Capítulo 9

El señor Odgers pensó que tal vez sus ruegos habían sido oídos, porque la fiesta de Sawle transcurrió sin incidentes dignos de mención. Pero a decir verdad, las condiciones que prevalecían habían sido el mejor sermón.

Y los soldados continuaban aferrados a la comarca, como una peste que se resiste a abandonar su presa. Todos habían esperado que se marchasen, pero en cambio un contingente se trasladó a Sawle y sus miembros no revelaron el menor signo de que se creyesen personas indeseadas. Levantaron sus tiendas en campo abierto, exactamente detrás de la casa del doctor Choake, y con gran decepción de todo el mundo el tiempo volvió a mejorar, y no sopló el viento para abatirles las tiendas en medio del sueño.

Ross había pasado algunos días poco gratos. Además de la posibilidad de que se suscitaran problemas en relación con Mark Daniel, estaba su ruptura con Francis. Antes nunca habían disputado de ese modo. Incluso durante los altibajos de los últimos años, Francis y él siempre se habían respetado. No impresionaba a Ross que sospechasen que había ayudado a Verity a fugarse, sino que no se le creyese cuando lo negaba. Jamás le había pasado por la cabeza la idea de dudar de la palabra de Francis. Pero tal parecía que Francis no deseaba creer lo que Ross decía, que actuaba casi como si temiese creerlo. Todo era inexplicable, y le dejaba un gusto amargo en la boca.

El viernes, Ross debía ir a la residencia de Trevaunance. Richard Tonkin lo esperaría allí, y juntos revisarían las cuentas de la empresa, antes de la asamblea general que debía celebrarse esa misma tarde. Desde la inauguración de la empresa fundidora, la compañía había afrontado una dura oposición. Se había inducido a algunas minas a boicotearlos, y se había intentado excluirlos de los mercados que consumían el producto refinado; en las subastas, se habían visto superados una y otra vez por otros compradores.

Pero ahora habían conseguido capear el temporal.

Era la primera vez que Ross salía después de la noche del martes, y cuando llegó a Grambler no se sintió muy complacido de ver que por el camino venía un corpulento oficial de caballería.

—Caramba, capitán Poldark. —McNeil frenó su caballo e hizo una leve inclinación de la cabeza—. Me proponía visitarlo ¿Dispone de tiempo para regresar una media hora?

—Para mí sería un verdadero placer —dijo Ross—, pero tengo una cita de negocios en la casa de Trevaunance. ¿Puede cabalgar conmigo hasta allí?

McNeil hizo volver a su caballo.

—Sí, quizá podamos conversar un poco mientras hacemos camino. Me había propuesto visitarlo antes, pero entre una cosa y otra estuve bastante atareado.

—Oh, sí —dijo Ross—, los contrabandistas.

—No sólo los contrabandistas. Como recordará estaba ese pequeño asunto de la fuga del asesino.

—¿Cree que huyó?

El capitán McNeil se atusó el bigote.

—¡Por supuesto! ¡Y de su caleta, capitán, y en su bote!

—Ah, eso. Pensé que habían tenido una escaramuza con los contrabandistas. El sargento…

—Creo que el sargento Drummond le explicó claramente lo que pensaba.

—Creí que se había equivocado.

—¿Puedo preguntarle por qué?

—Bien, entiendo que en el asunto participaron varios hombres. Los asesinos no suelen actuar en banda.

—No, pero gozaba de la simpatía del vecindario.

Continuaron avanzando en silencio.

—Bien, lástima que no consiguiera apresar a ninguno de los bandidos. ¿Alguno de sus soldados fue herido?

—No lo que podría decirse herido. Excepto en la dignidad. Si los hubiéramos atrapado, los delincuentes lo habrían pasado muy mal.

—Ah —dijo Ross. Y luego—: ¿Sabe algo de arquitectura eclesiástica, capitán? La iglesia de Sawle me recuerda a una que vi en Connecticut, excepto que está muy mal conservada.

—Y además —dijo el oficial—, está el asunto de los sostenes de los remos. ¿Cómo los habrá conseguido?

—Supongo que Daniel —dijo él— robó unos por ahí. En esta región todos son pescadores a ratos perdidos. Esas piezas están por todas partes.

—Capitán Poldark, no parece inquietarlo demasiado la pérdida de su bote.

—Estoy adoptando una actitud filosófica —dijo Ross—. A medida que uno se aproxima a los treinta, creo que es un estado mental deseable. Es una forma de protección, porque uno cobra más conciencia de ciertas pérdidas… pérdida de tiempo, de dignidad, de los primeros ideales. No me alegra perder una buena embarcación, pero los lamentos no me la devolverán, del mismo modo que no me devolverán mi antigua juventud.

—Su actitud es meritoria —dijo secamente McNeil—. En mi condición de hombre que es un año o cosa así mayor que usted, ¿puedo ofrecerle un consejo?

—Por supuesto.

—Cuídese de la ley, capitán. Es una cosa antigua, retorcida y sinuosa, y usted puede burlarla media docena de veces. Pero si una vez lo sujeta entre sus garras, descubrirá que desprenderse de ella es tan difícil como sacarse de encima un cangrejo. Vea, simpatizo con su punto de vista. En la vida militar hay algo que lleva a un hombre a impacientarse con la justicia y el condestable de la parroquia; yo mismo he sentido eso, se lo aseguro… —Emitió una breve risa—. Pero esto… —Se interrumpió.

Ross dijo:

—Vea a esos niños, McNeil. En la región este es el único bosque de hayas, y están recogiendo las hojas y las llevarán a su casa para cocerlas. No es un alimento muy nutritivo, y les hincha el estómago.

—Sí —dijo sombríamente el capitán—. Los veo claramente.

—Confieso que a veces me siento impaciente de muchas cosas —dijo Ross—. Incluido el condestable de la parroquia y los magistrados locales. Pero creo que la cosa viene de un período anterior de mi vida. Para escapar de ella me incorporé al cincuenta y dos de infantería.

—Es posible que así sea. Dicen que quien es rebelde una vez, lo es siempre. Pero, capitán, hay formas y formas de rebelión, del mismo modo que hay grados de conducta, y cuando el condestable de la parroquia recibe el refuerzo de un grupo de jinetes de su majestad…

—Y además, de un regimiento selecto.

—Un regimiento selecto, como usted dice; en este caso, la temeridad se convierte en locura y es probable que acarree malas consecuencias. Es posible que un soldado sin uniforme no respete a las personas. Pero un soldado de uniforme las respetará aún menos.

Dejaron atrás la iglesia de Sawle y siguieron el camino que Pasaba frente a Trenwith.

Ross dijo:

—Capitán McNeil, creo que tenemos mucho en común.

—Es un modo de decirlo.

—Bien, he afrontado problemas y los resolví mejor o peor gran parte de mi vida, y supongo que a usted le ha ocurrido lo mismo.

El capitán se echó a reír y de un campo vecino se elevó una bandada de pájaros.

—Quizás usted convendrá conmigo —dijo Ross—, en que si bien podemos respetar la ley en abstracto, en la práctica hay consideraciones que son más importantes.

—¿Por ejemplo?

—La amistad.

Cabalgaron en silencio.

—La ley no acepta ese argumento.

—Oh, no espero que la ley lo acepte. A usted le pido que lo acepte.

El escocés se atusó el bigote.

—No, no, capitán Poldark. Oh, por Dios, no. Usted ya no viste el uniforme, pero yo estoy en el ejército. No me dejaré arrinconar por esos argumentos morales.

—Pero los argumentos morales, capitán, son la fuerza más poderosa del mundo. En América nos derrotó algo más que la fuerza de las armas.

—Bien, la próxima vez ensáyelo con mis soldados. Apreciarán el cambio. —McNeil frenó su caballo—. Creo que hemos llegado bastante lejos capitán.

—Todavía falta un kilómetro y medio para llegar a Trevaunance.

—Pero se necesitaría un trayecto mucho más largo para que lleguemos a un acuerdo. Es hora de separarnos. Apreciaría su garantía de que ha tomado buena nota de mi advertencia…

—Oh, claro que sí, se lo aseguro.

—En ese caso, no es necesario hablar más… por ahora. Bien puede ocurrir que volvamos a encontrarnos… confío en que será en circunstancias diferentes.

—Me agradaría muchísimo —dijo Ross—. Si vuelve a visitar esta región, considere como suya mi propia casa.

—Gracias. —McNeil le extendió la mano.

Ross se quitó el guante y los dos hombres se estrecharon las manos.

—¿Se ha lastimado la mano? —preguntó McNeil, mirando los nudillos heridos.

—Sí —dijo Ross—, la metí en una trampa para conejos.

Se saludaron y se separaron; Ross siguió su camino y McNeil regresó hacia Sawle. Mientras el soldado se alejaba, se atusaba vigorosamente el bigote, y de tanto en tanto una risa contenida conmovía su cuerpo grande.

Ahora, la fundición se extendía al costado del muelle de Trevaunance.

Desde cierta distancia podían verse las inmensas masas de humo que brotaban de los hornos, y en un día sin viento como ese el humo se posaba sobre el valle y tapaba el sol. Aquí podían verse todos los efectos negativos de la industria, con grandes pilas de carbón y montones de ceniza, y una corriente interminable de mulas y hombres atareados alrededor del edificio de la fundición y el muelle.

Ross desmontó frente a las construcciones para examinarlas.

Se habían construido varios hornos de reverbero, algunos para tostar y otros para fundir el mineral. Se tostaba y después se fundía el cobre, y a intervalos se retiraban los desechos, y así, después de unas doce horas, el metal fundido entraba en una artesa de agua. El enfriamiento súbito lo convertía en una masa de gránulos que se tostaban otras veinticuatro horas y nuevamente se volcaban, hasta que al fin el cobre crudo se vertía en moldes de arena, donde se enfriaba. Este proceso de fusión y refinación debía realizarse varias veces, hasta que se alcanzaba el deseado estado de pureza. Todo el proceso duraba por término medio una quincena. No era de extrañar, pensó Ross, que para fundir una tonelada de cobre se necesitara triple cantidad de carbón que para hacer lo mismo con una tonelada de estaño. Y el carbón costaba cincuenta chelines el quintal.

Aunque hacía apenas tres meses que se había inaugurado la fundición, Ross podía advertir el desmejoramiento de muchos de los hombres que trabajaban allí. El calor intenso y la humareda eran excesivos, salvo para los más fuertes, y los trabajos aquí provocaban más enfermedades que en las minas. Un factor que él no había previsto. Ross había trabajado mucho para realizar el proyecto, en la creencia de que representaba un foco de prosperidad para la región y quizá la salvación de las minas; pero aparentemente no aportaba mucha prosperidad a los pobres diablos que trabajaban allí.

La humareda estaba agotando la vegetación de la hermosa caleta. Los matorrales habían cobrado un tono pardusco un mes antes de su tiempo, y las hojas de los árboles estaban retorcidas y descoloridas. Pensativo, se dirigió hacia Place House, que se alzaba del otro lado del valle.

Cuando fue introducido a la presencia de sir John Trevaunance, el dueño de casa aún estaba desayunando y leyendo el Spectator.

—Ah, Poldark, tome asiento. Llega temprano. Aunque a decir verdad yo estoy retrasado. No creo que Tonkin llegue antes de media hora. —Señaló el diario—. Un asunto muy inquietante ¿no?

—¿Se refiere a los disturbios en París? —preguntó Ross—. Un tanto extravagantes.

Sir John se llevó a la boca el último pedazo de carne.

—¡Pero que el rey ceda ante ellos! ¡Por Dios, debe ser un afeminado! Una salva o dos de munición es lo que esa gente necesita. El diario dice que el conde de Artois y otros salieron de Francia. ¡Escapan al menor indicio de peligro!

—Bien, sin duda esto mantendrá a los franceses ocupados en sus propios asuntos —dijo Ross—. Inglaterra debe atender la advertencia y poner en orden su casa.

Sir John masticó, y durante un rato leyó en silencio. Después, arrugó el diario y con un gesto de impaciencia lo arrojó al suelo. El gran perro jabalinero que estaba al lado del hogar se incorporó, olió el papel y se alejó, ante el desagradable olor.

—¡Ese individuo Fox! —dijo el baronet—. ¡Condenación, es el peor estúpido que he conocido jamás! Tratar de elogiar a una chusma como esa. ¡Cualquiera diría que se han abierto las puertas del Cielo!

Ross se puso de pie y se acercó a la ventana. Trevaunance lo miró.

—Vamos, hombre, ¡no me diga que usted es whig! Su familia jamás lo fue.

—No soy whig ni tory —replicó Ross.

—Pues bien, debe ser algo. ¿Por quién vota?

Ross guardó un momento de silencio, y luego se inclino y palmeó la cabeza del perro. Rara vez pensaba en voz alta esas cosas.

—No soy whig —dijo—, y jamás podría pertenecer a un partido que siempre menosprecia a su propio país y exalta las virtudes de otro. Nada más que la idea de una actitud semejante me enferma.

—¡Eso está muy bien! —dijo sir John, mientras se escarbaba los dientes.

—Pero tampoco puedo pertenecer a un partido que se complace en la situación actual de Inglaterra. Así que ya ve en qué dificultad me encuentro.

—Oh, no creo que…

—Y no debe olvidar —dijo Ross—, que hace apenas unos meses asalté por mi cuenta una cárcel. Y allí había algo más que los seis prisioneros de la Bastilla. Es cierto que no desfilé por las calles de Launceston con la cabeza del carcelero clavada en una pica, pero no fue porque no lo deseara.

—¡Hum! —dijo incómodo sir John—. ¡Hum! Bien, si me disculpa, Poldark, voy a cambiarme para recibir a Tonkin.

Salió apresuradamente de la habitación, y Ross continuó palmeando la cabeza del perro.