Pensativo, Ross caminó de regreso a Nampara. Encontró a John Gimlett limpiando las ventanas de la biblioteca, para las cuales la señora Gimlett había tejido cortinas. La laboriosidad de los Gimlett, que contrastaba con la pereza de los Paynter, lo sorprendía constantemente. El jardín prosperaba. El año anterior Demelza había comprado algunas semillas de malvaloca, y en el verano sin viento las plantas habían puesto su nota de color, púrpuras y carmesíes majestuosos, sobre las paredes de la casa. Julia estaba acostada en su cuna, a la sombra de los árboles, y cuando Ross vio que estaba despierta se acercó y la alzó. La niña parloteó, se rio y trató de aferrarle los cabellos.
Demelza había estado trabajando en el jardín, y Ross corrió con Julia sobre el hombro para reunirse con su esposa. Llevaba el vestido de muselina blanca, y Ross experimentó un extraño placer cuando vio que usaba guantes. Paulatinamente, sin pretensiones ni apremios, Demelza comenzaba a adoptar costumbres más refinadas.
Ese verano había madurado. La esencial y traviesa vitalidad que la caracterizaba se mantenía inalterable, pero parecía mas controlada. Además, había llegado a aceptar el hecho sorprendente de que ella misma parecía deseable a los hombres.
Julia gorjeó alegremente, y Demelza la recibió de Ross.
—Ross, tiene otro diente. Mira. Pon el dedo aquí. ¿Tienes las manos limpias? Sí, están bien. Ahora.
—Sí, en efecto. Pronto podrá morder como Garrick.
—¿Hay noticias de Mark?
En voz baja, Ross le explicó lo que sabía. Demelza miró a Gimlett.
—¿No será mucho riesgo?
—No, si se da prisa. Supongo que Paul sabe más de lo que me dijo y que Mark vendrá esta noche.
—Temo por ti. En tu lugar, no diría una palabra a nadie.
—Sólo deseo que Dwight permanezca en su casa hasta que Mark se haya ido.
—Oh, Elizabeth te envió una carta —dijo Demelza, como si acabara de recordar el hecho.
Rebuscó en el bolsillo de su delantal y extrajo la carta. Ross rompió el sello.
Querido Ross:
Como quizá sabes, Verity nos abandonó anoche para irse con el capitán Blamey. Se fue mientras estábamos en las Vísperas, y se dirigió con él a Falmouth. Proyectan casarse hoy.
Elizabeth.
Ross observó:
—¡Bien, al fin lo hizo! Era lo que me temía.
Demelza leyó la carta.
—¿Por qué no pueden ser felices? Siempre dije que es mejor arriesgarse que malgastar la vida en un hastío cómodo.
—Me gustaría saber por qué Elizabeth escribe «como quizá sabes». ¿Por qué cree que debo estar al tanto del asunto?
—Quizá la noticia ya se ha difundido.
Ross se alisó los cabellos que Julia había desordenado. Era un gesto que le confería un aire súbitamente juvenil. Pero su expresión tenía un sesgo sombrío.
—No me agrada la idea de que viva con Blamey. Y sin embargo, quizás aciertes cuando piensas que con él será feliz. Ojalá no te equivoques. —Liberó la mano del apretón de Julia—. Parece que las cosas se complican. Tendré que ir a Trenwith y hablar con ellos. El tono de la carta es bastante brusco. Supongo que están muy nerviosos.
Demelza pensó: «De modo que ya está; ahora Verity se casó con Andrew, y yo también ruego que juntos sean felices, porque si no es así mi conciencia no me dará paz».
—Falta menos de una hora para que anochezca —dijo Ross—. Tendré que darme prisa. —La miró—. ¿No querrás ir a verlos en mi lugar?
—¿A Elizabeth y Francis? ¡Judas, no! Oh, no, Ross. Haría duchas cosas por ti, pero esa no.
—No veo por qué te alarmas tanto. En fin, iré. Me gustaría saber qué movió a Verity a decidirse… después de todos estos años. Quizá también ella me dejó una carta.
Después que Ross se alejó, Demelza depositó a Julia en el suelo y la dejó caminar sobre el jardín, sostenida por los cordeles que su madre sujetaba. La niña caminó de aquí para allá, gorjeando complacida y tratando de aferrar las flores. Entretanto, Gimlett terminó de limpiar las ventanas, y recogió el cubo y entró; Demelza siguió cavilando y contempló la puesta del sol. No era la clase de atardecer que uno habría esperado después de ese día; el cielo aparecía surcado por nubes oscuras y brumosas y la luz se disipaba rápidamente.
Cuando comenzó a caer el rocío, Demelza alzó a la niña y entró con ella en la casa. Gimlett ya había entrado la cuna, y la señora Gimlett encendía las velas. El alejamiento de los Paynter había facilitado a Demelza la adquisición de las formas y actitudes propias de una dama.
Alimentó a Julia con un cuenco de caldo y pan, la acostó a dormir, y sólo entonces advirtió que Ross faltaba desde hacía largo rato.
Descendió la escalera y se dirigió a la puerta principal. El anochecer había ensombrecido el cielo, y un viento frío soplaba entre los árboles. Estaba cambiando el tiempo. Oyó a lo lejos el extraño ladrido perruno de una gallineta de los páramos.
De pronto vio a Ross que venía entre los árboles.
Morena relinchó cuando vio a Demelza de pie ante la puerta. Ross desmontó de un salto y ató las riendas al árbol de lilas.
—¿Vino alguien?
—No. Estuviste fuera mucho tiempo.
—Hablé con Jenkins… y también con Will Nanfan, que siempre está al tanto de todo. Dos condestables vinieron a colaborar con Jenkins. Por favor, trae luz; quiero llevar inmediatamente las velas.
Demelza lo acompañó hasta el interior de la biblioteca.
—Está levantándose viento. Si es posible, debe salir esta misma noche. Mañana quizá sea demasiado tarde, y por otra razón.
—¿De qué se trata, Ross?
—Sir Hugh es uno de los magistrados del caso, y está presionando para que llamen a los soldados. Según parece, ella… quiero decir Keren… según parece sir Hugh la había visto, y le pareció atractiva; como tú sabes, él es un viejo libertino…
—Sí, Ross…
—En suma, que tiene cierto interés personal. Y eso perjudicara a Mark. Además, lo mueve otra razón.
—¿De qué se trata?
—Recordarás que en Santa Ana, la semana pasada, maltrataron al aduanero. Las autoridades enviaron hoy un grupo de dragones a Santa Ana. Los apostarán allí durante un cierto tiempo, por precaución, y es posible que durante su estancia revisen la costa. Como sabes, sir Hugh es amigo del señor Trencrom y le compra todos sus licores. Sería lógico que tratase de desviar la atención de los contrabandistas pidiendo ayuda para capturar a un asesino.
—… ¿Quieres que vaya contigo a la caverna?
—No, tardaré a lo sumo media hora.
—Y… ¿Verity?
Ross se detuvo en la puerta de la biblioteca con el mástil al hombro.
—Oh… sí, Verity se marchó. Y yo sostuve una absurda pelea con Francis.
—¿Una pelea? —Demelza había intuido que la cosa podía ser más grave.
—En efecto. Me acusó de haber preparado esta fuga, e incluso se negó a creerme cuando dije que no era cierto. En mi vida me he sentido tan desconcertado. Le atribuía cierto nivel de… de inteligencia.
Demelza reaccionó con rapidez, como si intentase disipar la sensación de frío que había comenzado a afectarla.
—Pero, querido… ¿por qué te culpa?
—Oh, creen que estuve utilizándote como intermediaria, que yo recogía las cartas de Blamey y tú las entregabas a Verity. Sentí deseos de derribarlo de un puñetazo. En fin, hemos roto nuestras relaciones, y así quedarán durante mucho tiempo. Después de lo que nos dijimos no será fácil renovar nuestra amistad.
—Oh, Ross, yo… lo siento mucho… yo…
Deseoso de disimular su propia sensación de incomodidad, Ross dijo con aire despreocupado:
—Bien, no salgas de la casa mientras estoy fuera. Y dile a Gimlett que he regresado. Que se entretenga atendiendo a Morena.
De modo que pocos minutos después Demelza quedó otra vez sola. Lo había acompañado un corto trecho a lo largo del arroyo, y había contemplado la figura de Ross que se hundía en las sombras. Desde allí podía oírse el ruido de las olas que rompían en la playa.
Un rato antes Demelza se había sentido molesta, un tanto inquieta y ansiosa, porque no era tarea grata ayudar a huir a un asesino. Pero ahora su infortunio era distinto, como una cosa sólida, personal y definida, una suerte de obstáculo inconmovible, porque afectaba al tema fundamental de sus relaciones con Ross. Durante un año, Demelza había trabajado infatigablemente en favor de la felicidad de Verity, y lo había hecho con los ojos bien abiertos, pues sabía que su iniciativa sería condenada por Ross, y con mayor razón aún por Francis y Elizabeth. Pero jamás había imaginado que el asunto podía provocar una ruptura entre Ross y su primo. Se trataba de un desenlace que ella no había previsto, y que la turbaba profundamente.
Estaba tan absorta en sus pensamientos que no advirtió que una figura se acercaba por el sendero que llevaba a la puerta. Demelza se había vuelto y estaba cerrando la puerta cuando oyó una voz. La joven retrocedió un paso, de modo que la linterna del vestíbulo iluminase al que había hablado.
—¡Doctor Enys!
—Señora Poldark, no tenía intención de asustarla… ¿Está su marido?
Después del sobresalto inicial, el corazón de Demelza no se aquietó fácilmente. Ahora la amenazaba otro género de peligro.
—Ahora no.
Contempló la expresión desaliñada, tan distinta del aire pulcro, ordenado y discreto del joven que ella conocía. Se hubiera dicho que hacía una semana que no dormía. Permaneció de pie, indeciso, consciente de que no se le había invitado a entrar, y de que en la actitud de Demelza había un elemento de cautela; aunque se equivocaba acerca de las causas que la determinaban.
—¿Cree que tardará mucho?
—Más o menos media hora.
Se volvió a medias, como para alejarse. Pero se contuvo.
—¿Quizá me perdonará si la molesto…?
—Por supuesto.
Demelza llevó al joven médico a la sala. Tal vez hubiera peligro o tal vez no: en todo caso, no podía evitarlo.
Dwight permaneció de pie, evidentemente muy inquieto.
—No quiero interrumpir lo que usted está haciendo. De veras, no deseo molestarla.
—No —replicó ella amablemente—, no estaba haciendo nada. —Se acercó a la ventana y corrió las cortinas de modo que no se filtrase la luz—. Como usted puede ver, nuestra cena se ha retrasado, porque Ross tuvo mucho que hacer. ¿Beberá una copa de oporto?
—Gracias, no. Yo… —Cuando ella se volvió para mirarlo, Dwight dijo impulsivamente—: ¿Usted me condena por la responsabilidad que me incumbe en la tragedia de esta mañana.
Demelza se ruborizó levemente.
—¿Cómo puedo condenar a nadie cuando sé tan poco del asunto?
—No debía haberlo mencionado. Pero estuve pensando… estuve pensando todo el día, y no hablé con nadie. Y esta noche sentí que necesitaba salir, ir a alguna parte. Y esta casa era la única…
Demelza dijo:
—Esta noche puede ser peligroso salir de casa.
—Respeto mucho su opinión —dijo Dwight—. Su opinión y la de Ross. La confianza de Ross me permitió venir aquí; si creyese que la he traicionado, más valdría terminar de una vez y alejarme.
—No creo que la haya traicionado. Pero me parece que no le agradará esta visita.
—¿Por qué?
—Prefiero no explicarlo.
—¿Desea que me vaya?
—Creo que sería mejor. —Demelza recogió una fuente que estaba sobre la mesa y la depositó en otro sitio.
El la miró.
—Debo tener cierta seguridad de su amistad… a pesar de todo. Esta tarde, solo en mi casa, estuve al borde de… al borde de… —No concluyó la frase.
Ella lo miró en los ojos.
—En ese caso, quédese —dijo—. Tome asiento, y no se preocupe por mí.
Dwight se desplomó sobre una silla y se pasó las manos por la cara. Mientras Demelza iba de un lado para otro, y entraba y salía de la habitación, Dwight hablaba entrecortadamente, explicando y arguyendo. Pero no se compadecía ni trataba de disculparse. Se hubiera dicho que intentaba defender a Keren. Era como si creyese que se la juzgaba con dureza, ahora que ella no podía defenderse. Debía hablar en favor de Keren.
La tercera vez que ella regresó a la sala, él había dejado de hablar. Demelza lo miró, y vio que tenía el cuerpo tenso.
—¿Qué ocurre?
—Me pareció oír golpes en la ventana.
Demelza sintió que se le paralizaba el corazón; después, se reanudaron los latidos.
—Oh, ya sé qué es. No se mueva. Iré a atender.
Antes de que él pudiese replicar, Demelza salió al vestíbulo y cerró la puerta de la sala tras de sí. De modo que había llegado el momento. Exactamente lo que ella temía. Y nada menos que ahora. Ojalá Ross no se demorase demasiado. Por el momento, ella tendría que afrontar sola la situación.
Se acercó a la puerta del vestíbulo y espió. La tenue luz de la linterna mostraba el jardín desierto. Al lado del arbusto de lilas algo se movió.
—Disculpe, señora —dijo Paul Daniel.
Demelza lo miró a los ojos; después, desvió la vista para recorrer el espacio que se extendía unos metros más lejos.
—Ross bajó a la caverna. ¿Hay… hay alguien con usted?
El hombre vaciló.
—¿Está al corriente?
—En efecto.
El hombre silbó por lo bajo. Una figura confusa emergió del costado de la casa. Paul se colocó detrás de Demelza y entrecerró la puerta, de modo que disminuyese la luz.
Ante ellos estaba Mark. Tenía el rostro en sombras, pero ella alcanzaba a ver las cavernas de sus ojos.
—El capitán Ross está en la cueva —dijo Paul—. Será mejor que vayamos a buscarlo.
Demelza dijo:
—A veces Bob Baragwanath y Bob Nanfan van a pescar con la marea alta.
—Esperaremos al final del manzanar —dijo Paul—. Desde allí podremos verlo cuando regrese.
«Y podrán ver a quien salga de la casa,» pensó Demelza.
—Será más seguro que entren. Estarán mejor… en la biblioteca.
Demelza abrió del todo la puerta y entró en el vestíbulo, pero ellos retrocedieron un paso y hablaron en voz baja. Finalmente, Paul dijo:
—Mark no quiere que ustedes se compliquen todavía más.
Prefiere esperar afuera.
—No, Mark. Eso no nos preocupa. ¡Entren en seguida!
Paul entró en el vestíbulo, seguido por Mark, que inclinó la cabeza para pasar por la puerta. Demelza apenas había tenido tiempo de echar una ojeada a las manchas sobre la frente del hombre, al color gris piedra de su rostro y a la mano vendada, antes de abrir la puerta del dormitorio que llevaba a la biblioteca. Y cuando estaba levantando la linterna para entrar, se oyó un movimiento del otro lado del vestíbulo. Todos volvieron la cara y vieron a Dwight Enys, de pie, en el umbral del salón.