TERCERA PARTE

Capítulo 1

—Tía Verity, léeme el cuento del Minero Perdido —dijo Geoffrey Charles.

—Ya te lo leí una vez.

—De nuevo, por favor. Como lo leíste la vez pasada.

Verity tomó el libro y distraídamente acarició los cabellos ensortijados de Geoffrey Charles. Y de pronto sintió una punzada de dolor, porque al día siguiente a la misma hora ya no estaría allí para leerle.

Las ventanas del gran salón estaban abiertas, y el sol de julio iluminaba la habitación. Elizabeth ocupaba un asiento y bordaba un chaleco, y líneas polvorientas de luz solar acentuaban el color de su vestido de seda beige. La tía Agatha, que no quería tener nada que ver con el aire fresco, se acurrucaba delante del pequeño fuego que siempre se mantenía encendido, de acuerdo a sus pedidos, y dormitaba como un gato viejo y cansado; y como era domingo, sobre su regazo estaba abierta la Biblia. No se movía, pero de tanto en tanto abría bruscamente los ojos, como si hubiese oído un ratón tras el entarimado. Geoffrey Charles, con su chaqueta de terciopelo y los largos pantalones de la misma tela, se había instalado sobre las rodillas de Verity, sentada junto a la ventana, parcialmente a la sombra de una cortina de encaje. Francis estaba en los terrenos de la granja. En las ramas de las dos hayas, sobre el límite del prado, había varias palomas que se arrullaban.

Verity concluyó el relato, y bajó suavemente a Geoffrey Charles.

—Elizabeth, parece que lleva la minería en la sangre —dijo Verity—, no acepta otros cuentos.

Elizabeth sonrió sin levantar los ojos.

—Cuando crezca, quizá la situación haya cambiado. —Verity se puso de pie—. Creo que no asistiré a las Vísperas. Tengo jaqueca.

—Seguramente es consecuencia de estar sentada al sol. Verity, tomas demasiad o sol.

—Ahora tengo que ocuparme del vino. Imposible confiar la tarea a Mary, porque se dedica a soñar en los momentos menos oportunos.

—Iré contigo —dijo Geoffrey Charles—. Podré ayudarte ¿verdad?

Mientras estaba atareada en la cocina, entró Francis. Ese verano había tratado de ayudar en las tareas de la granja. Nadie sabía muy bien por qué, pero ese tipo de labor no le sentaba bien; parecía contradecirse con su carácter. Geoffrey Charles corrió hacia él, pero cuando vio la expresión del rostro de su padre, cambió de idea y volvió adonde estaba Verity.

Francis comentó:

—Tabb es el único hombre que conoce las tareas del campo. Ellery es inútil, o algo peor. Se le pidió que reparase la valla del campo de las ovejas, y una semana después se derrumbó. Nos llevó casi una hora traer de nuevo a los animales. Creo que lo despediré.

—Ellery ha sido minero desde que tuvo nueve años.

—Ahí está el problema —observó Francis con sequedad. Se miró las manos, sucias de tierra—. Hacemos todo lo que podemos por los habitantes locales, pero, ¿cómo puede pretenderse que los mineros se conviertan en constructores de setos y excavadores de acequias de la noche a la mañana?

—¿El campo de avena sufrió daños?

—No, gracias a Dios. Felizmente, la primera oveja se desvió del campo en lugar de meterse en él.

La avena debía recogerse la semana siguiente. Verity ya no estaría allí. Apenas podía creerlo.

—Francis, esta tarde no iré a la iglesia. Tengo jaqueca. Creo que es el tiempo, demasiado cálido.

—Me parece que yo tampoco iré —dijo él.

—Oh, no puedes hacer eso. —Trató de disimular su alarma—. Están esperándote.

—Elizabeth puede ir sola. Será una buena representación de la familia.

Verity se inclinó sobre el vino hirviente y lo espumó.

—El señor Odgers se afligirá mucho. La semana pasada estaba diciéndome que siempre elige los salmos y los sermones mas breves para la predicación de las Vísperas, y todo por complacerte.

Francis salió sin contestar, y Verity advirtió que le temblaban las manos. La charla de Geoffrey Charles, que se reanudó apenas salió el padre, era como un ruido argentino que le llegaba desde lejos. Verity había elegido el domingo a las cuatro, porque era el único momento de la semana en que podía tener la certeza de que Francis no estaría. Durante los últimos meses sus movimientos habían sido imprevisibles; pero se había mostrado fiel a esa costumbre…

—¡Tía Verity! —exclamó el niño—. ¡Tía Verity! ¿Por qué no me hablas?

—Querido, ahora no puedo atenderte —dijo bruscamente Verity—. Por favor, déjame sola. —Trató de dominarse, se dirigió ala cocina contigua, donde Mary Bartle estaba sentada, y le habló un momento.

—Tía Verity. Tía Verity. ¿Por qué no iréis a la iglesia esta tarde?

—Yo no voy. Tu padre y tu madre sí lo harán.

—Pero papá dijo que no quería ir.

—No te preocupes. Quédate aquí y ayuda a Mary a preparar el vino. Con cuidado, y déjala hacer su trabajo.

—Pero si…

Verity salió rápidamente de la cocina, y en lugar de atravesar la casa salió al patio, con su fuente en desuso, y entró en el gran salón. Subió aprisa la escalera. Quizás era la última vez que veía a Geoffrey Charles, pero no tendría oportunidad de despedirse. En el dormitorio, se acercó rápidamente a la ventana. Desde esta esquina, apretando la frente contra el vidrio, alcanzaba a ver el sendero por el cual Francis y Elizabeth debían caminar hacia la iglesia… si decidían ir.

A lo lejos, las campanas comenzaban a tañer muy débilmente. La tercera de ellas estaba ligeramente rajada, y Francis siempre decía que le daba dentera. Francis tardaría diez minutos o un cuarto de hora en cambiarse de ropa. Verity suponía que en ese momento él y Elizabeth estaban discutiendo la posibilidad de ir a la iglesia. Elizabeth seguramente lo deseaba. Elizabeth debía conseguir que fuera.

Se sentó y permaneció inmóvil en el escaño de la ventana, y el contacto con el vidrio provocó en su cuerpo un extraño escalofrío. Ni siquiera durante un segundo consiguió apartar los ojos de ese recodo del sendero.

Sabía exactamente qué aspecto tenían los campaneros, transpirando en el espacio cerrado de la torre. Sabía qué aspecto tenía cada uno de los miembros del coro reunidos para cantar los salterios, murmurando entre ellos y hablando con más desembarazo cuando la propia Verity no estaba. El señor Odgers sin duda iría de aquí para allá en su sobrepelliz, un pobre hombrecito magro y agobiado. Todos la extrañarían, no sólo esa noche sino en el futuro. Y también todas las personas a quienes atendía, los enfermos y los tullidos, y las mujeres que luchaban con la vida, agobiadas por la carga de sus familias…

Sentía lo mismo acerca de su propia familia. Si se hubiera tratado de un período de bonanza, se habría alejado con el corazón mucho más aliviado. Elizabeth no era fuerte, y necesitaría emplear otra mujer que ayudase a la señora Tabb. Más gastos, cuando cada chelín era importante. Y nadie podría llenar el vacío que ella dejaba, mantener el equilibrio económico de la casa, llevar las riendas con manos firmes pero cordiales.

Y de todos modos, ¿acaso tenía alternativa? No podía pretender que Andrew continuase esperando. No lo había visto durante los tres meses transcurridos desde la noche del baile; pero gracias a Demelza habían conseguido comunicarse. Verity ya había postergado su fuga una vez a causa de la enfermedad de Geoffrey Charles. Tampoco este le parecía un momento muy oportuno, pero comprendía que debía decidirse o permanecer definitivamente allí.

Se sobresaltó. Elizabeth se alejaba por el sendero, alta y delgada, y tan elegante con su vestido de seda, el sombrero de paja y la sombrilla color crema. Seguramente no iría sola…

Apareció Francis…

Verity se apartó de la ventana. Había estado un rato con la mejilla pegada al vidrio, y ahora la piel se le tiñó bruscamente con la sangre que volvía a circular. Inquieta, paseó la mirada por la habitación. Se arrodilló, y extrajo la maleta que estaba bajo la cama. Geoffrey Charles seguramente todavía corría de aquí para allá, pero Verity sabía cómo evitarlo.

Sosteniendo la maleta, se acercó a la puerta, y volvió los ojos para contemplar el cuarto. Los rayos del sol entraban oblicuamente por la alta y antigua ventana. Verity salió bruscamente, y se apoyó contra la puerta, tratando de recuperar el aliento. Después, caminó hacia la escalera del fondo.

Después de haber cedido a los deseos de Elizabeth, y de hacer el esfuerzo de ir a la iglesia, Francis había experimentado un lento cambio de humor. La vida del caballero dedicado a las labores de la tierra suscitaba en él un hastío y una frustración casi mortales. Lamentaba profundamente el tiempo perdido. Pero como todas las cosas son relativas, de tanto en tanto el hastío se disipaba y él olvidaba su frustración. Esa mudanza era tanto mas extraña hoy, puesto que el asunto de las ovejas lo había irritado mucho; pero la tarde era tan perfecta que no dejaba lugar al descontento en el alma de un hombre. Mientras caminaba sintiendo en el rostro el aire entibiado por el sol, había percibido el hecho de que era bueno sencillamente estar vivo.

Quizá podía decirse que hasta cierto punto era placentero comprobar que la mayor parte de la congregación esperaba fuera de la iglesia, pronta para inclinarse o tocarse el sombrero mientras ellos pasaban. Después de lidiar toda la semana en la granja, uno agradecía extrañamente esa forma de aliento al sentimiento de la propia dignidad.

Ni siquiera podía preocuparse ante el espectáculo poco formal que ofrecía Jud Paynter, sentado en una de las lápidas más distantes y bebiendo un jarro de cerveza.

Hacía calor en la iglesia, pero el lugar no olía tan fuertemente como de costumbre a moho, carcoma y mal aliento.

El delgado y enjuto teniente cura, que revoloteaba por doquier como una avispa, no era un factor activo de irritación; y George Permewan, que rascaba las cuerdas del violón como si hubiera sido el tronco de un árbol, era motivo de simpatía tanto como de burla. Todos sabían que George no era un ángel, y que se emborrachaba los sábados por la noche; pero siempre recordaba su derecho a la salvación tocando el violón la mañana del domingo.

La congregación había oído los salmos, leído un pasaje de la Biblia y repetido las plegarias, y poco a poco Francis se había adormecido, cuando el golpe súbito de la puerta de la iglesia lo despertó. Había entrado un nuevo feligrés.

Jud había estado en Francia un par de noches, y se había alegrado considerablemente con la parte que le había tocado del contrabando. La sobriedad nunca lo impulsaba a acercarse a su Hacedor, pero como ocurría siempre que estaba achispado, Sintió la necesidad de reformarse. Y de reformarse no sólo él, sino de dispensar la gracia a todos los hombres. Sentía un impulso fraterno. Esa tarde había llegado allí, viniendo de la taberna, y se encontraba ante un público diferente.

Mientras el señor Odgers recitaba el salmo, Jud descendía lentamente por el corredor, entre las filas de bancos, manipulando su gorra y parpadeando en la oscuridad. Ocupó un asiento y dejó caer la gorra; después se inclinó para recogerla y golpeó el bastón de la anciana señora Carkeek, que estaba sentada al lado. Cuando se acalló el estrépito, extrajo un gran trapo rojo y comenzó a enjugarse el sudor de la cabeza.

—Hace calor —dijo a la señora Carkeek, con la intención de ser cortés.

Ella no hizo caso, y se puso de pie y comenzó a cantar.

De hecho, todos cantaban, y la gente que estaba en la galería, al lado del presbiterio, hacía más ruido que el resto, y tocaba instrumentos como en una fiesta. Jud permaneció sentado en el mismo lugar, enjugándose la frente y paseando los ojos por la iglesia. Todo era muy nuevo para él. Lo contemplaba con una expresión distante y al mismo tiempo insegura.

Finalmente, el salmo concluyó, y todos se sentaron. Jud continuaba mirando fijamente el coro.

—¿Qué hacen allí tantas mujeres? —murmuró, inclinándose y echando su aliento alcohólico sobre la señora Carkeek.

—Sh. Es un coro —murmuró ella.

—¿Qué? ¿El coro? ¿Están más cerca del Cielo que nosotros?

Jud caviló un momento. Se sentía fraterno, pero no tanto como hubiese podido creerse.

—Mary Ann Tregaskis, ¿qué hizo para estar más cerca del Cielo que nosotros?

—¡Sh! ¡Ssh! —hicieron varias personas alrededor.

Jud no había advertido que el señor Odgers ocupaba ahora el púlpito.

Jud se sonó la nariz y devolvió el trapo a su bolsillo. Dirigió su atención hacia la señora Carkeek, que estaba sentada, muy compuesta, manipulando sus guantes de algodón.

—¿Cómo está su vieja vaca? —murmuró—. Todavía no tuvo cría, ¿verdad?

Pareció que la señora Carkeek había descubierto una falta en uno de los guantes, y que concentraba allí toda su atención.

—Me parece que no saldrá bien, y no tendrá cría. Me parece que no hizo bien comprándosela al viejo tío Ben. Es un viejo hipócrita, y ahora lo ponen en el coro…

De pronto, se oyó una voz potente, que resonó sobre la cabeza de Jud. Lo sobresaltó mucho, porque veía que todos parecían temerosos de decir una palabra.

—He tomado mi texto de los Proverbios, 23, versículo 31. —«No vuelvas los ojos hacia el vino oscuro. Porque verás que huele como una culebra y muerde como una serpiente».

Jud alzó la cabeza y vio al señor Odgers en una especie de caja de madera, con un manojo de papeles en la mano y un viejo par lentes sobre la nariz.

—Amigos míos —dijo el señor Odgers, mirando alrededor—, he leído el texto correspondiente a esta semana después de pensar mucho y rezar con fervor. La razón que me movió a ello es que el jueves próximo celebramos la fiesta de Sawle. Como todos ustedes saben, esta festividad ha sido durante mucho tiempo, no sólo la ocasión de regocijos inofensivos y saludables, sino de libaciones copiosas y excesivas…

—Atención, atención —dijo Jud, no del todo para sí mismo.

El señor Odgers se interrumpió, y dirigió una mirada severa al viejo calvo sentado exactamente debajo.

Después de mirar un momento, como no hubo nuevas interrupciones, continuó:

—De libaciones excesivas. Hoy, ruego a los miembros de la congregación que el próximo jueves ofrezcan a la parroquia un ejemplo resplandeciente. Queridos amigos, tenemos que recordar que ese día festivo no es un momento que debamos consagrar a la embriaguez y la licencia, porque fue instituido para conmemorar el desembarco de nuestro santo patrono, que vino de Irlanda, con el fin de convertir a los paganos de la región occidental de Cornwall. En el siglo IV, llegó flotando desde Irlanda en una piedra de molino y…

—¿En qué? —preguntó Jud.

—En una piedra de molino —repitió el señor Odgers, que había olvidado el episodio anterior—. Es un hecho histórico que desembarcó…

—¡Bueno, solamente pregunté! —murmuró irritado Jud al hombre que estaba detrás, y que le había tocado el hombro para llamarle la atención.

Santus Sawlus —dijo el señor Odgers—, es el lema de nuestra iglesia, y debe ser lema y precepto de nuestra vida cotidiana. Lema que debe acompañarnos y que el santo Sawle trajo a nuestras playas…

—Sobre una piedra de molino —murmuró Jud a la señora Carkeek—, ¿quién vio jamás que un hombre flotase sobre una piedra de molino? ¡Vamos! ¡No tiene sentido, no es razonable, No es justo, no es propio, no es verdad!

—Como ya habrán advertido, hoy nos acompaña —dijo el señor Odgers, que aceptó plenamente el desafío— un hombre que habitualmente vuelve los ojos hacia el vino oscuro. Y así, el demonio entra en su persona y lo conduce a la casa de Dios para que nos muestre perversamente su faz…

—Caramba —dijo Jud, incómodo—. No soy diferente de los demás. Qué es eso que tiene ahí en el coro, ¿eh? ¡Nada más que borrachos y putas! Mire al viejo tío Ben Tregeagle, con sus aros y su cara virtuosa. Y es capaz de arruinar a una viuda vieja y pobre, vendiéndole una vaca que él sabe muy bien que está enferma.

El hombre que estaba detrás le aferró el brazo.

—Vamos, salga de aquí.

Jud dio un empujón a su interlocutor, y lo obligó a sentarse de nuevo.

—¡No hago daño a nadie! Quien hace daño es ese búho que está ahí arriba. El y sus putas. Que nos cuenta mentiras acerca de un hombre que flotaba en una piedra de molino…

—Venga, Paynter —dijo Francis, a quien Elizabeth apelaba para que hiciera algo—. Formule afuera sus protestas. Si viene a molestar en la iglesia bien puede terminar en la cárcel.

Los ojos enrojecidos de Jud se pasearon por el cuerpo de Francis. Agraviado, el viejo dijo:

—¿Por qué me echará de aquí, eh? Ahora soy pescador, no criado de nadie, y sé que las piedras de molino no flotan ni vuelven.

Francis lo tomó del brazo.

—Vamos, hombre.

Jud se desprendió.

—Me iré —dijo con dignidad. Y agregó en voz alta—: Si escucha a los individuos como él, el camino que usted siga para llegar al arrepentimiento será estrecho, lodoso y lleno de agujeros. Todos ustedes irán a parar al horno, como que me llamo Jud Paynter. Se les desprenderá la carne de los huesos. Será un espectáculo interesante. ¡Especialmente cuando le llegue el turno a la vieja señora Grubb, que está allí, ocupando dos asientos con su gordo trasero! ¡Y Char Nanfan, la del coro, que esta esperando el tercer hijo!

Dos hombres corpulentos comenzaron a retirarlo de la iglesia.

—Hola, señora Metz, ¿enterramos a más maridos? Caramba, si ahí está Johnnie Kimber, el que robó aquel cerdo. Y la pequeña Betty Coad. Bien, bien. Betty, ¿todavía no te casaste? Ya falta poco…

Lo llevaron a la puerta. Allí, Jud se soltó de los dos hombres, y disparó una última andanada.

—Amigos, no siempre será como ahora. Amigos, en Francia están pasando ciertas cosas. ¡Hay desórdenes y matan gente! ¡Atacaron la cárcel, y clavaron sobre una pica la cabeza del alcalde! ¡Aquí encenderemos un lindo fuego para cierta gente antes de que pase mucho tiempo! Ya lo verán…

La puerta se cerró con fuerte golpe, y todos oyeron gritos lejanos mientras lo llevaban hacia el portón del jardín.

La gente volvió lentamente a sus asientos. Francis, medio irritado, medio divertido, recogió un par de libros de rezos y volvió a su escaño.

—Bien —dijo el señor Odgers, enjugándose la frente—, como decía, además de la… leyenda o… el milagro de Sawle…