Capítulo 2

Volvieron a casa con el señor y la señora Odgers. Francis aceptaba los argumentos de las mujeres de su casa en el sentido de que, puesto que tenían que alimentar a diez niños, esa era probablemente la única comida decente que los Odgers hacían en el curso de la semana, y por cierto no era tan generosamente decente como otrora; pero no por eso le parecían una compañía más agradable. No le hubiera importado tanto si se hubiesen mostrado menos serviles. A veces, Francis contradecía sus propias opiniones, adoptaba el punto de vista contrario y se divertía observando las acrobacias que hacía Odgers para concordar con su anfitrión. Era evidente que los Odgers estaban obstinadamente decididos a evitar todo lo que se pareciese a una ruptura con los Poldark.

Caminaron hacia la casa formando parejas, las señoras adelante y los caballeros a pocos metros de distancia. «Oh, Dios mío, pensó Francis, si por lo menos este hombre supiese jugar a los naipes y pudiera perder dinero.»

—Ese individuo, Paynter, está cada vez peor —dijo Francis—. Me gustaría saber por qué mi primo lo despidió. En todo caso, durante muchos años soportó su mala conducta.

—Según oí decir, fue una situación escandalosa. Señor, ese hombre es un sinvergüenza hecho y derecho. Merece que lo encarcelen. Creo que después del incidente ocurrido hoy, la congregación no acabó de calmarse.

Francis contuvo una sonrisa.

—Me hubiera gustado oír sus noticias de Francia. ¿Quizás estaba inventándolo todo?

—Señor Poldark, corren muchos rumores. En el cumplimiento de sus obligaciones parroquiales, mi esposa visitó a la señora Janet Trencrom… sin duda usted la conoce, la sobrina política de señor Trencrom. La señora Trencrom dijo… veamos, ¿cuales fueron sus palabras? ¡María! ¿Qué te dijo la señora Trencrom.

—Oh, bueno, la señora Trencrom afirmó que en Cherburgo la situación era gravísima, aunque quizá los rumores exageran. Me dijo que la prisión francesa… ¿cómo se llama?… fue asaltada por la turba el martes o el miércoles pasado, y que asesinaron al alcalde y a muchos de sus hombres.

—Me gustaría saber qué hay de verdad en todo ello —dijo Francis, después de un momento.

—Confío en que nada de todo esto sea verdad —dijo con vehemencia el señor Odgers—. El dominio de las turbas siempre merece nuestro rechazo. Por ejemplo, ese hombre, Paynter, es un individuo peligroso. Si le diéramos la menor oportunidad incitaría a la gente contra nosotros.

Francis dijo:

—Cuando en este país haya disturbios, no serán viejos borrachos quienes los dirijan o los inciten. Odgers, mire ese campo de avena. Si el tiempo se mantiene como ahora, mañana comenzaremos la cosecha.

En Trenwith, Francis llevó al jardín al enjuto teniente cura, mientras las damas se acicalaban. Cuando entraron en el salón de invierno para sentarse a la mesa, y los pequeños y ansiosos ojos grises de la señora Odgers resplandecieron a la vista de los alimentos, Francis preguntó:

—¿Dónde está Verity?

—Subí a su dormitorio apenas regresé, pero no está —dijo Elizabeth.

Francis acercó la boca a la oreja larga y puntiaguda de la tía Agatha.

—¿Viste a Verity?

—¿Qué? ¿Eh? —La tía Agatha apoyó las manos en sus rodillas—. ¿Verity? Creo que salió.

—¿Salió? ¿Qué necesidad tenía de salir a esta hora?

—En todo caso, eso creo. Hace una hora vino y me besó, y tenía puesta la capa y llevaba algunas cosas. No entendí lo que dijo; la gente no habla claro. Si aprendiesen a hablar como aprendían cuando yo era joven, el mundo sería un lugar mejor. Ahora las minas no trabajan. Te digo, Francis, que es un mundo Perverso para los viejos. Muchos lo pasarán mal. No, Odgers, se lo digo yo, no es muy agradable que…

—¿Dijo adonde iba?

—¿Qué? ¿Verity? Te digo que no pude entender lo que hablaba. Pero dejó una carta para ustedes.

—¿Una carta? —repitió Elizabeth, que había llegado a entrever la verdad mucho antes que Francis—. ¿Dónde está?

—Y bien, ¿no quieren verla? Caramba, ahora la gente no tiene curiosidad. ¿Dónde la puse? La tenía aquí, bajo el chal. —Caminó pesadamente hacia la mesa y se sentó, y sus manos arrugad, manipularon los encajes y los pliegues de su propio vestido, el señor Odgers esperó impaciente, hasta que también él pudo sentarse y comenzar a comer la carne fría de ave y el pastel de grosellas.

Al principio, lo único que la tía Agatha consiguió fue molestar a un par de piojos, pero al fin, una mano emergió temblorosa con una hoja sellada entre el índice y el pulgar.

—Me pareció un poco insultante poner el sello a una carta que yo debía entregar —dijo la anciana—. ¿Eh? ¿Qué dicen? Como si me importaran los secretos de la señorita Verity… Recuerdo bien el día que ella nació. Fue en el invierno del cincuenta y nueve. Poco después que celebrásemos la captura de Quebec, y tu padre y yo habíamos ido a fastidiar a los osos en Santa Ana. Apenas habíamos vuelto a casa cuando…

—Lee esto —dijo Francis, y entregó a Elizabeth la carta abierta. Sus rasgos menudos estaban contraídos en un sentimiento súbito e incontrolable de cólera.

Los ojos de Elizabeth recorrieron rápidamente el contenido de la carta.

Querido Francis: te he conocido y amado toda mi vida, y lo mismo puedo decir de ti, Elizabeth, durante los últimos siete años, de modo que os ruego que comprendáis mi dolor y mi sentimiento de pérdida, porque ahora ha llegado el momento de la separación. Durante más de tres meses me he sentido abrumada por sentimientos contradictorios de lealtad y afecto, que anidaban y crecían en mí con igual fuerza, y que en circunstancias más felices podrían haber existido sin chocar. Puede pareceros el colmo de la locura que haya elegido alejarme de los sentimientos que tienen raíces más profundas, para iniciar una nueva vida y según mi propio destino con un hombre en quien vosotros no confiáis, pero ruego al Cielo que no lo consideréis una deserción.

Ahora, iré a vivir en Falmouth. Oh, queridos míos, me sentiría tan feliz si sólo nos separase la distancia…

—¡Francis! —exclamó Elizabeth—. ¿A dónde vas?

—A averiguar cómo se fue… ¡si aún hay tiempo de obligar a volver! —Salió de la habitación con un movimiento súbito.

—¿Qué pasa? —preguntó Agatha—. ¿Qué ocurre? ¿Qué dice la nota?

—Perdónenme. —Elizabeth se volvió hacia los Odgers, que la miraban estupefactos—. Ocurre… me temo que hubo un malentendido. Les ruego que tomen asiento y empiecen a cenar. No nos esperen. Me temo que estaremos ocupados. —Fue en pos de Francis.

Los cuatro criados que aún servían en la casa estaban en la cocina grande. Los Tabb, que acababan de regresar de la iglesia, relataban a los Bartle el episodio protagonizado por Jud Paynter. Las risas cesaron bruscamente cuando vieron a Francis.

—¿A qué hora salió de la casa la señorita Verity?

—Oh, señor, hace una hora y media —dijo Bartle, que miró con curiosidad el rostro de su amo—. Poco después que usted se fue para la iglesia, señor.

—¿Qué caballo llevó?

—El suyo, señor. Ellery la acompañó.

—Ellery… ¿llevaba algo?

—No lo sé, señor. Ellery ya regresó al establo, y está dando forraje a los caballos.

—¿Regresó…? —Francis trató de dominarse, y se dirigió con paso rápido hacia los establos. Allí estaban todos los caballos—. ¡Ellery! —gritó. El rostro sobresaltado del hombre apareció al lado de la puerta.

—¿Señor?

—Entiendo que acompañaste a la señorita Verity. ¿Regresó contigo?

—No, señor. Cambió de caballo en el cruce de Bargus. Allí la esperaba un caballero con un caballo de refresco, de modo que ella lo montó y me envió de vuelta.

—¿Qué clase de caballero?

—Señor, me pareció marino. Por lo menos a juzgar por sus ropas…

Una hora y media. Ya habrían dejado atrás Truro. Y podían haber seguido uno de dos o tres caminos distintos. De modo que Verity había llegado a eso. Había decidido unirse a ese borracho que había matado a puntapiés a su primera esposa; y nada podía detenerla. Blamey ejercía sobre ella un poder infernal. No Importaba cuáles fueran sus antecedentes o sus actitudes, le bastaba silbar para que ella acudiese corriendo.

Cuando Francis regresó a la cocina, allí estaba Elizabeth.

—No, señora —decía Mary Bartle—. Señora, no sé una palabra de eso.

—Ellery regresó solo —dijo Francis—. Veamos, Tabb, y usted, Bartle, y también las mujeres. Quiero saber la verdad. ¿La señorita Verity estuvo recibiendo cartas traídas por alguno de ustedes?

—No, señor. Oh, no, señor —dijeron a coro.

—Vamos, conversemos tranquilamente el asunto —sugirió Elizabeth—. Por ahora poco podemos hacer.

Pero Francis mostraba un acre menosprecio por las apariencias. Sabía que un día o dos después, la noticia se difundiría. El sería el hazmerreír del distrito: el hombre que había intentado impedir que cortejaran a su hermana; y ella había huido tranquilamente una tarde, mientras él estaba en la iglesia.

—Seguramente hubo un contacto que desconocemos —dijo bruscamente a Elizabeth—. ¿Alguno de ustedes vio a un marino rondando cerca de la casa?

No, nada habían visto.

—Como sabes, ella salía mucho para visitar a los pobres de Sawle y Grambler —observó Elizabeth.

—¿Han llegado a la casa visitantes desconocidos? —preguntó Francis—. ¿Alguien que habló con la señorita Verity y quizá le entregó un mensaje?

No, no habían visto a nadie.

—La señora Poldark, de Nampara, ha venido con bastante frecuencia —dijo Mary Bartle—. Solía entrar por la cocina…

La señora Tabb le dio un pisotón, pero era demasiado tarde. Francis miró fijamente durante unos instantes a Mary Bartle, y después salió cerrando con un fuerte golpe la puerta.

Elizabeth lo encontró de pie en el salón principal, las manos unidas tras la espalda, mirando el jardín a través de la ventana.

Cerró la puerta para hacerle saber que estaba allí, pero Francis no habló.

—Francis, debemos aceptar que se ha ido —dijo Elizabeth—. Es su decisión. Verity es mayor de edad, y puede hacer lo que le plazca. En definitiva, no podríamos haberla detenido si prefería alejarse. Por mi parte, habría deseado que, si tenía que hacerlo, hubiese actuado sin disimulos y engaños.

—¡Maldito Ross! —dijo Francis entre dientes—. Es obra suya, suya y de esa jovenzuela descarada con la cual se casó. ¿Comprendes…? El… alimentó su rencor todos estos años. Hace cinco años sabía que desaprobábamos el asunto, y les permitió reunirse en su casa. Alentó a Verity, oponiéndose a lo que nosotros decíamos. Nunca aceptó su derrota. Jamás le agradó ser el perdedor en nada. Quisiera saber cómo Verity volvió a encontrarse con ese individuo; sin duda fue fruto de los manejos de Ross. ¡Y durante estos últimos meses, después de mi disputa con Blamey, como sabía que yo los había separado otra vez, fue el mediador, defendió los intereses de ese canalla, y usó a Demelza como correo e intermediaria!

—Creo que te apresuras un poco —dijo Elizabeth—. Hasta ahora no sabemos si Demelza está complicada, y menos aún tenemos pruebas contra Ross.

—Por supuesto —dijo apasionadamente Francis, sin apartar los ojos de la ventana—, siempre defiendes a Ross. No puedes concebir que Ross haga nada que nos perjudique.

—No defiendo a nadie —dijo Elizabeth, con una chispa de irritación en la voz—. Pero es de elemental justicia no condenar a la gente sin oírla.

—Los hechos hablan por sí mismos para quien sepa interpretarlos. Sin la ayuda de Ross, Blamey no podría haber organizado esta fuga. Verity no recibió correspondencia, ya verifiqué ese aspecto. Demelza sola no pudo hacerlo, porque no conoció a Blamey la primera vez, hace años. Ross estuvo recorriendo toda la región con su maldita empresa fundidora. Para él era muy fácil acercarse de tanto en tanto a Falmouth y entregar y recibir mensajes.

—Aún así, ahora nada podemos hacer. Se ha ido. No sé cómo nos arreglaremos sin ella. Es la época del año en que hay más trabajo; y por otra parte, Geoffrey Charles la extrañará terriblemente.

—Nos arreglaremos. De eso puedes estar segura.

—Debemos volver con los Odgers —dijo Elizabeth—. Pensarán que somos muy descorteses. Francis, esta noche no hay nada que hacer.

—Ahora no deseo cenar. No les importará mi ausencia, mientras se los alimente.

—¿Qué les diré?

—La verdad. De todos modos, en un par de días la noticia correrá por todo el distrito. Ross se sentirá complacido.

Se oyó un golpe en la puerta antes de que Elizabeth alcanzara a abrirla.

—Señor —dijo Mary Bartle—, ha llegado el señor Warleggan.

—¿Quién? —preguntó Francis—. ¡El demonio se lo lleve! Quizá se enteró de algo.

Entró George, elegantemente vestido, cortés, los hombros anchos y la apostura formidable. Últimamente se lo veía pocas veces en Nampara.

—Ah, bien, me alegro de ver que ya han cenado. Elizabeth, ese vestido tan sencillo le sienta muy bien y…

—¡Por Dios, aún no empezamos! —dijo Francis—. ¿Tienes noticias de Verity?

—¿No está en casa?

—Se fue hace dos horas. ¡Se fugó con ese canalla de Blamey!

George dirigió una rápida mirada, primero a Francis y después a Elizabeth, percibió el estado de ánimo de ambos y no se sintió muy complacido por la brusca acogida.

—Lo siento. ¿Puedo hacer algo?

—No, es inútil —dijo Elizabeth—. He dicho a Francis que debemos aceptarlo. Mi marido está muy encolerizado. Los Odgers vinieron a cenar, y pensarán que hemos enloquecido. Perdóneme, George, debo ir a ver si comenzaron a cenar.

Pasó al lado de George, cuyos ojos de expresión admirativa la siguieron un instante. Después, George dijo:

—Francis, deberías saber que es imposible razonar con las mujeres. Son un sexo muy obstinado. Querido amigo, déjala realizar su capricho. Si después tropieza y cae, nadie dirá que la culpa es tuya.

Francis tiró del cordel de la campanilla.

—No soporto la idea de cenar con esas dos ovejas obsequiosas. Tu llegada en una tarde de domingo fue tan inesperada que por un momento creí que… ¡Cómo odio la idea de que ese individuo se salga después de todo con la suya!

—Pasé el día en casa de los Teague y me fatigué terriblemente con la charla de la anciana dama, de modo que me pareció que era hora de venir a Trenwith, es decir de cumplir una obligación mucho más agradable. Pobre Paciencia. Sostiene la caña en la mano y espera que yo muerda el anzuelo; a su modo, una joven bastante simpática, pero de estirpe muy dudosa. Juraría que tiene las piernas demasiado cortas. La mujer con quien me case no sólo debe tener buen linaje, sino mostrarlo.

—Bien, George, esta noche llegas a una casa que no es muy placentera. Oh, señora Tabb, sirva aquí la comida. Traiga la mitad de una de las aves, si los Odgers no devoraron todo, y un poco de jamón frío y un pastel. Te digo, George, que en esta fuga hay algo que me irrita profundamente.

George palmeó la tela de su chaleco de seda floreada.

—No lo dudo, querido amigo. Comprendo que he llegado en un momento muy inoportuno. Pero como últimamente vienes poco a Truro, me sentí obligado a visitarte y combinar el deber con el placer.

A pesar de la tensión y la inquietud que lo dominaban, Francis intuyó que George quería llegar a algo. Como era su principal acreedor, George podía ejercer un poder que lo convertía en un hombre peligroso; y después de la gresca alrededor de la mesa de juego, en abril, las relaciones entre ambos no habían sido excesivamente cordiales.

—¿Un deber agradable?

—Pues bien, podemos considerarlo así. Se relaciona con Sansón y el reclamo que tú hiciste hace un tiempo.

Hasta este momento, ni Francis ni los restantes perjudicados habían conseguido nada del molinero. Había salido de Truro un día después de la pelea con Ross, y según se creía, estaba en Londres. Se había comprobado que sus molinos pertenecían a una compañía, y esta a otras compañías.

George extrajo su caja de rapé con marco de oro, y sus dedos tamborilearon sobre ella.

—Mi padre y yo hemos hablado varias veces de este asunto. Aunque no estamos obligados, la conducta de Sansón es una mancha que nos afecta profundamente. Como sabes, no tenemos antepasados que nos confieran prestigio; debemos cuidar nuestra propia reputación.

—Sí, sí, comprendo perfectamente —dijo Francis con sequedad. Rara vez George mencionaba sus humildes orígenes.

—Bien, como te expliqué en mayo, muchas de las letras que entregaste a Matthew Sansón fueron a parar a manos de Cary. Siempre fue algo así como el tesorero de la familia, y Matthew la oveja negra; en fin, Cary aceptó tus letras a cambio de sumas en efectivo entregadas a Matthew.

Francis rezongó:

—No veo en qué me beneficia eso.

—Pues sí, te beneficia. Nuestra familia ha decidido cancelar la mitad de todas las letras que Matthew entregó a Cary. No es una suma muy elevada, pero constituye un símbolo de nuestra voluntad de reparar el daño. Y como ya te dije, no es una suma muy elevada. Unas mil doscientas libras.

Francis se sonrojó.

—George, no puedo aceptar tu caridad.

—Al demonio con la caridad. Es muy posible que hayas perdido injustamente ese dinero. Y desde nuestro punto de vista, deseamos evitar toda duda acerca de nuestra integridad. De hecho, el asunto nada tiene que ver contigo.

La señora Tabb entró con la comida. Preparó una mesa al lado de la ventana, sobre ella depositó la bandeja y acercó dos sillas. Francis la miró. La mitad de su mente aún estaba absorta en la deserción de Verity y la perfidia de Ross, y la otra mitad tenía que afrontar ese gesto principesco de un hombre de quien había comenzado a desconfiar. Era un gesto principesco, y no podía rechazarlo a impulsos de un orgullo obstinado y altanero.

Cuando la señora Tabb se retiró, Francis dijo:

—Quieres decir… ¿que se usará el dinero para reducir mi deuda contigo?

—Eso tú mismo debes decidirlo. Pero yo sugeriría que se aplique a la reducción de la deuda, y la otra mitad sea un pago en efectivo.

El sonrojo de Francis se acentuó.

—Es muy amable de tu parte. No sé qué decirte.

—No hables más del asunto. No es un tema cómodo entre amigos, pero tenía que explicártelo.

Francis se dejó caer en su silla.

—Come algo, George. Después abriré una botella del brandy de mí padre para celebrar la ocasión. Sin duda, aliviará mi irritación acerca de Verity, y me convertirá en una compañía más grata. ¿Pasarás la noche aquí?

—Gracias —dijo George.

Los dos hombres comieron.

En el salón de invierno, Elizabeth se había disculpado y había salido otra vez. El señor Odgers estaba terminando la tarta de frambuesas, y la señora Odgers el pastel de almendras. Como sobre ellos tenían únicamente los ojos de la vieja dama, sus modales mostraban mayor desembarazo.

—Quisiera saber si se propone hacer lo que es debido —murmuró la señora Odgers—. No pueden casarse esta noche, y con esos marinos uno nunca sabe a qué atenerse. Si bien se mira, es muy posible que tenga una esposa portuguesa. ¿Qué te parece, Clarence?

—¿Hum? —murmuró el señor Odgers, con la boca llena.

—La pequeña Verity —dijo la tía Agatha—. La pequeña Verity. Imagínense a la pequeña Verity huyendo así.

—Desearía saber qué dicen en Falmouth —observó la señora Odgers—. Por supuesto, en un puerto siempre se respetan menos los principios morales. Y es muy posible que celebren algo que se parezca a una ceremonia, nada más que para engañar a la gente. En fin, debería prohibirse que vuelvan a casarse a los hombres que matan a la primera esposa. ¿No piensas lo mismo, Clarence.

—Hum —dijo el señor Odgers.

—La pequeña Verity —repitió la tía Agatha—. Siempre fue obstinada como su madre. Recuerdo cuando tenía seis o siete años, la vez que celebramos el baile de máscaras…

En el salón principal, se había servido el brandy.

—No puedo soportar estos manejos sinuosos en la sombra —dijo amargamente Francis—. Si hubiera tenido el valor de enfrentárseme cara a cara, quizá no me hubiese gustado, pero no sentiría el mismo desprecio.

Después de haberse sentido alejado de George, la reacción estaba llevándolo a adoptar una actitud de más abierta coincidencia que lo que justificaba la antigua intimidad con ese hombre. Ahora sentía en su bolsillo las seiscientas libras de las cuales ya se había despedido para siempre… y la misma suma descontada de sus deudas. La noticia era particularmente grata ese día. Y durante los meses siguientes podía determinar una situación completamente distinta. Le permitiría llevar una vida más cómoda, y prescindir de las economías más humillantes. Un gesto grandioso que merecía un reconocimiento del mismo carácter. En la adversidad se conocía a los amigos.

—Pero siempre —continuó diciendo—, se comportó así. Años atrás, ocultaba sus movimientos y se veía con ella en Nampara… con la complicidad de Ross. Siempre el mismo disimulo, el mismo engaño. Siento el impulso de ir a Falmouth mañana y sacarlos de su nidito de amor.

—Y sin duda descubrirás que él partió para Lisboa, y que Verity lo acompaña. —George saboreó el brandy—. No, Francis, déjalos estar. De nada te servirá convertirte en blanco de las críticas obligándola a regresar. El daño está hecho. Tal vez muy pronto solicite tu perdón y pida regresar.

Francis se puso de pie y comenzó a encender las velas.

—Pues bien, no volverá aquí, ¡aunque llore un año entero! Que vaya a Nampara, porque ahí están los que protegieron este asunto. Malditos sean, George. —Francis se volvió, y la luz de la vela reveló su rostro encolerizado—. Si en todo esto hay algo que me conmueve hasta la médula es la maldita interferencia subrepticia de Ross. Maldito sea, ¡podía suponer que mi único primo me dispensaría más lealtad y amistad! ¿Qué le he hecho para que me aseste esta puñalada por la espalda?

—Bien —dijo George—, te casaste con la mujer que él deseaba, ¿no es verdad?

Francis se detuvo de nuevo, y miró fijamente a su interlocutor.

—Oh, sí. Oh, sí… Pero eso fue hace mucho. —Apagó la vela—. Eso quedó arreglado hace mucho. Ahora su matrimonio es feliz; más feliz que… No tendría sentido continuar alimentando rencor por ese asunto.

George volvió los ojos hacia el jardín, donde las sombras se acentuaban paulatinamente. La luz de las velas proyectaba sobre la pared la sombra confusa y encorvada de su cuerpo.

—Francis, conoces a Ross mejor que yo, de modo que no puedo orientarte. Pero mucha gente… mucha gente a la cual aceptamos por las apariencias, revelan extrañas profundidades. Así lo he comprobado. Quizá Ross es un hombre así. No puedo juzgarlo, pero sé que todos mis intentos de ganar su amistad han sido desairados.

Francis se volvió hacia la mesa.

—¿No son amigos? No, supongo que no lo son. ¿En qué lo ofendiste?

—A decir verdad, nada sé. Pero sé que cuando abrió su mina, los restantes accionistas querían que la nueva empresa trabajara con nuestro banco, pero él luchó a brazo partido y consiguió que aceptaran los servicios de Pascoe, y después, de tanto en tanto, me han llegado algunas observaciones que él hizo; son las palabras de un hombre que alienta un resentimiento secreto. Finalmente, este absurdo plan, promovido por él, de una empresa refinadora de cobre… lo cual en el fondo está dirigido contra nosotros.

—Oh, no creo que precisamente contra ustedes —dijo Francis—. Su meta es obtener mejores precios para el mineral.

George lo miró disimuladamente.

—Eso no me inquieta, pues el plan fracasará por falta de dinero. De todos modos, demuestra hacia mí una hostilidad que no creo merecer… del mismo modo que tú no mereces esta traición a los mejores intereses de tu familia.

Francis miró a su interlocutor, y se hizo un silencio prolongado. El reloj, instalado en un rincón de la habitación, dio las siete.

—No creo que el plan fracase por falta de dinero —dijo Francis con voz tensa—. Lo respaldan muchos e importantes intereses…