Capítulo 4

Más o menos a la misma hora que Verity subía la escalera con una vela para acostarse en su nuevo lecho, Mark Daniel iniciaba el trabajo en su veta de la Wheal Leisure.

Lo acompañaba uno de los Martin más pequeños, Mathew Mark, cuya misión era ayudarle a retirar los desechos, que eran recogidos y arrojados a un pozo de la galería contigua. El aire estaba tan viciado que las velas de cáñamo no ardían bien. De modo que trabajaban casi en la oscuridad. Las paredes del túnel mostraban líneas de humedad, y ellos hundían los pies en el agua y el lodo. Pero Mathew Mark se consideraba afortunado de trabajar para un hombre tan veterano por seis peniques por día o por noche —y estaba aprendiendo con rapidez—. Pocos años después ya se hallaría en condiciones de pedir que le asignaran una veta.

Cuando trabajaba, Mark nunca tenía mucho que decir, pero esa noche no había dicho palabra. El niño ignoraba qué ocurría, y temía preguntar. Como sólo tenía nueve años, aunque se lo hubieran explicado no habría podido comprender muy bien qué le ocurría a su compañero de tareas.

Hacía ya varios días que Mark había renunciado al esfuerzo de creer que todo estaba bien. Durante semanas lo había sabido en el fondo de su corazón, pero había tratado de negar la realidad. Los pequeños indicios se habían acumulado, y otro tanto había ocurrido con las indirectas de los que sabían y no se atrevían a hablar, y con las miradas socarronas; ese cúmulo de cosas, pequeñas en sí mismas, se había acumulado como los copos de nieve sobre un techo, y el peso había aumentado hasta que al fin, como era inevitable que ocurriera, el techo se había desplomado.

Ahora sabía, y también sabía quién.

Ella había sido astuta. Mark siempre había buscado indicios de presencia de un hombre en el cottage, pero jamás había encontrado nada. Había tratado de sorprenderla, pero ella siempre se le había adelantado. Era inteligente. El leopardo de las nieves era más sagaz que el oso negro. Pero durante el tiempo húmedo de la semana anterior, ella no se había mostrado tan astuta. El suelo estaba tan blando que a pesar de que ella había procurado caminar únicamente sobre los lugares pedregosos aquí y allá había marcas de sus pies.

Mark temía esa semana, durante la cual trabajaría por la noche porque ahora el asunto culminaría de un modo o de otro. Temía explotar, porque no alcanzaba a separar su cólera de las últimas ramificaciones de su amor. Estas aún lo ataban; y él luchaba aferrado por las garras filosas del dolor.

Ahora necesitaba pólvora para volar la veta. Con el pico ya no podía seguir. Así se lo dijo a Mathew, y recogió el enorme martillo y el taladro de acero. Con movimientos diestros, originados en una larga práctica, eligió el lugar en la roca dura y perforó un agujero profundo en la cara de la veta; finalmente extrajo el taladro y limpió y secó el agujero. Después, alzó la caja de pólvora y echó un poco en el orificio. Introdujo también un cilindro delgado, parecido a un clavo largo de hierro, taponó con arcilla la boca del agujero y presionó todo con el taladro. Hecho esto, extrajo el clavo y en el angosto orificio metió un canuto hueco lleno de pólvora, que cumpliría la función de mecha.

Se quitó el sombrero, sopló suavemente la vela humosa hasta que ardió una llama limpia y encendió el canuto. Después, el hombre y el niño retrocedieron y se protegieron detrás de un recodo.

Mark contó hasta veinte. Nada. Otra vez contó veinte. Llegó a cincuenta. Después, recogió el recipiente y lanzó un juramento. En la oscuridad, lo había depositado contra la pared y le había entrado agua.

—Falló —dijo.

—Señor Daniel, tenga cuidado —dijo Mathew. Las voladuras eran la parte del trabajo que no agradaba al niño—. Espere un poco.

Pero Mark gruñó por lo bajo, y ya estaba acercándose a la carga. El niño venía detrás.

Cuando Mark extrajo el canuto, hubo un chisporroteo y un rumor sordo, y la piedra le voló en la cara. Se llevó las manos a los ojos y cayó hacia atrás. La pared se derrumbó.

El niño perdió la cabeza, se dio vuelta, y echó a correr para pedir ayuda. Después se contuvo, y se volvió; se abrió paso en la espesa humareda hasta el sitio en que Mark trataba de desembarazarse de las piedras.

Lo tomó del brazo.

—¡Señor Daniel! ¡Señor Daniel!

—¡Vuélvete, niño! Explotó sólo una parte.

Pero Mathew no quiso abandonarlo, y juntos se retiraron hasta el recodo del túnel.

Mathew sopló sobre su vela, y a la luz parpadeante miró a Mark. El rostro alargado estaba tiznado y manchado de sangre, y tenía parte de los cabellos y las cejas chamuscados.

—Sus ojos, señor Daniel, ¿están bien?

Mark miró la vela.

—Sí; veo. —Se oyó otra detonación en el túnel, y explotó el resto de la carga. El humo negro los envolvió—. Cuidado, niño; que esto te sirva de advertencia. Cuando uses pólvora, debes poner el mayor cuidado.

—Su cara. Tiene sangre.

Mark se miró las manos.

—Viene de aquí. —Le sangraban la palma y los dedos de la mano izquierda. La pólvora húmeda había provocado el accidente, pero también le había salvado la vida. Extrajo un trapo sucio, y se lo ató alrededor de la cabeza.

—Esperaremos a que se disipe el humo y veremos el resultado.

Mathew se puso en cuclillas, y miró el rostro manchado de sangre.

—Debería ver al médico. Sabe curar estas heridas.

Mark replicó agriamente:

—No. No iría a verlo aunque estuviese muriéndome. —Se volvió hacia el humo.

Trabajaron un rato, pero Mark no podía usar la mano herida, que no dejaba de sangrar. Tenía la piel de la cara quemada y dolorida.

Una hora después dijo:

—Creo que subiré un rato. Es mejor que tú vengas conmigo. No es nada bueno respirar este aire pesado, cuando no hay ninguna necesidad.

Mathew lo siguió de buena gana. El trabajo nocturno lo fatigaba más de lo que estaba dispuesto a reconocer.

Llegaron al tubo principal y comenzaron a subir; el recorrido hacia la superficie era mucho menor que en Grambler, y pronto se encontraron aspirando el fresco aire de la noche y oyendo el rumor del mar. Era agradable estar en la superficie y respirar la suave brisa nocturna. Se encontraron con algunos hombres, que se acercaron a Mark para aconsejarle.

Finalmente, se vendó bien la herida y pensó volver a su veta. Pero mientras estaba allí, conversando con los hombres, y mientas le vendaban los dedos, la angustia que lo agobiaba se renovó, y Mark comprendió con pánico, y al mismo tiempo con cólera que había llegado el momento de la prueba.

Durante un momento trató de resistir, porque le pareció que se apresuraba demasiado, y que era necesario prepararse. Después, se volvió hacia Mathew y dijo:

—Niño, vuélvete a casa. Será mejor que esta noche no regresemos a la galería.

Cuando Mathew Mark estaba en la mina, trabajando, trataba de no pensar en el sueño; no le hacía bien. Pero ahora se sentía agotado. Era poco más de medianoche. Seis horas más en la cama. Respetuosamente esperó un momento, con el propósito de acompañar a Mark parte del camino; pero otra frase irritada lo obligó a salir inmediatamente en dirección a los cottages de Mellin.

Mark lo miró alejarse; después se despidió brevemente de los mineros e inició el regreso. Les había dicho que no sabía si era necesario molestar al doctor Enys; pero en realidad ya se había decidido. Sabía perfectamente lo que debía hacer.

Caminó tranquilamente en dirección a su casa. Cuando apareció el cottage, a la luz de las estrellas, Mark sintió una tensión particular en el pecho. Si hubiera sido un hombre de espíritu religioso habría orado, porque deseaba equivocarse, creer en la sinceridad de Keren, renovar su confianza. Se acercó a la puerta, extendió la mano y empujó.

La puerta se abrió.

Ahora respiraba jadeante, y entró con movimientos torpes; no podía contener la respiración, y era un estertor, como si hubiese corrido para salvar su propia vida. No se detuvo a encender luz, y pasó inmediatamente al dormitorio. Las persianas estaban cerradas, y en la oscuridad, con la mano sana, tanteó el camino junto a la pared del cottage —su cottage— hasta llegar a la cama. El rincón, la manta áspera. Se sentó sobre el borde y extendió la mano en busca de Keren… su Keren. No estaba allí.

Sin moverse, emitió un profundo gruñido de dolor, porque sabía que era el fin. La respiración le brotaba en sollozos. Permaneció sentado, jadeante y sollozando. Después, se puso de pie.

Cuando salió a la noche, se detuvo de nuevo para frotarse los ojos con los dedos; miró a derecha y a izquierda, olió el aire y partió en dirección a Mingoose.

La casa estaba sumida en sombras. Describió un círculo buscando con la mirada. De una ventana alta brotaba un hilo de luz.

Se detuvo a mirar, y trató de contener el dolor. Le latía la sangre, le dolía y sofocaba. La puerta de la casa.

Pero se contuvo. Si golpeaba para que le abriesen, era lo mismo que avisarles. Tendrían tiempo de pensar antes de abrir. Quizás ella saliese por el fondo. Esos dos sabían pensar con rapidez. Necesitaba sorprenderlos. Esta vez necesitaba pruebas.

Pensó: «Esperaré.»

Se alejó con pasos silenciosos, el largo torso inclinado, hasta que tomó distancia suficiente para ver tanto la puerta del frente como la del fondo.

«Me agazaparé aquí, y esperaré.»

Las estrellas se elevaron en el cielo, trepando y girando en su movimiento infinito. Un viento suave se levantó y se deslizó entre los arbustos y los matorrales; durante un momento agitó las ramas de los árboles, y luego se aquietó otra vez. Un grillo comenzó a cantar entre las plantas; a cierta altura, un chotacabras emitió su grito: era un sonido fantasmal, como el espíritu de un minero muerto hacía mucho recorriendo invisible su antigua comarca. Algunos animales pequeños se agitaron entre los arbustos. Un búho se instaló sobre el techo y lanzó su áspero grito.

«Esperaré.»

Después, hacia el este, se insinuó un débil resplandor amarillento, y en el cielo se dibujó el perfil gastado de una luna antigua. Estuvo como suspendida, marchita y seca; se desplazó un poco y luego comenzó a ocultarse.

La puerta de la casa se abrió unos pocos centímetros, y Keren se deslizó al exterior.

Por una vez se sentía feliz. Feliz porque no era más que la primera noche de una semana durante la cual Mark trabajaba en la mina hasta las seis de la mañana. La relación entre ella y Dwight aún tenía matices extraños, e incluía cosas que ella no había imaginado inicialmente. A pesar de su carácter posesivo y un tanto celoso, Keren se veía obligada a aceptar cierta división en los sentimientos de lealtad de Dwight. Para el joven, su trabajo ocupaba siempre el primer lugar. Keren había llegado a Dwight gracias al interés que había demostrado en el trabajo profesional de su nuevo amigo. Y retenía a Dwight precisamente manteniendo esa línea de conducta.

En realidad, a ella no le molestaba actuar de ese modo. Hasta cierto punto le agradaba representar el papel de la ayudante discreta. Algo parecido al personaje que había encarnado en Hilary Tempest. A veces Keren soñaba que era la esposa de Dwight —Mark desaparecía de la escena— y era una mujer encantadora, ataviada con ropas prácticas pero femeninas, y colaboraba con Dwight en una actividad muy seria. Trabajaría con manos diestras y hábiles, y su colaboración debía ser extraordinariamente útil; después, Dwight demostraría toda la admiración que sentía por ella. Pero no sólo él, sino también la nobleza rural que habitaba en la región. Hablarían de ella por doquier —Keren se había enterado de que la señora Poldark había tenido un notable éxito en el baile de celebración, y que después muchas personas se habían acercado para conocerla; Keren no atinaba a comprender la causa de esta actitud.

El asunto la molestaba, porque el mes anterior la señora Poldark había creído oportuno acercarse al cottage, en actitud de gran dama, para dar a entender a Keren que le convenía andarse con cuidado; y Keren se había molestado. Pues bien, si ella tenía tanto éxito en sociedad, Keren, cuando se convirtiera en la esposa de un médico, llegaría mucho más lejos. Incluso era muy posible que no se quedara en esposa de médico. ¿Quién podía imponer límites al futuro? Un hombre de cierta edad, corpulento y velludo, que cierto día había ido a visitar a los Poldark, se había cruzado con ella en el bosquecillo de Nampara, y le había dirigido una mirada más que atenta. Cuando Keren supo que era baronet y que no estaba casado, se sintió muy satisfecha porque en esa ocasión llevaba el vestido de muselina.

Se abrió paso entre los ásperos matorrales, en el camino de regreso al cottage. Según el reloj de Dwight eran las tres y media, de modo que disponía de bastante tiempo. Más valía no apresurarse demasiado. La zona baja entre las dos casas estaba cubierta por la bruma. Keren se hundió en la niebla como en un río. Las plantas estaban cubiertas de humedad; y esta le cubría la cara y relucía sobre los cabellos de la joven. Entre los arbustos se alzaban algunas ipomeas, y Keren recogió una al pasar. Atravesó la depresión, volvió a subir y salió al aire limpio y fresco.

Esa noche, mientras yacía desnuda en los brazos de Dwight, Keren lo había alentado a hablar: acerca del trabajo del día, del niñito que había muerto de la enfermedad maligna de garganta en Marasanvose, de los resultados del tratamiento que había aplicado a una mujer que tenía un absceso, de sus pensamientos acerca del futuro. Todo eso era como el cemento que fortalecía la pasión de ambos. Así tenía que ser con él. En realidad, a ella no molestaba.

Cuando llegó al cottage la luna estaba ocultándose, y hacia el este comenzaban a insinuarse los tonos azules del alba. El camino que había recorrido para atravesar la hondonada parecía colmado por un arroyo de leche. Todo el resto se mostraba claro y limpio.

Entró y se volvió para cerrar la puerta. Pero entonces una mano presionó desde afuera.

—Keren.

Creyó que se le detenía el corazón; y después comenzó a latirle fuertemente, con tanta fuerza que el golpeteo le llegó a la cabeza, y creyó que esta se le partía.

—¡Mark! —murmuró—. Volviste temprano. ¿Ocurrió algo?

—Keren…

—¿Cómo te atreves a asustarme de esa manera? ¡Casi me muero del susto!

El pensamiento de la muchacha ya se adelantaba al de Mark, y trataba de atacar y parar el ataque del hombre. Pero esta vez él no dependía de las palabras.

—¿Dónde estuviste, Keren?

—¿Yo? —dijo ella—. No podía dormir. Tenía un dolor. Oh, Mark, tenía un dolor horrible. Te llamé. Pensé que tal vez podrías prepararme algo caliente que me mejorase. Pero estaba sola. No sabía qué hacer. Entonces, pensé que el caminar me haría bien. Si hubiera sabido que volverías temprano a casa habría ido a la mina para verte. —En la semioscuridad sus ojos agudos vieron el vendaje de la mano—. ¡Oh, Mark, estás herido! Tuviste un accidente. ¡Déjamelo ver!

Ella se acercó a Mark, y él la golpeó en la boca con la mano quemada, y la lanzó hacia el fondo de la habitación. La muchacha se desplomó, lastimada y aturdida.

—¡Sucia mentirosa! ¡Sucia mentirosa! —La respiración de Mark volvía a brotar como una sucesión de sollozos.

Ella lloró, dolorida. Un llanto extraño, menudo e infantil, tan distinto del que brotaba de la garganta de Mark.

Se acercó a ella.

—Estuviste con Enys —dijo con voz terrible.

Keren alzó la cabeza.

—¡Eres sucio! ¡Sucio y cobarde! Golpeas a una mujer. ¡Bestia inmunda! ¡Apártate de mí! Déjame en paz. ¡Haré que te metan en la cárcel! ¡Fuera!

El alba comenzaba a iluminar la escena; y la luz que se filtraba entre las persianas caía sobre el rostro chamuscado y ennegrecido de Mark. Espiando entre los dedos de sus manos y sus cabellos, ella lo vio, y entonces comenzó a llorar.

—¡Estuviste con él, acostándote con él! —La voz de Mark le llegó en grandes oleadas.

—¡No es cierto! ¡No es cierto! —gritó Keren—. ¡Mientes! Fui a verlo porque sufría. Es médico, ¿no? Bruto roñoso. Me dolía mucho.

Incluso ahora, la mentira pensada en el apremio del momento lo obligó a detenerse. Sobre todo, él siempre había querido mostrarse justo, hacer lo que era propio.

—¿Cuánto estuviste allí?

—Oh… más de una hora. Me dio algo para tomar y después tuve que esperar…

Mark dijo:

—Esperé más de tres horas.

Keren comprendió entonces que debía huir, y hacerlo rápidamente.

—Mark —dijo desesperadamente—, no es lo que crees. Juro ante Dios que no es así. Si le hablas, te lo explicará. Ve a verlo. Mark, no quería dejarme en paz. Siempre estuvo molestándome. Sin darme un minuto de respiro. Y después, como una vez lo hice, amenazó decírtelo si yo no continuaba. Lo juro ante Dios y la memoria de mi madre. ¡Lo odio, Mark! ¡Sólo a ti te quiero! Mátalo si lo deseas. ¡Lo merece, Mark! ¡Juro ante Dios que se aprovechó de mí!

Y así continuó, farfullando cosas, arrojándole palabras, las que se le ocurrían, como quien arroja guijarros a un gigante, porque eran su única defensa. Lo rociaba con palabras, tratando de salvarse de la profunda cólera que embargaba al hombre, exprimiendo su cerebro para hallar los argumentos más eficaces. Y de pronto, cuando comprendió que así no podía contenerlo mucho más, saltó como un gato bajo el brazo de Mark, y enfiló hacia la puerta.

El extendió una mano enorme y la atrapó por los cabellos, y entre alaridos la atrajo hacia sus brazos.

La muchacha luchó con toda la fuerza de su cuerpo, descargando puntapiés, mordiendo y arañando. Mark apartó de sus ojos las uñas de Keren y aceptó sus mordiscos como si en nada lo afectasen. Le desnudó el cuello, y cerró las manos sobre él.

Los gritos cesaron. Los ojos de Keren se llenaron de lágrimas, se apagaron y agrandaron. Ella sabía que estaba muriéndose; pero la vida la llamaba, esa vida que tenía toda la dulzura de la juventud, aún no vivida. Dwight, el baronet, los años de triunfo, llorar y morir.

Se retorció y consiguió morder a Mark, y los dos cayeron sobre la persiana, cuyo débil cerrojo cedió. Quedaron sobre el marco de la ventana, medio cuerpo afuera, ella debajo de él.

Una mañana de verano. Los ojos relucientes de la muchacha a quien él amaba, de la mujer a quien él odiaba; el rostro ahora hinchado. Asqueado, enloquecido, las lágrimas de Mark cayeron sobre el rostro de Keren.

Bajo su mano, viniendo de algún lugar bajo ella, un débil crujido.

Aflojó las manos pero el bello rostro seguía mirando fijamente. Lo cubrió con su ancha mano, lo apartó, lo dejó.

Mark cayó sobre el suelo del cottage, tanteando ciego, gimiendo.

Pero ella no se movió.

No había nubes en el cielo. Ni viento. Las aves piaban y canturreaban. De la segunda nidada de jóvenes zorzales que Mark había visto nacer en el espino achaparrado, sólo quedaba uno, más tímido que el resto; los demás estaban en diferentes ramas, esponjando las plumas, moviendo la cabeza, ágiles y activos en la contemplación de ese mundo nuevo y extraño.

En la hondonada aún podía verse la cinta de bruma lechosa. Se extendía hasta el mar, y sobre las dunas de arena había parches, parecidos al vapor que brota de un hervidor.

Cuando amaneció del todo, el mar estaba en calma, y no parecía haber nada que explicase el estrépito de la noche. El agua mostraba matices de un azul parecido al de un huevo de paloma, con una bruma parda sobre el horizonte, y unas pocas líneas de color carmín claro donde el sol naciente iluminaba las ondas de las olas, sobre el verde mismo de la playa.

Las feas chozas de la Wheal Leisure se distinguían claramente, y los pocos hombres dispersos entre las construcciones, con sus sórdidos atuendos, aparecían embellecidos por la luz rosada del alba.

Los rayos del sol comenzaron a calentar y a mover la bruma, y esta se dispersó y se desplazó hacia los arrecifes bajos, donde se refugió en los recovecos oscuros, antes de ser expulsada definitivamente.

Un petirrojo domesticado por Keren y Mark se acercó a la Puerta abierta, hinchó su pechito y entró saltando. Pero aunque el cottage estaba silencioso, al ave no le agradó el silencio, y después de picotear aquí y allá un momento, volvió a salir. Entonces vio a uno de sus amigos inclinado sobre la ventana, Pero ella no emitió ningún sonido que pareciese una bienvenida, y el pájaro se alejó volando.

El sol iluminó el cottage, y se prolongó sobre el suelo arenoso que mostraba agujeros y rayas donde los pies lo habían marcado. En la arena yacía un yesquero, y el cabo de una vela, y Un sombrero de minero al lado de una silla caída.

La ipomea que Keren había recogido yacía sobre el umbral. Durante la lucha se había roto la corola, pero los pétalos conservaban su blancura y su humedad, y le conferían una frescura que pronto comenzaría a disiparse.