Capítulo 5

Ross había estado soñando que discutía acerca de la fundición con sir John Trevaunance y los restantes accionistas. No era un sueño desusado, ni mucho menos irreal. La mitad de su vida de vigilia estaba consagrada a defender a la Compañía Fundidora Carnmore de las divisiones internas o los ataques exteriores. Pues la batalla se había iniciado en todo el frente, y nadie podía decir cuál sería su desenlace.

Aparentemente, era lícito apelar a todos los recursos. Se había ejercido presión sobre la empresa Minas Unidas, y se había obligado a Richard Tonkin a abandonar la gerencia. En Swansea se había iniciado un juicio legal contra sir John Trevaunance a causa de la actividad de sus buques carboneros.

Ross soñaba que estaba celebrándose una reunión en casa de Trevaunance, como en efecto se haría pocos días después, y que todos disputaban con todos. El golpeaba insistentemente la mesa, tratando de hacerse escuchar. Pero nadie le prestaba atención, y cuanto más golpeaba más hablaban, hasta que de pronto callaron, y Ross despertó bruscamente en la habitación silenciosa, y oyó los golpes en la puerta principal de la casa.

Había bastante luz, y el sol penetraba por las ventanas protegidas en parte por las cortinas. Los Gimlett no tardarían en levantarse. Extendió la mano en busca de su reloj, pero como de costumbre, había olvidado darle cuerda. Los cabellos oscuros de Demelza cubrían la almohada, al lado de Ross, y su respiración originaba un sonido suave y regular. Conciliaba fácilmente el sueño; si Julia despertaba, Demelza la atendía, y cinco minutos después volvía a dormirse.

Pasos apresurados descendieron la escalera, y los golpes asaron. Ross bajó de la cama y Demelza se sentó, como de costumbre completamente despierta, como si jamás se hubiese dormido.

—¿Qué pasa?

—No lo sé, querida.

Se oyó un golpe en la puerta del dormitorio, y Ross abrió. En esas situaciones de urgencia, a menudo esperaba abrir la puerta y ver a Jud.

—Por favor, señor —dijo Gimlett—, un niño quiere verlo, Charlie Baragwanath, el ayudante del jardinero en Mingoose. Está terriblemente impresionado.

—Ahora mismo bajo.

Demelza suspiró silenciosamente bajo las mantas. Había creído que podía tratarse de Verity. Durante la jornada anterior un hermoso día de verano, buena parte del cual habían pasado en la playa, al sol, chapoteando en el agua tibia, no había dejado un instante de pensar en Verity. Había sido el día de la liberación de Verity, la liberación que ella, Demelza, había planeado y preparado más de un año. Y así, Demelza había cavilado y esperado.

Con las mantas casi hasta los ojos, miró a Ross mientras se vestía y salía del dormitorio. Demelza deseaba que la gente lo dejara en paz. Lo único que quería era estar sola con Ross y Julia. Pero la gente venía más que antes; y sobre todo sus pretendientes, como Ross los denominaba burlonamente. Sir Hugh Bodrugan había venido varias veces a tomar té.

Ross regresó. Demelza comprendió inmediatamente que se trataba de algo grave.

—¿Qué ocurre?

—Es difícil sacar algo en limpio del niño. Creo que es algo en la mina.

Ella se sentó bruscamente en la cama.

—¿Un accidente?

—No. Duérmete. Son apenas las cinco pasadas.

Ross volvió a bajar y se reunió con el niño de cuerpo menudo, cuyos dientes castañeteaban como si tuviera frío. Le dio de beber un trago de brandy, y ambos se encaminaron hacia el manzanar, sobre la colina.

—¿Estuviste allí? —preguntó Ross.

—Sí, señor… yo… siempre paso por ahí camino de la mina. No es que siempre vea a alguien en esta época del año, cuando salgo tan temprano; pero siempre hago el mismo camino. Pensé que todos habían salido, y entonces la vi… y entonces la vi…

Se cubrió el rostro con las manos.

—En serio, señor, casi me desmayé. Casi me caí allí mismo.

Cuando se aproximaron al cottage, vieron a tres hombres de pie, frente a la puerta. Paul Daniel, Zacky Martin y Nick Vigus.

Ross preguntó:

—¿Es lo que dijo el niño?

Zacky asintió.

—¿Hay alguien… adentro?

—No, señor.

—¿Saben dónde está Mark?

—No, señor.

—¿Mandaron llamar al doctor Enys?

—Hace un momento, señor.

—Sí, claro que mandamos llamarlo —dijo amargamente Paul Daniel. Ross lo miró.

—Zacky, entre conmigo —dijo.

Juntos se acercaron a la puerta abierta, y Ross inclinó la cabeza y entró.

Keren yacía sobre el suelo, cubierta por una manta. El sol que entraba por la ventana teñía de oro la manta.

—El niño dijo…

—Sí… La movimos. No nos pareció decente dejar así a la pobrecita.

Ross se arrodilló y levantó la manta. Ella aún tenía el pañuelo escarlata que Mark había ganado en el encuentro de lucha, veinte meses antes. Volvió a cubrirla, se puso de pie y se restregó las manos.

—Zacky, ¿dónde estaba Mark cuando ocurrió esto? —Lo dijo en voz baja, como si no deseara que lo oyesen.

—Capitán Ross, él debía haber estado en la mina, y hubiera tenido que volver precisamente ahora. Pero al principio de su turno sufrió un accidente. Mathew Mark regresó a su casa y se acostó antes de la una. Después nadie vio a Mark Daniel.

—¿Tiene idea de su paradero?

—Lo ignoro.

—¿Mandaron llamar al condestable de la parroquia?

—¿Quién? ¿El viejo Vage? ¿Deberíamos haberlo hecho?

—No, esto es asunto de Jenkins. Estamos en la parroquia de Mingoose.

Una sombra se proyectó sobre el cuarto. Era Dwight Enys. En su rostro, lo único que tenía color eran los ojos, que parecían febriles.

—Yo… —Miró a Ross, y después desvió los ojos hacia la figura sobre el suelo—. Vine…

—Dwight, un asunto horrible. —La amistad indujo a Ross a apartarse del joven para acercarse a Paul Daniel, que lo había seguido al interior del cottage—. Vamos, dejemos solo al doctor Enys mientras examina el cuerpo.

Paul pareció dispuesto a oponerse; pero Ross tenía demasiada autoridad como para que no se le hiciera caso, y así, poco después, todos estaban de nuevo al aire libre. Ross volvió la cabeza y vio a Dwight inclinarse para retirar la manta. La mano le temblaba, y parecía a punto de caer desmayado sobre el cuerpo inerte.

A lo largo del día no hubo noticias de Mark Daniel. Ennegrecido y lastimado, había subido a la superficie a medianoche, y en las primeras horas de la mañana del lunes había castigado la infidelidad y el engaño. Después, el día cálido se lo había tragado.

Eso era lo que todos sabían. Pues a semejanza del movimiento sereno del viento entre los pastos, el rumor del engaño de Keren se había difundido por las aldeas y los villorrios de la región, y nadie dudaba de que esta era la causa de su muerte. Y por extraño que pareciera, nadie alimentaba dudas acerca de la justicia del desenlace. Era un castigo bíblico. Desde el día de su llegada, ella había pavoneado su cuerpo ante otros hombres. Uno de ellos, y todos sabían quién, había caído en el lazo. Cualquier mujer medianamente avisada habría sabido que Mark Daniel no era de los hombres que se dejaban encornudar así como así. La muchacha conocía el riesgo, y lo había aceptado, oponiendo su agudo ingenio a la fuerza lenta del hombre. Durante un tiempo se había salido con la suya, y de pronto había cometido un error, y ese había sido el fin. Tal vez no era legal, pero era justo.

En cuanto al amante, podía agradecer a su suerte que no estuviera él también tendido en el suelo con el cuello roto. Podía verse en esa situación si no se cuidaba. En su lugar, ellos hubieran montado a caballo y cabalgado treinta kilómetros, para mantenerse alejados mientras Mark Daniel se hallara en libertad. Por mucho que hubiese leído, él no era más que un muchacho, y Daniel podía descuartizarlo con la misma facilidad con que se rompe una ramita.

A pesar de todo, la gente no lo miraba con malos ojos. Durante todos esos meses habían llegado a cobrarle simpatía, a respetarlo; en cambio, Keren desagradaba a todos. Hubieran podido alzarse contra él, imputándole la destrucción de un hogar; en cambio, pensaban que Keren era la tentadora que lo había inducido. Muchas esposas habían visto a Keren mirar a sus hombres. Afirmaban que no era culpa del médico. De todos modos, nadie deseaba estar en su pellejo. Lo habían llamado para que examinase el cuerpo, y se decía que cuando llegó el sudor le bañaba la cara.

Esa tarde, a las seis, Ross fue a ver a Dwight. Al principio Bone no quiso dejarlo pasar; el doctor había dicho que nadie debía molestarlo. Pero Ross apartó bruscamente al criado.

Dwight estaba sentado frente a una mesa, con una pila de papeles frente a sí y una expresión desesperada en el rostro. No se había cambiado de ropas desde la mañana, ni se había afeitado. Miró a Ross y se puso de pie.

—¿Es tan importante?

—No hay novedades. Eso es lo importante, Dwight. En su lugar, no me quedaría aquí hasta el anochecer. Vaya a pasar unos días con los Pascoe.

—¿Por qué? —preguntó Dwight estúpidamente.

—Porque Mark Daniel es un hombre peligroso. ¿Cree que si viene a buscarlo lo detendrán Bone o unas pocas puertas cerradas con llave?

Dwight se llevó las manos a la cara.

—De modo que todos saben la verdad.

—Saben lo suficiente. En una región como esta es imposible hacer nada en privado. Por el momento…

Dwight dijo:

—¡Jamás olvidaré su rostro! Dos horas antes había estado besándolo.

Ross se acercó y le sirvió un vaso de brandy.

—Beba esto. Tiene suerte de estar vivo, y debemos mantenerlo así.

—No veo por qué.

Ross trató de controlarse.

—Escuche, muchacho —dijo, más amablemente—, trate de pensar. No es posible volver atrás. Lo que ahora deseo sobre todo es evitar otro desastre. No vine para juzgar.

—Lo sé —dijo el joven—. Lo sé, Ross. Yo mismo me juzgo.

—Y sin duda lo hace con excesiva severidad. Todos saben que esta tragedia es resultado de la iniciativa de la muchacha. Por otra parte, ignoro qué llegó a sentir por ella.

Dwight estalló.

—Ross, yo mismo no lo sé. No lo sé. Cuando la vi muerta, yo… sentí que la amaba.

Ross fue a servirse una copa. Cuando se volvió, Dwight había reaccionado parcialmente.

—Lo que importa es irse un tiempo. Una semana, o cosa así. Los magistrados han emitido una orden de arresto, y los condestables comenzaron a buscarlo. Por el momento es todo lo que puede hacerse, y quizá sea suficiente. Pero si Mark quiere evitar que lo capturen, creo que esas medidas no bastarán, porque si bien de acuerdo con la ley todos los aldeanos deben colaborar en la captura, no creo que uno solo de ellos mueva un dedo.

—Toman partido por él, y con razón.

—Pero no contra usted, Dwight. Sin embargo, en un par de días quizá se adopten otras medidas, y de aquí a una semana Mark ya no será un peligro y usted podrá volver sin riesgo.

Dwight se puso de pie, y su vaso medio vacío se balanceó y estuvo a punto de caer.

—¡No, Ross! ¿Por quién me toma? ¡Huir a lugar seguro mientras persiguen a ese hombre, y después volver subrepticiamente! Prefiero enfrentarme a él de una vez y soportar lo que sea. —Comenzó a pasearse por la habitación. De pronto, se detuvo—. Mírelo desde mi punto de vista. He traicionado a esa gente. Vine a vivir aquí, y era un médico a quien jamás habían visto. A lo sumo algunos me miraron con sospecha, pero muchos me demostraron algo más que bondad. Regalos de alimentos que necesitaban mucho a cambio de un favor imaginario. Menudos gestos de buena voluntad de gente que era paciente de Choake. Confianza y sinceridad. Y yo ayudé a destruir la vida de uno de ellos. Si ahora huyo, será para siempre; seré un cobarde y un fracasado.

Ross no dijo nada.

—Pero hay otro camino, más difícil, que consiste en afrontar mi responsabilidad. Vea, Ross, en Marasanvose hay otro caso de infección de garganta. En Grambler hay una embarazada que la última vez casi murió a causa de los manejos de una partera. Hay cuatro casos de mineros con consunción, que están mejorando gracias a mi tratamiento. Son los habitantes de la región, y confían en mí. Sí, los he traicionado; pero sería una traición aún más grave que ahora los abandonase… y los dejase librados a los primitivos métodos de Thomas Choake.

—No dije que debiera hacer tal cosa.

Dwight movió la cabeza.

—No puedo hacerlo.

—Entonces, pase unos días con nosotros. Tenemos un cuarto. Traiga a su criado.

—No. Gracias por su bondad. Desde mañana seguiré mi rutina acostumbrada.

Ross lo miró con expresión sombría.

—Entonces, suya será la responsabilidad de su propia sangre.

Dwight se llevó la mano a los ojos.

—Ya es mía la responsabilidad de la sangre de Keren.

Cuando salió de la casa de Dwight Enys, Ross fue directamente al cottage de los Daniel. Todos estaban sentados en la semipenumbra del cottage, sin hacer nada. Parecían los deudos de un velorio. Allí estaba toda la familia adulta, con la única excepción de Beth, la esposa de Paul, que hacía la solitaria custodia de Keren en el cottage levantado sobre la colina. Despreciada en vida por Keren, Beth no podía soportar el pensamiento de dejarla sola en ese atardecer estival.

El viejo Daniel chupaba su pipa de arcilla y hablaba y hablaba. Nadie parecía escucharlo, y se hubiera dicho que al anciano no le importaba. Hablando, trataba de liberarse del dolor y la ansiedad.

—Recuerdo bien que yo estaba en el lago Superior, en el sesenta y nueve, y hubo un caso no muy distinto de este. En el lago Superior, en el sesenta y nueve —¿o fue en el setenta?—, un hombre huyó con la mujer del tendero. Lo recuerdo bien. Pero no fue por culpa de…

Saludaron respetuosamente a Ross. La abuela Daniel se levantó de su endeble taburete, el rostro lloroso, y lo invitó a sentarse. Ross se mostraba siempre muy amable con la abuela Daniel, y ella siempre intentaba retribuírselo. Le dio las gracias y rehusó; dijo que deseaba hablar unas palabras a solas con Paul.

—Y no fue por culpa del hombre. Un hombre huyó con la mujer del tendero, y él tomó una pala y fue tras ellos. Solamente una pala. Nada más que una pala.

Paul enderezó la espalda y siguió silenciosamente a Ross fuera del cottage. Una vez fuera, cerró la puerta y apoyó sobre ella la espalda, en actitud un tanto defensiva. Alrededor había otras personas, de pie frente a las puertas de sus cottages, conversando, pero no podían oír lo que ellos hablaban.

—¿No hay noticias de Mark? —preguntó Ross.

—No, señor.

—¿Tiene idea de su paradero?

—No, señor.

—Imagino que Jenkins ya lo interrogó.

—Sí, señor. Y a otros de Mellin. Pero no sabemos nada.

—Ni lo dirían aunque supieran, ¿eh?

Paul se miró los pies.

—Es posible.

—Paul, esto es muy distinto de un hurto. Si hubiesen sorprendido a Mark robando algo de una tienda, quizá lo hubiesen desterrado; pero si se ocultaba un tiempo, la cosa llegaría a olvidarse. Sin embargo esto es un asesinato.

—Señor, ¿cómo sabemos que es culpable?

—Si no fue él, ¿por qué huyó?

Paul se encogió de hombros, y con los ojos entrecerrados miró el sol poniente.

—Paul, le explicaré lo que probablemente ocurrirá. Los magistrados emitieron orden de arresto, y enviaron al condestable. El viejo herrero Jenkins, de Marasanvose, hará todo lo posible y Vage, de Sawle, también ayudará. No creo que tengan éxito.

—Quizá no.

—Entonces, los magistrados organizarán una búsqueda. Una cacería humana es cosa muy fea. Habría que evitarlo.

Paul Daniel se movió inquieto, pero no habló.

Ross dijo:

—Paul, conozco a Mark desde que ambos éramos niños. No me agrada la idea de que lo persigan, quizá con perros, y después lo ahorquen.

—Lo ahorcarán si se entrega —dijo Paul.

—¿Sabe dónde está?

—No sé nada. Pero quizá tengo una idea.

—Sí, en efecto. —Ross había descubierto lo que deseaba saber—. Escuche, Paul. ¿Conoce la caleta de Nampara? Por supuesto. Hay dos caletas. En una hay un bote.

Paul Daniel lo miró con los ojos entrecerrados.

—¿Sí?

—Es una embarcación pequeña. La uso para pescar cerca de la costa. Guardo los remos en un reborde, al fondo de la caverna. Los encajes de los remos están en casa, de modo que nadie usa el bote sin mi permiso.

Paul se lamió los labios.

—¿Sí?

—Sí. Además, en casa hay un mástil y un par de velas, que permiten convertir el bote en un cúter. Es un bote marinero, lo sé por experiencia. No sirve para salir al mar cuando amenaza tormenta; pero un hombre decidido puede arreglárselas bastante bien en verano. Bueno, Mark ya nada puede hacer en Inglaterra. Pero en el norte está Irlanda. Y hacia el sur está Francia, donde ahora hay muchos problemas. Tiene conocidos en Bretaña, y ya cruzó el mar otras veces.

—¿Sí? —dijo Paul, que comenzaba a transpirar.

—Sí —dijo Ross.

—¿Y cómo conseguirá las velas y los sostenes de los remos.

—Estarán en la caverna después de oscurecer. Y un poco de comida para el viaje. No es más que una idea.

Paul se frotó la frente con el antebrazo.

—Le agradezco la idea. Caramba, si…

—Impongo una condición —dijo Ross, tocando el pecho de su interlocutor con un largo índice—. Será un secreto entre dos o tres personas. No es agradable que lo acusen a uno de cómplice de un asesinato. No quiero que los Vigus sepan una palabra, porque Nick tiene un modo sinuoso de revelar cosas cuando pueden perjudicar a otros. A ciertas autoridades les complacería muchísimo que yo metiera el cuello en un lazo. Pues bien, no pienso hacerlo, ni por usted, ni por su hermano, ni por todos los habitantes de Mellin. De modo que ándese con cuidado. Zacky Martin puede ayudarlo si necesita colaboración fuera de su propia familia.

—No, señor, lo haré solo. No necesito meter a otros en este asunto. El viejo morirá si ahorcan a Mark… y tal vez la abuela tampoco lo soporte, aunque uno nunca sabe de lo que ella es capaz. Pero el disgusto… Si yo pudiera…

—¿Sabe dónde está ahora?

—Sé dónde puedo dejarle una nota; el lugar donde jugábamos cuando éramos niños. Pero creo que no podremos hacer nada antes de mañana por la noche. Primero tendré que arreglar un encuentro, y después convencerlo de que es mejor para todos que se marche. Algunos dicen que está completamente destrozado.

—Entonces, ¿alguien lo vio?

Paul dirigió una rápida mirada a Ross.

—Sí.

—No creo que se niegue a huir si usted menciona a su padre. Pero dese prisa. No debe pasar de mañana.

—Sí. Eso mismo haré. Si puedo arreglarlo esta noche misma, se lo comunicaré. Y gracias, señor. Los que nada sepan no podrán agradecérselo, ¡pero lo harían si se enteraran!

Ross se volvió y comenzó a alejarse. Paul volvió a entrar en el cottage. Adentro, el viejo Daniel seguía hablando, como si nada hubiese interrumpido su voz temblona y cascada, hablando sin cesar para evitar el silencio abrumador.