Había concluido la danza, pero no la velada. A medianoche todos entonaron canciones patrióticas, y el Dios salve al rey; y después, los miembros del grupo de Warleggan se retiraron.
Pero cuando llegaron a la residencia Warleggan, no pareció que nadie estuviese dispuesto a acostarse. Los esperaban alimentos y bebidas: pasteles calientes, tortas y jaleas, ensaladas y frutas, ponche, vinos, té y café. La gente se dispuso inmediatamente a jugar whist, chaquete y faraón; y Sansón apremió a Ross para que se uniese a una mesa de juego.
Demelza lo vio alejarse, y en el rostro de la joven había una expresión ansiosa. La celebración en el Salón de la Alcaldía había terminado sin que Ross golpease a nadie ni insultase al virrey, pero él continuaba mostrando una actitud peculiar.
Había sido una noche agitada. La excitación había tenido cierto matiz malsano. Oh, sí, le había agradado, pero el placer de Demelza había incluido un sentimiento de angustia.
Y tampoco, aunque el número se había reducido, carecía ahora de admiradores. Sir Hugh no se despegaba de ella, John Treneglos había escapado de la vigilancia de su esposa, y Carruthers se mantenía firme. Verity desapareció en el primer piso, pero cuando Ross se separó de Demelza, ella no pudo hacer lo mismo. A pesar de sus protestas, la persuadieron de que se sentase a la mesa de faraón; le acercaron una silla, depositaron dinero en su regazo, y le ofrecieron consejos y aclaraciones musitados al oído. Que nada supiera del juego parecía no tener importancia: todos decían que cualquiera podía jugar faraón; uno apostaba dinero a uno de los naipes que estaba sobre la mesa, el banquero descubría dos cartas, y si la carta que uno tenía iba a parar a una pila, uno ganaba, y si correspondía a la otra, uno perdía.
Parecía bastante sencillo, y después de moverse en la silla para evitar que sir Hugh le pusiese la mano sobre el hombro desnudo, Demelza se dispuso sumisamente a perder el dinero que le habían prestado.
Pero en lugar de perder, ganó. No de un modo impresionante, pero con regularidad. No se dejaba aturdir, no apostaba más de una guinea a una carta; pero cada vez que apostaba descubría que otros la acompañaban; y cuando la carta ganaba, se oían detrás exclamaciones triunfales. Había reaparecido William Hick, y también estaba una mujer alta y bella, de voz bastante estridente, llamada Margaret, con quien, según parecía, Francis no simpatizaba. En la habitación contigua alguien ejecutaba una pieza de Haendel en la espineta.
Le habían prestado veinte libras, Demelza tomó cuidadosa nota de la cifra; y pensaba que si conseguía ganar setenta, es decir cincuenta para sí misma, se retiraría del juego, pese a todas las protestas de quienes la incitaran a continuar. Había llegado a sesenta y una, cuando oyó que William Hick decía en voz baja a alguien:
—Poldark está perdiendo mucho.
—¿De veras? Sin embargo me pareció que el banquero acababa de pagarle.
—No, me refiero al otro Poldark. El que está jugando con Sansón.
En su interior sintió que algo se helaba.
Apostó y perdió, apostó de nuevo y perdió, se apresuró a apostar cinco guineas y perdió.
Se puso de pie.
—Oh, no —protestó la gente de su alrededor a coro, tratando de convencerla de que continuase jugando, pero ella no aceptó razones, porque esta vez no se trataba de la preferencia personal, sino de pánico, de la necesidad urgente de encontrar a Ross. Tuvo la presencia de ánimo indispensable para separar los treinta y cuatro soberanos que le pertenecían, y después se abrió paso y miró el reloj.
En el rincón de la segunda sala se había reunido un nutrido grupo alrededor de una mesita, y allí estaban Ross y Sansón, el corpulento molinero. Se acercó a ellos, y sin prestar atención al perjuicio que podía sufrir su vestido, se abrió paso hasta que alcanzó a ver los naipes.
El ruff francés se jugaba con treinta y dos naipes, y se servían cinco a cada uno de los jugadores; el juego aplicaba las reglas del whist, excepto que el as era la figura más baja. El azar y el interés del juego residía en el hecho de que antes de decidir, cada jugador Podía desechar y tomar del mazo cuantos naipes nuevos prefiriese y tantas veces como se le antojase.
Demelza observó un momento, tratando de entender el juego, que le pareció difícil. Jugaban rápidamente, y además de ganar y perder dinero al fin de cada juego, apostaban en mitad de casi todas las manos. El rostro largo y delgado de Ross, con las mandíbulas prominentes, no expresaba todo lo que había bebido, pero entre sus cejas había una arruga profunda y sumamente peculiar.
Ross había jugado por primera vez ese juego con un alto oficial francés, en un hospital de Nueva York. Lo habían jugado durante semanas interminables, y lo conocía perfectamente. Nunca había perdido mucho jugándolo, pero en Sansón había encontrado la horma de su zapato. Era probable que Sansón lo hubiera jugado toda su vida, e incluso durmiendo. Y esa noche tenía una suerte sorprendente. Cuando Ross formaba una buena mano, el molinero tenía otra mejor. Vez tras vez, Ross pensó que estaba a salvo, y vez tras vez la suerte lo rechazaba. No conseguía remontar la corriente, y sin embargo insistía.
Cuando hubo firmado pagarés por doscientas libras, que era el límite al que podía llegar su banquero Harris Pascoe, y también todo el dinero líquido que tenía en el mundo, interrumpió un momento el juego y ordenó a un lacayo que trajese más bebida.
—Estoy acabado, Sansón —dijo—. No creo que la suerte pueda durarme mucho más. —Alguien emitió una risita.
—Es difícil saberlo —dijo Sansón, parpadeando y refregándose las manos—. Déme alguna garantía si quiere continuar. Todavía no es tarde.
Ross ofreció su reloj de oro; había pertenecido a su padre, y rara vez lo usaba.
Sansón lo recibió.
—¿Cincuenta guineas?
—Como guste.
Era el turno de Ross. Oros eran triunfos, y Ross recibió el nueve, el diez y el as de oros, la sota y el diez de espadas.
—Envite —dijo Sansón.
—¿Cuántas?
—Todas.
—Yo quiero dos —dijo Ross. Sansón cambió todas sus cartas por cinco diferentes. Ross desechó las espadas y recibió el rey de corazones y el ocho de espadas.
—Envite —dijo Sansón. Ross asintió, y de nuevo descartaron, Sansón dos y Ross una. Recibió el rey de espadas. Sansón dijo que estaba conforme.
—Apuesto diez guineas.
—Veinte —dijo Ross.
—Acepto.
Presentaron cartas. Sansón tenía el rey, la reina, el siete, el ocho de triunfos, y una carta baja de bastos, de modo que superaba holgadamente a Ross.
—Una suerte endemoniada —murmuró alguien cerca de Demelza.
En pocos minutos desaparecieron las cincuenta guineas.
Sansón se recostó en la silla, y se enjugó el sudor que perlaba su rostro redondo. Parpadeó mirando el reloj.
—Bien, es una buena máquina —dijo a un amigo—. Un poco cara. Confío en que dé bien la hora. —Se oyó una risa.
El criado volvió con las bebidas.
—Tráigame otro mazo de cartas —dijo Ross.
—Sí, señor.
—¿Con qué piensa jugar? —preguntó Sansón, levemente sarcástico.
—Con valores que puedo realizar —dijo Ross.
Pero Demelza sabía que se refería a las acciones de la Wheal Leisure. Había estado acercándose cada vez más a su marido, y ahora se inclinó bruscamente hacia adelante, y depositó sobre la mesa sus treinta y cuatro soberanos.
—Ross, tengo algún dinero suelto.
El alzó los ojos sorprendido, porque no había sabido que ella estaba allí. Primero, los ojos de Ross miraron sin verla, y después la vio, pero esta vez no tenía una expresión hostil. Frunció el ceño al ver el dinero.
—Para complacerme, Ross.
Llegó el lacayo con el nuevo mazo. Los corazones eran triunfos, y Sansón sirvió a Ross la reina, la sota y el siete de corazones, el nueve y el siete de bastos.
—Envite —dijo Ross.
—No —dijo Sansón, rehusando el descarte—. ¿De nuevo diez guineas?
Era evidente que tenía una buena mano, pero su negativa al descarte significaba que, de ganar, se duplicaba la ventaja de Ross. Ross tenía buenas cartas, y aceptó. Resultó que Sansón tenía el rey, el as y el diez de triunfos, el rey de oros y el rey de espadas. Sansón mató con un triunfo el primer basto de Ross, y abrió su rey. Ross presentó su reina.
Era un farol, pero tuvo éxito. Sansón presentó su as de triunfos, y Ross replicó con la sota. Después, siguió con el siete de triunfos y el siete de bastos.
Con excepción de Sansón, todos parecieron complacidos.
Durante un rato la suerte cambió, y ahora tenía frente a sí casi cien libras. Demelza no hablaba. Después la suerte tomó el mismo sesgo anterior, y Sansón ganó implacablemente una mano tras otra. El dinero de Ross disminuía y al fin desapareció. El grupo de espectadores comenzó a separarse. A lo lejos, un reloj dio las dos. Durante un rato Ross no había bebido. El brandy que había pedido estaba intacto.
Sansón se secó las manos y miró parpadeando a Ross.
—Confiese que está derrotado —dijo—. ¿O puede vender otras joyas?
—Tengo acciones.
—No, Ross; no, Ross —murmuró Demelza—. ¡Retírate de la mesa! En muy poco rato comenzará a cantar el gallo.
—¿Cuánto valen?
—Seiscientas libras.
—Me llevará un rato ganar eso. ¿No preferiría recomenzar por la mañana?
—No estoy cansado.
—Ross.
—Por favor. —El la miró.
Demelza guardó silencio. Entonces, vio los ojos de Sansón fijos en el broche de rubí que Ross le había comprado. Retrocedió unos centímetros e instintivamente lo cubrió con una mano.
Ross ya estaba barajando otra vez.
De pronto, Demelza depositó el broche sobre la mesa, al lado de Ross.
—Juega esto si es necesario que continúes.
Ross se volvió y la miró, y Sansón clavó los ojos en el broche.
—¿Es genuino? —preguntó.
—No te entrometas, Demelza —dijo Ross.
—No debes jugar las otras cosas —murmuró ella—. Juega esto. Te lo doy libremente… si quieres continuar.
—¿Cuánto vale? —preguntó Sansón—. Nada sé de piedras preciosas.
—Unas cien libras —dijo Ross.
—Muy bien. Acepto. Pero es tarde…
—Usted da cartas.
Jugaron, y Ross comenzó a ganar. Los que se habían quedado para mirar ahora no deseaban retirarse. Los jugadores de whist habían ido a acostarse, y la mesa de faraón al fin se levantó. Algunos de los que habían estado jugando se acercaron a mirar. A las tres, Ross había recuperado lo suficiente para cubrir su reloj. A las tres y cuarto, tenía de nuevo consigo las ganancias de Demelza.
George Warleggan intervino.
—Vamos, vamos, eso no está bien. Por Dios, Ross, ten compasión de todos nosotros. Prometan finalizar después de esta mano, y si lo desean, mañana reanudan el juego.
Ross alzó los ojos y bebió un sorbo muy pequeño de brandy.
—Disculpa, George. Ve a acostarse si lo deseas, pero el desenlace de este juego aún está muy lejos de una decisión. Ordena a tus criados que se acuesten; podemos arreglarnos solos.
Sansón se enjugo la frente con las manos.
—Bien, a decir verdad, yo también estoy muy cansado. Me agradó jugar pero no lo desafié a pasar toda la noche frente a la mesa. Abandone antes de que la suerte le vuelva la espalda otra vez.
Ross no cedió.
—Juegue otra hora, y después levantamos.
Sansón parpadeó.
—Creo que nuestro anfitrión tiene cierto derecho a…
Ross dijo:
—Y doblemos las apuestas. De ese modo aceleramos el juego.
Sansón dijo:
—Creo que nuestro anfitrión…
—Yo no deseo dejar así el juego —dijo Ross.
Se miraron un momento, y después Sansón se encogió de hombros.
—Muy bien. Una hora más. Usted sirve.
Pareció que el consejo de Sansón había sido apropiado, porque desde ese momento la suerte volvió a favorecerlo. Hacia las tres y media, a Ross le quedaban sesenta libras. A las cuatro menos cuarto no tenía nada. Sansón transpiraba profusamente. Demelza experimentaba una horrible sensación de náusea. Ahora sólo quedaban siete acompañantes.
Aún faltaba media hora, y comenzaron a regatear por las acciones de la Wheal Leisure. Sansón oponía toda suerte de objeciones a aceptarlas como apuesta. Se hubiera dicho que era él quien estaba perdiendo.
Estuvieron discutiendo cinco minutos, y dieron las cuatro sin que ninguno de los dos hubiese cambiado de opinión. A las cuatro y cinco Ross recibió el rey, el diez y el as de triunfos y dos naipes inútiles. En el primer descarte obtuvo dos reyes. Apostó cincuenta libras, lo cual significaba que la apuesta real era de un centenar. Cuando mostraron, resultó que Sansón tenía los cinco triunfos restantes.
Demelza miró alrededor, en busca de una silla, pero no había ninguna bastante cerca. Aferró más firmemente la silla de Ross, y trató de ver a través de la bruma que le cubría los ojos.
Ross se sirvió el siete, el ocho, el nueve de oros y el nueve y el diez de espadas. Puesto que corazones eran triunfos, se trataba de una mano sin esperanza.
—Envite —dijo el molinero.
—¿Cuántas? —Una.
—Yo cambio todas —dijo Ross, y se desprendió de las cinco cartas. Y entonces pareció que olvidaba que Sansón debía servirse primero, porque extendió la mano al mismo tiempo que su antagonista. Las manos de los dos se tocaron, y en lugar de servirse cartas, la mano de Ross aferró la muñeca de Sansón.
Sansón emitió un gruñido cuando Ross le volvió lentamente la mano. En la palma estaba el rey de triunfos.
Hubo un momento de silencio.
Ross dijo:
—Me gustaría que explicase cómo tiene un naipe en la mano antes de extraerlo del mazo.
Pareció que Sansón estaba al borde del desmayo.
—Tonterías —dijo—. Ya había retirado la carta cuando usted me tocó.
—Ross, me inclino a creer que fue así —dijo George Warleggan—. Sí…
—Oh, no, ¡no la tenía! —dijeron simultáneamente Hick y Vosper.
Ross soltó repentinamente la muñeca del individuo, y en cambio lo aferró de los volantes de la camisa, levantándolo de la silla y medio echándolo sobre la mesa.
—Déjeme ver si esconde otros trucos.
En un instante, la tranquila escena se había convertido en un confuso pandemónium. Se volcó la mesa, y los soberanos y las guineas rodaron por el suelo. Sansón, de espaldas, se agitaba mientras Ross le desgarraba la camisa y le quitaba la chaqueta.
En el bolsillo interior de la chaqueta había dos naipes. Eso era todo.
Ross se puso de pie y comenzó a examinar la chaqueta, de la cual extrajo sus propios pagarés, que depositó sobre una silla. Sansón permaneció de pie, mudo, y de pronto se abalanzó para recuperar la prenda. Ross se lo impidió, y después dejó caer la chaqueta y apartó de un empujón al hombre. Sansón medio cayó sobre una silla, sofocado, y de nuevo se puso de pie. Ross lo obligó a dar media vuelta, y lo tomó por el cuello de la camisa y el fondillo de los pantalones de seda.
—Francis, abre la ventana —dijo.
—Escucha, Ross —George interpuso su gruesa figura—, aquí no queremos trifulcas…
Pero Ross lo esquivó y llevó hacia el ventanal francés al molinero, que se debatía. Salieron y descendieron los cuatro peldaños. Otros los siguieron, pero George Warleggan no pasó del primer peldaño.
A pocos metros estaba el río. Bajo la luz de las estrellas tardías, parecía un pozo negro con las orillas en pendiente. Cuando Ross se acercó a la orilla, Sansón comenzó a debatirse, y trató de liberarse descargando puntapiés sobre su antagonista. Llegaron a la orilla. Cuando ya estaban allí, el hombre comenzó a gritar pidiendo socorro. Ross lo sacudió hasta que dejó de gritar. Después, puso en tensión los músculos, alzó en vilo al hombre, tomó impulso y lo arrojó. El esfuerzo casi lo impulsó a él mismo sobre la orilla. Los gritos de Sansón, agudos y atemorizados, terminaron en un solo plop.
Ross recuperó el equilibrio y miró hacia abajo. No alcanzó a ver nada. Se volvió y regresó a la casa, sin mirar a ninguno de los que allí habían quedado. Cerca de la escalera, George lo tomó del brazo.
—¿Cayó al río?
—Cayó donde debería estar el río. Pero no había agua.
—¡Hombre, se sofocará en el lodo!
Ross lo miró. Los ojos de ambos tenían un centelleo peculiar, como el recuerdo de una antigua disputa.
—Lamento haber agredido a tu invitado y provocado esta conmoción —dijo Ross—. Pero si das a hombres así la protección de tu techo, debes preparar un modo más cómodo de eliminarlos. —Entró en la casa.
Cuando Ross subió, hacía unos diez minutos que Demelza estaba en el dormitorio. Se había cambiado, y después de colgar su hermoso vestido en el macizo guardarropa de caoba, se había soltado los cabellos para peinarlos y puesto el camisón con el volante de encaje bajo el mentón. Parecía una jovencita de unos dieciséis años, sentada en la cama y mirando a Ross con expresión cautelosa.
Pues si bien comprendía el estado de ánimo de Ross, no sabía como tratarlo. Esa noche él estaba más allá de las posibilidades de Demelza.
Ross cerró la puerta y la miró, los ojos más luminosos, como le ocurría siempre que se encolerizaba. Miró a Demelza, sentada en la cama, y después miró algo que llevaba en la mano.
—Te traje el broche —dijo. Ahora estaba completamente sobrio, como si no hubiese bebido una gota en todo el día.
—Oh, gracias.
—Lo dejaste sobre el sillón.
—Ross, no deseaba tocarlo.
El se adelantó, y depositó la joya sobre la mesa de tocador.
—Gracias por el préstamo.
—Bien, yo… no quería pensar que la Wheal Leisure… todos tus planes y tu trabajo… ¿recuperaste todo?
—¿Qué?
—Todo lo que perdiste esta noche.
—Oh, sí. —Comenzó a desvestirse.
—Dime, Ross, ¿cuándo comenzaste a sospechar que hacía trampa?
—No lo sé… cuando tú llegaste. No, después, pero no lo sé de cierto.
—¿Por eso no querías abandonar?
—A veces no hacía trampa, y yo empezaba a ganar. Sabía que si aguantaba lo suficiente, tendría que hacer trampa otra vez. Tenía las manos pegajosas de sudor; esa era mi principal esperanza.
—¿Qué le ocurrió, Ross? ¿No se… no se asfixió?
—No.
—Me alegro. No por él, sino… —Comenzó a descender de la cama.
—¿A dónde vas?
—A guardar en lugar seguro el broche. No podría dormir silo dejo allí.
—Tendrás que dormir dejándolo en algún lugar.
—Entonces, lo guardaré bajo la almohada.
Se la veía alta, muy joven y delgada, con su largo camisón de algodón blanco. No parecía la madre de Julia.
Cuando regresaba hacia la cama, Ross la tomó del codo.
—Demelza —dijo.
Ella se detuvo, y elevó los ojos hacia el rostro tenso, todavía insegura.
—No ha sido una noche muy agradable para tu iniciación en sociedad.
—No —dijo ella, bajando la cabeza.
Las manos de Ross se cerraron sobre la nuca de Demelza, y se hundieron en la mata de cabellos oscuros que caían sobre los hombros. La atrajo suavemente, hasta que ella lo miró en los ojos.
—Lo que te dije en el salón de baile.
—¿Sí?
—No estuvo bien.
—¿A causa de qué?
—Tenías derecho a aceptar las atenciones de esos hombres, porque yo no me ocupaba de ti.
—Oh… pero yo sabía por qué te comportabas así. No era que no lo supiera… o no simpatizara contigo. Estabas ocupado, y ellos me rodeaban como un enjambre de abejas. No tuve tiempo de pensar. Y de pronto, te acercaste…
Volvió a trepar a la gran cama rodeada de cortinas, y se sentó sobre el borde, a su lado, los pies sobre el peldaño. Cerró los brazos rodeando las rodillas, y lo miró.
—Y además, Verity.
—¿Verity?
Ella le explicó el asunto.
Siguió un silencio prolongado, uno de esos silencios comunicativos y cordiales que a menudo se establecían entre ellos.
—Oh, Dios mío —dijo Ross—, qué mundo ingrato. —Apoyó la espalda en las rodillas de Demelza—. Toda esta semana quise dar golpes de ciego, porque no encontraba un blanco más sólido. Bien lo sabes. Pero creo que ahora estoy demasiado cansado para seguir odiando.
—Me alegro de que así sea —dijo ella.
Unos minutos después, Ross se metió en la cama, al lado de Demelza, y permaneció inmóvil, los ojos fijos en el dosel del lecho. Después, se inclinó hacia un costado y apagó la vela.
Ella lo rodeó con sus brazos, y apoyó la cabeza de Ross en su propio hombro.
—Ahora —dijo Ross— es la primera vez que estoy sobrio en cuatro días.
Era también la primera vez que se acostaban así, uno al lado del otro; pero ella no lo mencionó.