Capítulo 2

El reloj dio las diez antes de que Ross regresara esa noche. Hacía buen tiempo, y una hora antes el coro de la iglesia de Sawle se había acercado a la puerta a cantar villancicos. Demelza nunca había sido una persona muy religiosa, pero aún recitaba las plegarias que su madre le había enseñado, con el agregado de una posdata propia destinada a la salvaguardia de toda su familia; y en Navidad siempre había sentido el impulso íntimo de asistir a la iglesia. Había algo que la conmovía en la antigua sabiduría de la historia bíblica y en la belleza de los villancicos; y si la hubiesen invitado, de buena gana se habría unido al coro. Y esa noche, cuando oyó las voces cascadas que se esforzaban por entonar Recuerda, oh, tú, Hombre, experimentó un deseo particular de ayudarles. Pero incluso el placer que obtuvo con los dos villancicos se echó a perder un poco a causa de la ansiedad que sentía acerca de lo que debía ser su propio comportamiento cuando llamaran a la puerta. Envió a Jane Gimlett en busca de los pasteles que había preparado esa tarde, y de la alacena de Ross sacó un par de botellas de vino de Canarias.

Entraron formando un grupo temeroso, parpadeante e inseguro, encabezados por el tío Ben Tregeagle: todos estaban mal vestidos y desnutridos, y en total eran ocho, porque dos miembros del coro padecían la dolencia ulcerosa de la garganta, tres habían caído víctimas de la gripe y Sue Baker tenía sus ataques. Así lo explicó el tío Ben, con su aire astuto y extraño, su nariz ganchuda y sus largos y grasientos cabellos, que formaban pequeños rizos sobre los hombros.

Demelza dio a todos de beber, y ella misma se sirvió una copa; hubiera preferido atender a sir Hugh Bodrugan y no a esos humildes coristas: en el primer caso por lo menos sabía qué terreno pisaba. Los obligó a aceptar pasteles, volvió a llenar los vasos, y cuando todos se pusieron de pie para salir, les entregó un puñado de monedas de plata —unos nueve chelines— y el grupo partió hacia la noche brumosa y lunar, todos sonrojados, alegres y opulentos.

Afuera volvieron a reunirse alrededor de la linterna, y ofrecieron a Demelza otro villancico, como deseándole suerte, antes de alejarse por el valle en dirección a Grambler.

Riendo ahora de su propio absurdo y del éxito que a pesar de todo había alcanzado, Demelza regresó al salón y comenzó a tocar en la espineta la sencilla melodía de In Dulce Jubilo. Después se sentó y empezó a tocar con la otra mano. Comenzaba a adquirir destreza en ello, aunque la señora Kemp miraba con malos ojos esa práctica y decía que de ningún modo podía considerarse música al resultado que obtenía.

Mientras estaba ejecutando así, oyó volver a Ross. Se encontró con él en la puerta, e inmediatamente comprendió que algo andaba mal.

—Te daré un poco de pastel —dijo Demelza—. O si lo deseas, puedes comer pollo frío. También tenemos torta y bollos recién hechos.

Ross se sentó en su sillón, y ella lo ayudó a quitarse las botas.

—Cené con Tonkin. No fue un festín, pero lo suficiente para satisfacernos. Me bastará con un vaso de ron y un bocado o dos de tu pastel. ¿Vinieron visitas?

Demelza le comunicó las novedades.

—Hay una carta de Verity. Llegó esta mañana.

Ross la leyó lentamente, entrecerrando los ojos como si también ellos estuviesen muy fatigados. Demelza dejó descansar la mano sobre el hombro de Ross, y volvió a leer la misiva con él; Ross puso sus dedos sobre la mano de la joven.

Hacía mucho que no hablaban de la discusión que habían sostenido esa noche de julio; pero no habían olvidado el episodio. No lo mencionaban, y por lo mismo ella sentía el asunto aún más que él, porque su temperamento rechazaba todo lo que no fuese claro y directo. Además, durante esos meses él había librado otras batallas, y estaba fuera más tiempo que en casa. Demelza había llegado a comprender gradualmente que su marido sospechaba que Francis lo había traicionado; y de ese modo había entrevisto el resto de su razonamiento. Así, a veces ella se sentía no sólo responsable del distanciamiento de Ross y su primo, sino también de las dificultades cada vez más graves de la compañía fundidora. No era una idea agradable, y el asunto suponía una pesada carga para Demelza, mucho más pesada de lo que él sabía. Era la primera sombra verdadera que oscurecía la relación entre ambos, y el factor que había minado la felicidad de Demelza todo el otoño. Pero externamente no se manifestaba ningún cambio.

—Por lo que veo, tu experimento prospera más que el mío —dijo Ross—. Quizá tu instinto fue acertado.

—¿No tienes noticias más optimistas?

—Johnson, Tonkin y yo hemos revisado los libros número por número. Sir John ha llegado a la conclusión, y creo que la idea se difundirá entre los que quedan, de que es mejor evitar las pérdidas que negarse a admitir la derrota. Habrá una asamblea final después de la subasta del lunes. Si la decisión nos es desfavorable, dedicará el martes a colaborar en el arreglo de nuestros asuntos.

—¿Sabes quiénes están a favor de continuar?

—Por supuesto Tonkin, también Blewett y Johnson. Son todos hombres de buena voluntad, pero sin recursos financieros. Lord Devoran está dispuesto a continuar mientras no se le pida más dinero. Penvenen ya está contemplando la posibilidad de aplicar a otros usos sus máquinas.

Demelza se sentó al lado de Ross.

—¿Estás libre hasta el lunes?

—Sí… para celebrar la Navidad.

—Ross, no te amargues. Ya viste lo que dice Verity.

Ross suspiró, y el suspiro se convirtió en bostezo.

—… Afirma que tú sientes todo demasiado profundamente, y que ese es el inconveniente. Dime, ¿en qué cambiará nuestra situación?

—Quizá me vea obligado a vender algunas acciones de la Wheal Leisure.

—¡Oh, no!

—Tal vez sólo la mitad… las que compré a Choake.

—Pero esas acciones te pagan un… un dividendo, creo que así lo llaman… ¡Sería una vergüenza! ¿Acaso Harris Pascoe no es tu amigo?

—Querida, es banquero. Ante todo, tiene obligaciones con sus depositantes.

—Pero debe tener muchísimo dinero apilado en su caja fuerte. ¡Y no le sirve de nada! Sabe que está seguro con tu promesa de pago. Y bien, en pocos años podrás pagarle con el divi… bueno, lo que dije antes… si te da tiempo.

Ross sonrió.

—Bien, ya hablaremos de eso. Iré a pasar dos días en Truro; Pascoe me invitó a su casa. Creo que no podrá mostrarse demasiado inflexible con un huésped.

Demelza permaneció sumida en sombrío silencio, frotándose la rodilla.

—No me gusta —dijo al fin—. ¡Ross, no es justo! Es perverso e inhumano. ¿Acaso los banqueros no tienen entrañas? ¿Jamás piensan «Qué sentiría yo si debiese»?

—Vamos, querida, no te deprimas así, porque si lo haces, mal podremos desearnos mutuamente una feliz Navidad.

—Ross, ¿no podríamos hacer una hipoteca sobre esta casa?

—Ya lo hemos hecho.

—O vender los caballos o los bueyes. No me importa caminar, o andar escasa de ciertos alimentos… Estoy acostumbrada. Y además, recuerda que tengo un hermoso vestido y el broche con el rubí. Dijiste que valía cien libras.

Ross movió la cabeza.

—Todas esas cosas reunidas no saldarían la deuda; ni siquiera la mitad. Debemos mirar de frente las cosas.

—¿Hay posibilidades de continuar?

—Algo influirá la subasta del lunes. Y algunos piensan en la posibilidad de abandonar la fundición para evitar la quiebra, convirtiendo a la empresa en una firma puramente mercantil. Pero a mí me desagrada apelar a disimulos.

Demelza lo miró. Se preguntó si era una actitud muy egoísta alegrarse de que durante el próximo año él podría disponer de más tiempo. Si el fracaso de la empresa significaba el retorno a las antiguas costumbres, quizás había en todo eso cierta recompensa.

La Navidad pasó sin incidentes en Nampara y en otros hogares de la región —la calma antes de la tormenta—. Ross apenas había tenido un minuto de descanso desde el día en que había acometido la realización del proyecto. Durante todo el verano habían trabajado en la granja con menos personal que el necesario, porque deseaban reducir los gastos. Ross había reunido todos los recursos posibles para volcarlos en la Carnmore, y ahora parecía que tanto le hubiera valido arrojarlos a un pozo sin fondo.

Era una reflexión amarga, pero debía afrontar la situación. Desde el día de julio en que se había celebrado la asamblea de los accionistas, Ross y sus amigos habían venido librando una batalla sin esperanza. Saint Aubyn Tresize, Aukett y Fox, de hecho se habían retirado ese día, y después casi cada semana habían tenido una nueva baja. Cuando los Warleggan no podían afectar directamente a alguien, procuraban amenazarlo siguiendo caminos retorcidos. Algunos mineros comprobaban que de pronto les retiraban el crédito, o les retenían los abastecimientos de carbón. Sir John continuaba litigando en Swansea. Se cuestionaba el derecho de Alfred Barbary a usar alguno de los muelles de Truro y Falmouth, y el litigio continuó hasta que se retiró de la Carnmore. Ni siquiera Ray Penvenen se salvó de las dificultades.

Por supuesto, no todo provenía de los Warleggan, pero era el resultado de fuerzas que ellos habían movilizado. Si los Warleggan hubieran ejercido un dominio total, la compañía no podría haber sobrevivido un mes; pero el plan de los banqueros también tenía fallas. Los Warleggan controlaban sólo un tercio de las compañías cupríferas y con el resto había una relación de cooperación amistosa que apuntaba a las mismas metas.

El Día de los Regalos, el único ventoso de la semana, Ross y Demelza cabalgaron hasta la Casa Werry para visitar a sir Hugh Bodrugan. Ross no sentía simpatía por ese hombre, pero sabía que Demelza anhelaba secretamente volver allí después de su primera invitación, nueve meses antes, y consideró que era propio complacerla. Encontraron a sir Hugh embotellando gin, pero el hombre renunció amablemente a su tarea y los llevó al gran salón, donde Constance, lady Bodrugan, estaba atareada con sus cachorros.

Constance no se mostró tan grosera como Ross la recordaba, y los recibió sin proferir blasfemias. Se había acostumbrado a la extraña idea de que su maduro hijastro simpatizaba con la plebeya esposa de Ross Poldark. Todos tomaron té a respetable distancia del mayor fuego de leña que Demelza hubiera visto jamás, rodeados por spaniels, cachorros de jabalinero y de otras razas, a las que Constance alimentaba con bollos que retiraba de la mesa; y así conversaron amablemente, con cierta dificultad a causa de los rezongos y los ladridos de los animales, que no cesaban de pelearse. De tanto en tanto, un gran golpe de humo brotaba del hogar, pero la habitación tenía tan alto el techo que la bruma formaba un dosel sobre ellos y escapaba por las grietas del cielorraso. En esta atmósfera tan peculiar Demelza bebía el té cargado y trataba de oír lo que Constance decía acerca de su tratamiento de los malestares perrunos. Ross, a quien se veía muy alto y un tanto fuera de lugar en la silla demasiado pequeña para él, asentía con la cabeza angulosa e inteligente, y devolvía a sir Hugh la pelota de la conversación; y sir Hugh, que en ese instante se apoyaba sobre el respaldo de la silla y se rascaba el pecho, estaba preguntándose cómo sería Demelza en la cama.

Después del té, sir Hugh insistió en mostrarles la casa y los establos, a pesar de que ya estaba oscureciendo. Descendieron por corredores con corrientes de aire, encabezados y seguidos por un criado que sostenía una linterna, subieron por una escalera a un gran salón del primer piso, otrora profusamente adornado, pero ahora húmedo y cubierto de moho, con las tablas del suelo y las ventanas crujientes. Aquí, la viuda tenía sus conejos amarillos en grandes cajas sobre la pared, y guardaba a los cachorros en cajas sobre la pared contraria. El olor era abrumador. En la habitación siguiente había una familia de búhos, algunos lirones, un mono enfermo y un par de mapaches. Volvieron a bajar, y se encontraron en un corredor ocupado por jaulas con zorzales, cardelinas, canarios y ruiseñores de Virginia. Sir Hugh le apretaba el brazo con tal frecuencia que Demelza comenzó a preguntarse si ese paseo no era más que un pretexto para acercársele en lugares oscuros y ventosos. En una habitación en la cual el viento soplaba con tal intensidad que uno se creía al aire libre, la linterna en manos del criado que cerraba la marcha se apagó, y sir Hugh pasó su brazo corto y grueso alrededor de la cintura de Demelza. Pero ella se apartó con un leve rumor de seda y se acercó prontamente a Ross.

Los establos eran el lugar mejor mantenido de la casa, y albergaba buen número de magníficos caballos y una jauría de perros; pero la inspección se suspendió en mitad del proceso, no porque a lady Bodrugan le preocupase la comodidad de sus invitados, sino porque pensó que estaban molestando innecesariamente a los caballos.

De modo que regresaron al gran salón, donde entretanto se había espesado la humareda. Demelza aún no había aprendido a jugar whist, y por lo tanto jugaron cuadrillón durante una hora, y ella ganó cinco chelines. Entonces Ross se puso de pie y dijo que debían retirarse antes de que el viento empeorara. Sir Hugh, quizá movido por imprecisas esperanzas de mayores intimidades, propuso que pasaran allí la noche, pero se lo agradecieron y rehusaron.

Durante el camino de regreso, Demelza estuvo bastante silenciosa, más de lo que imponía el viento intenso.

Cuando llegaron al abrigo de su propio bosquecillo, la joven preguntó:

—No siempre la gente que tiene la casa más espaciosa es la que vive con mayor comodidad, ¿verdad, Ross?

—Y tampoco los que han tenido mejor educación son los más limpios.

Ella se echó a reír.

—No me gustaría pasar allí la noche. El viento penetra por todas partes, y seguramente habría soñado con que venía a acompañarme ese mono viejo y enfermo.

—Oh, no creo que sir Hugh esté enfermo.

La risa sonora de Demelza burbujeó otra vez, imponiéndose al viento.

—Pero, en serio —dijo sin aliento—, ¿de qué sirve tener una gran casa si uno no sabe cuidarla? ¿Están escasos de dinero?

—Hasta cierto punto. El viejo sir Bob despilfarró buena parte de la fortuna.

—Debe parecer extraño tener un hijastro que por la edad podría ser el padre. —En su interior aún burbujeaba el deseo de reír—. Pero, hablando en serio, Ross, ¿podría él prestarte dinero para que salves esta situación?

—Te lo agradezco, pero prefiero liquidar decentemente la empresa.

—¿No hay otro a quien acudir? ¿El señor Treneglos no te ayudaría? Ha ganado bastante con la mina que le propusiste explotar. ¿Cuánto necesitas para continuar un tiempo?

—Un mínimo de tres mil libras.

Demelza curvó los labios, como para emitir un silbido. Después dijo:

—¿Y para ti mismo, Ross, de modo que no tengas que vender las acciones de la Wheal Leisure? Es lo que más me preocupa.

—Lo sabré con certeza cuando haya hablado del asunto con Pascoe —dijo evasivamente Ross—. En todo caso, no estoy dispuesto a aceptar préstamos de amigos.