidencias de alguno nos han costado caro —dijo Tonkin—. He perdido mi cargo, y la mayor parte de los ahorros de toda la vida.

—Y yo estoy amenazado por la quiebra —dijo Harry Blewett—. La Wheal Maid cerrará este mes. No sé si podré evitar la cárcel.

—¿Dónde está Penvenen? —dijo Ross.

Nadie respondió.

Sir John dijo:

—Bien, no me miren. No soy su niñera.

—No le interesa el barco que se hunde —dijo Tonkin con cierta acritud.

—Le interesa más su planta de laminado que la compañía fundidora —señaló Johnson.

—Con respecto al barco que se hunde —dijo sir John—, en verdad creo que podemos considerar hundido el barco. No cabe hablar de deserción. Cuando uno se ve manoteando en el agua, es natural hacer todo lo posible por llegar a tierra firme.

Ross había estado observando los rostros de sus consocios. En el de sir John había cierto matiz de complacencia que el propio Ross no había visto antes de Navidad. Sir John era el que tenía probabilidades de perder más en la empresa —aunque proporcionalmente no era el más perjudicado—. Los grandes hornos de fundición se levantaban en su propiedad. Durante la breve vida de la empresa había sido el único que había recibido un beneficio por su inversión más considerable —en la forma de derechos de puerto, más elevadas ganancias con sus barcos carboneros, alquiler del suelo y otros conceptos—. Por lo tanto, ese cambio de actitud parecía sorprendente. ¿Quizás en la Navidad había visto una tierra firme que los demás no alcanzaban a distinguir?

Entretanto, Ross había tratado de hacerse una idea del estado de ánimo de sus consocios. Había abrigado la esperanza de que algunos mostrasen mayor capacidad de resistencia. Pero incluso Tonkin estaba resignado. De todos modos, Ross decidió realizar un último esfuerzo con el fin de que reaccionaran.

—No concuerdo en absoluto en que la nave ya se hundió —dijo—. Deseo formular una sugerencia. Tal vez nos permita sobrevivir los meses difíciles, hasta que llegue la primavera.

En Trenwith prevalecía una atmósfera helada y grisácea. Quizá no era más que la imaginación de Demelza, que evocaba la última visita. O tal vez el hecho de que sabía lo que la casa guardaba ahora.

Tiró del cordón de la campanilla de la puerta principal, y le pareció que oía el eco metálico que venía de las cocinas, al fondo del patio interior. El jardín se encontraba lleno de malezas, y también el prado que se extendía hasta el arroyo, y el estanque estaba descuidado y cubierto de plantas verdes. Dos chorlitos pasaron entre los arbustos, hundiendo las cabecitas empenachadas y desviándose cuando vieron a Demelza.

Volvió a tirar del cordón de la campanilla. Silencio. Probó abrir la puerta. El picaporte grande se movió sin dificultad, y la pesada puerta cedió con un crujido.

En el gran vestíbulo no había nadie. Aunque la alta ventana dividida por una columnita miraba hacia el sur, las sombras de la tarde de invierno ya eran densas en la casa. Salvo uno, los cuadros de la familia que estaban al fondo del vestíbulo y que subían paralelamente a la escalera se hallaban en sombras. Un rayo de pálida luz que venía de la ventana iluminaba el retrato de la Pelirroja Anna María Trenwith, que según la tía Agatha había nacido cuando ocupaba el trono el viejo Rowley —pero Demelza no sabía quién era él—. El rostro ovalado y los inmóviles ojos azules miraban fijamente hacia la ventana, en dirección al prado.

Demelza se estremeció. Con un dedo tocó la larga mesa y lo retiró manchado de polvo. Había olor a hierbas. Más le habría valido atenerse a su vieja costumbre y entrar por el fondo. En ese momento se cerró arriba una puerta con un fuerte golpe.

Se acercó al gran salón y llamó. La puerta se hallaba entreabierta, y Demelza la empujó. La habitación estaba vacía y fría y todos los muebles se hallaban protegidos por fundas blancas.

De modo que no usaban dichos cuartos. Apenas dos años antes Demelza había visitado por primera vez esa casa; Julia estaba en camino, y ella se había sentido mareada, y después de beber cinco vasos de oporto había cantado frente al grupo de damas y caballeros a quienes antes nunca había visto.

Estaban John Treneglos, a quien el vino había alegrado, y Ruth, su altanera esposa, y George Warleggan, y la querida Verity. La casa resplandecía con los candelabros encendidos, y a ella le había parecido tan enorme e impresionante como el palacio de un cuento de hadas. Después, Demelza había visto la residencia de los Warleggan en la ciudad, el Salón de la Alcaldía y la Casa Werry. Ahora era una mujer experimentada, adulta y madura. Pero aquella vez se había sentido más feliz.

Oyó ruido de pasos en la escalera, y regresó prestamente al vestíbulo.

A media luz vio a una vieja que descendía aferrándose ansiosamente de la baranda. Llevaba un descolorido vestido de satén negro, y tenía un chal blanco sobre la cabeza.

Demelza se acercó con paso rápido.

Los movimientos temblorosos de la anciana se detuvieron. Espió en dirección a la joven, los ojos circundados por un laberinto de pliegues y arrugas.

—¿Qué… cómo? ¿Eres tú, Verity? ¿Has retornado? Ya era hora…

—No, soy Demelza. —Alzó la voz—. Demelza, la esposa de Ross. Vine a preguntar.

—¿Cómo? Oh, sí, el capullito de Ross. Bueno, no es momento para visitas. Todos, todos están enfermos. Excepto yo y Mary Bartle. Y ella está tan atareada atendiéndolos que no tiene tiempo que perder con una vieja. ¡Me deja morir de hambre! ¡No le importa! Dios mío, ¿acaso un cuerpo viejo no necesita tanta atención como uno joven? —Se aferró precariamente a la baranda, y una lágrima trató de descender por su mejilla, pero se perdió en una arruga—. Todo está desordenado, así son las cosas. Todo anduvo mal desde que Verity se marchó. Nunca debió dejarnos, ¿me oyes? Fue egoísta de su parte ir detrás de ese hombre. Su obligación era quedarse. Su padre lo decía siempre. Pero no se cuidó de mí. Siempre fue obstinada. Recuerdo que apenas tenía cinco años cuando…

Demelza pasó al lado de la anciana y subió velozmente la escalera.

Sabía dónde estaban los dormitorios principales, y cuando doblaba la esquina del corredor, una mujer mayor, de cabellos negros, salió de uno de los cuartos llevando un cuenco con agua. Demelza vio que era la tía Sara Tregeagle, la esposa putativa del tío Ben. La mujer hizo una breve reverencia cuando vio a Demelza.

—¿Están ahí?

—Sí, señora.

—¿Usted… los cuida?

—Bien, señora, el doctor Tommy me llamó. Pero como usted sabe mi trabajo verdadero es el de partera. Vine porque no había otra persona. Pero mi verdadero trabajo está con las mujeres que dan a luz…

Con la mano sobre la puerta, Demelza miró a la mujer, que en su descuido estaba derramando agua sobre el piso. Todos conocían a la tía Sara. No era la enfermera más apropiada para una familia de nobles rurales. Aunque por supuesto no había demasiado donde elegir. El olor de hierbas era mucho más intenso aquí.

Abrió sin ruido la puerta y entró en el dormitorio.

Después de la asamblea de los accionistas, Ross no fue directamente a la casa de los Pascoe. No cenaban antes de las ocho, y Ross no deseaba pasar una hora conversando cortésmente con las damas en el salón.

De modo que recorrió las calles laterales de la pequeña ciudad. Con toda intención trató de desviar su pensamiento de todas las cosas que habían ocurrido un momento antes. En cambio, pensó en sí mismo y en su familia, en su disipado padre, que se había metido en líos toda su vida, había hecho el amor a una mujer tras otra y había peleado con maridos y padres, cínico, desilusionado y terco hasta el final. Pensó en Demelza, y en el hecho de que su distanciamiento de Francis parecía a veces convertirse en un obstáculo entre ella y él. No había motivo aparente, pero así estaban las cosas… una especie de reserva, una mancha que ensombrecía la limpia intimidad de los dos esposos. Pensó en Garrick, el perro de Demelza; en Julia, risueña y absorta en sí misma, despreocupada de los hechos desconcertantes del mundo. Pensó también en Mark Daniel, que estaba lejos, en un país extranjero, y se preguntó si lograría asentarse allí, o si un día la añoranza podría inducirlo a regresar y, por lo mismo, a afrontar la sombra del patíbulo. Pensó en los enfermos de Trenwith, y en Verity.

Sus pasos lo habían alejado del centro, acercándolo al río, donde esa noche había mucha actividad, y resplandecía aquí y allá con las luces de los barcos y las linternas que se desplazaban en los muelles. A lo largo de los muelles había amarrados tres barcos; dos pequeñas goletas y una nave de bastante calado para ese río, un bergantín, según vio Ross cuando se acercó lo suficiente para distinguir las velas del palo mayor. Era una bonita nave, nueva, pintada poco antes, con los bronces relucientes en la popa. Pensó que por su calado debía serle bastante difícil entrar y salir del puerto, excepto en la marea alta. Era también la causa de toda la agitación que podía observarse esa noche.

Se acercó a los árboles que crecían a orillas del río, y después decidió regresar. Aunque no había luna, desde allí podía distinguirse el ancho resplandor de la marea, como enmarcado al fondo por los mástiles, mientras sobre el anillo oscuro de la ciudad parpadeaban las luces, que parecían alfileres iluminados.

Cuando volvió a acercarse al bergantín, vio subir a bordo a varios hombres. Dos marineros sostenían linternas al final de la planchada, y cuando uno de los hombres llegó a cubierta, la luz de la linterna le iluminó claramente el rostro. Ross esbozó un movimiento, pero luego se contuvo. Nada podía hacer a aquel hombre.

Pensativo, continuó caminando. Se volvió para mirar otra vez, pero los hombres habían descendido bajo cubierta. Pasó un marinero.

—¿Usted pertenece al Queen Charlotte? —preguntó Ross, obedeciendo un impulso.

El marinero se detuvo y lo miró con suspicacia.

—¿Yo, señor? No señor. Al Fairy Vale, del capitán Hodges.

—El Queen Charlotte es un hermoso barco —dijo Ross—. ¿Es la primera vez que viene por aquí?

—Oh, creo que este año ya estuvo tres o cuatro veces.

—¿Quién es el capitán?

—El capitán Bray, señor. Creo que zarpa dentro de poco.

—¿Sabe qué carga lleva?

—Sobre todo grano; y sardinas. —El marinero siguió su camino.

Ross continuó un momento mirando el barco, y después se volvió y regresó al centro de la ciudad.

El denso aroma del incienso venía de un pequeño brasero con hierbas desinfectantes que hervían desprendiendo mucho humo en el centro del dormitorio. Demelza los encontró a todos en una misma habitación. Francis yacía en el gran lecho de caoba. Geoffrey Charles ocupaba su camita en la alcoba. Elizabeth estaba sentada al lado del niño. El resentimiento que quizá experimentara otrora hacia Demelza desapareció en un instante, barrido por el alivio que sintió al verla llegar.

—Oh, Demelza, ¡qué buena eres! Estaba… desesperada. Nuestra situación es terrible. Qué buena eres. Mi pobre hijito…

Demelza miró fijamente al niño. Geoffrey respiraba dificultosamente, y cada expiración iba acompañada de un sonido ronco, áspero y doloroso. Tenía el rostro congestionado y tenso, y los ojos apenas entreabiertos. Había puntos rojos detrás de las orejas y sobre el cuello. Al respirar abría y cerraba una mano.

—Sufre… esos paroxismos —murmuró Elizabeth—. Y después escupe o vomita; eso lo alivia, pero solamente… un rato, y después todo vuelve a empezar.

Tenía la voz quebrada y ansiosa. Demelza miró el rostro congestionado de Elizabeth, los cabellos rubios apelmazados, los grandes ojos grises y húmedos.

—Elizabeth, tú también estás enferma. Deberías acostarte.

—Un poco de fiebre. Pero no esto. Puedo estar de pie. Oh, mi pobre hijo. He rezado… he rezado hasta el cansancio…

—¿Y Francis?

Elizabeth tosió y tragó dificultosamente.

—Está… un poco… mejor. Si por lo menos… pudiese ayudarle. Le aplicamos miel rosada en la garganta; pero no lo alivia mucho…

—¿Quién es? —preguntó Francis desde la cama. Su voz era casi irreconocible.

—Es Demelza. Vino a ayudarnos.

El hombre guardó silencio. Después, dijo lentamente:

—Tiene buen corazón si olvida las viejas querellas…

Demelza emitió un hondo suspiro.

—Si… si los criados no estuviesen enfermos —continuó Elizabeth—, podríamos habernos turnado… Pero sólo Mary Bartle… Tom Choake convenció a la tía Sara… No es un trabajo agradable… No pudo encontrar otra persona.

—No hables más —dijo Demelza—. Deberías acostarte. Mira Elizabeth, yo… no sabía que tendría que quedarme mucho tiempo, porque ignoraba la situación…

—Pero…

—Pero como me necesitas, me quedaré… todo lo posible. Pero primero… ahora mismo… debo volver a casa y decirle a Jane Gimlett que cuide de Julia. Regreso inmediatamente.

—Gracias. Aunque sea sólo por esta noche. Es un alivio tan importante tener a alguien en quien confiar. De nuevo gracias. ¿Oyes, Francis?, Demelza vendrá a cuidarnos esta noche.

Se abrió la puerta y apareció la tía Sara Tregeagle con una palangana llena de agua limpia.

—Tía Sara —dijo Demelza—, ayúdeme a acostar a la señora Poldark.

Después de la cena en casa de los Pascoe, cuando ya se habían retirado las damas y se disponían a beber el oporto, Harris Pascoe dijo:

—Bien, ¿qué noticias me trae hoy?

Ross miró el vino oscuro que llenaba su copa.

—Estamos acabados. La compañía cerrará sus puertas mañana.

El banquero asintió.

—Hice el último esfuerzo para persuadirlos de que continuaran —dijo Ross—. Por primera vez en varios años el precio del cobre ha aumentado en lugar de disminuir. Señalé el hecho y sugerí que debíamos tratar de mantenernos unidos seis meses más. Propuse que se invitara a los obreros de los hornos a trabajar con el sistema de participación. Todas las minas hacen lo mismo cuando ajustan cuentas con los tributarios. En resumen, sugerí un último esfuerzo. Algunos estaban dispuestos, pero los más influyentes no quisieron saber nada.

—Especialmente sir John Trevaunance —dijo el banquero.

—Sí. ¿Cómo lo supo?

—Usted está en lo cierto acerca del precio del cobre. Hoy recibí la noticia de que ha aumentado otras tres libras.

—Es decir, seis libras en seis semanas.

—Sin embargo, pueden pasar años antes de que el metal alcance un precio económico.

—¿Cómo supo que sir John se opondría a mi sugerencia?

Harris Pascoe se lamió el labio y mostró una expresión un tanto tímida.

—No creo que se oponga específicamente a la sugerencia que usted hizo, sino en general a continuar las actividades de la empresa. Ciertamente, me baso en rumores.

—¿A saber?

—A saber que… este… después de avanzar contra la corriente durante doce meses, sir John se prepara para navegar con viento a favor. Ha perdido una bonita suma en este proyecto, y desea recuperar su capital. No quiere que la fundición se mantenga siempre ociosa.

Ross recordó el tono de voz de sir John esa tarde; y también la ausencia de Ray Penvenen.

Se puso de pie.

—¿Quiere decir que se pasa a los Warleggan?

El pequeño banquero extendió una mano en busca de su copa de vino.

—Creo que está dispuesto a concertar un acuerdo con ellos. Fuera de eso, nada sé.

—¡El y Penvenen harán un trato que les permita salvar sus pérdidas mientras a los demás nos empujan contra la pared!

—Creo probable —dijo Pascoe— que se forme una empresa que asumirá el control de la fundición, y que los Warleggan nombrarán un representante.

Ross guardó silencio, los ojos fijos en los libros alineados en el gabinete.

—Dígame —preguntó—, esta tarde me pareció ver a Matthew Sansón abordando una nave amarrada en el puerto. ¿Es posible?

—Sí, hace varios meses que ha vuelto a Truro.

—¿Se le permite regresar y comerciar como si nada hubiese ocurrido? ¿Los Warleggan son los dueños absolutos de la región?

—Sansón no importa a nadie tanto que esté dispuesto a armar escándalo. Trampeó sólo a cuatro o cinco personas, y estas carecen de influencia.

—¿Y la nave en la cual embarcó?

—Sí, es propiedad de una compañía controlada por los Warleggan. Tienen el Queen Charlotte y el Lady Lyson. Sin duda es una lucrativa actividad marginal.

Ross dijo:

—Si yo estuviese en su lugar, temblaría por mi alma. Fuera de usted, ¿hay un habitante de la ciudad que no se les haya entregado en cuerpo y alma?

Pascoe se sonrojó.

—Me agradan tan poco como a usted. Pero ahora usted está adoptando una posición extrema. El habitante común del distrito sabe únicamente que son personas ricas e influyentes. Usted los conoce mejor porque decidió desafiarlos en su propio terreno. Sólo puedo lamentar… y lamentar profundamente… que usted no haya tenido más éxito. Si la buena voluntad hubiera bastado no dudo de que usted habría triunfado.

—Pero la buena voluntad no fue suficiente —dijo Ross—. Lo que necesitábamos era buen dinero.

—No era mi proyecto —dijo el banquero después de un momento—. Hice lo que pude, y no me beneficié con ello.

—Lo sé —dijo Ross—. El fracaso me ha vuelto agrio. —Volvió a sentarse—. Bien, aclaremos mi situación. Veamos cómo están las cosas. La compañía pagará casi todas sus obligaciones; de modo que restará solamente atender mis cuentas personales. ¿A cuánto asciende mi deuda con usted?

Harris Pascoe se ajustó los lentes de marco de acero.

—No es una suma muy elevada… unas novecientas libras, o poco menos. Además de la hipoteca sobre su propiedad.

Ross dijo:

—La venta de mis acciones de la Wheal Leisure satisfará la mayor parte de ese monto… si se suma el producto al dividendo que acabamos de declarar.

—Creo que alcanzará sobradamente. A propósito, he sabido de alguien que ayer mismo estaba interesado en comprar acciones de la Wheal Leisure. Me ofrecieron ochocientas veinticinco libras por sesenta acciones.

—Hay otro asunto —dijo Ross—. Harry Blewett, de la Wheal Maid, está en peor situación que yo. Teme ir a prisión, y creo que por buenos motivos. Las acciones y el dividendo sumarán casi un millar de libras, y deseo que el sobrante se entregue a Blewett. Es posible que con esa suma pueda salvarse.

—Entonces, ¿desea que venda las acciones a ese precio?

—Si es el mejor que puede obtener…

—Es más de lo que obtendría si las ofreciese en el mercado abierto. Trece libras y quince chelines por acción es buen precio en estos tiempos.

—Trece libras… —La copa de vino se quebró bruscamente entre los dedos de Ross, y el vino tinto se derramó sobre su mano.

Pascoe lo miró alarmado.

—¿Qué pasa? ¿Se siente mal?

—No —dijo Ross—. No estoy enfermo. Su copa tiene una talla delicada. Confío en que no fuera una pieza rara.

—No. Pero algo…

Ross dijo:

—He cambiado de idea. No vendo las acciones.

—Un hombre llamado Coke vino a verme…

Ross extrajo su pañuelo y se limpió una mano.

—Fue un hombre llamado Warleggan.

—Oh, no, se lo aseguro. ¿Por qué cree usted…?

—No me importa quién es el testaferro. Es el dinero de los Warleggan, y no tendrán las acciones.

Pascoe pareció un tanto desconcertado cuando entregó a Ross otra copa.

—No tenía idea del asunto. Simpatizo con sus sentimientos. Pero es una buena oferta.

—No la aceptaré —dijo Ross—. Ni aunque deba vender la casa y la tierra. Lo siento, Harris, le guste o no, tendrá que esperar para recuperar su dinero. No puede obligarme durante un mes o dos. Conseguiré el dinero antes del vencimiento… ya veré cómo me arreglo. Entretanto, aunque tenga que ir a la cárcel, conseguiré que mi propia mina huela bien.