Desde el lunes por la tarde Demelza había estado luchando con su conciencia, y cuando el viernes Ross salió de la casa ella comprendió que no tendría paz si no resolvía el asunto.
De modo que, después que él se fue, Demelza caminó hasta Trenwith. Se sentía más nerviosa que nunca, pero no había modo de evitarlo. Había confiado en que el día anterior Verity le enviaría una carta con el Mercurio, pero no había recibido nada.
Como incurría en el error de la mayoría de los que se levantan temprano, la sorprendió comprobar que la casa Trenwith parecía no haber despertado; y cuando llamó a la puerta, Mary Bartle le dijo que Elizabeth aún no se había levantado, y que el señor Poldark estaba desayunando solo en el salón de invierno.
Tal vez la casualidad la favorecía más de lo que ella había esperado, de modo que dijo:
—¿Puedo verlo ahora mismo?
—Si usted espera aquí iré a preguntarle, señora.
Demelza se paseó por el espléndido vestíbulo y contempló los cuadros; ahora podía examinarlos más tranquilamente que en cualquier ocasión anterior. Formaban un grupo extraño, y según decía Ross, más de la mitad eran Trenwith. A Demelza le pareció que podía percibir la paulatina aparición de los rasgos característicos de los Poldark —los huesos faciales más acentuados, los ojos azules de gruesos párpados, la boca ancha—. Los primitivos Trenwith eran los hombres apuestos, de blandas y rizadas barbas oscuras y rostros sensibles, y la joven pelirroja, con su vestido de terciopelo en el estilo de Guillermo y María; pero quizá los Poldark habían infundido renovado vigor a la estirpe. ¿Quizás eran ellos quienes habían traído esa veta áspera, casi salvaje? Aún no habían pintado la imagen de Elizabeth. Como deseaba ser justa, Demelza tenía que reconocer que era una lástima.
La casa estaba muy silenciosa, y se hubiera dicho que allí faltaba algo. Demelza comprendió de pronto que lo que faltaba era la presencia de Verity. Permaneció inmóvil, y por primera vez comprendió que había despojado a esa casa de su personalidad más vital. Ella misma había sido el instrumento de un robo, cometido en perjuicio de Francis y Elizabeth.
Antes nunca había visto las cosas de ese modo. Siempre había prestado atención al hecho de que en la vida de Verity faltaba algo. Había considerado el asunto desde el punto de vista de Andrew Blamey, pero no en relación con Elizabeth o Francis. Si había pensado en ellos, lo había hecho con la idea de que se aferraban a Verity por motivos egoístas, porque les parecía útil. A Demelza no se le había ocurrido que en esa casa quizá todos amaran a Verity, y que sentían la pérdida de su persona; y había llegado a comprenderlo sólo ahora, en este vestíbulo, que parecía tan espacioso y tan vacío. Se preguntó cómo había tenido la impertinencia de pensar en esa visita.
—El señor Poldark la recibirá en seguida —dijo Mary Bartle, que se había acercado a Demelza.
Así, mientras sir John Trevaunance conversaba con Ross frente a la mesa del desayuno, Francis recibía a Demelza.
Francis se puso de píe cuando ella entró. A diferencia de sir John, estaba completamente vestido, con una chaqueta color ante y solapas de terciopelo, camisa de seda y pantalones pardos. No tenía una expresión amistosa.
—Lo siento —dijo secamente—, Elizabeth no se ha levantado. Ahora suele desayunar en su dormitorio.
—No vine a ver a Elizabeth —dijo Demelza, sonrojándose—. Vine a hablar con usted.
—Oh, en ese caso, tome asiento.
—No deseo interrumpir su desayuno.
—Ya he concluido.
—Oh. —Demelza se sentó, pero él permaneció de pie, una mano sobre el respaldo de la silla.
—¿Bien?
—Vine a decirle algo —empezó Demelza—. Entiendo que usted y Ross disputaron en relación con la actitud de Verity. Usted creyó que la culpa era de Ross.
—¿Ross la envió esta mañana?
—No, Francis; usted sabe que él no haría tal cosa. Pero yo… tengo que aclarar este asunto, aunque después usted me odie. Ross nada tuvo que ver con la fuga de Verity. De eso estoy segura.
Los ojos irritados de Francis se encontraron con los de Demelza.
—¿Por qué debo creer lo que usted me dice, cuando a él no le creí?
—Porque yo puedo decirle quién ayudó a Verity.
Francis emitió una risa seca.
—Quién sabe.
—Sí, puedo. Francis, yo fui quién ayudó a Verity, no Ross. El no sabía una palabra. No aprobaba la actitud de Verity, exactamente como usted.
Francis la miró fijamente, frunció el ceño, y se volvió bruscamente, como si desechara la confesión. Después, se acercó a la ventana.
—Creí que era… creo que fue bueno para la felicidad de Verity —continuó ella, con voz entrecortada. Se había propuesto decirle toda la verdad, pero le faltó valor—. Después de la fiesta, le ofrecí ser su intermediaria. El capitán Blamey me escribía y yo entregaba las cartas a Verity. Ella me daba sus cartas y yo las pasaba al distribuidor del Mercurio. Ross no sabía una palabra de todo eso.
Se hizo un silencio. En la habitación se oía el tic-tac de un reloj. Francis respiró hondo, y después expulsó lentamente el aire.
—Su condenada interferencia… —Aquí se interrumpió.
Demelza se puso de pie.
—No es agradable venir a confesar esto. Sé lo que ahora siente por mí. Pero no podía permitir que por mi culpa usted y Ross pelearan. Le ruego crea que no deseaba lastimarlo, ni herir a Elizabeth. Usted está en lo cierto: yo interferí, pero si hice mal fue por amor a Verity, no con el propósito de perjudicarlos…
—¡Salga de aquí! —dijo Francis.
Demelza comenzó a sentirse asqueada. No había previsto que la entrevista llegaría a esos extremos. Había intentado corregir un error, pero aparentemente no había conseguido nada. ¿Habría logrado modificar la actitud de Francis hacia Ross?
—He venido —dijo—, para asumir la responsabilidad. Si usted me odia, quizá me lo merezco, pero le ruego que no convierta esto en motivo de un distanciamiento entre usted y Ross. Yo quisiera…
Francis acercó la mano al cierre de la ventana, como para abrirla. Demelza vio que la mano temblaba. ¿Qué le ocurría?
—Váyase —dijo Francis—, y nunca vuelva aquí. Entiéndame bien… mientras yo viva no quiero volver a verla en Trenwith. Y lo mismo vale para Ross. Si es capaz de casarse con una zafia ignorante como usted, debe asumir las consecuencias.
Era tan terrible el esfuerzo que hacía para controlar su voz, que ella apenas alcanzó a oír lo que decía. Demelza se volvió y salió de la habitación, pasó al vestíbulo, recogió su capa y abandonó la casa. Había un asiento junto a la pared de la casa, y ella lo ocupó. Se sentía al borde del desmayo, y le parecía que el suelo bajo sus pies vacilaba.
Después de unos minutos la brisa comenzó a revivirla. Se puso de pie y empezó a caminar en dirección a Nampara.
Lord Devoran no había venido, retenido por un ataque de tisis. También estaba ausente el señor Trencrom, muy atareado con los reclamos de aquellos miembros de su personal que se habían visto perjudicados, es decir, los que habían tenido la mala suerte de que descubrieran artículos de contrabando en sus sótanos y desvanes.
Desde el comienzo mismo Ross intuyó que algo andaba mal. Era una asamblea general de accionistas, y habitualmente comenzaba después de oscurecer. Hasta ese momento nunca se había celebrado una asamblea general a la luz del día, porque siempre podía haber un espía que observase las idas y las venidas.
Había una veintena de personas. El principal punto de discusión era la propuesta de Ray Penvenen en el sentido de que se levantase una planta de corte y laminado en la cima de la colina, donde su propiedad limitaba con la de sir John; estaba dispuesto a pagar personalmente la mitad del costo si la compañía solventaba la otra mitad. El proyecto era urgente, porque de pronto los accionistas de la Wheal Radiant habían rehusado renovar el acuerdo que permitía usar sus instalaciones. Si la compañía no organizaba inmediatamente su propia planta, se vería obligada a vender el cobre exclusivamente en lingotes.
El único punto en discusión era la elección del lugar. En todo caso, Ross estaba dispuesto a hacer concesiones al amor propio de Penvenen, pues este tenía lo que más se necesitaba —es decir, capital disponible—. Ross anticipaba cierta oposición de Alfred Barbary. Y fue lo que ocurrió. Se entabló la vieja y tediosa discusión acerca de los accionistas de la costa septentrional que siempre obtenían ventajas especiales.
Ross prestaba atención al intercambio de argumentos, pero de nuevo observó que el estrábico Aukett se mantenía silencioso y se mordía el labio inferior. Se hubiera dicho que Fox, un fabricante de alfombras, se había convertido en piedra. De pronto Tonkin, que siempre mostraba cualidades de buen presidente, dijo:
—Me gustaría conocer la opinión de los restantes accionistas.
Después de las vacilaciones de costumbre se formularon algunas opiniones, la mayoría en favor de establecer la planta cerca de la fundición. Y entonces Aukett observó:
—Caballeros, todo eso está muy bien, pero me gustaría saber de dónde saldrá nuestra mitad del dinero. Exactamente eso quisiera saber.
Tonkin aclaró:
—Bien, los principales accionistas sabían que quizá fuera necesario realizar más aportes, y todos lo aceptaron. Hay gran necesidad de dinero. Si no podemos laminar y cortar el cobre, perderemos a casi todos los pequeños clientes. Y ellos son los que pueden inclinar la balanza. No podemos obligar al gobierno a comprar nuestro cobre para la «Casa de Acuñación», pero sí cabe esperar que nuestros propios amigos nos compren el metal que necesitan.
Hubo un murmullo de asentimiento.
—Bien, todo eso está muy bien —dijo Aukett, y su estrabismo se acentuó, como solía ocurrir cuando estaba excitado—, pero me temo que nuestra mina no podrá satisfacer el pedido. Más todavía, creo que alguien tendrá que hacerse cargo de nuestras acciones.
Tonkin lo miró con expresión severa.
—Si usted vende o no las acciones que tiene en cartera es asunto suyo, pero mientras las conserve está obligado a aceptar las responsabilidades que todos compartimos.
—Y así desearíamos hacerlo —dijo Aukett—. Pero no puede extraerse aceite de un ladrillo. Nos guste o no, tendremos que rechazar estas obligaciones.
—¿Quiere decir que no cumplirá sus compromisos?
—No, no se trata de eso. Las acciones están pagadas. Y continuaremos demostrando nuestra buena voluntad, pero…
—¿Qué pasa? —preguntó Blewett—. El martes usted me dijo que los precios más altos obtenidos durante la última subasta habían determinado que los accionistas de la Wheal México estuviesen de mejor ánimo que durante los últimos años.
—Sí —confirmó Aukett—. Pero ayer recibí una carta del Banco de Warleggan, y me dicen que no pueden mantener el préstamo y que debemos hacer arreglos para transferirlo a otra firma. Lo cual significa…
—¿De modo que recibió esa carta? —preguntó Fox.
—Y significa nuestra ruina, a menos que Pascoe quiera hacerse cargo del préstamo; pero tengo mis dudas, porque Pascoe siempre se mostró inclinado a la prudencia, y exige mayores garantías. En el camino de regreso a mi casa veré a Warleggan y trataré de convencerlo de que reconsidere el asunto. Es inaudito que súbitamente cancele un crédito…
—¿Indicó alguna razón? —preguntó Ross.
—Tengo una carta muy parecida —interrumpió Fox—. Como ustedes saben, he estado ampliando mis negocios en diferentes ramos, y el último año recibí importantes préstamos. Ayer fui a ver al señor Nicholas Warleggan y le expliqué que la suspensión de créditos significaba el fracaso de dichos planes. No se mostró muy asequible. Creo que estaba perfectamente al tanto de mi participación en la Carnmore, y que miraba el asunto con malos ojos. A decir verdad, creo que ese es el fondo del asunto.
—Lo es. —Todos miraron a Saint Aubyn Tresize—. Caballeros, aquí no están en discusión mis negocios privados. Pero debo decir que durante los últimos años el Banco de Warleggan me adelantó dinero. Lo hicieron con la mejor garantía del mundo: la tierra; pero se trata de un bien que no pienso arriesgar. Si quieren ejecutarme ahora, pelearé, y no conseguirán la tierra. Pero se llevarán la mayor parte de mi activo… incluso mis acciones en la Compañía Fundidora Carnmore.
—¿Cómo demonios consiguieron saberlo? —preguntó nerviosamente Blewett—. Más de la mitad de los que estamos aquí tiene deudas que pueden ser reclamadas.
—Alguien ha hablado —dijo una voz que vino del fondo de la habitación.
Richard Tonkin descargó un golpe sobre la mesa.
—Además de los que ya sabemos, ¿alguien tuvo noticias de los Warleggan?
Todos guardaron silencio.
—Todavía no —dijo Johnson.
—Pues bien, hagamos lo que corresponde —dijo Trevaunance—. Todos deben acudir a Pascoe, como hago yo; de ese modo, no afrontarían este problema. Que Pascoe se ocupe de todas las cuentas.
—Es más fácil decirlo que hacerlo —replicó ásperamente Fox—. Aukett tiene razón. Pascoe exige más garantías. Yo trabajaba con su banco, y como no pude conseguir las sumas necesarias cambié a Warleggan. De modo que es poco probable que pueda regresar.
Ray Penvenen hizo un gesto de impaciencia.
—Bien, se trata de un asunto que sólo a usted le incumbe. No Podemos comenzar a confesar nuestras dificultades privadas, porque en ese caso esto se convertirá en una reunión metodista. Volvamos al problema de la fábrica.
Finalmente, se convino en que Penvenen organizaría la empresa de corte y laminado como una firma autónoma, en el lugar que él mismo eligiera. La Compañía Carnmore suscribiría sólo el treinta por ciento de las acciones. Los accionistas de la Carnmore habían comenzado a percibir que en todo el asunto prevalecía cierta atmósfera irreal. Era lógico que, dada la localización distante de sus intereses, Penvenen restase importancia al problema. Las minas trabajaban gracias al crédito, y no era un momento muy oportuno para perderlo. Ross vio que en muchas caras se dibujaba la misma expresión. Alguien nos ha traicionado. Y si ya conocen tres nombres, ¿por qué no todos?
La asamblea terminó temprano. Se adoptaron decisiones, se discutieron propuestas; no volvió a mencionarse el nombre de Warleggan. Ross se preguntó cuántas decisiones se aplicarían. Y también se preguntó si existía el riesgo de que su dura lucha se transformase en desastre.
Cuando todo terminó, estrechó las manos de sus consocios y fue uno de los primeros en partir. Deseaba pensar. Quería estudiar el asunto para descubrir dónde se había originado la filtración. Y cuando cabalgaba en dirección a su hogar lo asaltó un pensamiento incómodo e inquietante.