No estaba dispuesto de ningún modo a aceptar préstamos de amigos.
Lo repitió mentalmente mientras salía para Truro, el lunes a la mañana. En el fondo de su corazón estaba dispuesto a concordar con Demelza en que su felicidad consistía en compartir la vida con ella y la pequeña Julia, y trabajar tranquilamente en su propia tierra y verla prosperar. Era lo que había pensado inicialmente, y nada podía modificarlo. Incluso estaba dispuesto a rememorar el último año como quien piensa en una pesadilla que felizmente ya había terminado y que era mejor olvidar. Y sin embargo, nada podía borrar el estigma del fracaso, ni calmar la acritud que sentía ante el triunfo de los Warleggan.
Tampoco nada conseguiría aliviar el amargo desencanto de verse obligado a perder todas sus acciones en la Wheal Leisure; sabía que no podría evitarlo, pese a que había ocultado el hecho a Demelza. Esa pérdida constituía el peor de todos los golpes.
A la entrada del bosquecillo de abetos lo esperaba Zacky Martin.
El pony y el caballo se pusieron naturalmente a la par, pues ya habían recorrido juntos muchos tramos. Ross trató de olvidar los problemas más inmediatos, y preguntó por la familia de Zacky. Los Martin eran una estirpe tenaz. La señora Martin obligaba a todos a beber aceite de sardinas durante el invierno, y aunque el líquido tenía un gusto insoportable y hedía, aparentemente les hacía bien. Los tres hijos de Jinny gozaban de «muy buena salud, gracias», dijo Zacky; y la propia Jinny tenía mejor ánimo. En la Leisure había un minero llamado Scoble, un viudo que andaba en la treintena. Vivía después de Marasanvose, sin duda el capitán Poldark lo conocía.
—¿Se refiere al Ceniciento?
—El mismo. Lo llaman así por el cabello. Bien, tiene interés en Jinny, pero ella no quiere saber nada. No es que le desagrade, dice Jinny, pero nadie puede ocupar el lugar de Jim. «Está muy bien y así debe ser», dice su madre, «pero tienes que pensar en tus tres hijos, y él es un buen hombre que posee un pequeño cottage, es bastante joven y no tiene hijos.» Jinny dice que tal vez lo piense de aquí a un año o cosa así, pero todavía no, ahora no es posible. «Eso está muy bien», repite la madre, «pero él está solo y tú estás sola, y los hombres no esperan toda la vida, porque otras muchachas están muy dispuestas a aprovechar la oportunidad cuando se trata de un hombre solo y sin familia».
Ross dijo:
—La señora Martin tiene mucha razón. Y no hay por qué temer las apariencias. En Truro hay un clérigo llamado Halse que se casó con su segunda mujer a los dos meses de perder a la primera. Eso es bastante común en las clases altas.
—Se lo diré. Tal vez le ayude a comprender. No tiene sentido casarse con un hombre si es antipático; pero no creo que ella piense tal cosa; y me parece que le haría mucho bien, después que se rompa el hielo.
Cuando llegaron a la bifurcación que se abría cerca de la iglesia de Sawle vieron a Dwight Enys, y Ross le hizo un gesto con la mano, y pareció dispuesto a seguir en dirección a la encrucijada de Bargus, pero Dwight le hizo señas de que esperase. Zacky hizo avanzar unos metros a su caballo, para que hablasen cómodamente.
Cuando Dwight se acercó, Ross vio que el rostro del joven había cobrado un perfil cadavérico.
Podía considerarse que ahora su posición en la región se había afirmado: era el resultado de su propio trabajo durante la epidemia del otoño. Todos recordaban y unos pocos aún murmuraban a sus espaldas, pero nadie deseaba que se alejase. Simpatizaban con él, respetaban su trabajo, dependían de él. Después de la clausura de Grambler, muchos de los antiguos pacientes de Choake habían acudido a Dwight. Esta tarea por cierto no era muy compensatoria, pero en todo caso nadie le había pedido ayuda sin ser atendido. Trataba de imponerse a la vergüenza que lo embargaba. Pero cuando no trabajaba prefería estar solo.
—Me parece que usted necesita un descanso —dijo Ross—. Esta noche estaré con los Pascoe, y sin duda les agradará volver a verlo.
Dwight movió la cabeza.
—Ross, eso es imposible. Tengo que despachar una montaña de trabajo. Si me ausentara tres días, ni en tres meses recuperaría el tiempo perdido.
—Debería dejar a Choake una parte de la tarea. No es una distribución equitativa que usted atienda a cien pobres y él a diez ricos.
Dwight dijo:
—Por el momento puedo arreglarme. El viejo señor Treneglos me llamó la semana pasada para que atienda su gota, y usted sabe cuánto desconfía de nuestra profesión. —La sonrisa se apagó—. Pero lo que debo decirle no es una buena noticia. Se refiere al señor Francis Poldark. ¿Está enterado? Dicen que cayó enfermo, lo mismo que su hijito.
—¿Cómo…? No. ¿Los ha visto?
—Son enfermos del doctor Choake. De acuerdo con los rumores se trata de la garganta. Morbus strangulatorius.
Ross lo miró fijamente. La enfermedad había recorrido el distrito durante casi nueve meses. Nunca había alcanzado el carácter de una epidemia, como solía ocurrir antaño con las enfermedades conocidas; pero golpeaba aquí y allá con gran rapidez y terribles resultados. A veces mataba a una familia entera de niños. Irrumpía en esta aldea o en aquella, y después volvía a desaparecer.
—La semana pasada —dijo Dwight, frunciendo el ceño como si estuviera siguiendo el hilo de sus pensamientos—, examiné los antecedentes del asunto. En 1748 hubo un brote muy grave. Me refiero a Cornwall. Pero después hemos gozado de cierta inmunidad.
—¿Cuál es la causa?
—Nadie lo sabe. Algunos hablan de una condición mefítica del aire, sobre todo en las proximidades del agua. Las opiniones actuales son muy variadas desde que Cavendish demostró que había aire deflogistizado y aire inflamable.
—Dwight, me gustaría que usted los atendiese. —Ross pensaba en Elizabeth.
El joven movió la cabeza.
—Si no me llaman… Además, no puedo pretender una cura. Los resultados son siempre imprevisibles. A veces los fuertes mueren y los débiles sobreviven. Choake sabe tanto como yo.
—No se subestime. —Ross vaciló, y se preguntó si debía obedecer a su impulso e ir inmediatamente a ver a Elizabeth. A fuer de buen cristiano debía olvidar los pasados agravios. Pero eso era casi imposible ahora que la compañía fundidora estaba pereciendo ante sus propios ojos. Y la subasta no esperaba. Apenas tenía el tiempo indispensable para llegar.
Mientras vacilaba, el propio doctor Choake, llegó a la cima de la colina. Se acercaba a ellos viniendo de Sawle…
—Discúlpeme —dijo Dwight—. Ese hombre ha hecho todo lo posible para poner obstáculos en mi camino. Ahora no deseo verlo. —Se descubrió a modo de saludo, y comenzó a alejarse.
Ross permaneció en el sitio hasta que Choake casi lo alcanzó. El médico hubiera pasado de largo sin decir palabra, si hubiese podido hacerlo.
—Buenos días, doctor Choake.
Choake lo miró bajo sus cejas espesas.
—Señor Poldark, tenga la bondad de apartarse. Llevo bastante prisa.
—No lo detendré. Pero me dicen que mi primo está gravemente enfermo.
—¿Gravemente enfermo? —Choake desvió los ojos hacia la figura de su rival que se alejaba—. Dios mío, en su lugar yo no prestaría oídos a lo que la gente dice.
Ross preguntó secamente:
—¿Es cierto que Francis padece la enfermedad maligna de la garganta?
—Ayer aislé los síntomas. Pero está mejorando.
—¿Tan pronto?
—Pudo detenerse a tiempo la fiebre. Le vacié el estómago con polvos contra la fiebre, y le di altas dosis de corteza peruana. Es un problema de tratamiento competente. Si lo desea, puede ir a la casa. —Choake comenzó a espolear a su caballo. Morena emitió un sonoro resoplido y golpeó el suelo con los cascos.
—¿Y Geoffrey Charles?
—No padece de la garganta. Un leve ataque de fiebre cuartana. Y los restantes enfermos de la casa padecen úlceras en la garganta, que es un asunto muy distinto. Y ahora, señor, buenos días.
Cuando Choake comenzó a alejarse, Ross lo miró unos instantes. Después, se volvió y se reunió con Zacky.
La subasta había concluido, y ya comenzaba la comida.
Todo se había desarrollado de acuerdo con el plan —es decir, un plan ajeno—. Alguien había adoptado todas las medidas necesarias para que la Compañía Fundidora Carnmore no comprase ni un kilogramo de cobre. Las minas estaban beneficiándose —o por lo menos lo hacían mientras la existencia de la Carnmore fuese una amenaza—. Apenas Zacky dejara de ofertar, los precios volverían a descender bruscamente.
Ross preguntaba si las minas —las que todavía trabajaban— realmente eran tan importantes como lo habían demostrado los Warleggan. Se habían mostrado incapaces de presentar un frente unido, y así habían caído una tras otra. Era un asunto lamentable, sórdido y desalentador.
Ross se sentó frente a la larga mesa donde había comenzado a servirse la cena, con Zacky de un lado y del otro el capataz Henshawe, que representaba a la Wheal Leisure. Sólo cuando le sirvieron advirtió la presencia de George Warleggan.
Ross no lo había visto en ninguna de las subastas anteriores. Su presencia allí no se justificaba, porque si bien era dueño de los intereses mayoritarios de una serie de empresas, siempre se hacía representar por un agente o un gerente. Era extraño que hubiese condescendido a concurrir, porque a medida que aumentaba el poder de George su actitud era cada vez más exclusivista. Un breve silencio se hizo entre los hombres reunidos en el salón. Todos sabían a qué atenerse acerca del señor Warleggan. Sabían que podía elevar o destruir a muchos, si así le placía. De pronto, George Warleggan levantó los ojos y se encontró con la mirada de Ross. Sonrió brevemente y a modo de saludo alzó una mano bien cuidada.
Después, se inició la cena.
Antes de la llegada del resto, Ross había convenido encontrarse con Richard Tonkin en la taberna de las «Siete Estrellas». Cuando salió de la posada del «León Rojo» advirtió que George Warleggan hacía lo propio. Los dos hombres acordaron sus pasos.
—Bien, Ross —dijo amistosamente George, como si entre ellos nada hubiese ocurrido—, últimamente se te ve poco en Truro. Anoche Margaret Vosper decía que hace tiempo que no vienes a nuestras pequeñas reuniones de naipes.
—¿Margaret Vosper?
—¿No lo sabías? La Cartland es Margaret Vosper desde hace cuatro meses, y ya el pobre Luke comienza a decaer. No sé qué fatalidad tiene esa mujer, pero se diría que sus maridos no pueden soportar el ritmo que ella impone. Está ascendiendo, y creo que antes de terminar la veremos casada con un título nobiliario.
—No hay en ella ninguna fatalidad —dijo Ross—, excepto cierta codicia de vida. La codicia es siempre un rasgo peligroso.
—De modo que devora la vida de sus amantes, ¿eh? Bien, quiero decirte algo. Cierta vez me reveló que le hubiera gustado casarse contigo. ¡Por Dios, habría sido un experimento interesante! Creo que habría comprobado que contigo no es tan fácil.
Mientras cruzaban la calle Ross miró a su interlocutor. Hacía ocho meses que no se veían, y George, pensó Ross, estaba convirtiéndose cada vez más en una «figura». Antes había tratado de disimular sus propias peculiaridades, mostrarse cortés, neutro e impersonal, en una imitación del aristócrata convencional. Ahora que había triunfado y ejercía poder, comenzaba a complacerse en la manifestación de sus propias características. Siempre había tratado de disimular su cuello de toro con complicadas golillas y alzacuellos; ahora se hubiera dicho que acentuaba levemente ese rasgo, porque caminaba con la cabeza echada hacia adelante y un largo bastón en la mano. Antaño tendía a elevar la voz, naturalmente grave: ahora permitía que se manifestara tal cual era, de modo que los refinamientos del lenguaje que había aprendido, y a los cuales acostumbraba aferrarse, cobraban características extrañas. En su rostro todos los rasgos aparecían acentuados: la nariz gruesa, la boca de labios carnosos, los ojos grandes. Como disponía de todo el dinero que podía desear, ahora vivía para adquirir poder. Le agradaba que lo señalaran. Le complacía que los hombres le temieran.
—¿Cómo está tu esposa? —preguntó George—. No sales mucho con ella. Llamó la atención en la fiesta de la Celebración. Pero después nadie la ha visto.
—No disponemos de tiempo para hacer vida social —dijo Ross—. Y no creo que eso nos perjudique demasiado.
George rehusó dejarse provocar.
—Por supuesto, debes estar muy atareado. Ese proyecto de la fundición de cobre te ocupa gran parte del tiempo. —Una respuesta hábil.
—Eso y la Wheal Leisure.
—Con la Wheal Leisure puedes considerarte afortunado, porque allí hay mineral de buena calidad, y el drenado es fácil. Una de las pocas minas que aún ofrecen buenas perspectivas al inversor. Entiendo que ciertas acciones de esa empresa saldrán muy pronto al mercado.
—Qué interesante. ¿Quién las vende?
—Según me explicaron —dijo George delicadamente—, tu mismo.
Habían llegado frente a la puerta de la «Siete Estrellas», y Ross se detuvo y enfrentó a su interlocutor. Desde la época en que ambos eran escolares se habían demostrado enemistad, pero nunca habían llegado al choque directo. La simiente de la hostilidad se había sembrado una y otra vez, pero nunca había fructificado. Tal parecía que la carga acumulada durante años enteros se manifestaba ahora repentinamente. Con voz fría, George se apresuró a decir:
—Discúlpame si estoy mal informado. Pero se habla del asunto.
La observación melló a tiempo el filo de la respuesta que se avecinaba. George no temía físicamente un encuentro directo, pero no podía permitirse un episodio que implicase menoscabo de su dignidad. Además, incluso en esa época civilizada, la disputa con un caballero podía no concluir en un simple cambio de puñetazos.
—Te han informado mal —dijo Ross, mirándolo con sus ojos pálidos y sombríos.
George se encogió de hombros.
—Qué lástima; como sabes, siempre estoy dispuesto a considerar la posibilidad de una buena especulación. Si te enteras de alguna oferta de acciones, házmelo saber. Pagaré trece libras quince chelines la acción, que es más de lo que tú… u otro cualquiera conseguirá ahora en el mercado abierto. —Miró despectivamente al hombre más alto.
Ross dijo:
—No ejerzo control sobre mis socios. Será mejor que abordes a uno de ellos. Por mi parte, preferiría quemar las acciones.
George desvió los ojos.
—El único inconveniente de los Poldark —dijo después de un momento—, es que no saben aceptar la derrota.
—El único inconveniente de los Warleggan —dijo Ross—, es que no saben cuándo no se les desea.
Se acentuó el color de las mejillas de George.
—Pero pueden apreciar y recordar un insulto.
—Bien, confío en que recordarás este. —Ross se volvió y bajó los peldaños que conducían al salón de la taberna.