Keren se había dado prisa por muy buenas razones. Traía la cena de Mark, dos sardinas saladas por las que había pagado dos peniques, y no quería retrasarse en la preparación de la comida. Llegó a su casa, después de hacer a la carrera la mayor parte del camino, irrumpió en el interior del cottage y comenzó a juntar astillas para encender el fuego.
Para ganar más, Mark había estado realizando algunas tareas en la pequeña parcela de Will Nanfan. Toda esa semana, mientras trabajaba en el turno de la noche, su rutina había sido: en la mina desde las diez hasta las seis de la mañana; dormir de siete a doce; trabajar una hora en su propio huerto, y después caminar un kilómetro y medio hasta la casa de Nanfan, donde trabajaba de dos a siete. Volvía a su casa alrededor de las siete y media, y descansaba más o menos una hora antes de cenar y salir nuevamente para la mina. Era mucho esfuerzo, pero inevitable, porque Keren no era buena administradora. Siempre quería comprar algo para comer, en lugar de arreglarse con lo que tenía. En la joven se manifestaba una actitud mental muy distinta de la que caracterizaba a sus vecinos.
En Sawle había estado un rato mirando a dos hombres que peleaban a causa de una red reclamada por ambos. Ahora, comprobó que había llegado a tiempo a su cottage, y que no necesitaba haberse dado prisa. Pero no se censuraba ella misma, ni interiormente criticaba a Mark por obligarla a llevar una cuenta tan ajustada del tiempo… y eso por otra razón excelente. Ese día Dwight estaba en casa.
Hacía casi una semana que no lo veía. Y hoy él había regresado.
Preparó la comida, despertó a Mark y lo miró comer; ella misma picoteaba de tanto en tanto, como un pájaro. En eso, como en todo lo demás, era inestable; cuando el alimento no la atraía prefería pasar hambre, y si algo le parecía sabroso comía hasta que apenas podía moverse.
Miró a Mark que se preparaba para ir a la mina, en su cuerpo una extraña tensión secreta, exactamente como le había ocurrido muchas veces antes, y siempre por la misma razón. Últimamente él se había mostrado más hosco, menos asequible a los caprichos de Keren; a veces la joven pensaba que él estaba vigilándola. Pero eso no la preocupaba, porque confiaba en que siempre sería más astuta; además, cuidaba de no hacer nada sospechoso cuando Mark estaba cerca. Keren gozaba de auténtica libertad sólo cuando Mark trabajaba en el turno de la noche, y hasta ahora la joven había temido aprovechar la oportunidad… no era que temiese ser descubierta, sino que tenía en cuenta la opinión que Dwight podía formarse de ella.
El sol se había ocultado tras una masa de nubes nocturnas, y al momento de ponerse, antes de caer del todo la noche, hubo solamente un último resplandor en el cielo. En esa habitación la oscuridad ya era bastante densa. Keren encendió una vela.
—Será mejor que no la enciendas hasta que oscurezca del todo —dijo Mark—. Recuerda que las velas cuestan nueve peniques la libra.
Mark siempre se quejaba del precio de las cosas. ¿Acaso pretendía que ella viviese en la oscuridad?
—Si hubieses construido bien la casa, por las tardes tendría mucha más luz —dijo ella.
Keren siempre se quejaba de la orientación de la casa. ¿Quizá pretendía que él la alzara en sus brazos y la orientase de acuerdo con sus caprichos?
—No olvides echar el cerrojo a la puerta cuando yo no estoy —dijo Mark.
—Pero entonces tendré que levantarme cuando vuelvas.
—No importa. Haz lo que te digo. No me gusta volver y verte durmiendo, sola, sin nadie que te cuide, como esta mañana. Me extraña que no te asustes.
Keren se encogió de hombros.
—La gente de la región no se atrevería a entrar aquí. Y un mendigo o un vagabundo no pueden saber que no estás.
Mark se puso de pie.
—Bien, aún así echa el cerrojo esta noche.
—Está bien.
Mark recogió sus cosas y se dirigió a la puerta. Antes de salir volvió los ojos hacia ella, sentada a la luz de la única vela. La luz se reflejaba sobre la piel blanquecina, los párpados pálidos, las Pestañas oscuras, los cabellos negros. Tenía los labios apretados y no levantó los ojos. El hombre sintió de pronto un terrible espasmo de amor, sospechas y celos. Ahí estaba Keren, sabrosa como una presa elegida. El la había desposado, y sin embargo, durante las últimas semanas, comenzaba a formarse la convicción cada vez más firme de que en realidad no era para él.
—¡Keren!
—¿Sí?
—Y no abras a nadie antes que yo regrese.
Ella lo miró a los ojos:
—No, Mark, no abriré a nadie.
Mark salió, preguntándose por qué ella había recibido con tanta calma sus palabras, como si lo que él había dicho no le causara ninguna sorpresa.
Después que él se marchó, Keren permaneció inmóvil largo rato. Finalmente apagó la vela y se dirigió a la puerta, de modo que pudo oír la campana de la mina, que indicaba el cambio de turno. Cuando el sonido llegó a sus oídos cerró la puerta y le puso el cerrojo, y volvió a encender la vela y la llevó a su dormitorio. Se acostó en la cama, pero no había peligro de que se durmiera. Los pensamientos bullían en su mente, y tenía los nervios y el cuerpo tensos.
Finalmente se sentó, peinó sus cabellos, rebuscó en la caja para hallar el último resto de polvo, se puso una vieja capa negra y se ató los cabellos con el pañuelo escarlata que Mark había ganado. Después abandonó la casa. Una vez afuera, encorvó la espalda y caminó cojeando un poco, para engañar a quien pudiera verla.
Como había previsto, había luz en la ventana de la sala de estar de la vivienda de Dwight. También había cierto resplandor en una de las ventanas del primer piso. Bone se disponía a descansar.
Keren no golpeó a la puerta, y en cambio avanzó de puntillas entre los arbustos, hasta que llegó a la ventana iluminada que daba frente a la colina. Allí, se detuvo para quitarse el pañuelo y soltarse los cabellos. Después, golpeó.
Tuvo que esperar un momento, pero no volvió a golpear, porque sabía que él tenía excelente oído. De pronto, una mano apartó las cortinas y abrió las ventanas. Apareció el rostro de Dwight.
—¡Keren! ¿Qué pasa? ¿Te sientes mal?
—No —dijo ella—. Yo… deseaba verte, Dwight.
El joven dijo:
—Acércate a la puerta. Te abriré.
—No, puedo pasar por aquí si me ayudas.
El extendió una mano; ella la aferró y trepó ágilmente y entro en la habitación; él se apresuró a cerrar la ventana y a correrlas cortinas.
En el hogar crepitaba un fuego. Sobre la mesa ardían varias velas en dos candelabros, y había varias hojas de papel. Dwight tenía puesta una bata deshilachada, y los cabellos en desorden, tenía un aire muy juvenil, y se lo veía muy apuesto.
—Perdóname, Dwight. Yo… no pude venir a otra hora. Mark está en el turno de la noche. Estaba tan angustiada…
—¿Angustiada?
—Sí. Por ti. Me dijeron que estabas enfermo de fiebre.
La expresión preocupada desapareció del rostro del joven.
—Ah, te referías a eso…
—Supe que volviste el martes, pero no pude venir, y tú no me enviaste ningún mensaje.
—¿Cómo hubiera podido hacerlo?
—Bien, podías haber intentado algo antes de salir otra vez para Truro.
—No sabía en qué turno estaba Mark. Querida, no creo que hubiera motivo para preocuparse por mí. Antes de volver nos desinfectamos con mucho cuidado. ¿Sabes que incluso mi cuaderno de notas hedía después de entrar en esa cárcel, y tuve que quemarlo?
—¡Y dices que no había peligro!
El la miró.
—Bien, tu tono preocupado demuestra que eres buena. Te lo agradezco. Pero es peligroso venir aquí a esta hora de la noche.
—¿Por qué? —Ella lo miró a los ojos a través de sus pestañas—. Mark estará ocho horas en la mina. Y tu criado se acostó.
El sonrió apenas, un tanto molesto. El día anterior, mientras se dirigía a Truro, y a veces en medio de la fiesta, lo había asaltado el recuerdo de Keren Daniel. Sabía bastante bien adonde llevaba esa relación, y se sentía tironeado por varios deseos contrarios; unas veces quería detenerse y otras continuar. A veces estaba casi decidido a tomarla, lo que, según bien veía, ella deseaba; pero sabía que una vez que comenzara, nadie podía prever adonde lo llevaría el asunto. Y ese pensamiento se alzaba permanentemente entre él y su trabajo.
La fiesta de la noche anterior y el reconfortante contacto con gente de su propia clase lo habían estimulado. Era agradable volver a ver a Elizabeth Poldark, a quien consideraba la mujer más bella que había conocido jamás. Había sido satisfactorio encontrarse otra vez con Joan Pascoe, y comparar su doncellez mesurada, su piel clara y su pensamiento lúcido con el recuerdo de esta pequeña criatura extraviada e impulsiva. Y había regresado hoy seguro de que debía suspender esta fantástica situación en la cual estaba jugando con fuego.
Pero cuando se encontraba frente a Keren no era tan fácil decidirse. Joan y las restantes jóvenes estaban «a distancia»; eran seres remotos, jóvenes damas, personas que formaban el mundo. Keren era la realidad. Ya conocía el sabor de sus labios, y el contacto inquietante de su cuerpo.
—Bien —dijo ella, como si estuviese leyendo sus pensamientos—, ¿no me besarás?
—Sí —dijo él—. Y después, Keren, debes irte.
Keren recogió rápidamente su capa, y permaneció de pie frente a él, las manos a la espalda, en una actitud de extraño y elocuente recato. Alzó la cara y entrecerró los ojos.
—Ahora —dijo—. Sólo uno.
Dwight la rodeó con sus brazos y besó sus labios fríos, y ella no intentó responder al beso. Y mientras él la besaba comprendió que había extrañado eso toda la semana anterior, lo había extrañado más que a nada en la vida.
—O mil —dijo ella por lo bajo.
—¿Qué? —preguntó él. Ella miró de reojo.
—Hay un hermoso fuego. ¿Por qué debo irme?
Dwight comprendió que estaba perdido, y ella también lo sabía. El nada podía hacer. Ahora se limitaría a seguir el ritmo de Keren. Quería hacerlo.
—¿Qué dijiste? —preguntó Dwight.
—O mil. O veinte mil. O un millón. No tienes más que pedirlo.
El alzó las manos hacia la cara de Keren, y la oprimió. En el modo de tocarla había una súbita y tierna vehemencia.
—Si te beso cuanto quiero, no necesitaré pedírtelo.
—Entonces, quiérelo —dijo ella—. Entonces, quiérelo.