Capítulo 12

A la mañana siguiente, fue visible que el modo en que había terminado la partida de naipes suscitaba la antipatía de los Warleggan.

Prevalecía una pesada atmósfera de sequedad y malestar. Ross se preguntó si los Warleggan pretendían que sus invitados se dejasen arruinar sin decir palabra.

Pero en ese momento no disponía de mucho tiempo para cavilar acerca del asunto, porque necesitaba ver a Harris Pascoe antes de regresar a su casa.

Durante esos días la compañía cuprífera había sido casi olvidada; pero ahora había mucho que hacer y muchas cosas que discutir. Después de un rato, el banquero dijo nerviosamente:

—Oí decir que estuvo unos días en Launceston.

—De modo que está enterado de eso.

—Como usted sabe, es extraño… casi nunca salgo de mi casa, excepto para realizar de tanto en tanto un paseo hasta la colina, en bien de mi salud… y sin embargo, aquí llegan todas las novedades. Supongo que la aventura no lo ha perjudicado.

—No, si se refiere al cuerpo. Por supuesto, todavía pueden pasar varios días antes de que se manifieste la fiebre.

Pascoe contrajo levemente el ceño.

—Yo… en fin… entiendo que el modo en que usted entró en la cárcel ha merecido cierta desaprobación.

—Era lo que cabía esperar.

—Naturalmente. ¿El joven murió? Sí… Vea, no creo que en este caso el escándalo llegue muy lejos. Naturalmente, si se investiga su conducta, la gente comenzará a preguntarse si en realidad la cárcel reúne las condiciones necesarias para encerrar allí a seres humanos, y no creo que los magistrados comprometidos en el asunto tengan interés en dar excesiva publicidad al incidente. Como usted sabe, casi todos los jueces son caballeros bien intencionados, cuyo peor delito es la apatía. Muchos dictan sus fallos con admirable espíritu cívico. Y respetan la opinión pública en la medida suficiente para evitar denuncias que perjudiquen su prestigio. Creo que tenderán a cerrar filas y a no hacer caso del papel que usted representó. Tal es mi opinión personal, por lo que pueda valer.

Ross golpeó con el látigo su bota de montar.

—Quizás es un tanto infortunado —dijo Pascoe, volviendo los ojos hacia la ventana—, que varios de sus colegas en la Compañía Fundidora Carnmore estén, por así decirlo, del otro lado de la barricada.

Ross alzó los ojos.

—¿Qué quiere decir?

—Bien, son magistrados, ¿comprende? Y por eso mismo es probable que consideren el asunto desde el punto de vista de su propia profesión. Es el caso de Saint Aubyn Tresize y Alfred Barbary, así como de otros. Aunque puede ser que no lo manifiesten.

Ross emitió un gruñido y se puso de pie.

—Lo que aparentemente no comprenden es que nuestro plan provocará una lucha encarnizada, de modo que no veo la necesidad de pelear entre nosotros.

Pascoe se ajustó los anteojos y se quitó de la chaqueta un poco de polvo de rapé.

—Anoche no estuve en el baile, pero me dijeron que la reunión fue muy agradable. Entiendo que su esposa fue el éxito de la velada.

Ross volvió bruscamente los ojos hacia el banquero. En general, Pascoe no era un hombre inclinado al sarcasmo.

—¿En qué sentido?

Pascoe lo miró a los ojos, un tanto sorprendido.

—Supongo que en el más grato de los sentidos. Si hay un modo desagradable de alcanzar éxito, no lo conozco.

—Oh —dijo Ross—. Sí. Anoche yo estaba muy distraído. Apenas presté atención.

—Supongo que no son los síntomas de la fiebre.

—Oh, no… ¿Cómo decía?

—¿Acerca de qué?

—Acerca de mi esposa.

—Bien, me limitaba a repetir lo que oí. Varias damas hablaban de su belleza. Y creo que el virrey preguntó quién era.

—Oh —dijo Ross, tratando de no mostrar sorpresa—. Es muy halagador.

Harris Pascoe lo acompañó hasta la puerta.

—¿Está en casa de los Warleggan?

—Mal podíamos negarnos. Pero no creo que repitan la invitación, porque no tardará en filtrarse la noticia de mi intervención en la compañía fundidora.

—No. Y la disputa de anoche entre usted y Matthew Sansón agravará aún más los ánimos.

—Sin duda, usted está bien informado.

Pascoe sonrió.

—Me lo dijo un hombre llamado Vosper. De todos modos la noticia de ese tipo de grescas pronto se difunde en la ciudad.

—No hay motivo que obligue a los Warleggan a inquietarse. En ese momento ninguno de ellos jugaba.

—No, pero como usted sabe es primo de la familia.

Ross lo miró.

—¿De los Warleggan? No lo sabía.

—El viejo, el abuelo… ¿sabía que era herrero? Bien, tuvo tres hijos. La hija contrajo matrimonio con un inútil llamado Sansón, padre de Matthew Sansón. El hijo mayor del viejo es Nicholas, el padre de George, y el menor es Cary.

—Oh —dijo Ross, y reflexionó acerca de la información. El asunto merecía ser meditado—. Es molinero, ¿verdad?

—Así dicen —afirmó Harris Pascoe, con una expresión peculiar.

A la una se despidieron de los Warleggan, y George descendió magnánimamente la escalera para verlos partir. Nadie volvió a hablar de la pelea de la noche anterior, y todo ocurrió como si Sansón jamás hubiese existido. Se separaron entre risas, expresiones de agradecimiento y promesas insinceras de volver a verse muy pronto, y los cinco Poldark dirigieron sus caballos por la calle de Los Príncipes. Cuando Demelza se disponía a montar, un criado de la taberna de las «Siete Estrellas» se le acercó y le entregó una carta sellada; pero como había tanta gente alrededor, ella a lo sumo tuvo tiempo de introducirla en el bolsillo de su chaqueta de montar, con la esperanza de que los demás nada hubiesen advertido.

Las dificultades de la noche anterior no habían quedado atrás, pues Francis no había hablado una sola palabra a su hermana desde el incidente, y si bien todos cabalgaban en un mismo grupo, nadie parecía deseoso de conversar. Pero cuando llegaron a los páramos, Ross y Francis se adelantaron, y las tres jóvenes siguieron detrás, en una misma línea; cerraban la marcha los dos criados de Trenwith y el equipaje, cargado sobre ponies. Así ocurrió que Ross y Francis sostuvieron la última charla amistosa que habían de mantener durante mucho tiempo; y detrás, como Verity nada tenía que decir, Elizabeth y Demelza conversaban en un plano de igualdad por primera vez en su vida.

Ross y Francis, que trataban cuidadosamente de evitar el tema del capitán Blamey, hablaron de Matthew Sansón. Francis nada sabía de su relación con los Warleggan.

—Maldición —dijo Francis—, lo que me molesta es que estos tres años estuve jugando con ese sinvergüenza. Y no cabe la menor duda de que él se benefició. A veces perdía, pero rara vez conmigo. Me gustaría saber cuánto me estafó.

—Yo diría que la mayor parte de lo que te ganó. Mira, Francis, no creo que esto pueda quedar así. Yo no tengo nada que ganar insistiendo en el asunto, pero tú sí. Y lo mismo puede decirse de otros. No creo que puedas tener contemplaciones con los Warleggan.

—¿Piensas que podemos obligarlo a devolver parte de lo que nos ganó?

—¿Por qué no? Es molinero, y le sobra el dinero. ¿Por qué no se le obliga a pagar?

—Ojalá se me hubiera ocurrido la idea antes de salir; podría haber sondeado a alguna de sus víctimas. Tengo el ingrato presentimiento de que antes que podamos hacer nada se alejará del distrito.

—Y bien, están sus molinos. No puede abandonarlos.

—No.

Ross advirtió que Demelza y Elizabeth conversaban, y el sonido de sus voces traído por el viento lo alegró. Que las dos mujeres concertaran amistad sería un hecho al mismo tiempo extraño y satisfactorio. El siempre lo había deseado.

Cuando llegaron a Trenwith tuvieron que desmontar y aceptar una taza de té. Y había que ver cómo estaba Geoffrey Charles, y también Julia, de modo que era bastante tarde cuando Ross, que llevaba en brazos a la niña, y Demelza, que acercaba su caballo para espiar a su hija, comenzaron a recorrer los últimos cinco kilómetros que los separaban de Nampara.

—Otra vez Verity está muy deprimida —dijo Ross—. Mientras bebíamos el té apenas habló. Su expresión me inquietó mucho. Por lo menos, podemos agradecer a Dios que no hemos tenido nada que ver en todo esto.

—No, Ross —dijo Demelza, y sintió que la carta le quemaba en el bolsillo. Había aprovechado un momento en Trenwith para leerla.

Decía así:

Señora Demelza:

Como usted nos reunió esta segunda vez, solicito que nos ayude nuevamente en esta crisis de nuestros asuntos. Francis tiene una actitud absolutamente imposible; no puede haber ninguna reconciliación. Por lo tanto, Verity debe elegir, y hacerlo prontamente, entre nosotros. No temo el resultado de su decisión, y solamente siento la falta de medios para comunicarme con ella y adoptar medidas definitivas. En este punto solicito su ayuda…

Cuando llegaron al bosquecillo y entraron en su propio valle, el sol se asomó y ambos se detuvieron un momento para mirar hacia abajo.

El dijo de pronto:

—Hoy me desagrada volver a nuestra casa y a nuestra propiedad, porque me agobia el pensamiento del dolor de Jinny y de mi fracaso.

Ella puso la mano sobre la de Ross.

—No, Ross, no puede ser. Regresamos a nuestra felicidad y a nuestro éxito. También yo estoy triste por Jinny, y siempre lo estaré; pero no podemos permitir que el sufrimiento de otros destruya nuestras vidas. No podemos, porque si así fuera nadie volvería a ser feliz. No podemos depender así unos de otros, porque si lo hiciéramos, ¿qué motivo habría tenido Dios para separarnos? Mientras tengamos nuestra felicidad, debemos gozarla, porque ¿quién sabe cuánto durará?

El la miró.

—Es nuestra felicidad —dijo ella—, y debemos apreciarla. Es inútil lamentarse y desear que todos sean tan felices como lo somos nosotros. Me siento contenta, y quiero que tú sientas lo mismo. Antes, no hace mucho de ello, eras feliz. ¿Te he fallado en algo?

—No —dijo él—. No me fallaste.

Demelza respiró hondo.

—Qué hermoso es ver el mar después de alejarse más de un día.

El rio apenas… la primera vez desde que habían emprendido el camino de regreso.

Durante dos semanas el viento había soplado desde el sureste. A veces, el mar estaba quieto, liso y verde, y otras salpicado de olas espumosas. Pero hoy la marejada era muy intensa. Alcanzaron a ver las largas líneas de olas que desfilaban lentamente, las crestas verdes de las olas iluminadas por el sol, que rompían a lo lejos, y salpicaban toda la bahía con valles blancos de espuma resplandeciente.

Cuando se internaron entre los árboles, Garrick llegó dando brincos, con espuma en la boca, y la lengua roja colgando nerviosamente. Morena lo conocía y no hizo caso de la representación, pero Caerhays, el nuevo caballo de Demelza, no recibió con agrado la irrupción del perro, y realizó varias maniobras laterales y casi se encabritó antes de que fuera posible calmarlo. Cuando reanudaron la marcha, vieron la figura de una muchacha que corría hacia la pendiente que se elevaba a un costado. Los largos cabellos negros flotaban en el aire, y ella llevaba un bolso, que se balanceaba mientras la joven corría.

—Otra vez Keren Daniel —dijo Demelza—. Siempre que va a Sawle, de regreso acorta camino por mi jardín.

—Supongo que nadie le explicó que no debe hacerlo. A propósito, esta mañana me preguntaron si Dwight Enys estaba enredado con una mujer del vecindario. ¿Oíste decir algo?

—No —replicó Demelza, y de pronto todas las piezas del acertijo ocuparon su lugar—. Ah.

—¿Qué pasa?

—Nada.

Llegaron al puente y lo cruzaron. Ross sintió el súbito impulso de satisfacer el deseo de felicidad de Demelza, de compensarla por todos los incidentes ingratos de la noche anterior. ¿Por qué no? Era extraño cuan fácilmente podían pronunciarse palabras agrias, y qué difícil era mostrarse bondadoso.

—¿Te he hablado de Harris Pascoe?

—¿El banquero?

—Sí. Parece que es el hombre mejor informado del condado. Ni siquiera concurrió a la fiesta de anoche y sin embargo estaba perfectamente enterado de tu éxito.

—¿Mi éxito? —preguntó Demelza, y trató de descubrir el posible sarcasmo oculto en esas palabras, exactamente como había hecho Ross.

—Sí; dijo que las damas habían hablado de tu belleza, y que el Virrey había pedido conocer tu nombre.

—¡Judas! —dijo Demelza, y se sonrojó intensamente—. Bromeas.

—De ningún modo.

—¿Y quién le dijo eso?

—Oh, lo supo de buena fuente.

—Judas —dijo otra vez Demelza—. Ni siquiera pude saber quién era el virrey.

—Como ves, otros supieron apreciarte… aunque yo no me contara entre ellos.

—Oh, Ross, no puedo creerlo —dijo Demelza, con voz extrañamente más aguda—. Nadie podía ver nada con semejante multitud. Sin duda lo dijeron para complacerte.

—Lejos de ello, te lo aseguro.

Llegaron a la puerta de la casa. Estaba abierta, pero nadie acudió a recibirlos.

—Yo… Parece tan extraño —dijo Demelza—. Seguramente todo se debe al hermoso vestido que me regalaste.

—Un hermoso marco no garantiza un hermoso cuadro.

—Uf… me siento extraña. Jamás se me hubiera ocurrido pensar…

Jane Gimlett apareció trotando, y se disculpó porque no había estado allí para recibirlos; el rostro redondo y lustroso mostraba una expresión de simpatía y cordialidad, y les hacía sentir que eran bien venidos. Ross se dispuso a entregarle a la niña, pero Demelza protestó y el criado la ayudó a desmontar primero.

Demelza recibió de Ross el bebé, que descargaba enérgicos puntapiés, y permaneció un momento acomodándolo en sus brazos. Julia supo inmediatamente quién la sostenía, y una sonrisa de placer se dibujó en su rostro regordete. Gorjeó y levantó un puñito cerrado. Demelza besó el puño y examinó el rostro de la niña, tratando de comprobar si había algún cambio. En cierto modo, parecía menos saludable que treinta y seis horas antes. Demelza llegó a la conclusión de que a esa edad ningún niño se mantenía bien mucho tiempo sin la madre. Las damas habían dicho que era muy hermosa, y el virrey había preguntado… «Fue por el hermoso vestido que me regalaste, Ross,» pero «Un hermoso marco no garantiza un hermoso cuadro,» había dicho él. Demelza sabía que cuando Julia creciera se sentiría orgullosa de su padre; no se le había ocurrido que también podía sentirse orgullosa de su madre. Un pensamiento maravilloso, brillante como el sol sobre el mar. Haría todo lo posible. Aprender a comportarse como una dama, aprender a envejecer con gracia y encanto. Aún era joven, de modo que tenia posibilidades de aprender.

Alzó la cabeza y miró a Ross, que estaba desmontando. La noche anterior y la precedente había temido por él. Pero hoy Ross había recuperado su equilibrio. Si lograba persuadirlo o que se quedara un poco en casa… sí, de ese modo volvería a sentirse bien. A ella le tocaba lograr que aceptara.

Julia se agitó y gorjeó.

—Ma-ma-ma —dijo—. Du-du-buff-ma-ma —y se rio de su propio absurdo.

Demelza suspiró, porque intuía la complejidad de la vida, aunque al mismo tiempo sabía que le deparaba una forma de felicidad personal; después, se volvió y llevó a su hija al interior de la casa.