Cuando cayó la noche, comenzó a llover sin viento.
A las diez, la marea casi había alcanzado su nivel más alto, y Ross bajó a la caleta, y vio que el oleaje se había calmado. Hubiera sido imposible concebir una noche más favorable; la oscuridad era como un par de gruesos párpados que eliminaba hasta el último resto de visión.
A medianoche, dos hombres esperaban en la ruinosa casa de máquinas de la Wheal Grace: Paul Daniel, con un viejo sombrero de fieltro y un saco sobre los hombros, y Ross, con una larga capa negra que le llegaba a los tobillos y le confería el aspecto de un murciélago. Poco después, en las profundidades del pozo, parpadeó una luz.
Con el interminable tamborileo de la lluvia que caía sobre sus sombreros y sus cuerpos, y sobre el pasto largo y húmedo, esperaron y observaron.
Cerca de la superficie la luz se apagó. La cabeza y los hombros del hombre que subía emergieron sobre el borde del pozo, y el individuo salió al fin y se sentó un momento en cuclillas. La lluvia repiqueteaba sobre el pasto.
—Pensé que ya era casi la mañana —dijo—. ¿Cómo está la marea?
—Puede hacerse.
Echaron a andar valle abajo, en dirección a la casa.
—En esa mina hay dinero —dijo Mark—. Para no enloquecer me dediqué a revisar todo.
—Un día quizá la trabajemos —dijo Ross.
—Cobre… nunca vi una veta que fuera tan buena. Y plomo y plata.
—¿Dónde?
—Sobre la cara del este. Casi siempre está inundada…
La luz de la sala era un punto brillante, pero Ross hizo un desvío y se acercó a lo largo de la pared de la biblioteca, de pronto, abrió la puerta y los tres se sumergieron en la oscuridad. Se oyó una raspadura, y un instante después una vela ardió en rincón más alejado, el mismo en que Keren había representado y bailado.
Sobre la mesa se había dispuesto una comida.
Mark dijo:
—Está corriendo demasiado peligro.
Pero comió rápidamente, mientras sus dos acompañantes vigilaban.
Con el salón iluminado como señuelo, Demelza estaba sentada en la oscuridad del dormitorio del primer piso, vigilando el valle. Después de la visita del soldado, Ross no deseaba correr riesgos.
Mark concluyó muy pronto. Esa noche tenía un aspecto terrible, porque su fuerte barba había crecido varios centímetros, y la intensa lluvia había dibujado rayas irregulares en la suciedad de su rostro.
—Aquí tiene esto —dijo Ross, mostrando un paquete de alimentos—, y esto. —Un viejo abrigo—. Es todo lo que podemos hacer. Tendrá que apelar a todas sus fuerzas para estar fuera de la vista de tierra por la mañana, porque no hay brisa que mueva las velas.
Mark dijo:
—Si pudiera agradecerle todo lo que… Pero…
—Dígamelo en el camino.
—Estuve pensando en mi casa, el cottage Reath, que construí para ella. ¿No permitirá… no permitirá que se arruine?
—No, Mark.
—Hay cosas en el huerto. Para ti, Paul. Crecieron bien.
—Me ocuparé de eso —dijo Paul.
—Y —dijo Mark, volviendo los ojos hacia Ross— una cosa más. Es… ¿verá que la entierren bien? No en la fosa común… No lo merecía…
—Cuidaré de ello —replicó Ross.
—Bajo la cama, en el cottage, hay dinero. Alcanzará para pagar… Quisiera una lápida…
—Sí, Mark. Nos ocuparemos de todo.
Mark recogió sus cosas, el alimento y el abrigo.
—Sobre la lápida escriban Keren —dijo con voz sorda—. Nunca le gustó Kerenhappuch. Keren Daniel. Sólo Keren Daniel…
Partieron en dirección a la caleta. La lluvia no había apagado las luces de las luciérnagas. Esa noche el mar estaba más sereno, y rezongaba y silbaba bajo la lluvia constante. En la costa la oscuridad no era tan absoluta; la franja blanca de espuma exhibía una débil fosforescencia, y aliviaba el oscuro manto de la noche. Se apartaron del arroyo y comenzaron a caminar sobre la arena blanda. Estaban a pocos metros de la caleta, cuando Ross se detuvo. Llevó hacia atrás la mano y atrajo a Paul.
—¿Qué es eso? —dijo en voz muy baja.
Paul depositó en el suelo el mástil y miró. Tenía vista muy aguda, acostumbrada a los lugares oscuros. Se inclinó un poco y después se enderezó.
—Un hombre.
—Un soldado —dijo Ross—. Oí el crujido de su cinturón.
Se pusieron en cuclillas.
—Será mejor que me aleje —dijo Mark.
—No, yo lo acallaré —dijo Paul—. Bajo sus grandes sombreros, son bastante blandos.
—No quiero más muertes —dijo Ross—. Yo me encargaré… —Pero el mayor de los Daniel ya se había alejado.
Ross se agachó en la arena, y acercó el mástil. Mark comenzó a murmurar por lo bajo. Parecía dispuesto a entregarse. Ross pensó: «McNeil distribuyó a sus hombres por todo el arrecife. Matar dos pájaros de un solo tiro. De ese modo puede atrapar al asesino o a los contrabandistas. Pero si está vigilando todos los lugares entre esta caleta y Santa Ana, sus hombres se hallarán muy distanciados unos de otros.»
Avanzó con suma precaución.
Una voz de alto, súbita y áspera. Se adelantaron a la carrera. El mosquete estalló, con un estampido sonoro, en la boca de la caverna. Una figura cayó sobre la arena.
—Ya está —dijo Paul sin aliento—. Condenado ruido.
—¡Rápido, al bote!
Entraron en la caverna; Ross embarcó el mástil y la vela; Mark aferró los remos.
—Yo los llevo; ¡empújenlo!
Los hermanos comenzaron a deslizar el bote sobre la arena blanda. Dos veces se atascó. Después, tuvieron que apartar la figura del soldado, que comenzaba a moverse.
Ross se acercó con los remos y los echó al interior de la embarcación, volcó su peso sobre el bote, y este se deslizó hacia el mar.
El ruido de botas golpeando la roca, a cierta distancia, y gritos. Se acercaron varios hombres.
—¡Por aquí! —gritó una voz—. Junto a la caverna.
Habían llegado al mar. La franja de espuma podía revelar la presencia de los tres hombres.
—¡Agáchense! —dijo Ross entre dientes.
—¡Los sostenes de los remos! —exclamó Mark.
Ross los extrajo de su bolsillo y los pasó a Mark; uno cayó sobre la arena. Tantearon ansiosamente: lo encontraron; Mark se había embarcado, e impulsaba el bote. Una ola rompió entre ellos y balanceó el bote, que casi volcó; otra vez en aguas poco profundas. Mark alzó los remos.
—¡Ahora!
Estaban haciendo mucho ruido. Varios hombres corrían hacia ellos. Alguien disparó un mosquete. Se enderezaron; las olas se mostraban malévolas. ¡De nuevo empujar juntos! De pronto, el bote cobró vida, y flotó y se hundió en las sombras. Paul cayó sobre las manos y las rodillas en la espuma, Ross lo tomó de los hombros y consiguió incorporarlo. Una figura se acercó y lo aferró de la capa. Ross se agachó cuando un mosquete explotó junto a su oreja. Derribó al soldado sobre la arena. Corrieron por la playa. Varias figuras los perseguían cuando doblaron en dirección al arroyo. Ross se detuvo un instante y golpeó a una figura que estaba pasándolo. El hombre cayó al arroyo. Después, desvió su curso y comenzó a trepar entre los arbustos que sobrepasaban un metro de altura, de este lado del bosquecillo. Allí podían buscarlo toda la noche. Si no encendían una antorcha, no lo descubrirían.
Permaneció tendido, boca abajo, unos pocos minutos, tratando de recuperar aliento, y escuchando a los hombres que gritaban y buscaban. ¿Paul se había salvado? Volvió a moverse. Había otro peligro, y tenía que afrontarlo.
Ahora se había alejado de Nampara. Tenía que trepar entre los arbustos, hasta llegar a campo abierto, con algunos matorrales aquí y allá; y así se encontró en el extremo occidental del campo largo; y manteniéndose en la zanja, al costado del campo, debía descender la colina hasta el fondo de la casa.
Eso hizo. Hacía varias horas que los Gimlett se habían acostado, de modo que entró por la cocina, espió el interior de la sala y apagó las velas; finalmente, subió con rapidez la escalera hasta su dormitorio.
Demelza estaba junto a la ventana que daba al norte, pero cruzó la habitación apenas oyó que los pasos de Ross se acercaban a la puerta.
—¿Estás bien?
—¡Ssh! No despiertes a Julia. —Mientras le relataba lo que había ocurrido, se quitaba la larga capa, y trataba de desprenderse de la camisa.
—¡Soldados! Ellos…
Ross se sentó bruscamente.
—Ayúdame, querida. Pueden venir aquí.
Ella se arrodilló y en la oscuridad comenzó a desatarle las altas botas.
—¿Quién pudo denunciarte, Ross? ¿Pudo haber sido Dwight Enys?
—¡Cielos, no! Ocurre que el encantador McNeil sabe razonar.
—¡Oh, Ross, tus manos!
Ross las examinó atentamente.
—Seguramente me lastimé los nudillos cuando pegué a uno de los soldados. —Cerró los dedos sobre la mano de Demelza—. Niña, estás temblando.
—Lo mismo te habría ocurrido a ti —dijo ella—. Estuve sentada aquí, sola en la oscuridad; y después, esos disparos…
Su voz se acalló cuando oyeron un golpe en la puerta principal.
—Ahora, con cuidado, querida, con cuidado. No te apresures. Ese golpe no es muy perentorio, ¿verdad? No están muy seguros de sí mismos. Esperaremos que golpeen otra vez antes de encender luz.
Se puso de pie, recogió las ropas que se había quitado y se acercó al armario.
—No —dijo Demelza—, bajo el colchón. Si lo levantas con cuidado, yo las deslizaré debajo.
Mientras estaban en eso, volvieron a golpear, esta vez más fuerte.
—Así despertarán a Gimlett —dijo Ross—. Llegará a la conclusión de que siempre están despertándolo en mitad de la noche.
Había agua en el suelo de la habitación, y Demelza se apresuró a recoger un poco en un cuenco. La luz de la vela se avivó, y la joven se apoderó de un pedazo de franela y se lavó la cara y las manos. Cuando Gimlett llegó a la puerta, Ross estaba poniéndose la bata.
—¿Qué pasa ahora?
—Por favor, señor, un sargento de los soldados quiere verlo abajo.
—¡El cielo los confunda, qué horas para hacer visitas! John, dile que pase a la sala. Bajaré en seguida.