Capítulo 7

En el vestíbulo se hizo el silencio, interrumpido casi al instante.

Paul Daniel había cerrado con un fuerte golpe la puerta principal.

Permaneció de pie, la espalda apoyada contra la puerta. Mark, gigantesco y monstruoso, permaneció absolutamente inmóvil, y las venas se le hinchaban, nudosas, en el cuello y las manos.

Demelza actuó, dirigiéndose a ambos.

—Dwight, vuelva a la sala. ¡Vuelva en seguida! Mark, ¿me oye? ¡Mark! —A ella misma su voz le parecía venir de muy lejos.

—De modo que es una trampa —dijo Mark.

Demelza se irguió inmediatamente ante él, menuda y como empequeñecida.

—¿Cómo se atreve a decir eso? Paul, ¿no ve lo que ocurre? Lléveselo. Por aquí, ahora mismo.

—Bastardo —dijo Mark, mirando por encima de la cabeza de Demelza.

—Eso debió pensarlo antes. Antes de matarla.

—Condenado y sucio adúltero. Aprovecha su profesión. Ensucia el hogar de la gente diciendo que viene a ayudar.

—Usted debió venir a buscarme —dijo Dwight—, y no matar a una muchacha que no podía defenderse.

—Sí, por Dios…

Cuando Mark avanzó un paso, Demelza se interpuso. Ciegamente, Mark trató de apartarla, pero ella se mantuvo firme y le golpeó el pecho con los puños cerrados. Los ojos de Mark parpadearon, vacilaron y descendieron hacia ella.

—¿No comprende lo que esto significa para nosotros? —dijo Demelza, sin aliento, los ojos llameantes—. Nada hicimos. Intentaremos ayudar. Ayudar a ambos. Quieren pelear y matarse en nuestra casa, en nuestra tierra. ¡No tienen lealtad ni… ni respeto a la amistad que les brindamos! ¿Por qué vino esta noche, Mark? Quizá no por salvar su propio pellejo, sino para evitar la vergüenza a su padre y a su familia. Esto lo matará. Y bien, ¿qué es más importante para usted, la vida de su padre o la de este hombre? ¡Dwight, vuelva a la sala inmediatamente!

Dwight dijo:

—No puedo. Si Daniel me reclama debo quedarme aquí.

—¿Qué hace él aquí? —preguntó Paul a la joven. Dwight dijo:

—La señora Poldark quiso que me quedara.

—Bastardo —dijo de nuevo Mark.

Demelza aferró el brazo que Mark se disponía a alzar.

—Por aquí. De lo contrario vendrán los criados, y todos se enterarán.

Mark no cedió un centímetro bajo la presión de Demelza.

—No habrá secreto si él sabe. Salga de aquí, Enys. Acabaré con usted afuera.

—No. —Hasta ese momento Paul no había intervenido, pero ahora se decidió a hablar—. Mark, eso es insensato. Pienso lo mismo que tú de este canalla, pero si pelean ahora la cosa terminará mal.

—Ya todo está mal.

—¡No es así! —exclamó Demelza—. No es así. Se lo aseguro. ¡No comprenden! El doctor Enys no puede traicionarlo sin traicionarnos.

Dwight vaciló, agobiado por impulsos diferentes y contradictorios.

—No traicionaré a nadie —dijo.

Mark barbotó ásperamente:

—Es falso como una víbora. Paul se acercó a su hermano.

—Lástima que se hayan encontrado, Mark; pero no podemos remediarlo. Vamos, viejo, debemos hacer lo que dice la señora Poldark.

Dwight se llevó las manos a la cabeza.

—Daniel, no lo traicionaré. Nada resolveremos acumulando infamias. Lo que usted le hizo a Keren recae sobre su conciencia, así como… así como lo que yo hice mal recae sobre la mía.

Paul empujó lentamente a Mark hacia la puerta del dormitorio. De pronto, Mark se desprendió de su hermano y volvió a detenerse. Su cara alargada y terrible se contorsionó un momento.

—Tal vez este no es el momento de ajustar cuentas, Enys. Pero ese momento llegará, no lo dude.

Dwight no levantó la cabeza.

Mark miró a Demelza, que se mantenía de pie como un ángel guardián entre él y su cólera.

—No, señora, no mancharé su piso con más sangre. No lastimaré a esa rata… ¿Adonde quiere que vaya?

… Cuando Ross volvió, Dwight estaba en la sala, la cabeza entre las manos. Mark y Paul estaban en la biblioteca, y de tanto en tanto un espasmo de cólera conmovía a Mark. En el vestíbulo, entre ellos, Demelza montaba guardia. Cuando vio a Ross, se desplomó en la silla más cercana y rompió a llorar.

—¿Qué demonios…? —preguntó Ross.

Ella explicó la situación con palabras breves y deshilvanadas.

Ross depositó la vela en un rincón del vestíbulo.

—Querida… ¿Dónde están ahora? Y tú…

Demelza movió la cabeza y señaló.

Ross se acercó a ella.

—Y no se mataron. Dios mío, juro que nunca estuvieron más cerca…

—Puedes estar seguro de ello —dijo Demelza. Con su brazo rodeó los hombros de Demelza.

—¿Conseguiste impedirlo, querida? Dime, ¿cómo lo lograste?

—¿Por qué volviste con la vela? —preguntó ella.

—Porque hoy no podrá salir. Hay mucha marejada. Volcaría el bote apenas lo echáramos al agua.

Una hora antes del amanecer, bajaron a la caleta siguiendo el burbujeo del arroyo y la pendiente del bosquecillo, mientras aquí y allá una luciérnaga emitía su luz verdosa como una joya en la oscuridad. Había marea baja, pero el oleaje aún era intenso, y golpeaba sobre la playa, y rugía siempre que se acercaban demasiado. Era el inconveniente de la costa septentrional: el mar podía comenzar a agitarse sin previo aviso, y en ese caso uno afrontaba el desastre.

Con los primeros resplandores del alba, cuando la luna fría hundía sus últimos destellos en el azul del este, regresaron lentamente. Veinticuatro horas antes, el alma de Mark estaba poseída por una cólera terrible, acre, enceguecedora y ardiente; ahora se sentía agotado. Los ojos negros parecían haberse hundido en las cuencas.

Cuando se aproximaron a la casa, dijo:

—Seguiré mi camino.

Ross contestó:

—Lo albergaremos aquí hasta mañana.

—No. No quiero complicarlo más.

Ross se detuvo.

—Escuche, hombre. Los habitantes de la región están de su parte, pero les causará problemas si les pide asilo. Estará a salvo en la biblioteca. Es posible que esta noche el mar se encuentre en calma, porque no hay viento.

—Ese hombre puede denunciarlo —dijo Paul Daniel.

—¿Quién? ¿Enys? No; decir eso es ser injusto con él.

Siguieron caminando.

—Óigame —dijo Mark—, no me importa si me cuelgan o consigo huir. Ahora ya nada me interesa. Pero de una cosa estoy seguro, y es que trataré de no traer dificultades a mis amigos. Eso téngalo por seguro. Y si los soldados vienen, pues que vengan.

Llegaron en silencio a la casa.

—Usted siempre fue una mula obstinada —dijo Ross.

Paul observó:

—Atiéndeme, Mark. Se me ocurre que…

Alguien salió de la casa.

—Oh, Demelza —dijo Ross, un tanto irritado—, te dije que te acostases. Querida no tienes por qué preocuparte.

—He preparado té. Imaginé que volverían tarde.

Entraron en la sala. A la luz de una sola vela, Demelza les sirvió té caliente de una gran tetera de peltre. Los tres hombres lo bebieron inquietos; el vapor se elevaba frente a sus rostros. Dos de ellos evitaban mirarse, y el tercero tenía los ojos fijos en la pared. Paul se calentó las manos en la taza. Demelza dijo:

—Desde arriba se oye el ruido de las olas. Me pareció que era inútil…

—También había ruido anoche —dijo Mark—, cuando vine de la mina. Dios me perdone, también entonces rugía…

Se hizo un sombrío silencio.

—¿Se quedará aquí? —preguntó Demelza.

Ross respondió:

—Ya se lo he pedido, pero no acepta.

Demelza miró a Mark, pero no dijo palabra. No era posible discutir con ese hombre. Mark dejó la taza.

—Pensé esconderme en la Grambler.

Se hizo otro silencio. Demelza se estremeció.

Paul se encogió de hombros, incómodo.

—El aire allí debe estar viciado. Ya sabes que ese fue siempre e defecto de la Grambler. Hay mejores tumbas que esa.

—Estaba pensando —dijo Mark— bajar a la Grambler.

Ross volvió los ojos hacia el cielo.

—No llegará antes del amanecer.

También Demelza miró por la ventana, en dirección a las ruinas que se dibujaban sobre la línea del horizonte.

—¿Y la Wheal Grace? ¿Todavía tiene una escala?

Ross miró a Mark.

—La escala estaba bastante bien hace seis años. Para mayor seguridad podría usar una cuerda.

Mark repitió:

—Estuve pensando bajar a la Grambler.

—Oh, tonterías, hombre. Nadie podría acusarme si usted se oculta en la Grace. ¿No le parece, Paul?

—Creo que allí estaría seguro. ¿Qué dices, hermano? Está amaneciendo. Los soldados no irán a buscarte allí.

Mark dijo:

—No me gusta. Demasiado cerca de esta casa. La gente podría sospechar.

—Iré a traerle algunos alimentos —dijo Demelza.

Una hora después amaneció. Fue un día desgraciado para Demelza, que se sentía profundamente desalentada.

A las nueve de la mañana, el corpulento Sam Jenkins montó un pony frente a su forja y cabalgó hasta Mingoose; en el camino, se detuvo a conversar con el doctor Enys. A las diez menos cuarto, sir Hugh Bodrugan llegó a Mingoose; poco después apareció el reverendo Faber, rector de la iglesia de Saint Minver. La conferencia se prolongó hasta las once, y después se envió un mensajero para llamar al doctor Enys. A mediodía, la reunión terminó.

Sir Hugh Bodrugan cabalgó hasta Trenwith para ver al señor Francis Poldark, y después fue a Santa Ana, donde se reunió con el señor Trencrom, y juntos fueron a ver al capitán de los dragones. Fue una entrevista bastante tormentosa, porque el capitán no era tonto; y sir Hugh volvió a su casa, a almorzar, con la lluvia fina que refrescaba su rostro rojizo e hirsuto. Después transcurrieron varias horas en una calma expectante. A las cuatro, Ross bajó a mirar el mar. La lluvia suave lo había calmado, pero la marejada aún era intensa. Habría marea baja durante el día, pero después de medianoche la situación podía cambiar. A las cinco llegó la noticia de que los soldados, en lugar de dedicarse a la cacería del hombre, habían pasado toda la tarde revisando las casas de Santa Ana, y habían descubierto bastante contrabando. Ross se echó a reír.

A las seis, tres dragones y un civil aparecieron por la estrecha huella del bosquecillo de Nampara. Antes, jamás se había visto nada semejante.

Demelza fue la primera persona que los vio, y salió corriendo en dirección a la sala, donde Ross estaba sentado, meditando acerca de su discusión con Francis.

Ross comentó:

—Sin duda se trata de una visita amistosa.

—Pero, Ross, ¿por qué vienen aquí? ¿Por qué? ¿Crees que alguien les habló de nosotros?

Ross sonrió.

—Querida, ve a cambiarte y prepárate para atenderlos.

Demelza salió prestamente, y por la puerta principal entreabierta vio que el civil era el condestable Jenkins. En el primer piso Demelza se cambió rápidamente, entre el sonido de los cascos de los caballos y el tintineo distante de los arreos. Oyó que golpeaban a la puerta y que les abrían; después, el débil murmullo de voces. Esperó ansiosa, sabiendo qué amable podría ser Ross, o qué áspero. Pero no llegó a sus oídos el estrépito de voces airadas.

Se peinó rápidamente y ordenó sus cabellos. Después, espió tras la cortina de la ventana y advirtió que había entrado solamente un soldado. Los dos restantes, con todo el esplendor de sus pantalones negros y blancos y sus chaquetas rojas, esperaban junto a los caballos.

Cuando descendió y llegó a la puerta, oyó un súbito y tremendo estallido de risas. Entonces, un poco más animada, entró en la habitación.

—Oh, querida, te presento al capitán McNeil, de los dragones escoceses. Mi esposa.

El capitán McNeil parecía enorme con su chaqueta rojo y oro, los pantalones oscuros con alamares dorados y las brillantes botas con espuelas. Sobre la mesa estaba un enorme morrión, y al lado un par de guantes de montar amarillos. Era un hombre joven, un tanto regordete, de pulcra apariencia, con un gran bigote rubio. Depositó sobre la mesa la copa que sostenía en la mano y se inclinó militarmente ante Demelza. Cuando se enderezó, los agudos ojos pardos parecían decir: «Estos caballeros rurales de las regiones remotas del país saben elegir a sus mujeres».

—Creo que usted conoce al condestable Jenkins.

Los hombres esperaron hasta que Demelza ocupó una silla, y entonces volvieron a sentarse.

—El capitán McNeil estuvo explicándome los aspectos mas agradables de nuestras posadas —dijo Ross—. Cree que las chinches de Cornwall tienen el más feroz apetito.

El soldado emitió una versión más suave de su sonora risa.

—No, yo no diría tanto. Quizá se trata sólo de que aquí son más numerosas.

—Le ofrecí alojarse en casa —dijo Ross—. No tenemos muchas comodidades, pero tampoco hay muchos bichitos.

Demelza se sonrojó levemente ante el comentario de Ross.

—Gracias. Muchísimas gracias. —El capitán McNeil se retorció un extremo del bigote como si hubiese sido un tornillo que debía asegurar a su propio rostro—. Y en recuerdo de los viejos tiempos me agradaría muchísimo aceptar. Parece, señora, que el capitán Poldark y yo participamos en cierto encuentro librado sobre el río James, en el ochenta y uno. Es decir, los viejos veteranos vuelven a encontrarse. Pero aunque aquí me hallaría más cerca de la escena del crimen, me alejaría demasiado del contrabando que descubrimos este mediodía; y como usted sabe, me enviaron aquí a buscar contrabando. —Emitió una risita.

—Por supuesto —dijo Demelza. Se preguntó qué sentiría una mujer si la besaba un hombre con un bigote así.

Hum-hum —dijo tímidamente el condestable Jenkins—. Acerca de este crimen…

—Ah, sí. No debemos olvidar este asunto… Le serviré otra copa —dijo Ross.

—Gracias… Señora, como explicaba a su marido, se trata de una investigación de rutina, pues entiendo que él fue uno de los primeros que vio el cuerpo. También dicen que vieron en este vecindario al hombre buscado…

—¿De veras? —dijo Demelza—; no he oído nada al respecto.

—Bien, eso opina el condestable.

—Es un rumor, señora —se apresuró a decir Jenkins—. Ignoramos dónde se originó.

—De modo que vine a verlos para comprobar si pueden ayudarme. El capitán Poldark conoce al hombre desde la infancia, y pensé que tal vez tenía una idea del lugar en que se ocultaba.

—Podría buscar un año entero —observó Ross—, y aún así no terminaría. De todos modos, no creo que Daniel se haya demorado mucho en estos parajes. Se me ocurre que irá a Plymouth, para incorporarse a la marina.

El capitán McNeil estaba observándolo.

—¿Es buen marino?

—No tengo idea. Todos los habitantes de la región llevan el mar en la sangre.

—Ahora, dígame, capitán Poldark. ¿En la costa hay muchos lugares desde los cuales podría echarse al mar un bote?

—¿A qué se refiere? ¿Una embarcación grande?

—No, no, sólo un bote pequeño, que puedan tripular uno o dos hombres.

—Con mar calmo, aproximadamente medio centenar. Con mar agitado, ni uno solo entre Padstow y Santa Ana.

—¿Y cómo calificaría el estado del mar hoy mismo?

—Diría que está en punto medio, con tendencia a desmejorar. Mañana por la tarde podría echarse un bote al mar en Sawle. ¿Por qué lo pregunta?

El capitán McNeil se atusó el bigote.

—¿Cree que hay muchos botes que permitirían la fuga de un hombre?

—Oh, ahora comprendo. No, no hay embarcaciones que un solo hombre pueda tripular.

—¿Y la gente que posea botes propios?

—Algunos. Yo mismo tengo uno. Lo guardo en una caverna de la caleta de Nampara.

—¿Y dónde guarda los remos, señor? —agregó el condestable Jenkins.

Ross se puso de pie.

—¿Puedo persuadirlos de que se queden a cenar, caballeros? Ahora mismo impartiré las órdenes pertinentes.

El herrero se sintió un tanto nervioso ante el favor, pero e! capitán McNeil se puso de pie y declinó la invitación.

—Uno de estos días volveré a visitarlos, y charlaremos de los viejos tiempos. Pero le agradeceré que me muestre la caleta y los arrecifes, si ahora dispone de tiempo. Sospecho que será una gran ayuda para mí. Si uno puede matar dos pájaros de un tiro, como suele decirse…

—Bien, no hay prisa —dijo Ross—. Pruebe primero este brandy. Confío en que por el sabor podrá decirme si ha pagado o no los correspondientes impuestos.

El soldado estalló en una alegre carcajada.

Charlaron un rato más, y luego el capitán se despidió de Demelza. Golpeó los talones y se inclinó para besarle la mano, de modo que el suave bigote le cosquilleó entre los dedos. Durante un segundo la contempló con verdadera admiración en los ojos pardos. Después, recogió los guantes y el gran morrión, y salió con paso firme.

Cuando Ross volvió, después de mostrarle la caleta y el arrecife, Demelza dijo:

—Uff, me alegro de que las cosas salieran así. Y te comportaste muy bien. Nadie hubiese creído que sabías una palabra. Un hombre muy simpático. No me importaría tanto que me arrestase.

—No lo subestimes —dijo Ross—. Es escocés.